jueves, 5 de julio de 2018

La Iglesia y el origen del estigma, por R. I. Moore

Extractos del libro de R. I. Moore (1987), La formación de una sociedad represora. Poder y disidencia en la Europa occidental, 950-1250

Durante los siglos XI y XII Europa se convirtió en una sociedad represora, y ha seguido siéndolo desde entonces. Esta fue la época en que se creó la Inquisición para combatir las herejías populares, en que se iniciaron las persecuciones y asesinatos en masa de judíos, en que se fijaron las reglas para segregar de la sociedad a los leprosos, a los homosexuales, a las prostitutas y a otros grupos minoritarios. En su libro “La formación de una sociedad represora. Poder y disidencia en la Europa occidental, 950-1250” , el profesor Moore sostiene que la aparición simultánea de estos rasgos que acabarán definiendo una sociedad represora –nuestra propia sociedad represora del siglo XX- no es casual, ni se debió al aumento en el número de disidentes o a la hostilidad popular contra ellos, sino que está ligada a cambios fundamentales en la organización económica y social, en la religión, en la cultura y en las formas de gobierno de la Europa medieval.

Imagen de una prostituta en un grabado medieval

Las prostitutas parecen constituir otro grupo cuya clasificación y posterior tratamiento siguió la misma pauta. Se las ha estudiado bien en la Edad media (1), pero no hay un análisis científico sistemático para nuestra etapa. Las prostitutas aparecen de forma destacada en los relatos chismosos y morales de los escritores monásticos. Guiberto de Nogent las ha aglutinado en torno a Tomás de Marle, a quien nos ha presentado ya como patrón de herejes y judíos, y Guillermo de Malmesbury ejemplificó el libertinaje de Guillermo IX de Aquitania, el trovador, con la historia de que solía entretener su fantasía con el proyecto de llenar su castillo en Niort con una comunidad de prostitutas de las cuales la más famosa sería abadesa, otra cortesana célebre, otra priora, etc. (2). Era una parodia evidente del gran monasterio de Fontevrault, fundado por Roberto de Arbrissel en 1100, del que fue patrón el duque Guillermo, por lo que la parodia no debe tomarse demasiado en serio. Pero se dirigía a una preocupación real de los reformadores, sin duda sugerida por el hecho de que Roberto de Arbrissel mismo se especializara en la redención de prostitutas y fuera famoso por el número de ellas que lo seguían por el campo: uno de los cuatro edificios que constituían Fontevrault estaba dedicado a santa María Magdalena y al uso y la salvación de estas mujeres. De Vitalis de Mortain, compañero de Guillermo que fundó un monasterio en Savigny pocos años después, con un convento de monjas en las proximidades, decía su biógrafo Esteban de Fougères (que escribía aproximadamente medio siglo después) que había defendido como obra de mérito espiritual el desposar prostitutas para redimirlas (3). Si fue así, anticipó no sólo al elegante predicador Fulk de Neuilly, de fines del siglo, y al papa Inocencio III, sino a su contemporáneo menos respetable, Enrique de Lausana, que escandalizó al clero de Le Mans organizando una serie de matrimonios entre prostitutas y jóvenes de la ciudad durante su breve reinado revolucionario, en 1116.

Mujer contra mujer: Juana de Arco expulsa a las prostitutas del ejército. Edición en miniatura del libro de Martial d‘Auvergne, Las vigilias de Carlos VII, hacia 1484.

Los ejemplos de entusiasmo en la redención de las prostitutas se pueden multiplicar fácilmente. La dificultad es saber lo que entendían por aquella. La prostitución definida en sentido estricto es un fenómeno no sólo esencialmente urbano, sino necesariamente basado en el dinero; en realidad, la relación entre prostituta y cliente podría servir como paradigma del miedo tantas veces expresado en esta época en el sentido de que el dinero producía la disolución de los vínculos y obligaciones personales tradicionales y su sustitución por transacciones impersonales y sin reciprocidad que en nada contribuían al mantenimiento y renovación de la fábrica social (4). Pero la economía monetaria no se había desarrollado tan rápidamente como para hacer de la prostitución en ese sentido un fenómeno general en una de las regiones más atrasadas de Europa occidental en las últimas décadas del siglo IX. La idea de que esas “prostitutas” eran las concubinas desechadas de sacerdotes de nuevo célibes sobreestima de modo similar a rapidez y el entusiasmo con que el celibato fue hecho suyo por el clero rural, incluso a requerimiento de predicadores tan elocuentes como Roberto y Vitalis. Sería temerario proponer una solución hasta que dispongamos de un estudio cuidadoso de los textos y el vocabulario de este periodo nos permita distinguir entre moralidad y realidad y establecer si hay diferencias de significado importantes entre los abundantes sinónimos de palabras como pellex, meretrix, etc. Una útil indicación es que meretrix, el término romano más común para “prostituta”, parece que en la Alta Edad Media se llega a utilizar para definir a cualquier mujer que se comportara de manera escandalosa, de modo que más tarde, en el siglo II, fue necesario restringirlo con la palabra pública para restablecer el sentido preciso y más antiguo de mujer asequible por dinero (5).

Entretanto, es mejor suponer que la tendencia reflejada en el entorno de los predicadores estaba más emparentada con las cambiantes estructuras del señorío y el parentesco en el campo y con las dificultades de una década marcada por el hambre, que con el fenómeno familiar de la prostitución urbana que aparece claramente en las ciudades del norte de Europa en la segunda mitad del siglo XII. Enrique II promulgó en Bankside, en 1161, las ordenanzas sobre la dirección de los burdeles de Londres, y Felipe Augusto, en uno de los primeros actos de su reinado,  prohibió a las prostitutas parisinas ejercer su negocio en el cementerio de los Santos inocentes. El grupo de maestros de la Universidad de París, cuyas deliberaciones sobre los problemas sociales de este periodo se han conservado, creía que el principal problema ético planteado por la prostitución consistía en si era correcto para la Iglesia beneficiarse de sus ganancias a través de limosnas, y concluyeron (podemos leerlo sin sorpresa) que lo era (6). La cuestión la había planteado la oferta de un grupo de prostitutas de aportar una ventana en honor de la Virgen en la reconstrucción de Notre Dame, como contribuían los representantes de otros oficios; no se aceptó, pero el camino quedó preparado para la aceptación en el futuro de una caridad menos embarazosamente llamativa. Cuando un miembro de ese grupo, Roberto de Courçon, fue designado legado papal en 1213, decretó que las mujeres que fuesen reputadas prostitutas “por confesión legal, declaración de testigos o notoriedad de los hechos” deberían de ser excomulgadas, expulsadas de la ciudad y tratadas según las costumbres aplicadas a los leprosos, una analogía que había quedado sugerida en la exclusión de las prostitutas de la misa de Notre Dame poco antes de 1200. A las prostitutas se las expulsó fuera de las murallas de Toulouse en 1201, por decisión de los cónsules, y la misma medida se estipuló en las ordenanzas de Carcasona pocos años más tarde (7); fue una política seguida ampliamente en la primera mitad del siglo XIII, pero con frecuencia implicaba –y en la práctica debe haberlo acarreado siempre- que se aceptaba la realización del negocio en los campos o los suburbios fuera de las murallas.

La Mordaza de la vergüenza, uno de los muchos castigos y torturas usados contra las prostitutas.

El tratamiento de las prostitutas recordaba frecuentemente al de los judíos. A fines del siglo XII la rentabilidad del negocio fue explotada ampliamente por los príncipes o las autoridades municipales mediante sistemas de licencias y monopolios firmemente protegidos, pero de tiempo en tiempo los accesos de moralidad pública, con frecuencia provocados por desastres, conducían a encarcelamientos y expulsiones; a fines de la Edad Media, al menos en el suroeste de Francia, el barrio de mala fama estaba rodeado por muros y custodiado como el gueto, y era obligatorio residir en él (8). El lugar de las mismas prostitutas entre los parias es proclamado en la ficción, la retórica y los reglamentos. En Londres y en muchas otras ciudades se las unía a judíos y leprosos en la prohibición de tocar las mercancías puestas a la venta –sobre todo los alimentos- y estaban siempre expuestas a ser expulsadas de las calles, en especial durante las festividades religiosas. En Perpiñán se las obligó a suspender las actividades durante la Semana Santa y se las encerró en el hospital de leprosos, hasta que se trasladaron al asilo de pobres, no por proporcionarles un acomodo más sano sino mejor guardado. Arnaldo de Verniolles anudaba los hilos del miedo cuando explicaba al inquisidor Jacques Fournier que había temido estar contagiado de lepra cuando su cara se cubrió de granos después de haber estado con una prostituta –así que en su lugar decidió acostarse con muchachos (9).


NOTAS

  1. Para referencias, L. L. Otis, “Prostitution in Medieval Society: the History of an Urban Institution in the Languedoc”, Chicago, 1985, passim.
  2. Guiberto, Autobiographie, III, XIV, p. 398; Guillermo de Malmesbury, “De gestis regum Anglorum”, V, p. 469.
  3. E. P. Sauvage, ef., “Vita B. Vitalis”, XIII, “Analecta Bollandiane”, Bruselas, 1882, p. 13.
  4. Cf, Otis, “Prostitution in medieval society”, pp- 154-155.
  5. Ibid., p. 16.
  6. J. Baldwin, “Masters, Princes and Merchants”, 2 vols., Princeton, 1970, vol. I, pp. 133-137; vol. II, pp. 93-95.
  7. Otis, “Prostitution in Medieval Society”, p. 17.
  8. Ibid., pp. 25 ss.; “Prostitution and Repentance in Late Medieval Perpignan”, en Women of the Medieval World, J. Kirshner y S. Wemple, eds., Oxford, 1985, pp. 137-157.
  9. E. Le Roy Ladurie, “Montaillou”, traducción inglesa de B. Bray, Londres, 1978, p. 145. (Hay trad. cast.: “Montaillou, aldea occitana de 1294 a 1324”, Madrid, 1981)