Por MICHEL SUÁREZ
En su último parte de guerra firmado el 1 de abril de 1939, el general Francisco Franco proclamaba exultante la victoria definitiva de los «nacionales», dando por concluido un conflicto que había desgarrado España durante casi tres años. El júbilo de los vencedores estaba justificado: no se trataba simplemente de un triunfo militar o de un relevo en el gobierno; lo que el final de la guerra definió fue el establecimiento de una tiranía rapaz y asesina cuyos fundamentos nacional-católicos han perdurado en buena medida hasta nuestros días.
Atildado y pomposo, con aire de criatura grotesca y ridícula, el general Franco jamás pensó en resignar su poder autocrático. A lo largo de su reinado llevó a cabo minuciosamente el plan original diseñado por los militares, esto es: un asalto a la República que encubría la voluntad de aniquilar a un combativo movimiento obrero. Aunque no fuese el escogido en un primer momento, nadie más indicado que Franco para hacer prosperar aquél encargo: astuto, implacable, cruel, despiadado y profundamente resentido con la República, el «Caudillo» conocía bien su oficio. En 1917 había prestado sus servicios para sofocar una huelga general, y en 1934 capitaneó la violencia legal contra los trabajadores asturianos; bajo su mando, por primera vez los temibles «Regulares» y la Legión, integrados por tropas africanas, actuaron como cabeza de puente de la represión del Estado contra su propia población.
Tras el flirteo inicial con un fascismo de corte mussoliniano, el panorama internacional resultante de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, así como el proceso de industrialización masiva y la bonanza económica de los años sesenta, impusieron algunas correcciones ideológicas al régimen franquista. Sin embargo, ninguna de estas adaptaciones a las diferentes coyunturas fue tan audaz como para conmover sus sagrados fundamentos, esto es, el catolicismo, el militarismo y un contumaz nacionalismo. Carente de modelos de referencia históricos, el franquismo rescató el legado de los Reyes Católicos para cocinar una papilla ideológica donde no faltaron ni la exaltación del glorioso pasado imperial y del ejército, ni el elogio del racismo y el machismo más rampantes, ni elementos tomados del fascismo como las liturgias de masas o el culto al caudillo redentor. Abanderando las fuerzas de la «España eterna» contra las ideologías de importación, Franco simbolizó la victoria de la Contrarreforma, del patriotismo militante y del catolicismo fundamentalista; triunfo de la usura moral, pero también de la ambición personal sin límites encarnada en un hombre sediento de poder absoluto.
Es posible que las teorizaciones sociológicas del franquismo nos hagan perder de vista la verdadera naturaleza de un régimen mórbido y brutal. Durante casi cuatro décadas, una España de uniformes y sotanas albergó campos de concentración, prisiones abarrotadas de presos políticos y patios de ejecuciones, y fue escenario de torturas, extorsiones laborales, expolios, saqueos y robos de bebés. Pero sería un error pensar que un reinado de terror puede perdurar sostenido únicamente en la coacción y la violencia. No hay tiranía capaz de perpetuarse apelando al temor y al castigo como únicos estímulos. Cicerón ya advirtió de que «no hay poder tan grande que dure mucho tiempo bajo la presión del miedo». En estos casos, el descontento general acaba por tambalear el statu quo y se crea un estado de excepción permanente que hace imposible la gobernabilidad.
Como tantos otros tiranos que nunca se dejaron tentar por el remordimiento y jamás pensaron en abandonar la escena de la Historia por otra puerta que no fuese la muerte, Franco contó hasta el final con la lealtad de las élites y con la adhesión entusiasta de sus correligionarios, pero también con la pasividad y la aquiescencia de grandes bolsas de población beneficiadas por el ciclo de bonanza económica derivado de la industrialización del país. En efecto, Franco falleció de forma agónica en la cama de un hospital después de haberlo dejado todo atado y bien atado.
En cualquier caso, lo verdaderamente significativo del régimen fue su carácter inaugural; si obviamos los elementos puramente propagandísticos, el franquismo carecía de antecedentes históricos y de puntos de referencia en el pasado. Había, claro está, la remisión a los Reyes Católicos, forjadores de la gloria de España, a la proyección de un destino providencial, al bastión de la cristiandad, etc.; pero, desde un punto de vista estrictamente político, la ideología nacional-católica aquilatada en torno a un líder carismático era algo novedoso. De ahí que fuese necesario tejer una épica de la Guerra Civil y conferirle un sentido seminal, mítico. Así, definida como combate decisivo entre las dos Españas tradicionalmente en conflicto, la Guerra Civil habría puesto fin a siglos de insidias y maquinaciones de los enemigos de la patria, de los partidarios de nocivas ideologías ajenas a la esencia nacional, de los liberales, los socialistas, los sin Dios.
En los anales de la historia oficial quedó registrado que el general Franco, auxiliado por la Providencia, había arrancado el país de las garras del comunismo, un casus belli que poseía el inmenso valor de presentar al nuevo régimen bajo una luz heroica y salvadora. Los numerosos propagandistas del «espíritu del 18 de julio» difundieron sin desmayo la letanía de la lucha fratricida entre la España devota y eterna, y la anti-España, diseminadora de desorden y anarquía. De este modo, la victoria militar significó para el franquismo una fuente de legitimación, una autoinvestidura que le permitió sentar las bases de su propia legalidad.
No obstante, más allá del barniz doctrinario y propagandístico, hoy en día restan pocas dudas de que la Guerra Civil española debe ser leída en clave de lucha de clases, más concretamente, como el último de los grandes conflictos marcados por un agudo antagonismo de clases. El movimiento obrero español de los años treinta había cobrado una dimensión y una capacidad de organización y combate realmente amedrentadoras para las élites tradicionales que fiaron, una vez más, la custodia de sus privilegios a un ejército ultramontano de raigambre golpista. Dados los antecedentes de las primeras décadas del siglo y la esgrima permanente entre tentativas revolucionarias y represión estatal que había generado un clima social inflamable, los sectores dirigentes comenzaron a temer por sus posiciones. La victoria del «Movimiento Nacional» dejó el camino expedito para llevar a cabo una «limpieza» definitiva que adquirió la categoría de genocidio.
La claudicación del movimiento obrero fue completa; a excepción de algunos focos de resistencia encarnados en el maquis, se vio abocado a una larga travesía en el desierto del exilio y únicamente lograría rehacerse durante los años sesenta, con la creación en Asturias de las primeras «Comisiones Obreras». De esta forma, los trabajadores resurgían tras un hiato de «25 Años de Paz» y emprendían el duro camino de la resistencia organizada contra el régimen.
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Con independencia de las particularidades de sus respectivos análisis, vencedores y vencidos comparten una memoria de la Guerra Civil entendida como conflicto entre dos concepciones antagónicas del Estado. Aunque esta visión ofrece numerosas variantes sobre las causas y las consecuencias de la guerra, preserva la dicotomía esencial que opone a «nacionales» contra «republicanos». Naturalmente, no se trató simplemente de una lucha entre modelos estatales, sino de cosmovisiones contrapuestas. En todo caso, cuando se estudia la literatura producida por republicanos y «nacionales» lo que resta en el filtro de la crítica historiográfica es una batalla entre un proyecto de orden nimbado de patriotismo y clericalismo, por un lado, y un proyecto de democracia liberal, por el otro. Este contexto explicativo de la Guerra Civil ha ofrecido estupendas oportunidades para escamotear aspectos decisivos del conflicto. En primer lugar, se ha obviado la paradoja de que la guerra tuvo lugar debido a que el movimiento obrero, de fuerte impronta anarcosindicalista y consciente de la inminencia del golpe, se preparó para dar una respuesta armada, mientras los dirigentes republicanos hacían desesperadas concesiones entre bastidores a los militares.
Por otro lado, se ha negligenciado que durante el colapso del aparato estatal republicano los combates en muchos puntos del país no se saldaron con un claro vencedor. Fue precisamente durante ese periodo de indeterminación cuando el movimiento obrero español modificó de forma «espontánea» la respuesta defensiva inicial en un proyecto revolucionario de transformación social radical.
Principalmente en Barcelona, un tradicional 'feudo' anarcosindicalista, la fisionomía urbana y el pulso de la ciudad se vieron alterados de forma espectacular. Tras contener y reducir los últimos enclaves golpistas, los trabajadores crearon nuevos órganos de poder popular que procedieron inmediatamente a colectivizar la producción: las fábricas fueron ocupadas y en algunos casos reconvertidas en centros de producción militar con el objetivo de contribuir al esfuerzo bélico. Se expropiaron casas de simpatizantes del golpe huidos o detenidos que fueron reformadas para dar cabida a mendigos, ancianos, niños y refugiados de otras regiones, o transformadas en bibliotecas y comedores populares. Los Comités de Distrito y la Federación de Barricadas controlaron la circulación de los vehículos e individuos en el interior de la ciudad y establecieron perímetros de seguridad para los habitantes de los barrios; en este sentido, algunos elementos considerados nocivos para la sociedad como los proxenetas y los traficantes fueron eliminados.
En estas y otras medidas resonaban los ecos de otros episodios en los que la clase obrera había tratado de anticipar su proyecto de una sociedad sin dirigentes y dirigidos; y tal como había sucedido en el pasado, surgieron los mismos problemas a la hora de superar una situación en la que una multiplicidad de poderes no federados competían con un poder estatal que iba poco a poco recobrando el aliento. A pesar de controlar la calle y la producción, los trabajadores no se desembarazaron por completo del Estado; destacados líderes anarcosindicalistas auspiciaron la creación del Comité Central de Milicias Antifascistas, un órgano que, apelando a la unidad con fuerzas políticas sin la menor representación en la calle, acabaría por convertirse en la palanca que expulsaría a los trabajadores revolucionarios de su posición de fuerza. Pero antes de ese desenlace, se organizaron columnas de milicianos con el objetivo de socorrer Zaragoza y apoyar la formación de las colectividades que habían ido brotando en diversos pueblos de Aragón.
Animados por un ideal de igualdad y fraternidad, estas milicias precariamente pertrechadas, compuestas en su gran mayoría por trabajadores y trabajadoras sin formación militar, apelaron a la responsabilidad individual y no a la tradicional jerarquía castrense. Acatando los acuerdos adoptados en asamblea, sus integrantes recibían la misma remuneración y no se contemplaban ni jerarquías ni estados mayores, aunque existiese un mando escogido según un principio electivo y sujeto a revocación inmediata. Este espíritu suplió, al menos en un primer momento, todas las adversidades; sin embargo, con el desarrollo de los eventos y los giros internacionales del conflicto, en especial la intervención de Italia y Alemania, y el fortalecimiento de la influencia comunista en la retaguardia, el vigor inicial fue cediendo frente a las carencias militares y el boicot soviético.
A medida que las milicias avanzaban hacia Zaragoza asistieron al surgimiento o la consolidación de colectividades rurales que plasmaban en la práctica décadas de decantación de las ideas libertarias en la Península. El vacío de poder dejado por el derrumbe del Estado propició en numerosas localidades la puesta en funcionamiento de una organización social horizontal y democrática. Como consecuencia de este proceso, se produjo un colosal cambio de clima mental, una transformación que apenas tenía parangón en la historia contemporánea.
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Hoy disponemos de un saber bastante aproximado de estas colectividades. En las últimas décadas el interés por el estudio de diferentes aspectos de la experiencia colectivista dio como resultado un buen número de obras rigurosas desde el punto de vista metodológico, así como trabajos más acentuadamente ideológicos, a los que debemos agregar una extensa lista de memorias y testimonios de los protagonistas, nos ofrecen una pintura general del proceso colectivizador. Sin embargo, en los años sesenta, cuando Frank Mintz comenzó a preguntarse por el alcance real de las colectividades, no disponía ni de una vasta bibliografía ni de una base empírica documental accesible. Mediante una ardua labor de investigación y con el espíritu del buen estudioso que busca la verdad más allá de sus propias preferencias, trató de calibrar el impacto del proceso autoinstituyente que los campesinos españoles habían emprendido y de verificar si poseía algún valor de ejemplo para el presente. La minuciosidad de Mintz en el manejo de las fuentes y de la documentación permitió contemplar desde otro ángulo un acontecimiento sometido hasta entonces al disimulo académico. El estudio fue enriqueciéndose con nuevo material con el paso del tiempo y a mediados de los años setenta obtuvo su primera edición en español, convirtiéndose de inmediato en una obra de referencia.
Mintz nunca ocultó su simpatía por la obra de los anarcosindicalistas, pero no se dejó llevar por el entusiasmo militante y subrayó la complejidad de un proceso rodeado de luces y sombras. Desde el primer momento entendió que una hagiografía de las colectividades obstaculizaría el camino para un entendimiento cabal del fenómeno; la única forma de ser fiel al espíritu que animó a aquellos hombres y mujeres del 36 era estudiar con rigor sus actos y analizar sus posibles movimientos en falso. No se trataba en absoluto de erigir un tribunal desde el que emitir un veredicto post festum, jugando con la ventaja de conocer el desenlace. Mintz cobró distancia tanto de la glosa aduladora como de la resentida acusación del purista. Por encima de todo trató de entender.
Con ese talante, su trabajo situó en su justa perspectiva una de esas contadas brechas históricas en las que se rompe con la inercia de lo establecido y se esbozan formas de organización democráticas. No era una alternativa a un liberalismo refutado exhaustivamente tres décadas antes por la realidad y la academia, ni un precoz esbozo del Estado del bienestar; se trataba de otra cosa completamente diferente: la impugnación del capitalismo.
Las colectividades esculpieron en la fachada de su obra constructiva un único lema: «Queda abolida la explotación del hombre por el hombre». Con ese bello principio bastaba, o casi, ya que como toda declaración de intenciones tuvo que enfrentar de inmediato la realidad de los hechos. En el inflamable contexto rural español de los años treinta, marcado por la enorme concentración de la propiedad de la tierra, la explotación despiadada de los jornaleros, la represión estatal implacable, tasas de desempleo exorbitantes y una deficiente productividad, los campesinos comenzaron su transformación por la puesta en común de la propiedad del suelo. De modo general, tras la fuga o la neutralización de las fuerzas represivas del Estado se procedía a convocar una asamblea general que involucraba a todos los miembros de la comunidad, excepto a los «individualistas», poseedores del derecho de voz en la asamblea, aunque excluidos de las votaciones. Se decidía cuál sería el funcionamiento de la colectividad y el papel de los técnicos, y se formaron brigadas o grupos de trabajo para atender las cuestiones perentorias como la recogida de la cosecha.
Los comités dimanados de la asamblea coordinaban los diferentes sectores de la vida social, y en muchos casos se apeló a un sistema rotativo para que todos, por lo menos durante un pequeño periodo, participasen de las tareas propias de gobierno, teniendo la prudencia de someter a los cargos a revocación inmediata por parte de la base.
La abolición de la propiedad privada de los medios de producción vino acompañada de un reparto horizontal del poder que trataba de dar voz a todos los implicados sin consideraciones de fortuna personal o posición social. En muchas colectividades el dinero fue suprimido y reemplazado por vales. Se realizó un extraordinario esfuerzo educador: se crearon bibliotecas por doquier y se organizaron cursos de capacitación profesional; de igual modo, se tejieron vastas redes de solidaridad para atender a los ancianos, los enfermos, los huérfanos y las viudas.
No podemos olvidar que estas medidas fueron desplegadas en el fragor de una guerra civil, en un contexto económico devastado, con una carencia absoluta de apoyos entre la burguesía nacional e internacional y en un marco geopolítico claramente hostil a los anarcosindicalistas en el que las potencias europeas, a pesar de su neutralidad, evitaron por todos los medios establecer acuerdos comerciales con las colectividades. Sin embargo, a pesar de este cuadro catastrófico y contra todo pronóstico, el nivel de vida y las condiciones de trabajo de los miembros de las colectividades se elevaron de forma considerable.
Este descuidado e incompleto cuadro general pretende esbozar de forma esquemática la naturaleza del impulso que orientó la construcción de un poder democrático en circunstancias tan dramáticas. Es probable que la ambición de los campesinos españoles de vivir según los principios del comunismo libertario tuviese trazos de puritanismo revolucionario, como se podría inferir del rechazo al dinero o la condena del alcohol y los cafés, o que incluso estuviese impregnado de un cierto utopismo mesiánico como apuntaron insistentemente sus abundantes críticos. Sin embargo, esa visión de los campesinos como furibundos milenaristas dispuestos a erigir el Reino de Dios en la Tierra pasaba por alto que, en un sentido muy profundo, el campo español asistió a la reedición de uno de los artefactos más valiosos para la vida en sociedad creado por los hombres: la política como democracia.
Resulta sintomático comprobar cómo las críticas elaboradas por los detractores de las colectividades coinciden punto por punto con las que Platón y Aristóteles dirigieron al régimen democrático ateniense veinticuatro siglos antes. En primer lugar, para estos críticos, la concesión de la capacidad de decidir a «ignorantes» equivale a la ruina de la ciudad, puesto que no conocen, ni pueden conocer, el arte de gobernar. En segundo lugar, y estrechamente relacionado con lo anterior, se ha afirmado que la ausencia de un poder centralizado coloca la suerte de la polis a merced de los más hábiles sofistas. En consecuencia, la deliberación y la toma de decisiones en común son un camino seguro para la parálisis de la vida social y una invitación para la proliferación de tiranos. Por último, contra la organización democrática se ha argüido que la supremacía del poder público restringe la autonomía y el círculo de acción de los ciudadanos, sistemáticamente expuestos a las exigencias de lo común.
A estos argumentos genéricos tan antiguos como la democracia debemos agregar un rosario de críticas específicas al proceso revolucionario español que en la mayor parte de los casos son fruto de la obstinación ideológica. Entre ellas, la favorita del Partido Comunista, que atribuía a la impaciencia revolucionaria de los «aventureros» libertarios no haber respetado las necesarias etapas de desarrollo capitalista prescritas por Marx y determinadas por los Comités centrales de los respectivos partidos comunistas. Para los exégetas del materialismo dialéctico, el desconocimiento de las leyes de la historia no exime de su cumplimiento. No nos detendremos en estas mistificaciones ideológicas.
En definitiva, ¿cuál era, en realidad, el motivo de tanta inquina, de tanta injuria en relación al proceso colectivizador? ¿Por qué atrajeron la cólera indisimulada de todo el espectro político, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda?
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En el siglo XVIII, Rousseau espetaba a sus conciudadanos ginebrinos: «No sois ni romanos ni espartanos, ni siquiera atenienses. Sois mercaderes, burgueses, siempre ocupados en vuestros intereses privados, en vuestro trabajo, en vuestro tráfico, en vuestro lucro. Gentes para quienes la libertad no es más que un medio para adquirir sin obstáculos y poseer en seguridad». En el muy improbable caso de haber recorrido el campo español en julio de 1936, Jean-Jacques tampoco podría haber acusado a los campesinos anarcosindicalistas de ser romanos o espartanos, mucho menos burgueses. Su puesta en común del suelo, la prohibición de contratar mano de obra de forma privada por constituir un acto de explotación del prójimo, la nivelación de los salarios o la posibilidad de participar de forma efectiva en el poder eran medidas que reflejaban coordenadas mentales muy alejadas de la sed de beneficio y del deseo de acumulación. Sin embargo, Rousseau habría tenido más problemas para negar un cierto aire de familia con los atenienses. De hecho, lo supiesen o no, la arquitectura social que implementaron enraizaba en la Grecia del periodo clásico. Veamos brevemente algunos rasgos en común.
En primer lugar, de igual manera que los atenienses del siglo V a.N.E., los campesinos anarcosindicalistas inauguraron un proceso instituyente cuya última fuente de legitimidad era la propia colectividad. La consigna: «fue decidido por el pueblo» institucionalizó el poder del demos y situó a la Asamblea como su marco fundamental de actividad política. De este modo, los campesinos de las colectividades se erigieron en legisladores supremos sin ajustarse a un corpus jurídico dado desde fuera y desde lo alto de la propia comunidad. Fue el conjunto de ciudadanos, de politeai, y no sus representantes, quien se dio las pautas para el desarrollo de la vida en común. En este elemento residía la cuestión central de la reedición democrática: la recuperación de la isonomia entendida como reparto equitativo del poder bloqueaba la emergencia de una autoridad suprema ajena al demos. Esto suponía una ruptura radical en relación a cualquier forma de organización estatal. Al autoerigirse en juez supremo y exclusivo de su destino, el demos anuló la soberanía popular y el imperio de la ley. Ejerció la soberanía debatiendo, deliberando y decidiendo qué ley debía ser aplicada y cuál, llegado el caso, derogada. En consecuencia, al perfilarse la asamblea como el único órgano capaz de legislar y definir los códigos de conducta se imposibilitó la existencia de una instancia superior que pudiese contravenir o revocar las decisiones tomadas por el demos.
Esta medida, lo suficientemente profunda en sí misma como para suscitar un debate de calado sobre la naturaleza del poder, refuta, además, las acusaciones de milenarismo, pues deja sentado que más allá de las leyes que la propia colectividad se otorgó no existía ninguna profecía que plasmar ni ningún mandato divino que cumplir. Las leyes dimanaban del pueblo para el pueblo y a través del pueblo, hic et nunc.
Pero a partir de esta premisa elemental del reparto del poder, es decir, de la «política», surge una enorme cantidad de cuestiones complejas y profundas. El demos se otorgó la potestad de autogobernarse, ¿pero quién integraba el demos? En principio, las asambleas eran fundadas sin diferencias de clase ni género; sin embargo, esta afirmación merece una elucidación. Por un lado, el mundo del trabajo tenía una representación mayoritaria debido al sustrato anarcosindicalista del proceso; y, por otro lado, la inercia de la tradición y la vigencia de prácticas inveteradas de discriminación de género constituyeron un grave obstáculo para la igualdad entre hombres y mujeres, imposible de ser eliminado en apenas unos meses. No obstante, exceptuando a todos los afectos al golpe y a los que libremente decidieron no adherirse al proceso constituyente, el demos no estaba pensado en virtud de la hegemonía de determinadas categorías profesionales; no era ni la mayoría ni la minoría, ni los ricos ni los pobres; era, antes, un colectivo que involucraba a todos en la necesidad de poner en común el kratos, el poder.
La rotación del ejercicio de ese poder limitado, no ejecutivo y sometido al control de la base, trasparentaba la intención de incluir a todos los ciudadanos en el proceso. De hecho, el desprecio por el mando propició situaciones que ilustran el poso dejado por décadas de pedagogía libertaria en el campo español. Los cargos «representativos» se remuneraban según lo percibido por un trabajador cualificado, aunque hubo individuos que decidieron voluntariamente rebajar sus emolumentos en un veinticinco por ciento con la intención de conjurar posibles suspicacias sobre sus expectativas en relación al cargo. Contrariamente a lo que sucede en nuestros días, la voluntad de servicio constituía una auténtica pasión y no un vil pretexto para la promoción personal.
Por otra parte, tal y como había sucedido en Atenas, la oralidad fue el vehículo principal para la participación de los ciudadanos. No eran necesarias grandes construcciones intelectuales ni una sólida base teórica para que cada individuo expusiese lo que consideraba más beneficioso para la colectividad. En ese espacio verdaderamente público de la toma de decisiones, la ekklesia, nadie era rebajado por sus carencias intelectuales. Los especialistas, especialmente los juristas, no jugaron ningún papel en un proceso de transformación que no fundaba su legitimidad en leyes elaboradas sin la participación del demos.
Sin duda, la oralidad como terreno de la democracia entrañaba el peligro de la ápate, de la persuasión mendaz propia de los demagogos y los arribistas sin escrúpulos. De hecho, en Atenas fueron los propios ciudadanos quienes, prestando oídos a sus enemigos, votaron contra la continuidad del régimen democrático. En esencia, lo que la oralidad exigía de los ciudadanos era una mínima claridad para la exposición de argumentos a favor o en contra de determinada propuesta. Reflexionar, fundamentar y emitir un juicio político es algo muy diferente de deglutir toneladas de propaganda electoral y decidir quién ha de decidir por nosotros.
Análogamente, en el lenguaje usado por los campesinos en las asambleas para defender sus posiciones con credibilidad y rigor no hay resonancias de la habitual retórica sibilina de los representantes políticos. La publicidad de la discusión política es exactamente lo contrario del secuestro de la toma de decisiones por una burocracia partidista. Lo que estaba en juego no era el habitual cinismo de los políticos ni la mejora de la imagen del partido en las encuestas ni la necesidad de crear las condiciones para la reelección. En ese sentido, el derecho a tomar la palabra, la isegoria, y la libertad de hablar sin censura, la parresia, incluso para los menos instruidos, acarreaba la obligación de ser responsable de sus palabras. La libertad para hablar no autorizaba la estupidez espontánea ni el rebuzno sabihondo que se pretende ilustrado; por encima de todo, demandaba responsabilidad personal.
No se trataba únicamente, entiéndase bien, de «verdad» o de «mentira», sino de ser conscientes de las repercusiones del discurso y las decisiones de cada uno. En la arena política no existen, ni pueden existir, verdades definitivas. Las decisiones alcanzadas por la asamblea no podían ser consideradas «verdaderas» o «falsas», puesto que eran verdaderas en virtud de la fuente, es decir, la propia asamblea. Determinar verdades políticas de antemano significa anular el debate; si esa verdad existiese y no emanase de la colectividad, la única cuestión a elucidar para una colectividad sería encontrar al responsable de ejecutarla. Toda tiranía comparte con los partidos políticos «democráticos» esta mistificación.
Por otro lado, la forja de un politeai consciente de las implicaciones de hacer parte de un régimen democrático no era una cuestión de enseñanza, educación o formación en un sentido político del término. «La erudición llega, la sabiduría tarda», afirmó Lewis Mumford, en una síntesis perfecta de lo que para los atenienses constituía la necesidad vital de vincular de forma estrecha las tareas propias de la política democrática y las de la vida cultural. La elección de formas organizativas basadas en la horizontalidad y la igualdad proporcionaron una vívida educación política a los integrantes del movimiento libertario español. Además, la paideia, entendida como proyecto integral de formación de ciudadanos autónomos que no rendían culto a la obediencia ciega en política ni a la ignorancia complacida en la cultura, fue reeditada por los libertarios a través de la creación de una vasta red de ateneos, bibliotecas, grupos de teatro, cursos de alfabetización y escuelas populares.
La participación efectiva en organizaciones no jerárquicas, así como el esfuerzo continuado a lo largo de los años por generar pasión democrática, fueron la clave del desarrollo del proceso transformador de 1936, un proceso colectivizador que mostró a las claras que no son necesarios Estados, partidos, burócratas, militares profesionales, gendarmes y pastores de almas para construir un modelo de sociedad donde la libertad, la autonomía y la dignidad sean algo más que conceptos huecos y lugares comunes del léxico político.
Sin dejar nunca de lado el deseo de revelar las cuestiones más estridentes y de iluminar sus puntos más oscuros, el estudio de Mintz llegó a la conclusión de que la importancia de esta experiencia radicaba en la decisión de organizarse sin necesidad de tutelas y jerarquías. Los historiadores no afines a los postulados libertarios que siguieron el surco abierto por la obra de Mintz aportaron posteriormente nuevos datos y ángulos de interpretación; gracias a todas esas contribuciones es posible afirmar que las colectividades no fueron un fracaso. Por el contrario, el nivel de vida de los habitantes de los miserables pueblos organizados en comunas mejoró, y, más aún, después de ser arrasadas militarmente por la República, muchos campesinos porfiaron en reconstruirlas. En cualquier caso, lo verdaderamente importante no son los resultados materiales, sino el testimonio de grandeza y amor por la libertad que legaron al futuro.
Lo cierto es que esos escasos episodios históricos en los que los individuos toman las riendas de sus propias vidas siempre tuvieron perturbadoras implicaciones para los amantes del orden. Nadie las expresó mejor que Chateaubriand cuando, refiriéndose a la Revolución francesa, escribió que en una sociedad consumida por el cambio traumático «el género humano de vacaciones pasea por las calles, libre de sus pedagogos, volviendo por un momento al estado de naturaleza, y no siente de nuevo la necesidad del freno social más que cuando lleva el yugo de los nuevos tiempos engendrados por la licencia». Como el gran escritor francés, también los detractores de la revolución social trataron de acabar con las vacaciones del género humano e imaginaron en la irreductible voluntad de ser libres de sus protagonistas un acceso de demencia que amenazaba con desintegrar la sociedad. Contrariamente a lo sucedido en Francia, en el caso español los nuevos tiempos que siguieron a la derrota no fueron «engendrados por la licencia», sino por la represión y el olvido.
Frank Mintz puso una de las primeras y duraderas piedras en el edificio de la memoria de estos hechos y demostró que no había en ellos el menor rastro de extravagancia ni de fervor milenario, sino un sentido muy profundo del bien común como principio de la vida colectiva. Han pasado cuatro décadas desde la gestación de este libro, pero continúa tan vigente como el primer día. Ese es el gran mérito del trabajo de Mintz; posee la cualidad de los clásicos: la perdurabilidad.
Nº 359-360 / junio-julio 2018