martes, 8 de septiembre de 2015

Los Comuneros de Castilla (y II)


Toledo, 3 de febrero de 1522:
el fin de los comuneros de Castilla

Por KRATES

— ¿De qué sirve defender su derecho a parir si no puede parir?
— Es un símbolo de nuestra lucha contra la opresión.
—¡Es un símbolo de su lucha contra la realidad!
MONTHY PYTHON
(La vida de Brian)

Aunque la fecha del 23 de abril de 1521 se conozca ampliamente como el fin de la rebelión comunera castellana del siglo XVI, en realidad fue el principio del fin. En esa fecha fueron derrotadas las tropas comuneras capitaneadas por Padilla, que tras su ejecución al día siguiente y la consiguiente rendición de los municipios de la cuenca del Duero, no implicó que todo acabase... aún permanecían las comunidades comuneras al sur del Guadarrama como Madrid, Toledo o Murcia, entre otras.

Tras la campaña del obispo Acuña por Tierra de Campos, la Junta comunera reunida en Valladolid decidió trasladarlo a Toledo, para recaudar los fondos del arzobispado de la ciudad en beneficio de la hacienda comunera. Con la muerte en enero del año 1521 de Guillermo de Croy, quien detentaba el puesto de Arzobispo de Toledo, Acuña disputó la mitra con María de Pacheco (esposa de Padilla y, posteriormente, su viuda) quien propugnaba a favor de su hermano. El obispo Acuña salió de Valladolid el 20 de febrero, recibido apoteósicamente en varias localidades al sur del Guadarrama, se enfrentó con las tropas realistas del prior de San Juan, y sufrió una derrota. Pero con su entrada en Toledo, el 29 de marzo, las masas populares lo aclamaron y sentaron en la silla arzobispal; y lo nombran jefe de la Comunidad, en sustitución de Padilla que estaba entonces en la meseta norte. A pesar de la latente rivalidad, pero no explicita, con la Pacheco y sus correligionarios, en una entrevista entre ambos acuerdan repartirse unos cargos: Acuña se hace con la administración del arzobispado y ratifica su liderazgo, a cambio Padilla sería nombrado maestre de la Orden de Santiago. A pesar de la negativa de los canónigos de la catedral a aceptarle en el cargo. Aunque obtenga parte del tesoro, Acuña aún forcejea con éstos y se acrecienta la división interna entre los comuneros toledanos.

Tras el conocimiento del desastre de Villalar y la ejecución de Padilla, se organizó un duelo colectivo popular en la ciudad del Tajo, participando el mismo obispo ante la casa de la viuda. Con la división del bando comunero, y algunos enfrentamientos y refriegas en esos días, Acuña abandona Toledo a comienzos de mayo de 1521. Dejando que la señora Pacheco se haga con el control de la Comunidad y mantenga viva la llama de la rebelión. Tras la rendición de Madrid el 7 de mayo, Toledo se queda solo como el último foco comunero, avivado por la presencia de la viuda de Padilla.

María de Pacheco (la «leona de Castilla») erigida en auténtica dueña de la ciudad se instala en el Alcazar para organizar la resistencia. El prior de San Juan se aprestó de inmediato para acabar con ella. Durante el verano hubo varios combates entre las tropas realistas (o imperiales) y las de Toledo. A primeros de septiembre da comienzo el asedio de la ciudad comunera; tras la derrota del 16 de octubre se iniciaron las negociaciones entre ambas partes, nueve días después se firma un acuerdo entre los representantes de Toledo y el prior de San Juan. El pacto además de poner fin a la guerra, reconocía los derechos y libertades de la ciudad y aseguraba una amnistía. El 19 de diciembre se rompía tal pacto, el prior ocupaba la ciudad y daba comienzo a la represión. El 3 de febrero de 1522 vuelve a estallar otra revuelta más, hasta ser sofocada en tres horas. Y esto supuso el acto final y definitivo de la rebelión comunera o Guerra de las Comunidades de Castilla, en la misma ciudad donde se inició todo dos años atrás. María de Pacheco huye de Toledo disfrazada, para terminar refugiándose en Portugal, donde murió en marzo de 1531 sin obtener el perdón del emperador Carlos V. Y en marzo 1526 sería ejecutado en Simancas el obispo Acuña, tras protagonizar un intento frustrado de fuga el mes anterior.


La semana pasada [3 de febrero de 2012] se cumplía el 490 aniversario de los sucesos que pusieron el punto final a esta rebelión. Hecho que fue considerado por muchos como el fin de las libertades castellanas ante el absolutismo regio y la gran nobleza terrateniente. Liberales, republicanos, castellanistas y otros han abogado por ensalzar la mítica figura de los comuneros ejecutados en Villalar y, también, a los posteriormente represaliados como auténticos símbolos de la libertad y de la identidad popular castellana. Por ejemplo, tenemos a la gente de IzCa y Yesca reivindicándolos como luchadores por los derechos del «pueblo trabajador castellano» y dignos de recordar en nuestra memoria colectiva. Aunque durante esta rebelión del primer tercio del siglo XVI hubiese habido una gran participación de «la gente del común», en realidad más que popular fue una revuelta acaudillada por una parte de los sectores privilegiados de las urbes del momento, y atizada desde los pulpitos por los sermones incendiarios de curas y frailes. Fue esta pequeña nobleza, la que componía parte del patriciado urbano castellano, la que verdaderamente dirigió a las masas populares en nombre del llamado «bien común» y bajo el grito de «Comunidad».

Todo comenzaba años atrás con la llegada, en 1517, de un adolescente rey extranjero, acompañado de un séquito de cortesanos flamencos que se repartieron los mejores cargos del Reino y, a su vez, rapiñaban todo lo que podían, produciendo un gran malestar entre los autóctonos. Agravándose con el deseo del rey de recaudar más impuestos para financiar los gastos por su elección al trono imperial, cosa que gustó mucho menos a los castellanos. A pesar del enfado de varias ciudades, el joven rey convocó a Cortes para aprobar las nuevas cargas fiscales en 1520. Dos municipios (Toledo y Salamanca) se negaron a enviar sus representantes para tal farsa; y cuando algunos de los gobernantes toledanos fueron llamados ante la presencia del rey, en abril estalló un motín para impedir su salida de la ciudad. Motín encabezado por uno de sus regidores y capitán de milicias, Juan de Padilla. Rebelión que fue seguida en otros municipios, y dando inicio a la guerra. Guerra que terminó ganando el monarca, cuyo poder central salió más fortalecido, y sus aliados, los grandes señores feudales. Victoria con la que se identifica más tarde como el comienzo del declive de las libertades de Castilla… Pero con la derrota comunera no se acabaron tales libertades, porque, en contra de que se ha dicho y se ha creído, ya no existían o eran raquíticas en una población que mayoritariamente carecía de derechos.

La Guerra de las Comunidades fue una revuelta netamente urbana, aunque acompañada de algunos levantamientos antiseñoriales en el campo, lo que implicó y posibilitó un mayor acercamiento de la alta nobleza al bando real, inicialmente mantuvieron una actitud pasiva. Aunque se pueda simplificar que fuese un enfrentamiento entre el pueblo y la aristocracia, la realidad, más bien, fue heterogénea. Había componentes de los tres estamentos sociales en ambos bandos, con el predominio nobiliario, en uno, y el menesteroso, en el otro. Algo muy similar a las revueltas antiseñoriales y urbanas de siglos anteriores, lo cual de nuevo no tuvo nada.

Varios historiadores han pretendido ver en estos acontecimientos un precedente de las revoluciones modernas. (Incluso la gente de IzCa y Yesca llegan a considerar en un manifiesto reciente: «La Rebelión de las Comunidades es un referente clave, es nuestra primera revolución, nuestra primera organización en lo político, lo social, lo económico, que tiene como sujeto político a Castilla desde un proyecto que pretende dar respuestas a sus necesidades y problemas.») Revoluciones modernas que sólo supusieron el cambio de poder de unas manos a otras. Revoluciones que en nombre del pueblo, la nación, las clases oprimidas o la democracia, auparon a lo más alto a ciertos sectores sociales que tenían una posición social y política secundaria para convertirse en las nuevas élites. La Revolución Francesa dio el poder a la burguesía; las luchas de liberación nacional para sustituir el poder colonial por el de las élites nativas; etc. Algo muy parecido con las sublevaciones medievales de varias ciudades europeas, que dieron paso a mercaderes y campesinos ricos para formar parte de las oligarquías dominantes. Nada nuevo. Padilla y señora, el obispo Acuña, el conde de Salvatierra y otros líderes comuneros eran miembros de las clases dominantes, y al igual que los diputados Montañeses de la Francia revolucionaria de finales del XVIII, se apoyaban en las clases populares para adquirir más poder ante sus rivales. Los comuneros castellanos exigían al rey una mayor participación de los municipios del Reino para la toma de decisiones políticas en las Cortes. Cortes representadas por una minoría respecto a la totalidad. Si en las Cortes de principios del siglo XIV hubo 100 localidades, a finales del siglo apenas eran la mitad, y en el XVI solamente eran 18. Y, prácticamente, ninguna de las exigencias comuneras fue ampliar el número. Exigían participar en el poder político pero sin contar con la mayoría.

Otro factor supuestamente revolucionario fue el de una mayor democratización en el interior de los municipios. El mítico «concejo abierto» era inexistente (solamente existió en el pasado y en localidades pequeñas), el concejo era cerrado y restringido, estaba en manos de unas pocas familias, que conformaban la pequeña nobleza o patriciado urbano, cuyos miembros heredaban los cargos municipales; generalmente se los turnaban o se los repartían entre los linajes y banderías oligárquicas, algo muy parecido al bipartidismo actual. Los anhelos de ciertos sectores populares eran formar parte de ellos, pero no un cambio radical del sistema. Esta oligarquía urbana cuando entraba en conflicto con los grandes, recurría al apoyo de la gente del común, enarbolando el lema del «bien común». Pero otras veces, ante posibles motines populares, recurrían a los nobles. Algo parecido hacían los artesanos y campesinos más ricos respecto a sus vecinos más pobres del mismo estamento, defendían el «bien común» en unos casos y se apoyaban en los oligarcas, en otros, según sus intereses.

«Conocer la historia de aquellas leonas y leones que deben estar en nuestra memoria colectiva de pueblo trabajador castellano para llevar a cabo una nueva Rebelión Comunera» (del manifiesto de IzCa y Yesca)… ¿¡!? Decir que estos comuneros de Castilla, como Padilla y la Pacheco, sean símbolos del pueblo castellano, símbolos de la lucha por la libertad, está completamente fuera de lugar. Si hubiese triunfado su rebelión, no habrían cambiado mucho las cosas, creer en su «revolución» es algo que está fuera de la realidad.