lunes, 18 de octubre de 2021

No lo dice la ciencia


por Juan Manuel Blanco

Durante esta pandemia, las autoridades adoptaron preferentemente aquellas medidas que les proporcionaran una coartada para no ser culpados de la enfermedad


Lo dice la ciencia ha sido uno de los mensajes más repetidos durante esta pandemia para justificar las medidas adoptadas. Así, quién comulga con la estrategia gubernamental se encontraría en el lado de la verdad, de la luz; quién discrepa, sumido en la ignorancia, la falsedad, la superstición. Pero se trata de un relato demasiado simplista, infantil, porque la ciencia es incompatible con esa idea de verdades absolutas, de infalibilidad. Y porque las actitudes anticientíficas han abundado en la gestión de esta crisis.

La ciencia no puede señalar la política correcta, ni suplantar las decisiones que corresponden a los ciudadanos a través del sistema democrático. Caso contrario, no harían falta elecciones, ni políticos: comisiones de expertos decidirían la mejor solución en cada ámbito. Tampoco es un dogma que pueda separar creyentes de herejes porque sus conocimientos no son definitivos sino provisionales: están sometidos a un proceso de constante revisión, que avanza con la duda, la crítica, el debate, la posibilidad de refutación.

Ahora bien, la ciencia puede aportar información valiosa para tomar ciertas decisiones, ayudando a cuantificar las ventajas e inconvenientes de cada opción. En esta pandemia, los análisis coste-beneficio propusieron vías para comparar las vidas que, supuestamente, salvarían los confinamientos y las restricciones, con las muertes que generarían debido a otras enfermedades no tratadas, a la pobreza o a la desesperación. Sin embargo, los gobiernos no consideraron estos planteamientos; nunca sopesaron las ventajas con los perjuicios sociales que causarían sus decisiones.      

CENSURA A LOS CIENTÍFICOS DISIDENTES

Pero la actitud más anticientífica ha sido la censura impuesta a los investigadores y expertos que disentían de las tesis oficiales, frenando así esa contraposición de ideas que permite el avance del conocimiento. En numerosas ramas del saber, los científicos aceptan que muchas aportaciones puntuales pueden ser erróneas, incluso fraudulentas. En “Why Most Published Research Findings Are False” (2005), John Ioannidis, de la Universidad de Stanford, mostró que la mayoría de las publicaciones en las revistas científicas de su disciplina, la medicina, eran probablemente erróneas. La realidad es muy compleja: incluso siguiendo las reglas es muy fácil equivocarse, especialmente cuando se trata de cuestiones novedosas.


El Wall Street Journal, criticado el uso y abuso de la "autoridad científica" por los gobiernos para imponer su agenda autoritaria: "¿Quieres que siga a la ciencia? Muéstrame los datos" (FUENTE)


El error es todavía más probable cuando los investigadores no siguen apropiadamente las reglas. Como cualquier colectivo, el académico también está sometido a conflictos de intereses pues su carrera profesional, o su financiación, suelen depender de que la investigación arroje determinados resultados. Un fuerte acicate para tomar dudosos atajos.

Pero estas equivocaciones, incluso fraudes, forman parte de las reglas del juego. Como señaló Julio Verne en una de sus novelas más famosas “la ciencia está hecha de errores, pero son errores que conviene cometer porque poco a poco conducen a la verdad”. Las buenas explicaciones no se establecen por descubrimientos instantáneos sino a través de un largo y complejo proceso de corrección de errores, que pasa por la crítica, el debate, la replicación de estudios anteriores y la constante revisión de los resultados del pasado. Así, el error también tiende a ser provisional y, paso a paso, la comunidad científica va separando el grano de la paja. Las aportaciones de mala calidad, y las erróneas, van quedando arrinconadas por otras más fundamentadas; las mejores explicaciones tienden a desplazar a las peores. Pero este mecanismo requiere libertad de planteamiento, posibilidad deintroducir nuevas hipótesis, apertura a la discusión, ausencia de prejuicios.  

La censura, la politización, bloquean el mecanismo de corrección de errores, impidiendo a la ciencia avanzar correctamente. Cuando los que plantean hipótesis alternativas pasan a ser herejes, sufren coacción o amenazas, la disciplina se va asemejando a una creencia mesiánica, tal como ocurrió con la Biología de Trofim Lysenko en la Unión Soviética: quienes discrepaban podían ser deportados a Siberia. Aun con menor intensidad, se observa últimamente un preocupante grado de politización en determinadas ramas del saber: debido a una creciente dificultad para ejercer la crítica, para proponer hipótesis alternativas consideradas políticamente incorrectas, ciertas disciplinas van tomando un cariz cada vez más dogmático.   




Pero la pandemia ha supuesto una politización rápida e intensa de otras ramas de la ciencia. Bajo la acusación de difundir información falsa, sufrieron implacable censura los científicos que pusieron en duda la eficacia de los confinamientos, la idoneidad de las restricciones forzosas, la utilidad de las mascarillas o la consistencia de aplicar un tratamiento homogéneo a vulnerables y no vulnerables. También se acusó de intoxicación, y conspiranoia, a los investigadores que plantearon como origen del virus una explicación alternativa a la oficial: la fuga accidental de un laboratorio. Esta hipótesis estuvo perseguida hasta mayo de 2021, cuando Joe Biden levantó implícitamente la prohibición al encargar un estudio para explorarla. Aún no sabemos cuál es la mejor explicación, pero suscita muy serias dudas un proceso científico en el que la potestad de señalar las hipótesis aceptables, y las inadmisibles, pueda corresponder al presidente de los Estados Unidos.

EL ENCIERRO DE LOS SANOS

Hubo también poco respeto a la ciencia en el rechazo radical, sin rigor alguno, de los consensos científicos sobre tratamiento de pandemias establecidos en los años anteriores. Estos planteamientos no contemplaban el encierro de los sanos, ni cierres de fronteras, ni toques de queda, ni aislamiento obligatorio de los contactos, ni uso de mascarillas, por considerar que no existía evidencia científica que avalara su eficacia. Se trataba de conocimientos que habían ido asentándose tras pasar un filtro de muchos años de discusión, contrastación empírica y experiencia de campo. Por supuesto no eran definitivos, pero habían superado un intenso proceso de corrección de errores.


Todo este acervo de conocimiento fue arrinconado de la noche a la mañana sin una refutación en regla, sin que se aportara evidencia consistente de que el nuevo planteamiento, mucho más centrado en los contagios, en la supresión del virus, y no tanto en la minimización de los daños de la enfermedad, era más adecuado. La obsesión por la circulación del virus, aunque no produzca enfermedad, ha llevado a los gobernantes a despreciar las vacunas como insuficientes pues, siendo bastante eficaces en la prevención de la enfermedad grave, no lo son tanto para evitar el contagio, para reducir ese número de “positivos” que tanto obsesiona. Dado que el patógeno ha venido para quedarse, este improvisado enfoque conduce a un callejón sin salida, a un bucle de incoherentes restricciones que no permite vislumbrar el fin. Algunos gobiernos, como el de Dinamarca, han comenzado a abandonar este planteamiento; previsiblemente, otros seguirán el ejemplo.




En realidad, no es la ciencia sino los intereses de los gobernantes el factor que más determina las decisiones políticas. Durante esta pandemia, las autoridades adoptaron preferentemente aquellas medidas que les proporcionaran una coartada para no ser culpados de la enfermedad. Cuanto más radicales, draconianas y exageradas son las restricciones, y cuanto más proclamen que “siguen la ciencia”, menos probable es que una atemorizada muchedumbre responsabilice al gobierno de los contagios; incluso cuando las medidas son ineficaces, dañinas y contraproducentes.


En las pandemias del siglo XX, los gobiernos recurrieron a los conocimientos científicos probablemente en mayor medida que en la actualidad. Pero no tenían necesidad de pregonarlo porque, en aquellos tiempos, nadie buscaba culpables, malvados y herejes en medio de una enfermedad. Desgraciadamente, ese sentido común se perdió en algún lugar del camino.