Charles Darwin considerado el 'padre de la de la evolución', en realidad no lo fue. Lamarck fue anterior a él en propugnar tal teoría. |
Por HILARY ROSE y STEVEN ROSE
Hoy un darwinismo mutante empapa cada vez más la cultura. Generado en la academia, es aceptado con entusiasmo acrítico para una amplia gama de propósitos, que van desde los propios de The Economist cuando presta su consejo a los responsables políticos, a los de los novelistas que buscan escenarios para sus argumentos. El halago es devuelto por biólogos evolucionistas como John Maynard Smith, que recurre a la teoría económica de Chicago para aplicar la teoría de juegos, la gestión óptima de recursos y las ideas de la «elección racional» al comportamiento animal. Pero, cada vez más, son las variantes de la teoría evolucionista las que intentan redibujar las fronteras existentes entre las ciencias biológicas y las ciencias sociales y las humanidades. Hoy nos topamos con una ética evolucionista, una psiquiatría y una medicina evolucionistas, una estética evolucionista, una economía evolucionista y una crítica literaria evolucionista. En su influyente libro de 1975 Sociobiología, el entomólogo E.O. Wilson postuló que la «sociología y otras ciencias sociales así como las humanidades son las últimas ramas de la biología a la espera de ser incluidas en la síntesis moderna». En 1998, en Consilience, fue más allá abogando por una epistemología unitaria y por la subordinación de las ciencias sociales y las humanidades a lo biológico y a lo físico[1].
Wilson no está solo. El filósofo Daniel Dennett describe la selección natural darwiniana como un «ácido universal» que corroe todos los aspectos de la vida material e intelectual en el que las teorías y artefactos menos aptos sin reemplazados por sus más aptos descendientes. Su colega David Hull ha sostenido que la historia de las teorías científicas puede considerarse como un proceso evolutivo impulsado por la selección natural. Los antropólogos Peter Richerson y Robert Boyd han empleado el mismo argumento para describir el cambiante diseño de las herramientas del Paleolítico y adoptar el concepto de memes elaborado por Dawkins como elementos culturales análogos a los genes[2]. El giro de W.G. Runciman hacia la teoría evolucionista es más sorprendente. A diferencia de algunos marxistas convertidos en psicólogos evolucionistas, como Herbert Gintis o Geoffrey Hodgson, que abogan todavía por un determinismo totalizante, Runciman da la bienvenida al indeterminismo evolucionista de Darwin, que implica la negación de un telos y de las etapas inexorables de la historia[3].
Tales intentos de transferir la lógica de la selección natural a otros dominios traicionan una ignorancia tanto de los debates entre biólogos sobre su funcionamiento, como de la sociología del conocimiento científico. En el resto de este artículo discutiremos sobre Darwin en el contexto de su tiempo, sobre los conflictos subsecuentes y actuales en el seno de la teoría evolucionista y sobre su extrapolación en un «darwinismo universal». El marco para nuestra discusión lo ofrece el concepto de coproducción de ciencia y sociedad. Desde su nacimiento a mediados del siglo XVII, la ciencia asumió un punto de vista epistemológico al margen y por encima de la sociedad, recibiendo la autorización cultural para decir la verdad sobre la naturaleza. La publicación de La estructura de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn en 1962 marcó el comienzo de un dilatado proceso de cambio en la teoría de la ciencia. Inicialmente recibida con hostilidad por Karl Popper y su escuela, la liberadora influencia de Kuhn se diseminó en los campos de la historia, la filosofía y la sociología de la ciencia. En resumen, la ciencia ya no era neutral[4]. Hoy la teoría de la ciencia entiende que las fronteras entre naturaleza y cultura se hallan en permanente negociación y que el conocimiento científico refleja y constituye tanto la cultura como la sociedad. En esta coproducción de ciencia y orden social, las instituciones sociales, las subjetividades, las prácticas políticas y las teorías y constructos sociales se producen conjuntamente, al tiempo que los órdenes natural y social se sostienen recíprocamente[5].
En este marco, el darwinismo se caracteriza mejor como una metáfora, como Marx reconoció sin tardanza. En una carta enviada a Engels tres años después de la publicación de El origen de las especies, Marx prefigura la tesis de la coproducción:
Esta no es la forma, por supuesto, como los biólogos acomodaticios leen la teoría de la evolución de Darwin, dado que eluden su adhesión a la economía política capitalista y los pasajes que muestran su sexismo y su racismo, concentrándose prioritariamente en su meticuloso estudio del orden natural y de la luz que la teoría arroja sobre él. Y como los humanos son parte de ese orden natural, la teoría se aplica también a ellos. Ubicar a Darwin en su propio contexto histórico ofrece un correctivo necesario respecto a tales opiniones.
Darwin en su tiempo
La conmemoración el año 2009 del bicentenario del nacimiento de Darwin y del 150 aniversario de la publicación de El origen de las especies mostró cómo el célebremente modesto biólogo se convertía en ese fenómeno tan característico del siglo XXI, la celebridad global. El bombo publicitario de las celebraciones de 2009 estuvo diametralmente alejado de las tranquilas ceremonias del centenario de El origen de las especies. Los tiempos han cambiado de verdad en la cultura de la ciencia. Por supuesto, no ha sido únicamente ésta la que ha sido tan profundamente transformada durante las últimas décadas, sino la totalidad de su sistema de producción. Lo que fue tanto nuevo como demasiado conspicuo ese año fue que la comunidad científica ocupó un lugar central, no marginal, respecto a este circo mediático. La construcción de Darwin como el único autor del texto fundacional de toda la biología desbarata el paciente trabajo de los historiadores de la ciencia y nos devuelve a la teoría del progreso del «gran hombre», que pensábamos que estaba muerta y enterrada.
La propia práctica de las citas utilizada por el propio Darwin no nos ayuda. El único reconocimiento teórico que realizó en El origen de las especies fue el rendido a «la doctrina de Malthus» —el crecimiento natural inexorable de las poblaciones humanas hasta que sobrepasan el suministro de alimentos, con su correlato político de que los más débiles deben perecer— «aplicada», como Darwin escribió, «al conjunto de los reinos animal y vegetal». No hubo ninguna otra mención en las primeras cinco ediciones, ni siquiera de su abuelo Erasmo ni de su eminente predecesor francés Lamarck, ni de las diversas corrientes evolucionistas que habían fluido a través de los debates de la primera parte del siglo XIX. Darwin remachó constantemente, por el contrario, que se trataba de «mi» teoría.
Hasta la edición final de El origen de las especies en 1872, Darwin no corrigió la elisión de sus predecesores, lo cual remedió añadiendo como prefacio un «bosquejo histórico». La introducción a la primera edición realiza un cortés reconocimiento de Alfred R. Wallace, quien había «llegado a casi exactamente las mismas conclusiones generales que yo sobre el origen de las especies». Wallace, que había trabajado como recolector de especímenes en el archipiélago malayo, había enviado su manuscrito a Darwin para su publicación, precipitando el pánico de éste último sobre la posibilidad de que se le adelantara. Darwin comenzó a escribir con enorme urgencia, completando El origen de las especies tan sólo unos meses después. La reivindicación de precedencia por parte de Wallace fue amablemente eludida y el hombre socialmente más débil, en vez de contestar al más poderoso Darwin, expresó únicamente su gratitud y deferencia. El socialismo y el protofeminismo de Wallace fueron educada, pero contundentemente, eliminados.
Sin embargo, la selección natural darwiniana debe analizarse en el contexto victoriano. A mediados del siglo XIX las ideas evolucionistas eran de curso corriente y un materialismo totalmente reductor había sentado sus reales en las ciencias de la vida. La evolución ocupaba un lugar central en el ambicioso proyecto de Herbert Spencer —que prefiguraba el concepto de 'consiliencia' de Wilson— de reescribir las disciplinas en el seno de un marco unitario. La «electricidad animal», el mesmerismo y la frenología intentaban también localizar los atributos mentales, y en realidad la vida misma, en el ámbito explicativo de las ciencias naturales. Los análisis materialistas de la naturaleza y de la naturaleza humana producidos por los filósofos encontraron una audiencia receptiva entre los intelectuales.
En 1845, cuatro prometedores fisiólogos alemanes y franceses, Von Helmholtz, Ludwig, Du Bois-Reymond y Brucke, hicieron un juramento conjunto para probar que todos los procesos corporales podían explicarse en términos físicos y químicos. El fisiólogo holandés Jacob Moleschott expresó esa posición de modo más contundente afirmando que «el cerebro segrega el pensamiento como el riñón segrega la orina», mientras que el «genio es una cuestión de fósforo»[7]. Para el zoólogo Thomas Huxley la mente era un epifenómeno, como «el silbido respecto al tren de vapor». Para todos ellos, la selección natural darwiniana fue decisiva. La tesis de Darwin, derivada de Malthus, está clara. (1) En un entorno de recursos limitados, todos los organismos producen más descendencia de la que puede sobrevivir y llegar a la vida adulta; (2) aunque la descendencia se asemeja a sus progenitores, existen variaciones las que menores entre sus miembros; (3) de esas variaciones las que mejor se adaptan a su entorno son las que sobrevivirán y a su vez se reproducirán con mayor probabilidad; (4) así, tales variaciones favorables es probable que se preserven en futuras generaciones. Esto es la selección natural. En el siglo y medio transcurrido, los biólogos han continuado inspirándose en Darwin insistiendo en un análisis físico de la naturaleza en general y de la naturaleza humana en particular, de nuestra fisiología básica a nuestros poderes cognitivos, nuestras emociones y nuestras creencias.
Árboles y jerarquías
La publicación de El origen de las especies precipitó y simbolizó una transformación en la comprensión de la sociedad occidental de los orígenes humanos. Las resonancias del libro se hicieron sentir ampliamente: a pesar de las objeciones religiosas y de las dudas alegadas por los biólogos colegas de Darwin, que indicaron la ausencia de un mecanismo de transmisión de las variaciones mejor adaptadas a las ulteriores generaciones, la teoría evolucionista llegó a formar parte de la cultura generalmente aceptada.
Para Spencer, la selección natural darwiniana proporcionaba la explicación de por qué el liberalismo del laissez-faire exigía una continua «lucha por la existencia». Darwin, a pesar de considerar el trabajo de Spencer como especulativo, adoptó posteriormente el término, si bien se lamentó más tarde de ello. Si hubiera adoptado la «lucha por la vida» de Kropotkin, en cuya opinión la ayuda mutua era un factor en la evolución, la pesimista naturalización del darwinismo podría haberse evitado. En el plazo de una década desde la primera edición, su primo Francis Galton había publicado Hereditary Genius, una teoría de la transmisión que operaba puramente a través de la línea masculina; Galton introduciría posteriormente el concepto de 'eugenesia'. Darwin dio la bienvenida a sus ideas y se inspiró en las mismas en su obra The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex (1871).
Para Darwin, la evolución era un proceso continuo carente de punto final. Aunque la selección natural rechazaba la concepción de Linneo de la gran cadena del ser, en la que todos los organismos vivos se alineaban en una jerarquía ordenada por Dios, la evolución se contemplaba todavía como progresista, con organismos inferiores que daban lugar a otros superiores. Darwin representó esto como el árbol multirramificado de la vida, en el cual el Homo sapiens ocupaba el punto más elevado. (Los biólogos evolucionistas de nuestros días prefieren la metáfora del matorral, con la totalidad de las especies actualmente existentes igualmente «evolucionadas».) Sin embargo, a pesar de su insistencia en que la selección natural carece de objetivo alguno, Darwin siguió siendo de algún modo un progresista del siglo XIX y especuló en las últimas páginas de El origen de las especies sobre la civilización maravillosa del futuro a medida que la especie evolucionara: «Y como la selección natural únicamente opera por y para el bien de cada ser, todas las dotaciones corporales y mentales tenderán a progresar hacia la perfección»[8]. Teóricos evolucionistas posteriores —de Henry Bergson a Teilhard de Chardin— iban a reafirmar la teleología evolucionista que la tradición anglófona rechazaba. Baste como muestra la muy citada declaración efectuada en 1974 por el sociólogo Donald Campbell de que la selección natural darwiniana constituye una «explicación universal no teleológica de los logros teleológicos»[9].
El origen de las especies tan sólo apunta a la importancia de la teoría de la evolución para los humanos; hasta la publicación de The Descent of Man Darwin no localiza las diferencias humanas en el interior de un marco evolucionista. Aunque divide la humanidad en innumerables razas distintas. Darwin insiste en que existe un único origen humano, habiéndose separado las razas de su matriz común en el curso de los milenios. Sin embargo, como el resto de su círculo, Darwin compartía la confianza de los caballeros victorianos en el ápice del poder imperial de Gran Bretaña de que existía una jerarquía racial que se desplazaba de los supuestamente menos evolucionados y degradados salvajes de la Tierra del Fuego, a quienes observó en su largo viaje en The Beagle en la década de 1830, hasta la superior civilización europea, ejemplificada en su domicilio de Down House en el condado de Kent, conocido también como el Jardín de Inglaterra. Darwin fue más allá, sosteniendo que las razas negras evolutivamente inferiores serían superadas evolutivamente y derrotadas por las blancas.
Adam Smith, Robert Malthus y David Ricardo, la tríada del liberalismo económico, cuyos principios sirvieron de base para la teoría de Darwin y Wallace. |
A pesar de sus concepciones monogénicas de los orígenes humanos, Darwin se enmarañó en la idiosincrásica concepción decimonónica que afirmaba la existencia de jerarquías fijas raciales y sexuales. Así, pues, aunque su odio por la esclavitud fue intenso, su concepto de raza esencializaba la diferencia, de modo que la variación dentro de la especie le deslizaba hacía la jerarquía entre las razas. El reciente esfuerzo acometido por los historiadores Moore y Desmond, que sostienen que la teoría evolucionista de Darwin surgió del odio que sentía frente a la esclavitud, es valiente pero poco convincente[10]. El texto de J.F.M. Clark, Bugs and the Victorians, llega a localizar una cita de Darwin en la que describe su excitación cuando encontró la «poco frecuente hormiga esclavizadora y contempló las pequeñas hormigas negras sometidas en las redes de su ama»[11].
La selección sexual es casi tan central para la evolución darwiniana como su selección natural, porque explica tanto las diferencias entre los sexos en el seno de una misma especie y algunas de las características extremas y de otro modo aparentemente no adaptativas, como la belleza de la cola del pavo real. La selección sexual explica el hecho de que machos y hembras de la misma especie con frecuencia difieren en forma y tamaño. Los machos compiten por las hembras; pueden luchar como los ciervos o jactarse como los pavos reales. Las hembras escogen entonces a los machos más bellos o más fuertes[12]. Ello sirve para asegurar la reproducción y la selección de las características del macho que la hembra encuentra más atractivas. Dado que la selección sexual es tan sólo de los machos, son únicamente éstos los que evolucionan a fin de satisfacer los criterios escogidos de fuerza y poder.
Cuando Darwin se ocupa de los seres humanos, su concepción de las diferencias existentes entre hombres y mujeres es enteramente la de su tiempo. Así, afirma que el resultado de la selección sexual es que el hombre «tiene más coraje, es más luchador y enérgico que la mujer y goza de un genio más inventivo. Su cerebro es absolutamente mayor […] la formación del cráneo de la mujer se cree que se halla entre la del niño y la del hombre»[13]. La comprensión de los biólogos del siglo XIX de la diferenciación entre los sexos fue crucial a la hora de proporcionar el fundamento biológico para afirmar la superioridad del varón y la subordinación de las mujeres. La androcentridad de Darwin no pasó desapercibida a las intelectuales feministas de la época. Cinco años después de la publicación de The Descent of Man, la feminista estadounidense Antoinette Brown Blackwell, aunque daba la bienvenida a la teoría evolucionista, criticaba a Darwin por asumir que únicamente evolucionaban los hombres[14], Aun reconociendo que las mujeres de su generación carecían de formación, contemplaba el futuro en el que las biólogas feministas, entonces mejor pertrechadas, se involucrarían en la batalla.
Nº 63 - Julio/Agosto 2010
NOTAS:
[1] Edward O. Wilson, Sociobiology. The New Synthesis, Cambridge (MA), 1975 [ed. cast.: Sociobiología: la nueva síntesis, Barcelona, Omega, 1980]; y Consilience. The Unity of Knowledge, Cambridge (MA), 1998.
[2] Véanse respectivamente Daniel Dennett, Darwin’s Dangerous Idea. Evolution and the Meanings of Life, 1996; David Hull, Science as a Process. An Evolutionary Account of the Social and Conceptual Development of Science, Chicago, 1988; y Peter Richerson y Robert Boyd, Not hy Genes Alone. How Culture Transformed Human Evolution, Chicago, 2005.
[3] Véase W.G. Runciman, «The "Triumph" of Capitalism as a Topic in the Theory of Social Selection», NLR 1/210 (1995); véase también Herbert Gintis, The Bounds of Reason. Game Theory and the Unification of the Behavioural Sciences, Pricenton, 2009; y Geoffrey Hodgson, Economics and Evolution, Cambridge, 1993.
[4] Hilary Rose y Steven Rose; «The Radicalization of Science», en The Radicalization of Science, Londres, 1976.
[5] Sheila Jasanoff (ed.), States of Knowledge. The Co-Production of Science and Social Order, Londres, 2004.
[6] Karl Marx, 18 de junio de 1862, en Marx-Engels Collected Work, vol. 41, Moscú, 1985, p. 380.
[7] Jacob Moleschott (1852), citado en la introducción de Donald Fleming al libro de Jacques Loeb, The Mechanistic Conception of Life [1912], Cambridge (MA), 1964.
[8] C. Darwin, On the Origin of Species [1859], Oxford, 1996, p. 395 [ed. cast.: El origen de las especies, Madrid, Akal, 1995].
[9] Citado por Ian Gough, «Darwinian Evolutionary Theory and the Social Science», Twenty-First Century Society III, 1 (2008), p. 65.
[10] Adrian Desmond y James Moore, Darwin’s Sacred Cause, Londres, 2009.
[11] C. Darwin a J.D. Hooker, 6 de mayo de 1858; citado en J.F.M. Clark, Bugs and the Victorians, New Haven, 2009.
[12] Aunque los biólogos en la actualidad contemplan la selección sexual como una de las características esenciales de la teoría de la evolución y los divulgadores —especialmente los psicólogos evolucionistas— la aceptan incuestionablemente, los intentos de demostrarla empíricamente entre, por ejemplo, los pavos no se han revelado totalmente exitosos. Por otro lado, puede demostrarse que ambos sexos tienen otras potenciales estrategias sexuales. Así, mientras ciervos magníficamente dotados de cornamenta están encelo, las hembras pueden optar por aparearse discretamente con machos menos dotados.
[13] C. Darwin, Descent of Man, and Selection in Relation to Sex, Londres, 2004, p. 622 [ed. cast.: El origen del hombre y la selección en relación al sexo, Madrid, Edaf, 1999].
[14] Antoinette Brown Blackwell, The Sexes through Nature, Nueva York, 1875.