domingo, 21 de mayo de 2017

Lecciones de ciencia política en el reino animal



La ideología capitalista durante el último siglo y medio, y especialmente en la actualidad debido a la hegemonía cultural neoliberal, ha venido manipulando la teoría de la evolución darwinista para utilizarla con fines persuasivos, destinados a justificar la codicia, la injusticia y la desigualdad bajo motivos supuestamente de orden biológico. Así, a pesar de que el propio Charles Darwin no plantease su idea de la «lucha despiadada por la supervivencia» con fines de aplicación a la moral humana en ningún momento, sus sucesores interpretaron su teoría de un modo sesgado, partidista e ideológico que dio lugar al surgimiento del llamado «darwinismo social» bajo el pensamiento de autores reaccionarios como Herbert Spencer o Ernst Haeckel, cuyos escritos supusieron todo el armazón ideológico para justificar el colonialismo despiadado, las políticas racistas y las prácticas eugenésicas. Teóricamente dicho pensamiento determinista biológico había quedado superado tras la derrota militar y política del nazismo, pero en los años setenta reaparece con fuerza como un neodarwinismo social impregnado de teorías genéticas y que ha supuesto la base de la actual corriente denominada «psicología evolucionista», una peligrosa perspectiva reduccionista que entiende el individualismo y el egoísmo como factores inherentes a la genética de todos los seres vivos, y que por lo tanto debemos aceptar nos guste o no.

Esta psicología evolucionista es la responsable de que expresiones como «la ley de la selva», «los genes egoístas» o «nuestra naturaleza salvaje» se hayan convertido en poderosos mantras que justifican la deriva neoliberal de nuestras sociedades, impregnando la mayoría de la filosofía de autoayuda o 'coaching' la cual plantea el individualismo absoluto como la solución a todos los problemas que podamos padecer los seres humanos. Por suerte, algunas voces de prestigiosos científicos se han venido alzando en el terreno de las ciencias naturales para refutar dichas argumentaciones genetistas, tales como la del paleontólogo Stephen Jay Gould. Sin embargo, en el campo de las ciencias sociales esta respuesta no ha sido tan evidente, y los pensadores contrarios al neodarwinismo social han caído en el error de replegarse en la inocua estrategia de la negación, condenando al ostracismo a la biología en su conjunto y considerando que la sociedad humana nada tiene que ver con ella (lo que por desgracia termina siendo una peligrosa arma de doble filo, al conllevar inconscientemente la aceptación de que la naturaleza sí que es egoísta, y que únicamente cabe intentar huir de dicha realidad y situar al ser humano al margen del resto de mamíferos).


Sin embargo, este planteamiento también es erróneo, ya que si atendemos a los distintos hallazgos de los estudiosos del comportamiento animal, nos encontramos con una naturaleza absolutamente diversa en términos sociales e incluso políticos, algo de lo que ya comenzó a percatarse hace un siglo el 'príncipe' y geógrafo anarquista Piotr Kropotkin tras realizar investigaciones sobre el comportamiento de la fauna siberiana. Kropotkin enseguida se dio cuenta de que en realidad entre los animales la ayuda mutua y la cooperación eran tan comunes o más como la lucha y la violencia, y sin negar gran parte de las tesis de Darwin (a su manera el también se consideraba un darwinista) utilizó el sentido metafórico que el británico había dado a la idea de lucha, extendiéndolo a una lucha general por la supervivencia contra las fuerzas hostiles de la naturaleza, y no únicamente como sinónimo de competición despiadada entre unos y otros seres vivos. Así, frente al actual neodarwinismo neoliberal que plantea una naturaleza regida únicamente por la ley del más fuerte que permite la supervivencia de nuestros supuestos genes egoístas, es posible contraponer una visión también parcialmente darwinista (en el buen sentido del término) que muestre justamente la diversidad emocional y moral de los animales, y como entre las distintas especies observamos ayuda, cooperación y empatía en dosis iguales o incluso mayores a las de la competición, la lucha y la violencia (factores que obviamente tampoco pueden negarse).

Pero al margen de los elementos puramente morales, la naturaleza también contradice a Aristóteles (que consideraba al ser humano como el único animal político o 'zoon politikón') mostrándonos grandes ejemplos de organización política compleja en el reino animal, y es conveniente observar el comportamiento social de diversas especies para darnos cuenta del enorme grado de desarrollo y de diversidad política que tienen muchas de ellas. En los insectos por ejemplo, nos encontramos con la increíble estratificación social que muestran hormigas, abejas y termitas, subdivididas en tres grupos principales (reinas, guerreras y obreras) y con un sentido de sacrificio individual al servicio de la comunidad que parece anticipar ya un socialismo primitivo. En los mamíferos por su parte, dotados ya de un cerebro límbico que permite desarrollar emociones y sentimientos, observamos sistemas políticos aún más sorprendentes. Leones y lobos por ejemplo se rigen por manadas muy jerarquizadas donde el macho dominante acumula todo el poder, lo que podríamos considerar como un modelo autocrático, pero al mismo tiempo, dichos «machos alfa» deben sustentar su poder no solo en la fuerza, sino también utilizando ciertas dosis de populismo, ya que si los machos subalternos de la manada consideran que su comportamiento está siendo tiránico o que no cumple con la defensa efectiva del territorio, pueden amotinarse y destronarlo perfectamente, lo que nos llevaría a un primer ejemplo de teoría del tiranicidio.


Pero sin lugar a dudas, son los elefantes, cetáceos y primates los que sorprenden con modelos de organización política aún muchísimo más elaborados y ya muy próximos a los que hemos construido los seres humanos (y no por casualidad, ya que son justamente los tres únicos tipos de mamíferos aparte de nosotros que han desarrollado también el tercer estadio cerebral o «neocórtex»). Los elefantes por ejemplo, dotados de una gran inteligencia, se articulan en base a sociedades matriarcales muy complejas de más de cien individuos que logran comunicarse por ultrasonido a través de la selva, y que están tomando constantemente decisiones acerca del agua, la comida y la seguridad. Los cetáceos por su parte, desarrollan sorprendentes modelos de democracia animal como en el caso de los cachalotes, los cuales están segregados por sexos y gobernados por clanes de una decena de hembras que utilizan un sistema de comunicación y de votación en el océano a través de la emisión de combinaciones de sonidos denominados «clicks», un sofisticado lenguaje al estilo del código Morse que constituye toda una auténtica cultura propia transmitida de madres a crías, y que utilizan para emitir sus preferencias sobre distintos asuntos (el momento en el que el grupo ha de tomar la decisión de dirigirse hacia uno u otro caladero, de nadar más hacia la profundidad o más hacia la superficie, de aceptar o rechazar a los machos para la reproducción), lo que supone todo un auténtico primer ejemplo de democracia marina, fruto de la sorprendente inteligencia de estos cetáceos. Finalmente, los primates (nuestros parientes más cercanos) también nos dejan interesantes experiencias de organización política donde incluso hay cálculos maquiavélicos para ganar y ejercer el poder de influencia o de persuasión (más allá del estrictamente territorial o de recursos), y entre dichos simios debemos destacar a chimpancés y bonobos, los cuales nos sorprenden con unas redes de poder completamente antagónicas, con unos chimpancés fuertemente individualistas, competidores y dominantes (podríamos considerarles perfectamente como proto-capitalistas), y unos bonobos en cambio comunales, pacifistas y libertarios, lo que sería un claro ejemplo de comuna anarquista o incluso de hippismo primitivo.

Como acabamos de observar, la naturaleza en nada se asemeja a esa «ley de la jungla» que proclaman con tanto entusiasmo los neoliberales. Como vemos, existe diversidad, pluralidad y un sinfín de posibilidades de organización política entre nuestros compañeros del reino animal (socialismo de las abejas, autoritarismo de los leones, populismo de los lobos, matriarcado de los elefantes, democracia de los cetáceos, liberalismo de los chimpancés, comunalismo de los bonobos, etc.), del mismo modo que los seres humanos también hemos desarrollado infinidad de modelos de organización en función de nuestras preferencias. Por ello, la lección que podemos extraer de este arcoiris ideológico del reino animal, es que no existe en ningún caso un determinismo biológico que nos haga prisioneros, ya que la naturaleza nos muestra que es tan diversa y plural como hermosa y fascinante, y que si los seres humanos queremos encontrar pautas de comportamiento social debemos buscarlas y hallarlas nosotros mismos sin imposiciones doctrinales, ya que como acabamos de ver la naturaleza en ese sentido nos da absoluta vía libre, al albergar en su seno a ecosistemas que han dado lugar a prácticamente todo en lo que respecta a modelos de organización social. Y es que, al margen de los instintos de supervivencia y reproducción, todo está condicionado por aspectos ambientales y culturales, y digan lo que digan los psicólogos evolucionistas neoliberales, la naturaleza no es el mundo individualista y egoísta que les gustaría, sino que como hemos visto, tiene espacio suficiente para albergar una infinidad de mundos de las más variadas tendencias ideológicas.

Por ello, recuperar la tradición en la izquierda de ese particular darwinismo kropotkiniano que pone el énfasis en la cooperación, el altruismo y el apoyo mutuo como factores esenciales de la naturaleza animal y humana en su lucha por la supervivencia contra las fuerzas hostiles medioambientales, pero al mismo tiempo que no niega tampoco la realidad de la competición, la lucha y la violencia, nos puede dar un punto intermedio de equilibro entre las visiones antagónicas de Hobbes y de Rousseau en cuanto a la naturaleza humana, y ayudarnos así a seguir combatiendo discursivamente a la clase dominante utilizando sus propias armas, tales como la propia biología. Y de igual modo, conocer un poco más acerca de la naturaleza y darnos cuenta de que incluso la política también existe en el reino animal, nos puede ayudar a respetar como se merecen a los otros seres vivos con los que compartimos este planeta, y a desarrollar así una conciencia ecológica mucho más fuerte, sincera y militante. Y es que, como sabiamente reconocía hace unos años Jay Gould, «Kropotkin no era ningún chiflado».

 18 octubre 2015