martes, 31 de agosto de 2021

La naturaleza según Thoreau


por Joaquín Araújo

Henry David Thoreau (1817-1862) fue el primero que decidió predicar con el ejemplo y, ya en el siglo XIX, renunció a la vida urbana y se refugió en una pequeña cabaña junto a un lago, el Walden Pond, en plena naturaleza. Fruto de aquella intensa y magnífica experiencia personal fue su obra Walden o la vida en los bosques, una biblia para contestatarios, ecologistas y alternativos de toda condición. Thoreau fue pionero en demostrar que hace falta muy poco para vivir dignamente y sin convertirse en un lastre para la naturaleza.

Haber sido admirado profundamente por Gandhi, Henry Miller, Borges y muchos otros creadores y humanistas de primera fila ya es una inmejorable tarjeta de presentación. Y ahí sigue, como una obligada cita de todo el que quiera sentirse al lado de lo humano y de la vida. Propugnó la desobediencia civil, eso que hoy llamamos la resistencia pasiva o la acción directa no violenta, que tan buenos resultados ha dado a la lucha ecologista. Practicó la vida al aire libre y un sistema autárquico, con especial dedicación a una agricultura ejercida como arte poco menos que sagrado.

Mucho es, por tanto, lo que le hace inolvidable y no menos para quienes nos sentimos a veces al lado de la Naturaleza. Pero si además sumamos que era un notable escritor, uno de los más grandes de Estados Unidos, y un polemista magnífico, ya está: le sobran avales. Leer su famoso Walden es leer un tratado práctico de vitalismo; de preponderancia de lo palpitante sobre lo inerte; de amistades con todos los fundamentos de la vida; de un, en suma, poderoso decapante de todas las hipocresías que, como sucesivas manos de pintura, ya no permiten vislumbrar nuestra verdadera condición. Pero también es un monumento a la soledad. A la soledad como la entendemos muchos naturalistas. Esa que acaba siendo una magnífica escuela, o una amable señora de la que cabe enamorarse. Cuando estás solo no mientes ni te mienten. Nunca se va con otro que siempre prefiere oírse a sí mismo y, además, la conversación con nadie suele ser con todo y por tanto resulta profunda, intensa y extraordinariamente enriquecedora. La soledad nos hace auténticos porque no tenemos ni al pavor ni al poder delante de nosotros. «Jamás di con compañía más acompañadora que la soledad». El miedo a la soledad que nos caracteriza y que va agrandándose cada día sobre ese desbocado vehículo que se llama trivialización de todo, fue precisamente lo que combatió Thoreau con su vivencia y con sus escritos. «Vadeábamos las aguas con tal dulzura y respeto o remábamos con semejante suavidad, que los peces del pensamiento no huían asustados de la corriente de las ideas, sino que iban y venían con toda libertad».

Como otros grandes preecologistas, el norteamericano pretende ante todo desenmascarar, identificar el gran engaño del modelo de sociedad que le tocó vivir y que es el mismo que ahora padecemos, sólo que multiplicado su poder destructor y embaucador por centenares de veces. Quería romper la sacrosanta supeditación a la necesidad (consumo, le llamaríamos ahora) y lo hizo a través de único modelo ejemplarizante: el de vivir él mismo con lo mínimo. «La mayoría de los lujos y muchas de las llamadas comodidades de la vida no sólo no son indispensables, sino obstáculo cierto para la elevación de la humanidad». Pero esto no convierte a Thoreau en un asceta convencional, aunque rasgos de senequismo se le aprecian. Es un moderno pensador y creador que nos demuestra, a través de la puesta en práctica de una experiencia personal, eso que tantas veces decimos los enamorados de la Naturaleza: que se puede vivir con menos, con muchísimo menos, y que eso no representa pérdida de calidad de vida, sino una ostentosa mejora.

Si Walden o la vida en los bosques, publicado en 1854, es libro que todo naturalista lleva dentro, aunque no lo haya descubierto, de ahí que convenga hacerlo, insisto, a través de su lectura. Es casi un diario de la incorporación del autor a una vida inserta en plena Naturaleza y con tal parquedad de medios que destaca el efecto integrador que emana de esas páginas y de esa condición. Porque en Walden se glorifica al hombre en medio del resto de los vivos, no por encima. Al hombre con autoestima y no afrentado por la opinión pública. Al hombre autárquico y no dependiente. Al hombre de lo necesario y no de lo superfluo. Y, por supuesto, al crítico con su sociedad.

«Si se afirma que la civilización representa un adelanto real en la situación humana —y creo que lo es; aunque sólo el sabio sabe aprovecharse de ello— debe demostrar que ha producido mejores viviendas sin hacerlas más costosas; porque el costo de una cosa es la cantidad de lo que llamaré vida que hay que dar a cambio, en seguida o a la larga». Si estamos de acuerdo con estas palabras de Thoreau llegamos a la conclusión de que nuestro cacareado modelo del bienestar no supone adelanto, porque cada vez se da más vida por lo elemental que es una vivienda digna. Hoy se supera la mitad de la vida laboral de las clases trabajadoras para alcanzar esa convencional meta. Sabemos que más de un tercio de lo que ganamos es succionado por los pagos a plazos del automóvil, la energía que consume, los impuestos de devenga, las multas y las reparaciones. Todo exceso de consumo es, pues, a costa de ingentes cantidades de nuestra propia vida, como nos demuestra Thoreau en su Walden.

Pero de los muchos sorbos de salud mental que se beben leyendo Walden y Del deber de la Desobediencia Civil el más largo y vivificante es el de la libertad.

«Si se os nombra secretario de la municipalidad, seguro que no podréis ir a la Tierra de Fuego este verano; pero, en cualquier caso, sí a la de los fuegos infernales».

Y, para no olvidarlo nunca: «Voy y vengo por la Naturaleza con una extraña libertad que parte de ella misma».


Este texto es parte de un dossier sobre Thoreau publicado en el número 37 de la revista Desde el Confinamiento, que puede descargarse gratuitamente aquí. Una introducción puede leerse aquí.