miércoles, 13 de mayo de 2020

Cuidado con lo de «si no nos portamos bien, no nos dejarán salir más», por Héctor G. Barnés


¿Está siendo bueno? ¿Se está portando bien, saliendo a la calle con solo tres hijos (no quiera abusar y sacar a los 10 al mismo tiempo), manteniendo la distancia de seguridad y otro medio metro más por si acaso, aplaudiendo y ‘cazoleando’ según soplen los vientos políticos en su hogar? Tenga cuidado, que si no, vendrá el policía de balcón y se lo llevará. Ya se lo habrán dicho una y otra vez. Si no nos portamos bien, no nos dejarán salir más, no avanzaremos de fase. Es decir, si no se porta bien USTED, no me dejarán salir más A MÍ.

De todas las perversiones retóricas que propicia esta situación excepcional —a grandes males, grandes malabarismos lógicos—, una de las más preocupantes va a ser la frasecita de marras. Se escuchan estos días de desconfinamiento todas horas, o al menos, se lee en los ojos centelleantes de aquellos que observan cómo los demás pasean mucho y mal. Ya sabemos que los españoles somos así de irresponsables, egoístas, cainitas y chapuceros, que nos lo repiten continuamente. El problema es que los españoles son siempre los demás.


Desde el domingo pasado, cuando hordas de niños salieron a los parques a restregarse unos con otros o a pasear civilizadamente, según si usted los vio con teleobjetivo o con angular, llevo dándole vueltas a por qué esa sentencia me resulta tan desasosegante. También ayer y hoy, cuando me he dado cuenta de que la gente, a pesar de lo que le gustaría a mucha gente, cumple, incluso con el incomprensible condicionante que es que Madrid no haya tomado ninguna medida adicional como ampliar el espacio para los peatones o abrir los parques. Quizá porque hay un montón de implicaciones preocupantes en el marco mental que la frase propone. Es decir, si aceptamos que “si no nos portamos bien, no nos dejarán salir”, estamos sugiriendo que:

  1. La desescalada no depende de factores sanitarios o criterios objetivos, sino de la generosidad arbitraria de un gobierno que, como un padre que castiga o premia a su hijo, decide adelantar o retrasar los plazos en función del buen cumplimiento de sus órdenes, y no de que el plan marche según lo pensado o que, por circunstancias que se escapan a todo control, no sea así. El verdadero impacto de los contados desvíos de la norma sospecho que es tan residual que resulta poco creíble que puedan ser un factor decisivo en un repunte real de la curva. Temo que un retraso a la hora de entrar en una fase por parte de una provincia se utilice como arma arrojadiza contra los vecinos y no como lo que seguramente sea, un escenario que era difícil de prever. Cuidado con la gestión de las frustraciones.
  2. Los derechos se convierten en premios. Ni siquiera como la recompensa que recibe un trabajador que ha cumplido sus objetivos a fin de año, sino más bien como un perro después de dar la patita. La libertad de movimientos es un derecho ciudadano, que en una situación excepcional como esta puede ser limitado apelando a la responsabilidad de una población que lo ha aceptado solidariamente, pero que no por ello deja de ser un derecho.
  3. A consecuencia de ello, los derechos parecen estar condicionados a la buena conducta del ciudadano. De algunos ciudadanos. ¡De otros ciudadanos! ¡De esos ciudadanos que se arriman demasiado! Entender la desescalada en la dialéctica castigo-premio conlleva el peligro de que empecemos a considerar que otros derechos dependen del uso que hagamos con ello, y si alguien se excede, por ejemplo, en el uso de la libertad de información, está bien que se castigue a toda la sociedad limitándola. ¿Se imaginan a alguien proponiendo el retorno de la censura por el hecho de que algunos medios publiquen noticias falsas? Bueno, yo un poco sí.
  4. Reniega de la responsabilidad individual y anhela al control de las fuerzas de seguridad. Se ha repetido muchas veces. El confinamiento y su aplicación eran responsabilidad del gobierno, pero la puesta en práctica de la desescalada recae en el ciudadano que no necesita —ni desea— un policía en cada esquina. Nos gusta mirarnos en el espejo de los países escandinavos pero olvidamos rápidamente que un país (o cualquier comunidad) es más avanzado y progresista no solo cuanto más confía el Estado en sus ciudadanos, si no cuanto más confían sus ciudadanos entre sí. Ya lo cantaba Elvis: “We can’t go on together with suspicious minds”.
  5. Lo más importante: refuerza la idea de que el ciudadano (especialmente, el español) es un ser egoísta que necesita ser controlado, ya que, si se le dejase a su libre albedrío, mearía en las esquinas, golpearía violentamente a sus vecinos y quebrantaría todas las leyes solo por el poder de hacerlo. En otras palabras, hace falta la aplicación de la fuerza que el Estado tiene en monopolio para poner orden. Como ya se ha repetido en varias ocasiones —miren el tuit de abajo—, el sesgo de correspondencia nos lleva a pensar que nosotros siempre nos comportamos mejor que el resto, que son los que lo estropean todo.
  6. La culpa es de los demás. Aunque utilice el “nosotros”, nadie quiere incluirse. La culpa es tuya, hombre, que te he visto por la ventana con el chiquillo.

Todos sin recreo


No me sentía así desde los tiempos del colegio, cuando mi madre supeditaba los regalos de Reyes a portarme bien o cuando el profesor nos amenazaba con no salir al recreo. Había una variante que me resultaba muy molesta, la del “como uno se porte mal nos quedamos todos”. Me enfadaba no solo por la lógica del justos por pecadores, sino sobre todo porque relativizaba la responsabilidad individual del gamberro al mismo tiempo que favorecía la vigilancia mutua, la delación y el chivatazo. De igual forma que muchos protestaron contra la retórica bélica en la pandemia, lo mismo puede decirse de la retórica infantil en la desescalada.

Resulta curioso que quien hable con mayor frecuencia de papá-Estado y acuse a los gobiernos de un pringoso paternalismo sea la derecha, aplicando el principio de libertad (‘don’t tread on me!’) cuando en muchas ocasiones su visión del mundo suele implicar la necesidad de aplicar la fuerza cuando sea necesario. Ya escribí en su día que los conservadores parecen más inclinados a creer en el mal comportamiento de los demás, y no hay más que ver los medios que incidieron en las fotografías del domingo pasado para darse cuenta. Lo verdaderamente progresista es confiar en el prójimo, pensar que los demás actúan con la mejor voluntad posible. El pesimismo antropológico de sostener que el hombre es un lobo para el hombre puede terminar provocando la profecía autocumplida de que nos comportemos como tales.

Cabe la posibilidad de un desconfinamiento de hipervigilancia espoleado por la sucesión de fases, que estimulan el sentimiento de “pasar pantalla”, donde la exagerada cantidad de multas que se han expendido estos meses muten en reproches, miradas de soslayo y acusaciones en la calle. Es decir, que cuando abandonemos el confinamiento nos arrojemos a una desagradable vida común en la que volvamos a ser niños pequeños, discutiendo con el hermanito y con miedo a que papá venga con la zapatilla. Pero lo dudo. Confío en los demás.