El triunfo del sí por mayoría absoluta por primera vez en el mundo en el referéndum irlandés del 22 de mayo sobre la legalización del matrimonio homosexual ha puesto de manifiesto el fín del control de la Iglesia Católica sobre la sociedad irlandesa.
25 marzo 2013
Durante el pontificado de Benedicto XVI, Irlanda ha tomado conciencia de su paulatino desapego hacia la Iglesia Católica. Los escándalos de pederastia en el clero irlandés estallaron en los últimos años del papado de Ratzinger, dejando herida la autoridad moral de la Iglesia en un país en el que ocho de cada 10 personas dice ser católico.
Hace 30 años Irlanda profesaba un servilismo incondicional hacia Roma. Hasta 1985 los irlandeses necesitaban receta médica para comprar un preservativo en la farmacia, en un referéndum, en el 92, rechazaron autorizar el aborto en casos de riesgo de muerte para la madre y hasta 1995 no se legalizó el divorcio. Aún hoy la Iglesia irlandesa controla el 92% de las escuelas primarias, sufragadas por el Gobierno, y a través de las aulas sigue dejando notar su influencia en la sociedad. Pero la asistencia a las misas en las parroquias de Dublín no llega al 10% y si hace 20 años había 200 candidatos al sacerdocio, el año pasado sólo se presentaron dos. Incluso el Gobierno irlandés, que hasta hace poco temía contestar a sus obispos por miedo a perder el voto católico, ha terminado acusando al Vaticano de «minimizar las investigaciones sobre los abusos y encubrir a los sacerdotes culpables». En 2009, un informe oficial reveló la «violencia sexual endémica» de la Iglesia irlandesa, contabilizó 35.000 víctimas de pederastia durante 70 años, y ofreció pruebas de cómo la Policía, los fiscales y la jerarquía del clero irlandés encubrieron a los sacerdotes violadores. La sociedad entró en estado de shock. «Los irlandeses, un pueblo colonizado repetidas veces a lo largo de la historia, tenemos muy arraigado el catolicismo. Somos sumisos por naturaleza y poco dados a la contestación. Pero Benedicto y nuestra propia Iglesia han puesto a prueba nuestro famoso margen para la resignación», dice Marie Collins, una mujer de 66 años que con 13 fue víctima de abusos a manos de un sacerdote mientras yacía enferma en un hospital.
Históricamente Irlanda se ha enfrentado a la doble moral católica sólo cuando un suceso traumático le ha obligado a revisar sus dogmas. Ocurrió con el aborto en casos de violaciones, con los abusos sexuales a menores en instituciones religiosas o cuando salieron a la luz la existencia de conventos donde las monjas, con la complicidad del Estado y las familias, encerraban y esclavizaban en secreto a miles de mujeres y niñas de comportamiento indecoroso.
Hace 21 años, en 1992, hubo un referéndum en la isla para decidir si se legalizaba el aborto en casos extremos, como la violación de la madre, el incesto u otra situación que pusiera en riesgo la vida de la mujer, incluido el suicidio. El debate lo había precipitado una niña de 14 años que quedó embarazada tras ser violada por el padre de su mejor amiga. El Gobierno de Dublín le prohibió viajar a Londres para interrumpir el embarazo —una práctica generalizada, pero siempre a escondidas— y la chica amenazó con suicidarse. El Tribunal Supremo dictó una sentencia sin precedentes permitiendo a la niña viajar a Inglaterra para abortar, bajo pretexto de que su vida corría peligro. Días antes del referéndum, el periódico Irish Times publicó una encuesta en la que el 80% de los irlandeses se declaraba a favor de la legalización en casos tan dramáticos. Parecía cosa hecha y, sin embargo, no ocurrió.
El referéndum planteó tres preguntas, y el resultado de la consulta fue un calculado retrato de la doble moral católica irlandesa: no al aborto en Irlanda en casos de riesgo mortal para la madre, pero sí a que vayan a abortar al extranjero y sí a que se informen sobre los servicios para interrumpir el embarazo en otros países. La jerarquía de la Iglesia irlandesa movilizó a sus sacerdotes para que pidieran los tres noes desde todas sus parroquias, entonces llenas de fieles. Los obispos cargaron contra el Gobierno, mencionando en sus homilías a políticos con nombres y apellidos, y la consulta popular empezó a languidecer. Los irlandeses votaron no al aborto bajo ningún pretexto y, ahora, veintiún años después van enfrentarse a otro referéndum para decidir, otra vez, si el riesgo de muerte para la madre es motivo suficiente para interrumpir un embarazo.
Ahora el país atraviesa el momento de mayor desafección religiosa de los últimos 30 años como consecuencia de otra sacudida traumática: los informes que corroboran los casos de curas pederastas y Benedicto XVI pidiendo disculpas a Irlanda, pero evitando castigar a los sacerdotes y eludiendo apartar de sus diócesis a los obispos que encubrieron los crímenes. El papa aceptó la culpa pero no a los culpables, y eso casi traumatizó más a Irlanda que los propios abusos. Los irlandeses tuvieron que digerir que la responsabilidad de sus clérigos no iría más allá del sentimiento de culpa en estricto sentido religioso. Las penas se pagarían con la expiación y el rezo, pero nunca con la cárcel (en el caso de los pederastas) ni con el destierro de sus diócesis (en el caso de los obispos). «Si se repite un referéndum como el del 92, los obispos volverán a oponerse y los curas harán política desde sus púlpitos, pero esta vez Irlanda votará sí. La sociedad es más secular que hace 20 años, pero en el último tramo del pontificado de Benedicto XVI, el Vaticano y la Iglesia irlandesa han perdido toda la capacidad que tenían para imponer su autoridad sobre cualquier debate moral que nos atañe», dice Andrew Madden, la primera víctima de abusos que denunció públicamente a su sacerdote y logró que le encarcelaran.
Tras la renuncia de Benedicto, los obispos irlandeses coinciden en que ha sido el papa que más ha hecho por denunciar y condenar los abusos sexuales en el clero. En cambio, las asociaciones de víctimas, como Four in One (Uno de cada cuatro), Amnistía Internacional o la plataforma SOCA (Survivors of Child Abuse) sostienen que el Santo Padre les ha «traicionado», que ha sido «cómplice de una conspiración criminal por ocultar los abusos» en los últimos años de sus pontificado y por proteger y mantener ante sus feligresías a los pederastas. Algunos creen que Ratzinger se expuso demasiado, que ha dimitido porque intentó curar las heridas de los abusos con buenas intenciones, pero sólo logró enfurecer a la curia vaticana, incómoda con los actos de contrición a los que les sometió el papa, y también a las víctimas, que le reprochan que no apartara a los obispos irlandeses.
Entre 2009 y 2011, los informes Ryan y Cloyne, encargados por el Gobierno irlandés, describieron al detalle cómo actuaban esos obispos: cuando llegaba a sus oídos un caso de pederastia, trasladaban de parroquia al sacerdote responsable e intentaban sellar un pacto de silencio con la víctima y su familia. Pero el cura volvía a violar y el obispo volvía a trasladarle, logrando así «generalizar la pederastia en todo el país». Benedicto convocó en Roma a los purpurados irlandeses para reprocharles que no hubieran sabido seleccionar mejor a los candidatos al sacerdocio. Luego, en un acto de contrición «sin precedentes», escribió una pastoral dirigida a Irlanda, en la que admitió su «vergüenza» y pidió perdón a las víctimas. Por último, hizo llamar a los supervivientes de los abusos para que viajaran a Roma y, delante de 200 obispos, contaran qué les hicieron los curas siendo niños. La sociedad irlandesa creyó que Benedicto daría un giro radical en la política del Vaticano para evitar más casos de abusos. «Pero todo fue marketing. No repudió a los obispos ni ordenó llevar a los curas pederastas ante los tribunales, como hubiera pasado con cualquier criminal sin sotana. Para el papa el sentimiento de culpa era suficiente, para las víctimas fue una traición», dice Andrew.
La pederastia en la Iglesia sigue siendo una herida abierta. El nuevo papa Francisco la hereda de Benedicto, igual que éste la recibió de Juan Pablo II, pero ahora el pontífice es capaz de ver hasta dónde pueden llegar las consecuencias si el Vaticano no gestiona con contundencia este escándalo endémico. Irlanda es la prueba de cómo una sociedad de tradición católica puede distanciarse de la Iglesia si siente que ésta ha traicionado sus creencias, anteponiendo la institución a los valores cristianos más elementales. Pero es difícil vislumbrar un cambio de actitud en el futuro al oír cómo los obispos irlandeses se reconcilian con el legado de Benedicto a Irlanda. El primado de Kilmore, Leo O´Reilly, sostiene que «el papa introdujo cambios decisivos en la ley canónica para permitir a los obispos actuar con más contundencia contra los casos de abusos de menores». El arzobispo de Dublín, Diarmuid Martin, destaca que Ratzinger «habló sin pudor de la suciedad que hay en la vida de la Iglesia y ese no es el lenguaje de la diplomacia». El cardenal primado de Irlanda, Seán Brady, aparece en los informes de abusos como responsable de haber encubierto las violaciones del padre Brendan Smyth en los 70. El cardenal estaba en proceso de ser apartado de su diócesis (Benedicto ya había nombrado un coadjutor), pero tras su renuncia, Brady se quedó para participar en el cónclave que ha elegido al papa Francisco. Pese a las protestas de las víctimas, en el nombramiento del nuevo pontífice participaron 12 cardenales responsables de haber escondido casos de pederastia.
PRISMA, Nº 3