miércoles, 20 de mayo de 2020

Psicoanálisis y control social, por Fernando Álvarez-Uría y Julia Varela


Desde la aparición del anti-Edipo, en marzo de 1972, los psicoanalistas y las Internacionales de Psicoanálisis han comenzado a sufrir serios reveses teóricos. En realidad los ataques habían comenzado en Francia bastante antes. Michel Foucault, en su Historia de la locura, afirmaba que la aparente liberalización operada por el psicoanálisis, restituyendo al loco su palabra, consistía en un nuevo tour de forcé, en el que la sinrazón quedaba encerrada en una textura de relaciones de poder bajo la omnipotente mirada del médico-psicoanalista [1]. Algunos años más tarde, la revista Les Temps Modernes [2] publicaba el caso del «hombre del magnetofón» precedido de una polémica entre Sartre y Pontalis. El paciente, introduciendo subrepticiamente un magnetofón, había dado la vuelta a la relación de violencia propia de la cura psicoanalítica; la escucha «aséptica» era a su vez escuchada, quedando rota la relación dual especialista-paciente, originando así la situación subversiva en el interior de la terapéutica normalizadora. El psicoanalista, cazado en su propia trampa, exigía una intervención policial.

Mayo del 68 sirvió de elemento catalizador en el cuestionamiento del psicoanálisis [3]. El deseo de revolución se convirtió en revolución deseante y los especialistas de la libido, sus canalizadores, quedaban desbancados por un movimiento de pulsiones liberadas y de intensidades nómadas.

Una serie de cuestiones surgieron inevitablemente: ¿Cuál es la relación entre producción deseante y producción social? ¿Cómo funciona la normalización del deseo en el interior de las instituciones, en el diván del psicoanalista? ¿Cómo el orden socrático puede ser subvertido, pervertido y destruido, manteniendo vivo el principio del placer? ¿Cuales son las funciones del psicoanálisis en una sociedad capitalista?...

La canalización de los flujos, el orden social, y su funcionamiento maquínico, recobraron su marcha habitual tras el fracaso de la revolución. Pero cuando el deseo ha sido liberado se resiste a una nueva codificación. De aquí que el anti-Edipo sea ante todo la resistencia a la reconducción normalizada de la libido, y arremeta contra las liberaciones operadas en el laboratorio de la cura psicoanalítica —liberaciones que tienen lugar en un espacio cuadriculado, se refieren únicamente a la palabra, y se operan bajo la mirada dominadora de papá-Freud, o cualquiera de sus seguidores—. Una relación de violencia real y simbólica se manifiesta en la cura: el psicoanalista recupera los flujos del paciente a través de miradas, silencios, anotaciones, interpretaciones que reflejan una relación institucionalizada de poder, oculta tras una pretendida finalidad curativa. El especialista, que detenta el poder porque se supone el propietario del saber, establece una relación contractual de carácter liberal mediatizada por el dinero, que gracias a un hábil artilugio se convierte además en elemento terapéutico, con el fin de restituir al sujeto deteriorado su plaza perdida. La idea no es nueva, ya que ésta es la finalidad de todos los aparatos burocráticos de control que tienen por función «reterritorializar», fijar plazas, devolver identificaciones perdidas, reformar desviaciones… La novedad del psicoanálisis estriba en que pretende tener la clave de todos los desórdenes, que son siempre reconducidos al nivel psicológico. El enigma del origen de todos los males que asolan Tebas y sus contornos está en Edipo. El complejo de Edipo es la metafísica del psicoanálisis y la clave de sus triunfos, ya que el éxito personal únicamente tendrá lugar mediante la resolución de este complejo nuclear que constituye la perversión más peligrosa. En la medida en que este complejo explica el origen de la religión, de la moral, de la sociedad y del arte, en una palabra, de la cultura [4], el psicoanálisis posee la clave del universo. No en vano Freud creía escribir con Tótem y tabú su obra más importante. Era el comienzo del triunfo del psicoanálisis en el ámbito internacional, al mismo tiempo que aparecía un Comité secreto dispuesto a velar por la pureza de la nueva doctrina. Cada miembro de este Comité recibió de Freud una medalla griega como símbolo de ortodoxia «que distinguía a un grupo de hombres unidos en su devoción al psicoanálisis» [5]. La deserción de Jung se ponía de manifiesto, y según confiesa Freud, necesitaba «que alguien cuidara de mis ‘hijos’ después de mi fallecimiento», lo que para un padre judío es cuestión de vida o muerte. «Tal como están las cosas, deseo que sean ustedes y nuestros amigos —se refiere a los otros miembros del Comité— quienes me den la seguridad» [6]. Nada más temible para una secta tan ambiciosa que la ausencia de la autoridad paterna.

Edipo o el futuro de una ilusión


La escena psicoanalítica, «la otra escena», como dicen los lacanianos, se centra en lo intra-analítico, olvidando que es precisamente lo que deja fuera quien crea sus condiciones de posibilidad. De aquí que la neutralidad del psicoanálisis sólo sea creída como artículo de fe, ya que cualquiera que analice de cerca la relación dual se dará cuenta de que «en lugar de participar en una empresa de liberación efectiva, el psicoanálisis forma parte de la represión burguesa más amplia, que consiste en mantener a la humanidad europea bajo el yugo de papá-mamá y no terminar nunca con ese problema» [7].

La crítica del Edipo efectuada por Deleuze y Guattari tiene una fuerza particular al plantear la cuestión central, es decir, al establecer una estrecha relación entre la concepción edipiana y el capitalismo de Estado.

Con el desmoronamiento de la monarquía absoluta y el paso a una sociedad en la que la burguesía se constituye en clase dominante, al mismo tiempo que tienden a desaparecer los peajes, las aduanas, los usos de lenguas regionales, etc., se da paso a una movilidad desenfrenada de los flujos monetarios. Se trata de una desterritorialización masiva que supone movimientos migratorios de la población del campo a núcleos industriales, entrada en vigor de nuevas ciencias y diferentes modos de transmisión del saber. La axiomática capitalista se constituye sobre la descodificación de los flujos y la ampliación de los límites del intercambio. A esta lógica de la desterritorialización que genera las posibilidades de su propia destrucción —no olvidemos la frecuencia de las insurrecciones en el siglo XIX— se anexionará con el Capitalismo de Estado una lógica igual y opuesta que introduce en escena aparatos policiales, burocráticos, y cuya función será controlar, supervisar, reterritorializar, identificar…, racionalizar los engranajes del poder con el fin de que el sistema maquinista productivo no se descentre. Se opera, pues, con el archi-Estado capitalista, un movimiento contradictorio de flujos, de masa monetaria, mercancías, plusvalías… y de reflujos de control generalizado a través de instituciones de poder-saber, que forman parte del aparato del Estado: manicomios, numeración de casas y calles, cárceles, controles policiales, disciplinas… Las ideas de base de la ideología político-moral de la época serán, como afirma Robert Castel: «el orden, la disciplina, la santificación de los lazos familiares, el culto al trabajo como fuente de toda moralización, el respeto a las jerarquías, la aceptación de la posición asignada en el sistema social» [8].

El psicoanálisis pretende la fijación regional del deseo, la imposición de un orden triangular a través del Edipo. Si en sus comienzos ha sido contemplado con recelo por la sociedad burguesa, no fue debido a su carácter «revolucionario», sino a que arrebataba a esta clase social la intimidad familiar y sexual en favor de un control más generalizado de instancias de carácter público. No se trata, por tanto, de subvertir los valores hablando de sexualidad infantil, pues desde finales del siglo XIX existía una regularidad discursiva referente al niño onanista y perverso [9]. Con el psicoanálisis, se desdibuja el terreno de vida íntima familiar; los padres dejarán de ser los encargados de la vigilancia, que pasará a ser ejercida por los psicoanalistas y otros especialistas, en tanto que agentes del Estado y expertos del nuevo orden social. Edipo supone, pues, una forma de infantilización de todos los ciudadanos que se ven así desposeídos de toda autonomía.

La clave de la vida humana estará en la infancia, y mediante el complejo de Edipo, se justificará la intervención psicoanalítica encargada de corregir los fallos y de normalizar. No es mera coincidencia que el nacimiento del psicoanálisis tenga lugar al mismo tiempo que la institucionalización de la escuela para las clases populares, y en pleno auge del positivismo italiano del derecho penal —Lombroso, Ferri, Garofalo, etcétera—, que tanto insistieron en la existencia del criminal nato y en la aplicación de una tecnología para reconocerlo —la diferencia está en que los lombrosianos acentúan la perspectiva organicista y Freud insistirá más en una psicogénesis familiar.

El problema de la época era el paso de un sistema que castigaba la transgresión de la ley a otro que hiciera imposible la transgresión de la misma. Se pasa, pues, del castigo y de la represión de carácter visible y local a una supervisión difusa y generalizada, a una nueva tecnología de poder permanente [10]. De aquí que las críticas al psicoanálisis no tengan sentido cuando se establecen como forma de concurrencia, es decir, de lucha por el mismo campo. Tal sería el caso del conductismo y del neoconductismo [11].

Las continuas referencias del psicoanálisis a un sistema familiarista provocan un sometimiento del inconsciente a estructuras arborescentes y a memorias recapituladotas que se ajustan adecuadamente al árbol en tanto que símbolo sobre el que se funda nuestra cultura desde la biología hasta la lingüística [12]. El imperialismo del falo-significante lacaniano, que impone su ley, reenvía a la aparición de la escritura, al monopolio del despótico Estado imperial: al ser derribado el gran déspota, se diseminan los flujos que serán recolectados por el capitalismo de Estado con la consiguiente aparición de los aparatos burocráticos y la reinstauración del carácter tiránico del significante. La forma arborescente es el modelo de la jerarquización: los organigramas de las empresas, ministerios, instituciones, etc., lo reflejan bastante fielmente.

A través de Edipo, el psicoanálisis contribuye a la represión del deseo, a obstaculizar y poner muros de contención a los flujos. Se opera así una doble reducción, la libido se convierte en Edipo, y los deseos catexízados en el campo social, se ven miniaturizados en el terreno familiar. La castración y la edipianización intentan hacernos creer que la producción deseante tiene leyes trascendentes que hacen posible la resignación: renuncia para las niñas al deseo de pene, renuncia de los niños a la protesta, aceptación en todos los casos de la autoridad parental. Edipo, como la Santísima Trinidad, es un enigma en el que hay que creer para salvarse. «El psicoanálisis llama resolver Edipo, a interiorizarlo para mejor encontrarlo fuera, en la autoridad social, y así, multiplicarlo, pasarlo a los pequeños» [13]. Y frente a los que no se dejan edipianizar, el psicoanalista, como en el caso del «hombre del magnetofón», puede utilizar su influencia para pedir la ayuda del manicomio o de la policía.

Edipo significa el desplazamiento de la represión capitalista a la familia, la cual devuelve a la producción deseante una imagen especular en la que lo reprimido es representado con el sello de pulsiones familiares incestuosas. La posibilidad de la revuelta intenta ser neutralizada mediante tal mecanismo. «El triángulo edipiano aparece como la territorialidad íntima y privada que corresponde a los esfuerzos de reterritorialización del capitalismo» [14].

La crisis actual de la familia, que entra dentro de la lógica de un sistema basado en el individuo, ya que sintomáticamente se dirige hacia formas más individualizadas, presenta un problema para el psicoanálisis que tendencialmente comienza a ser resuelto reemplazando ese vacío: la entrada de los psicoanalistas en las instituciones —hospitales, escuelas, consultorios, centros de salud—, juntamente, y en concurrencia con otros especialistas normalizadores, parece indicar la puesta en práctica de sistemas de control más precisos, que sustituyen a la familia. «Hacer que la relación analítica sea incestuosa en su esencia, que sea garantía de ella misma» [15], forma parte de los sueños totalitarios de los psicoanalistas.

El problema de los universales


La escolástica freudiana ha sido siempre unánime en considerar al complejo de Edipo como la fuente generadora de toda cultura y, por tanto, como una estructura universal. Cuando Freud escribe Tótem y tabú —1913—, aún resonaba la idea del monogenismo de las culturas y la teoría de los tres estadios propuesta por Augusto Comte, así como las tesis de Haeckel sobre la recapitulación de la filogénesis en la ontogénesis. De aquí se derivan las artificiosas teorías de Freud sobre la transmisión hereditaria de las vivencias que tuvieron lugar en la escena primitiva, la referencia a un alma colectiva, la consideración del patriarcado como el más importante progreso de la civilización universal, etc.

Sin embargo, el etnocentrismo no respondía a las exigencias de un nuevo sistema neocolonial, interesado más en estudios minuciosos, funcionales y psicológicos de las culturas que en grandes sistematizaciones teóricas. Esto explica que hayan sido autores como Malinowski y Kroeber quienes hayan comenzado a poner en cuestión la universalidad del Edipo, influyendo en los representantes de la escuela culturalista americana —Margaret Mead, Ruth Benedict, A. Kardiner, etc.— quienes respondiendo a un nuevo tipo de aculturación planificada desde un punto de vista capitalista, se proponían un conocimiento de las actitudes, mentalidades, comportamientos, etc., de la población indígena con el fin de operar las transformaciones oportunas sin que éstas apareciesen como imposiciones provenientes del exterior.

La primera derrota de los psicoanalistas respecto al Edipo cuestionaba todo el sistema, lo cual motivó organizar una expedición con el fin de dar una respuesta adecuada. Los trabajos de Geza Roheim son suficientemente conocidos [16] para entrar aquí en su análisis detallado. Anotamos únicamente la estrecha relación de este autor con Ferenczi, y a través de éste, con Melania Klein. De aquí que la solución de Roheim no sea puro calco de la teoría freudiana ortodoxa, pues afirmar que la civilización tiene su origen en la infancia temprana, se deshace la tramoya levantada por Tótem y tabú sobre la escena primitiva. La universalidad de Edipo se deduce ahora de la universalidad de la relación madre-hijo, tan querida por la escuela de Ferenczi (Alexander, Rado, Spitz, M. Klein, etc.) y, consecuentemente, el complejo se adelanta incrustándose en las fases oral y anal. Roheim opera un desmigajamiento del Edipo en favor de su anticipación y de una mayor interiorización.

Todo parece indicar, en la polémica sobre la universalidad del Edipo (que aún perdura [17]), la existencia de un planteamiento falso: tanto los psicoanalistas como los culturalistas son incapaces de poner en cuestión la institución familiar, y por este motivo se enzarzan en interminables discusiones sobre el padre, el tío, la madre y la hermana. Edipo, dicen los autores del «anti-Edipo», es un hecho de colonización: el blanco, el misionero, el cobrador de impuestos, el exportador de bienes, el cacique convertido en agente de la administración, el antropólogo... Es este último quien, ante estructuras de parentesco indígenas, no ve más que las relaciones de parentesco occidentales. Sin embargo, «la familia» de los primitivos no cumple la función de reproducción social, ya que las determinaciones familiares están conectadas a las determinaciones propiamente sociales, formando una misma pieza de la máquina territorial.

Si Freud ha utilizado una trama teatral, se debe a un intento de convertir la escena primitiva en la gran metáfora universal. Por esto, como ha demostrado Starobinski, Freud asocia Hamlet a Edipo [18]. Probablemente, la desteatralización operada por Roheim provenga de que el antropólogo contempla la vida tribal del mismo modo que el espectador la pieza de teatro. Se trata, por tanto, de buscar el origen mismo de la representación, el cual, a su vez, en la medida en que se parte de unos postulados psicologistas, tiene que tener lugar en el individuo. Se invierte así la ley de Haeckel: la filogénesis cultural se opera a partir de la ontogénesis individual. La teoría burguesa de la formación de la estructura social a partir de la idea de individuo se hace de este modo perfectamente consecuente.

La polémica sobre Edipo, vista desde esta perspectiva, nos conduce a preguntarnos acerca de las condiciones que la han hecho posible, lo que a su vez está en estrecha relación con las condiciones de aparición del psicoanálisis. Dicha cuestión no tiene nada de romántica, ya que el problema aparece en un determinado momento y en el interior de una formación social concreta.

Viena, fin de siglo


La institución psiquiátrica por excelencia, el manicomio, constituye un aparato técnico de control social, que sustituye en un Estado laico al tribunal de la Inquisición en tanto que institución depuradora característica de un Estado teocrático. Foucault ha demostrado inteligentemente cómo finalmente el psicoanalista recupera para sí los poderes taumatúrgicos que el manicomio ha ido cediendo al médico, llevándolos hasta su forma extrema.

El hecho de que teóricamente no se necesite ser médico para ser psicoanalista no contradice nuestra afirmación, ya que, realmente, la cura psicoanalítica retoma todos los elementos de la relación terapéutica liberal: secreto profesional, libre elección de terapeuta, relación personalizada, etc. No hay que olvidar, además, la estrecha relación existente entre el psicoanálisis y los estudios fisiologistas de Freud, así como la influencia que en él tuvieron eminentes médicos de la época (Charcot, Breuer, etc.). El discurso psicoanalítico se constituye sobre un discurso médico, y precisamente, en nombre de la medicina, se levantaron las casas de corrección, se diferenciaron los normales de los anormales, se supervisó la alimentación, se impusieron usos higiénicos a las clases populares, etc. El discurso médico servía de soporte a las prácticas llevadas a cabo por los especialistas, prácticas que en términos generales respondían a un amplio programa de individualización y de moralización [19]. Esta estrategia se impone en Europa fundamentalmente después de la Comuna, con el fin de prever cualquier explosión incontrolada, y de realizar una profilaxis del cuerpo social. La definición psicoanalítica del niño, en tanto que «perverso polimorfo», justificaba este tipo de intervenciones médicas y de sistemas de corrección. Los psicoanalistas infantiles comenzaron a principios de este siglo, y poco más tarde, el pastor protestante O. Pfister intentó sentar las bases de una pedagogía psicoanalítica [20]. No en vano el psicoanálisis aparece precisamente cuando se generaliza la escuela para las clases populares, al mismo tiempo que una política de Estado programa la imposición de la familia conyugal para las clases trabajadoras, consideradas clases peligrosas e inmorales. Los lazos familiares ocupan un lugar de honor en la teoría freudiana. Se trata, por supuesto, de la familia patriarcal y jerarquizada [21].

Freud acepta la subordinación de los sexos y la justifica con su concepción del Edipo, utilizando al mismo tiempo el concepto cristiano de resignación, en tanto que elemento inherente al carácter femenino [22]. Correlativamente, el falo se instituía en el fundamento del valor de la economía libidinal psicoanalítica.

El psicoanálisis, a su vez, aparece íntimamente ligado a la enfermedad mental, y más concretamente a la histeria. Si Pinel había roto las cadenas de los locos Freud propone derribar los muros del manicomio; pero una vez más se trata de una falsa liberación: lo patológico aparece sumergido y extendido en el campo social, pudiendo aflorar a la superficie en cualquier momento, lo que justifica que toda persona sea mantenida en libertad vigilada. Las necesidades de rapidez, flexibilidad y economía en la intervención han favorecido que un buen número de psicoanalistas hayan renunciado al diván en favor de otros métodos más eficaces. Esto explica la proliferación de grupos de terapia, grupos de psicodrama y tantas otras técnicas de grupo que se practican en instituciones especializadas. De aquí también la continua insistencia de los psicoanalistas en favor de una nueva racionalización de la asistencia psiquiátrica que supondría la generalización de los ambulatorios, hospitales de día, visitas domiciliarias, etc., en una palabra, de instituciones más ágiles y menos burocratizadas, que posibiliten una mayor aplicación del ámbito de la vigilancia. La política de la sectorización, ante la cual reaccionaron los grupos antipsiquiátricos, ha estado apoyada en la mayoría de los países por psicoanalistas.

El psicoanálisis como instrumento de control social tiene por última función la consagración de un modo de producción que justifica continuamente a través de su práctica, y mediante la utilización de conceptos tales como sublimación, principio de realidad, idea de rendimiento social en tanto que derivación controlada de la libido, etc. Funciona, pues, como una técnica de poder-saber y en este sentido debe ser analizado dentro de un margen más amplío en el que aparece la cuestione acerca de la función social de las ciencias humanas.

El aparato teórico freudiano, surgido en la Viena finales de siglo, y que desde entonces ha ido sufriendo ampliaciones y retoques con el fin de conseguir una mayor coherencia, tiene desde sus orígenes una marca de clase, como lo demuestran sus continuas reafirmaciones de la familia conyugal, la dominación de los sexos, la medicina liberal, la canalización de la libido, etc. El concepto de complejo de Edipo aglutina los signos de la amplia estrategia en la que el psicoanálisis se inserta. Foucault, en una conferencia del Colegio de Francia —29-I-75—, demostraba que la idea de monstruosidad en la sociedad burguesa del siglo XIX estaba formada por una doble figura: el rey déspota que mediante el ejercicio del poder permanente rompe el pacto social y que, por tanto, debe ser considerado como un enemigo y cazado del mismo modo que un monstruo (Saint-Just), y el revolucionario, en tanto que imagen invertida del rey. La realeza era descrita en la época, junto con toda la nobleza, como una clase libertina, escandalosa, incestuosa… (recuérdese el caso de María Antonieta), mientras que la figura del antropófago sufrirá una hipóstasis con el pueblo revolucionario, famélico, devorador…, sembrador de muerte y de insurrección callejera. A partir de estos dos crímenes —inmoralidad incestuosa y antropofagia revolucionaria— ha sido definido el criminal monstruo. Gracias a estas dos figuras, que correspondían a los dos grandes peligros que acechaban a la burguesía de la época (retorno del déspota, o victoria de las hordas populares famélicas), Freud ha podido elaborar su teoría del complejo de Edipo: la horda primitiva devora al padre tiránico y realiza actos incestuosos con las hembras. De aquí que el discurso psicoanalítico se defina a sí mismo como apolítico por una parte y canalizador de la libido por otra. Edipo es el estandarte del orden social, elemento reterritorializador por antonomasia de la denominada revolución psicoanalítica que, una vez más, pretende revolucionar todo para que nada cambie.

NOTAS


  1. M. FOUCAULT, Histoire de la de la folie à l‘âge clasique, Gallimard, París, 1972 (nueva edición), pp. 529-530 (La edición original es de 1961, Ed. Flon). Las observaciones de Foucault sobre los poderes taumatúrgicos del médico-psicoanalista han sido ampliadas posteriormente por: R. CASTEL, «La psychanalyse prise en tenailles», Autrement, número 4, 1975-76, pp. 164-170. Castel es también el autor de la crítica más clara e inteligentemente realizada contra las funciones del psicoanálisis: Le Psychanalysme, Maspero, París, 1973.
  2. J.J. ABRAHAMS, «L‘Homme au magnétophone, dialogue psychanalytique», en Les Temps Modernes, número 274, abril 1967.
  3. Son clarificadores en este sentido los comentarios de Cohn-Bendit: «La sociedad de las barricadas es la irrupción del futuro en el presente. Esa noche —se refiere al viernes, 10 de mayo, cuando los estudiantes sitiaron la Sorbona— dejó en paro forzoso a un gran número de psicoanalistas. Miles de personas sintieron el deseo de hablarse y amarse». D. COHN-BENDÍT, «Anniversaire: Cohn-Bendit raconte Mai 68», en Le Nouvel Observateur, núm. 547, 5 agosto-1 mayo 1975, pp. 71-106, p. 90.
  4. S. FREUD, Totem et Tabú, Payot, París, 1971, p. 215.
  5. S. FREUD, Carta a Ernst Simmel, del 11-IX-1928.
  6. S. FREUD, Carta a Sandor Ferenczi, del 9-VII-1913.
  7. G. DELEUZE y F. GUATTARI, Capitalisme et Schizophrenie. L’Antí-Oedipe, Minuit, París, 1972, p. 59.
  8. R. CASTEL, «El tratamiento moral. Terapéutica mental y control social en el siglo XIX», en la obra colectiva Psiquiatría, antipsiquiatría y orden manicomial, Barral Editores, Barcelona, 1975, pp. 71-96, p. 78.
  9. J.P. ARON, «Déjá au XIX, la masturbation», Autrement, núm. 4, 1975-76, pp. 193-97.
  10. Sobre esto, véase el libro de M. FOUCAULT. Surveiller et punír-Naissance de la prison, Gallimard, París, 1975.
  11. En la misma perspectiva de control social que el psicoanálisis pero con mayor eficacia y costes más reducidos se utilizan las técnicas de terapia neoconductista. Un resumen de las mismas puede verse en: H.J. EYSENK, «Les Therapeutiques du Comportment», La Recherche, núm. 48, sept. 1974, pp. 745-753.
  12. Sobre el modelo arborescente: G. DELEUZE y F. GUATTARI, Rhizome. Introductión, Minuit, París, 1976, sobre todo pp. 46, 52, 53, 70-71.
  13. G. DELEUZE y F. GUATTARI, Capitalisme et Schizoprhenie. L‘Anti-Oedipe, Minuit, París, 1972, p. 94.
  14. G. DELEUZE y F GUATTARI, Capitalisme et Schizophrenie, Op.cit., p.317.
  15. G. DELEUZE y F. GUATTARI, Ibid., p. 367.
  16. G. ROHEIM, Psychanalyse et Antrhopologie, Gallimard, París, 1967.
  17. Además del Anti-Edipo han aparecido en Francia, por ejemplo: M.C. y E. ORTIGUES, Oedipe africain, Plon, París, 196; M. SAFOUAN, Etudes sur l‘Oedipe, Seuil, París, 1974.
  18. J. STAROBINSKI, Prefacio a la traducción de E. JONES, Hamlet et Oedipe, Gallimard, Paris, 1967.
  19. M. FOUCAULT, «Pouvoir-Corps», Quel Corps?, núm. 2, sept.-oct., 1975, pp. 2-5.
  20. O. PFISTER, El psicoanálisis y la educación, Publicaciones de la Revista de Pedagogía, Madrid, 1932. Así comienza el primer párrafo de esta obra: «El psicoanálisis sirve de auxiliar a todo aquel que pretende limpiar el espíritu inundado por torrente impetuoso, y descombrar las tierras a fin de que se desarrollen los gérmenes nobles. El psicoanálisis coadyuva al retorno a la naturaleza sana, a la reforma que sin él es imposible. Empleando una comparación de Maeder, conduce a su carril al vagón del alma que se ha descarrilado. El primer fin que tiene el psicoanálisis ante sus ojos es la ruptura de las ligaduras perjudiciales por disociación del contenido psíquico».
  21. S. FREUD, Carta a Martha Bernays, 15-XII-1883: «... Yo estimo que el cuidado de la casa y de los niños, así como la educación de éstos reclaman toda la actividad de la mujer, eliminando prácticamente la posibilidad de que desempeñe cualquier profesión».
  22. L. IRÍGARAY, Speculum de l‘autre femme, Minuit, París, 1974. Esta obra realiza una crítica del sistema freudiano desde una perspectiva feminista.