Cuando el Secretario de Defensa James N. Mattis habló en la cena de la entrega de los premios Distinguished Service Award del Center for the National Interest a fines de julio, describió una estrategia de política exterior para EUU centrada en el resurgimiento de la competencia entre grandes potencias. Mattis también advirtió que EEUU podría ponerse en peligro desde el interios. En concreto, afirmó que la creciente deuda nacional equivale a una forma de "robo intergeneracional" que el Congreso debe abordar.
La solvencia de los Estados Unidos y el equilibrio entre los compromisos y el poder ha sido un tema permanente de los realistas de la política exterior. En su libro, Foreign Policy: Shield of the Republic, el decano de los pensadores realistas norteamericanos, Walter Lippmann, observó en 1943:
Nadie puede suponer seriamente que tiene una política fiscal si no considera conjuntamente gastos e ingresos, salidas y entradas, pasivos y activos. Pero en las relaciones exteriores habitualmente nos hemos divorciado mentalmente en la discusión nuestros objetivos de guerra, objetivos de paz, ideales, intereses, y compromisos, de la discusión sobre nuestros armamentos, nuestra posición estratégica, nuestros aliados potenciales y probables enemigos. Ninguna política puede surgir de tal discusión. Porque lo que resuelve las controversias sobre la práctica es el ser consciente de que tiene que haber un equilibrio entre los fines y los medios: al final se llega a un acuerdo cuando los hombres admiten que deben pagar un precio por lo que quieren y deben desear solo aquello por lo que están dispuestos a pagar.
En 1987, Samuel Huntington escribió un ensayo en Foreign Affairs titulado "Haciendo frente a la brecha de Lippmann" (Coping With the Lippmann Gap). Reiteró que EEUU estaba incurriendo en compromisos en el extranjero que el país no estaba dispuesto a pagar. Tales advertencias han pasado desapercibidas.
En cambio, desde el final de la presidencia de Bill Clinton -cuando los Estados Unidos tenían un superávit presupuestario- el nivel de la deuda ha aumentado constantemente. Saltó de 10.6 billones $ durante la administración de George W. Bush a 19.9 billones $ bajo Barack Obama. Aunque Donald Trump dijo en 2017 que eliminaría la deuda "a lo largo de un período de ocho años", se ha mantenido en silencio sobre el tema, incluso mientras está a cargo de una deuda que se espera supere los 21 billones $. Goldman Sachs declaró recientemente que las perspectivas fiscales para EEUU "no son buenas" y pronostica que la deuda como porcentaje del Producto interno bruto (PIB) aumentará desde su actual 4,1% al 7% en 2028.
Si el gasto en prestaciones y los recortes fiscales no pagados están detrás de buena parte de la crisis de la deuda de EEUU, este es también el caso del enredarse en guerras en el extranjero, que contribuyen más al déficit nacional de lo que se suele reconocer. En el nuevo y fascinante libro Taxing Wars, Sarah E. Kreps, profesora de gobiernación en la Universidad de Cornell, nos recuerda que se ha producido un cambio fundamental desde 1945: EEUU ha dejado de imponer impuestos para financiar guerras y ha dependido de los préstamos para financiar sus guerras extranjeras, ya sea en Vietnam, Irak o Afganistán. Su argumento de que el gasto deficitario permite a los líderes políticos amortiguar la oposición a conflictos bélicos limitados en lugar de exigir sacrificios fiscales de la población parece cierto y sugiere que, desde 1945, EEUU se ha involucrado en guerras “hide and seek” (esconder y buscar). Al sucumbir a la tentación de llevar a cabo conflictos ocultos, los funcionarios estadounidenses han ayudado a erosionar la democracia estadounidense esquivando las restricciones y la presión pública que, en la mayoría de los casos, acompañarían los conflictos bélicos en el extranjero.
Los filósofos de la Ilustración como Immanuel Kant creían que los costos de la guerra ayudarían a disuadir a los líderes democráticos de iniciar hostilidades de manera imprudente. En opinión de Kant, si se requiere el consentimiento de los ciudadanos para declarar la guerra, entonces
... nada es más natural que ser muy cautelosos al comenzar un juego tan pobre, imponiéndose a si mismos todas las calamidades de la guerra. Entre estas últimas están: tener que luchar, tener que pagar el coste de la guerra con los recursos propios.
Adam Smith, por el contrario, temía que los gobernantes simplemente recurrirían a mayores déficits. En The Wealth of Nations (La riqueza de las naciones), señaló que el público incluso puede ver la guerra como una distracción agradable frente a las preocupaciones cotidianas de la vida:
En los grandes imperios, las personas que viven en la capital y en las provincias alejadas de la escena de los hechos, sienten que muchos de ellos no tienen que hacer frente a los inconvenientes de la guerra; pero disfrutan, debido a su facilidad, de la diversión de leer en los periódicos las hazañas de sus propias flotas y ejércitos. Para ellos, esta diversión compensa la pequeña diferencia entre los impuestos que pagan a causa de la guerra y los que estaban acostumbrados a pagar en tiempo de paz. Por lo general, no están satisfechos con el retorno de la paz, que pone fin a su diversión, y a miles de esperanzas visionarias de conquista y gloria nacional, de una continuación más larga de la guerra.
Smith dijo que los líderes que estaban ansiosos de financiar guerras preferirían "sufragar este gasto aplicando mal el fondo de amortización que imponiendo un nuevo impuesto. Cada nuevo impuesto es notado de manera más o menos inmediata por la gente. Ocasiona siempre algún murmullo, y encuentra con cierta oposición". Smith añadió que un impuesto para pagar la guerra corría el riesgo de "ofender a la gente, que debido a un aumento de impuestos tan grande y repentino, pronto se disgustaría con la guerra".
En EEUU, tanto la Primera Guerra Mundial como la Segunda Guerra Mundial fueron conflictos populares que no despertaron el tipo de antipatía hacia sus costes que describían Kant y Smith. Pero, en ambos casos, los costos y compromisos para participar forzaron a Woodrow Wilson y Franklin D. Roosevelt, respectivamente, a pasar varios años defendiendo la intervención. Ambos presidentes también trataron de seguir, en la medida de lo posible, un modelo “pagar mientras se participe” (pay-as-you-go).
En 1914, tres años antes de que EEUU participase en la Primera Guerra Mundial, Wilson declaró que se necesitaban nuevos impuestos para financiar programas de defensa. "Pedir dinero prestado es una financiación miope", dijo Wilson. "Debemos pagar a medida que avanzamos. La industria de esta generación debería pagar las facturas de esta generación". Sin embargo, esta visión elevada vino con algunas advertencias. Antes de 1917, Wilson tuvo cuidado de evitar afectar a los trabajadores y los intereses agrarios mediante la imposición de impuestos más altos, por temor a avivar aún más su oposición a la guerra. Una vez que América entró en guerra en abril de 1917, el Secretario del Tesoro William Gibbs McAdoo declaró: "¿Es posible que en este país rico. . . pueda haber alguna objeción sobre los impuestos necesarios (para financiar la guerra, AyR)?". El propio Wilson calificó la Revenue Act (Ley sobre ingresos) de 1918 un "impuesto por la victoria" a cambio de la "bendición imborrable de la paz". Después del fin de la guerra, estas impuestos se redujeron rápidamente, ya que tanto Wilson como sus sucesores republicanos las veían como enemigas de la prosperidad.
La Segunda Guerra Mundial también vio un aumento dramático de los impuestos. Pero la llegada del New Deal en la década de 1930 significó que esta vez fueron cualquier cosa menos temporales. La tasa máxima de los impuestos era del 78% en 1941. Después del ataque japonés en Pearl Harbor, el Congreso aumentó los impuestos sobre la renta en 1942, añadiendo un impuesto del 90% sobre los beneficios y un impuesto a la victoria del 5% de los ingresos netos. En general, la base impositiva aumentó en un 1.000% entre 1940 y 1945.
En contraste con la Primera Guerra Mundial, el Congreso no redujo los impuestos después de la derrota de la Alemania Nazi y el Imperio japonés después de la Segunda Guerra Mundial. En cambio, el asceso del estado de bienestar fue decisivo para la forma en que los políticos abordaron el tema del gasto federal. De acuerdo con Kreps,
En los años transcurridos desde la Segunda Guerra Mundial, en un contexto de altos impuestos en tiempo de paz dedicados a financiar una variedad de preciados programas sociales, los impuestos específicas para la guerra desaparecieron como opción política. Los líderes estructuran cada vez más los costos de la guerra para minimizar el impacto en la población, lo que puede servir para anticipar y desviar la oposición pública a la guerra, pero es a su vez una violación del rendir cuentas de la democracia.
Tras 1945, los EEUU comenzaron a luchar en nuevas guerras que tenían un alcance más limitado que las enormes batallas que tuvieron lugar durante la Segunda Guerra Mundial. El problema era doble: las guerras limitadas no tenían mucha popularidad, ya fuera la Guerra de Corea o la Guerra de Vietnam, y el público no tenía interés en recortar la nueva red de seguridad social o aumentar los impuestos para pagar los conflictos militares en el extranjero. En enero de 1951, el 66% de los estadounidenses dijeron que querían que las tropas estadounidenses salieran de Corea. Durante Vietnam, Lyndon B. Johnson nunca usó el término "war tax” (impuesto para financiar la guerra), sino que se refirió a cualquier aumento como un "recargo", para hacer que pareciera algo temporal, maniobra que recuerda la introducción del Kaiser Wilhelm de Alemania de un impuesto sobre el champán en 1902 para ayudar temporalmente a pagar la construcción de su armada, impuesto que sigue vigente hoy en día, consistente en algo más de un euro por botella. El no pagar por la guerra de Vietnam ayudó a desencadenar la corrosiva inflación de la década de 1970, que solo fue dominada tras la imposición de tasas de interés draconianas por el presidente de la Reserva Federal, Paul Volcker, que provocaron una recesión desde 1981-82.
Después de los ataques del 11 de septiembre, EEUU empeoró sus fracasos previos de pagar por adelantado por guerras limitadas. En lugar de pedir sacrificios, George W. Bush instó a los americanos a ir de compras. Por su parte, el presidente Obama trató de restar importancia al hecho de que las tropas estadounidenses estaban combatiendo en Afganistán y simplemente se refirió a el conflicto, como señaló Bob Woodward, como "trabajar en un teatro". Pero las obligaciones pecuniarias (relativas al dinero en efectivo, AyR) de EEUU son poco consecuentes: un estudio de la Oficina de Presupuesto del Congreso publicado en octubre de 2017 estima que el precio de las guerras en Irak y Afganistán es de más de 2.4 billones$ (1). Washington a veces ha buscado confiar en las fuerzas “proxy” (2). Pero esta no es una verdadera solución. Como señala Daniel Byman,
... a menudo una guerra “proxy” promete alcanzar el punto político ideal entre hacer muy poco y un coste demasiado alto. En realidad, sin embargo, es una forma imperfecta de hacer la guerra. Políticas mejores pueden perfeccionar nuestra trayectoria, pero está ligadas casi con seguridad a la decepción de muchos de los que lo proponen, y en ocasiones podría poner a un país en el camino hacia un conflicto no deseado.
No hay forma de que EEUU pueda eludir la discrepancia entre los compromisos y el poder. A menos que se mantengan en equilibrio, EEUU corre el riesgo de hacer frente al etorno de los peligros fiscales y de política exterior sobre los que advertía Walter Lippmann hace casi un siglo.
En un paso más para la militarización de la política exterior de EEUU, el Congreso ha dado permiso al Pentágono para organizar operaciones militares "poco visibles e irregulares", denominadas "zonas grises"; es decir, guerras no declaradas contra gobiernos extranjeros.
NOTAS
(1) Según el Washington Post, en 2007 EEUU se gastaba 270 millones $ diarios en Afganistán e Irak. Una sola "superbomba" arrojada en Afganistán costaba 314 millones $, según Edward Snowden. Un ejemplo perfecto del grado de derroche es una carretera en Afganistán, que pese a haber costado 3.000 millones $ no se logró acabar de construir. El pasado febrero, el Pentágono ha comunicado que la guerra en Afganistán cuesta 45 millones $ anuales a EEUU.
Un cálculo deciente (del pasado més de julio) calcula los gastos causados a EEUU hasta ahora por la invasión y ocupación de Afganistán en 1,07 billones $. En cuanto a la guerra de Irak, que se considera la segunda guerra más cara de la historia de EEUU, ya en 2013 se calculaba el coste hasta entonces en más de 2 billones $, pero podría llegar a 6 billones $. La cifra de 2 billones $ para 2013 es más bien conservadora, ya que en 2008 el Premio Nobel de Economía Joseph E. Stiglitz hablaba ya de un coste de 3 billones $.
Publicado originalmente en The National Interest (21.08.2018).