martes, 5 de enero de 2021

El fantasma del interés personal recorre la ciencia


por Santiago Jiménez Londoño




El premio Nobel de Medicina Randy Schekman la ha liado parda al escribir un artículo en que cuestiona el modo de hacer de las grandes publicaciones científicas y cómo existen incentivos ajenos a la búsqueda del conocimiento como objetivo final de cualquier investigación que se considere seria: “Estas revistas promocionan de forma agresiva sus marcas, de una manera que conduce más a la venta de suscripciones que a fomentar las investigaciones más importantes”.


Y como ocurre con toda gran marca, lo que ésta patrocina termina adquiriendo un prestigio que nada tiene que ver con la esencia del producto, en este caso un artículo científico, sino con la fama otorgada por simple repercusión social: “Los patrocinadores y las universidades también tienen un papel en todo esto. Deben decirles a los comités que toman decisiones sobre las subvenciones y los cargos que no juzguen los artículos por el lugar donde se han publicado. Lo que importa es la calidad de la labor científica, no el nombre de la revista”.


Pero estas cosas no son nuevas. Forman parte de lo que se denomina sociología de la ciencia y no terminan de ser tomadas en serio, salvo cuando ocurren declaraciones por parte un miembro activo de la profesión. Pero, en realidad, esto tampoco es nuevo; una vez logrado el Nobel son muchos los que se animan a destapar los trapos sucios arrojados en su campo, como ocurrió en su día con el Nobel de Química Thomas Steitz y su acusación contra las empresas farmacéuticas por impedir el buen desarrollo de las investigaciones conducentes a mejores productos que podrían limitar la clientela, esto es, los enfermos crónicos.


En uno de sus últimos cursos sobre sociología de la ciencia impartido antes de morir, y cuyos textos fueron recogidos en el libro El oficio de científico, el sociólogo Pierre Bourdieu afirmaba que:


…las presiones de la economía son cada vez más abrumadoras, en especial en aquellos ámbitos donde los resultados de la investigación son altamente rentables, como la medicina, la biotecnología (sobre todo en materia agrícola) y, de modo más general, la genética, por no hablar de la investigación militar. Así es como tantos investigadores o equipos de investigación caen bajo el control de grandes firmas industriales dedicadas a asegurarse, a través de las patentes, el monopolio de productos de alto rendimiento comercial.


La línea que antaño separaba la ciencia esencial de las universidades de la ciencia aplicada de las empresas tiende a desaparecer de manera definitiva. Los científicos que no se ajustan a los criterios comerciales se ven poco a poco marginados en favor de…


…amplios equipos casi industriales, que trabajan para satisfacer unas demandas subordinadas a los imperativos del lucro. Y la vinculación de la industria con la investigación se ha hecho actualmente tan estrecha, que no pasa día sin que se conozcan nuevos casos de conflictos entre los investigadores y los intereses comerciales.


La lógica de nuestro tiempo es la lógica de la competitividad, que se une a la sumisión, por un lado, y a la ambición por otro. Sumisión como estrategia de la ambición, generalmente.


La actividad científica, como cualquier otra actividad humana, acaba siendo reducida “a una vida social con sus reglas, sus presiones, sus estrategias, sus artimañas, sus efectos de dominación, sus engaños, sus robos de ideas, etcétera”.



Estas limitaciones “humanas” son las que permiten que perviva el paradigma establecido a pesar de cualquier avance tecnológico o descubrimiento científico tendente a desarticularlo, pues no sólo se demostrarían como erróneas ciertas líneas de conocimiento, sino que afectaría a las posiciones de poder en el ámbito académico y privado. Y es aquí la razón última por la que los cambios de paradigma son tan complicados de enfrentar por parte de aquellos que, de obstinarse en sus quijotadas, serán despreciados y sus publicaciones no alcanzarán esas revistas de prestigio de las que habla Schekman.


Un ejemplo de ello lo encontramos en Rupert Sheldrake, bioquímico que ahora es presentado por la Wikipedia como parapsicólogo. En su último libro, El espejismo de la ciencia,  Sheldrake cuestiona la objetividad científica desde que el postulado fundamental del que nadie puede salirse es que la realidad es material, o física.


Tales dogmas son muy poderosos, dice Sheldrake, no porque se haya reflexionado seria y profundamente sobre todo ello, sino porque, precisamente, no se ha hecho. El sistema de creencias que gobierna el pensamiento convencional es un acto de fe anclado en una ideología del siglo XIX.


La gran mayoría ignora que el materialismo es una asunción, una ideología, un punto de vista. No una verdad científica. El mero hecho de que existan fenómenos inexplicables desde tal paradigma y la confianza, o fe, en futuras explicaciones lo corrobora como creencia.


Karl Popper  llamó a esta forma de fe “materialismo promisorio”, debido a que se sustenta no en una defensa de hechos comprobados, como paradójicamente defiende el método científico, sino en la fe de que algún día podrán ser incluidos dentro del marco de referencia materialista. Esto es, todo evento que se ajuste a un pensamiento materialista está libre de ser contemplado desde el rigor por el que, sin embargo, se niegan otros paradigmas.


Los científicos saben que las doctrinas del materialismo son las reglas del juego durante las horas de trabajo. Sólo unos pocos profesionales las desafían abiertamente, al menos antes de retirarse o de ganar un premio Nobel.


Y la mayoría de la gente educada mantendrá el credo materialista en público, independientemente de lo que piense en privado.