miércoles, 2 de diciembre de 2020

El oxímoron de la izquierda nacionalista


por Ana Pollán

Mucho se ha debatido sobre nacionalismo e independentismo. Siendo así, temo ser simplista o superficial al pronunciarme al respecto aportando poco más que dos citas. Sin embargo, estoy firmemente convencida de que atendiendo a ellas se resuelve buena parte de la cuestión. Una de Marx y Engels; otra de Lorca.

Los autores del manifiesto comunista afirmaron: "A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir la patria, la nacionalidad. Los trabajadores no tienen patria. Difícilmente se les puede arrebatar lo que no tienen". Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista (1848). Y Lorca, más escueto y poético, aunque no menos brillante resolvió su posición con apenas un puñado de palabras: "El chino bueno está más cerca de mí que el español malo". Eso dijo en una entrevista en El Sol, algo más de un mes antes del Golpe de Estado fascista de 1936. En la misma entrevista reconocía su placer por "cantar a España", pero dejaba bien claro que "antes que eso, soy un hombre de mundo y hermano de todos".

A mi juicio, la patria, en fin, es simplemente nada: ésta, esa, aquella y cualquiera otra. El planeta es uno. Su división en territorios mera cuestión administrativa y, sobre todo, fortuita y arbitraria, simple casualidad, prácticamente un asunto insignificante. Cualquier país, cualquier delimitación geográfica, cualquier región es así como podría haber sido de cualquier otro modo si los asuntos humanos se hubieran dispuesto de otra manera. Y, lo que es más importante: la humanidad es una. Una que padece por lo mismo y crece y se enriquece, material y humanamente con las mismas cosas. Decir que la patria de uno/a es la literatura, la filosofía, el cine o el encuentro con la gente buena y justa con la que se comparten ideas no es una sensiblería, es constatar que los productos humanos que se comparten nos benefician y los colores chillones de un rectángulo, no aportan nada. Mejor estarían aportando viveza a un cuadro.

Cada ser humano es, ha sido y será chino, español, argentino, ruso, tailandés o de cualquier país por el producto de la mera e insignificante casualidad. Y en ello no hay nada: ni bueno ni malo, ni motivo de orgullo ni de vergüenza. Nada.

El nacionalismo embrutece, empequeñece, reduce la inteligencia y nos priva de todo lo bueno que existe fuera de una delimitación concreta, que tiene tanto de bueno y de malo como cualquier otra. ¿Por qué no preferir lo bueno de cada una de ellas y aborrecer lo injusto de todas? Siguiendo el razonamiento de Lorca, estoy más cerca de la feminista vietnamita a la que jamás veré ni conoceré ni de ella tendré noticias que del que practique el machismo en el lugar donde vivo o en cualquier otro; más cerca del sindicalista congoleño que del (siempre hipotético) vecino que explote a sus trabajadores; antes un demócrata filipino que un franquista de aquí; más unida a quien defienda la cultura en Sidney que al que desprecia el trabajo artístico a un metro de mi casa.

A la proposición "Los [introdúzcase el gentilicio preferido] primero" opongo que "de cada cual según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades", lema socialista por excelencia. No prefiero un leonés a un catalán, ni un leonés a un vallisoletano; ni un catalán a un leonés ni a un vallisoletano antes que a un leonés. Ni a un español antes que a un estonio. Prefiero a los demócratas, a los justos, a los honrados; a los que valoran la cultura, a quien luche por la igualdad entre los sexos, por un trabajo sin explotación, por un mundo libre e igualitario, sean de donde por accidente hayan sido. Y detesto ética y políticamente a quien vindique lo contrario.

Las banderas telas son y sólo son algo en tanto que representen una convicción justa, una reivindicación, un ideal político regulativo, por eso no renuncio a muchas de ellas, como la socialista, la feminista o la republicana, pero esta  última en tanto que republicana, no en tanto que española. Si la República que se produjo aquí hubiera sucedido en otra parte, lo logrado en aquella otra parte por ella sería lo que yo vindicaría, para allí, para aquí y para todo el mundo. Pero si las banderas representan un trozo de planeta y nada más, entonces intercambiables son las unas por las otras y de idéntico valor: el que puede tener lo abstracto, lo neutro, lo intangible, lo vacío: pura nada. Bien podrían rotar por lustros y la que hoy es filipina mañana fuera noruega. O desaparecer todas, o quedarse así y seguir significando nada.

Renuncio al patriotismo, también al cívico y al progresista, a menos que el planeta fuera una sola patria, sin delimitación ni frontera alguna. De lo contrario, también en esto veo un oxímoron. Porque lo que reivindico, por bueno, para este rincón del mundo lo reivindico para tantos otros como existan. Quiero la igualdad entre los sexos aquí y en todos los lugares; la abolición de la prostitución, de la pornografía, de la explotación reproductiva con tanta intensidad para España como la quiero para cualquier rincón del planeta, con una preferencia temporal y no geográfica: que suceda cuanto antes en todas partes. E idéntico es mi deseo respecto a que toda la humanidad tenga idéntico acceso a bienes y servicios públicos de calidad: educación, sanidad, servicios sociales, alimento, vivienda, cultura, energía, industria. Lamento tanto que escasee el trabajo justo y bien remunerado aquí como que escasee allí. Me preocupa tanto el desempleado español que engrosa la lista del paro como su compañero ecuatoriano o marroquí. Fundamentalmente porque el hambre les afectará igual a cada uno de ellos y ninguna de las telas ni tampoco el papel que dicen que son distintos se comen.

Antes el socialista de allí que el fascista de aquí. Y nunca el fascista, ni de aquí ni de allí. Antes el internacionalista y el universalista ético de las antípodas que el nacionalista "autóctono", ponga el apellido que ponga a su cortedad de miras y lo enuncie en el idioma que lo enuncie. La misma imperturbabilidad de ánimo ante el que dice que ama España como ante el que dice que la detesta, porque España nada es –tan nada como el resto de patrias–  y su proposición, por tanto, carece de contenido semántico que pueda merecer ni adhesión ni rechazo. Mucho más me indignará el que deteste una democracia laica y republicana o una sociedad progresista y feminista, porque no atenta contra un conjunto de hilos, normalmente de pésima calidad, que tejen una tela de forma nada original, sino contra el acceso a la justicia, la igualdad y la libertad de los individuos, y de la ciudadanía; de personas de carne y hueso que sin derechos sólo tendrán una vida infame.

Siento tan mío como del resto lo que debe ser patrimonio universal: desde un paisaje hasta un plato de comida. Un museo, un teatro, un cine, viviendas dignas, escuelas equipadas y la arquitectura que obliga, por bella, a quedarse mirando, esté donde esté. Celebro la variedad cultural y la posibilidad de disfrutar de ella en tanto que aumente la riqueza, la igualdad y el bienestar de toda la ciudadanía, pero execro al fundamentalista de aquí y de allí. En nada me tienta el relativismo paleto que celebra lo propio aun cuando sea brutal. O tan malo como eso: que santifique lo ajeno simplemente por la “diversidad” que aporta aun siendo una amenaza para los derechos de aquellas gentes. Es decir: me resulta tan insoportable el que bendice al cura y maldice al imán como el que maldice al cura y bendice al imán.  Y así con cualquiera que, en nombre de la diversidad, trague con la injusticia. Yo maldigo al fundamentalista para preferir al laico y al que concibe la religión como asunto privado respetable en tanto que no interfiera en lo público ni conculque ningún Derecho Humano.

La izquierda no puede ser nacionalista. Las banderas no sirven para distribuir mejor la riqueza y la causa del proletariado, como la feminista, como la que combate el neoliberalismo y a la extrema derecha es una y la misma en todas partes. La izquierda debe denunciar, por supuesto, el colonialismo que es cosa diferente y en eso es coherente, pero porque lo hace en nombre de la justicia, nunca en nombre de una patria; no lo ha de hacer para preferir al déspota propio antes que al ajeno sino para impugnar a ambos. Y si no lo hiciera así, herraría por traicionarse a sí misma. En ausencia de colonialismo, la izquierda debe defender el pan, no los hilos; la justicia y nada más. Realmente, los hilos nunca ¿para qué? Y la justicia siempre: ¿Qué otra cosa si no?

Convirtamos las «particularidades» positivas de cada rincón del mundo en algo para compartir y no en algo que reivindicar como propio que supuestamente exige una desigualdad en términos económicos y jurídicos o de valoración ética, porque no la exige. Que ninguna frontera nos prive de lo bueno de otro sitio ni que aleje a otros de lo bueno de aquí. Que los Estados sean, por aquello de organizarse, pero precisamente con vocación de redistribución diligente y equitativa de los recursos, la justicia, los bienes y no un muro que ahogue al que nada y detenga al que huye de la miseria. Que no haya miseria, ni aquí ni allí, para que estemos en cualquier parte. Y todas sean buenas. Y todas merezcan la pena. Prefiero al «apátrida por convicción» de cualquier parte antes que al patriota de cualquier lugar.

No defiendo la utopía; sería defender un opio que distrae. Sin embargo, creo que es simplemente posible ver como iguales a quienes, de hecho, son iguales.