sábado, 13 de mayo de 2017

John Brown

 

Por HOWARD ZINN

Después de la violenta rebelión de Nat Turner y de la sangrienta represión ejercida en Virginia, el sistema de seguridad sureño se hizo más férreo. Quizá sólo un foráneo podía albergar esperanzas de provocar una rebelión. Efectivamente, fue una persona de estas características, un blanco de una decisión y un coraje formidables. El loco plan de John Brown contemplaba la toma del arsenal federal en Harpers Ferry, Virginia, para luego propagar una revuelta en todo el Sur.

Harnet Tubman, con su escaso metro cincuenta de altura, era veterana de múltiples misiones secretas cuya finalidad era escoltar esclavos hacia la libertad. Estaba involucrada en los planes de John Brown, pero al estar enferma, no pudo unirse a él. También Fredenck Douglass se había encontrado con Brown. Le expuso su oposición al plan desde el punto de vista de sus probabilidades de éxito, pero admiraba al enfermo de sesenta años, alto, seco y de pelo blanco.

Douglass tenía razón, el plan fracasaría. La milicia local, con la ayuda de cien infantes de marina a las órdenes de Robert E. Lee, rodeó a los rebeldes. A pesar de que sus hombres habían resultado muertos o capturados, John Brown se negó a entregarse y se encerró en un pequeño edificio de ladrillos cerca de la puerta del arsenal. Las tropas derrumbaron la puerta; un teniente de los infantes de marina entró en el edificio y le dio un sablazo. Le interrogaron herido y enfermo. W.E.B. Du Bois, en su libro John Brown, escribió:

Imagínense la situación un viejo ensangrentado, medio muerto de las heridas sufridas hacía unas pocas horas, un hombre echado en el suelo frío y sucio, que llevaba cincuenta y cinco tensas horas sin dormir, y casi otras tantas sin comer, con los cadáveres de sus dos hijos casi delante de sus ojos, los cuerpos de sus siete camaradas muertos en sus inmediaciones, y una esposa y familia afligida escuchando en vano, y una Causa Perdida, el sueño de una vida, yaciendo sin vida en su corazón.

Echado allí, e interrogado por el gobernador de Virginia, Brown dijo: «Harían bien, todos los sureños, de prepararse para una resolución de esta cuestión... De mí se pueden deshacer fácilmente —ahora ya estoy acabado—, pero esta cuestión todavía está sin arreglar este tema de los negros, quiero decir, todavía no está acabado».

Ralph Waldo Emerson, sin ser activista, dijo de la ejecución de John Brown «Convertirá el cadalso en un lugar tan sagrado como la cruz».


De los veintidós hombres de la fuerza de choque dirigida por John Brown, cinco eran negros. Dos de ellos murieron in situ, uno escapó, y los dos restantes fueron ahorcados por las autoridades. Antes de ser ejecutado, John Copeland escribió a sus padres:

Recordad que si debo morir, muero en el intento de liberar unos pocos de mi gente pobre y oprimida de su condición de una servidumbre que Dios en sus Sagradas Escrituras ha denunciado de la forma más dura, no me da miedo el cadalso.

John Brown fue ahorcado por el estado de Virginia con la aprobación del gobierno nacional. Era el gobierno nacional el que, a la vez que aplicaba tímidamente la ley que tenía que acabar con el comercio de los esclavos, aplicaba sin contemplaciones las leyes que fijaban el retorno de los fugitivos a la esclavitud. Fue el gobierno nacional el que, durante la administración de Andrew Jackson, colaboró con el Sur para eliminar el envío de literatura abolicionista por correo en los estados sureños. Fue el Tribunal Supremo de los Estados Unidos el que declaró en 1857 que el esclavo Dred Scott no podía exigir su libertad porque no era una persona, sino una propiedad.

Un gobierno así no aceptaría que fuera una revuelta la que lograra el fin de la esclavitud. Sólo acabaría con la esclavitud en términos dictados por los blancos, y sólo cuando lo exigiesen las necesidades políticas y económicas de la élite empresarial del Norte. Fue Abraham Lincoln el que combinó a la perfección las necesidades del empresariado, la ambición política del nuevo Partido Republicano, y la retórica del humanitarismo. No mantuvo la abolición de la esclavitud en el primer lugar de su lista de prioridades, pero sí lo suficientemente cerca de ellas como para que las presiones abolicionistas y la práctica política le dieran una ventaja temporal.

La otra historia de los Estados Unidos
(1980)