jueves, 12 de julio de 2018

"Revolución anarquista y prostitución. España, 1936-1939", por Gregorio Gallego

El presente artículo fue publicado bajo el título "La prostitución en la zona republicana durante la guerra civil" en la revista Nueva Historia, Año II, Num. 18, Julio 1978 (pp. 90-96). Destacado miembro del Movimiento Libertario, el autor fue miembro del Comité Peninsular de la FIJL, redactor de Castilla Libre y miembro del Comité de Defensa de Madrid. Encarcelado de 1939 a 1943, pasó a la clandestinidad, y fue secretario de la Regional Centro y miembro del Comité Nacional de CNT, siendo detenido y encarcelado en diciembre de 1944, saliendo libre en 1963. En la Transición Gómez Casas, Secretario General de la CNT, le ofreció participar en el Comité Nacional, pero prefirió rechazar la oferta.


Después de las primeras jornadas de julio, Madrid era una fiesta, vestida de mono y abanderada de todos los colores. Pero aquello no podía durar. Era necesario poner freno a la fiesta y a la corrupción de la retaguardia. Gregorio Gallego, escritor e historiador, anarquista con mas de veinte años de cárcel después de la guerra civil, es el autor de este artículo sobre la prostitución en el frente republicano. 

Desde la emancipación de las prostitutas que se convierten en milicianas al pie del cañón hasta la necesidad de recurrir a las profesionales del amor, hay toda una serie de razones, incluso militares, muy por encima de los idealismos de distinto color. Los prejuicios ideológicos contra la prostitución cayeron ante los imperativos de la disciplina en estado de guerra. En el fondo, algo muy parecido a lo que sucedía con las “visitadoras” de Pantaleón descritas por el escritor peruano Mario Vargas Llosa.

Parafraseando a Hemingway, bien podemos decir que Madrid era una fiesta en aquellos días. Tras las jornadas de julio que pusieron fin a la angustiosa zozobra de los primeros momentos, todo había saltado por los aires: el orden, la paz, la jerarquía, la moral y hasta la propiedad. Tras el asalto a los cuarteles sublevados, en los ambientes populares se respiraba hinchazón triunfalista y frivolidad verbenera. Los suburbios, esa masa de aluvión emigratorio mal asimilada, que vivía en costrosos cinturones de miseria distanciados del urbanismo ciudadano por invisibles barreras clasistas, se imponía con su estilo desgarrado y chillón. ¿Era aquello la deseada revolución social…? Por lo menos lo parecía, aunque visto este curioso fenómeno de inversión de valores con una perspectiva de más de cuarenta años se presente como un anticipo de la sociedad consumista de nuestros días.
En aquella fiesta que era Madrid –un Madrid vestido de mono, con fusil al hombro, pistola al cinto y banderas de todos los colores- surgió la necesidad de goce y satisfacción pocas veces conocida. En horas se había pasado de un estado de necesidad a un estado de abundancia. Naturalmente, los verdaderos militantes políticos y sindicales sabían que aquello no podía durar, pero tampoco resultaba fácil cortarlo de raíz sin echar jarros de agua fría sobre lo que se había dado en llamar “el entusiasmo del 18 de julio”. Por otra parte, los que se habían lanzado al goce desenfrenado solían ir armados o arropados en grupos armados que, haciendo gala del tan ponderado entusiasmo juliano, podían dejar seco al primero que les impidiera dar rienda suelta a su libérrima voluntad.

CHICAS “REVENTADAS”

Recuerdo una noche que se presentó en la Federación Local de Sindicatos de Madrid el dueño de un prostíbulo a denunciar los abusos de que era objeto su establecimiento. El tipo, muy relamido y sofisticado, nos contó que desde que había empezado la “gresca” en su casa no entraba un duro y las pobres chicas estaban “reventaditas”, sin poder dar abasto a tanto garañón y aforrante… Confieso que pocas veces me he reído tanto como oyendo las cuitas lacrimógenas de aquel hombre que se querellaba con muy buenas razones morales contra “los chingones que habían tomado su casa por el coño de la Bernarda”. Machaconamente nos repitió que él tenía el corazón de oro y no negaba un pedazo de pan a nadie, porque el comer era una necesidad, pero que hacer  el amor era un lujo y que el que lo quisiera tenía que pagarlo, ya que él no estaba dispuesto a poner “cama y merienda” a los golfos que presumían de revolucionarios.

El hombre tenía razón, aunque su manera de razonar resultara un tanto chusca por su moralismo y su escrupulosidad. En fin de cuentas, era un proxeneta. Como dijo Amor Nuño, secretario de la Federación Local, si en vez de tener la casa llena de clientes benéficos hubiera sido de señoritos adinerados, no protestaría y dejaría a las chicas que reventasen sin la menor preocupación. Con todo, había que tomar medidas: ¿no era –nos preguntábamos los más ingenuos, los que aspirábamos a limpiar nuestra sociedad de esos “furúnculos” de podredumbre burguesa- una vergüenza que todavía existiese la prostitución y que hubiera gente indeseable que hacía cola en sus prostíbulos, mientras los trabajadores se hallaban en los frentes luchando contra el fascismo? ¿Acaso no rechazaba el idealismo ácrata toda clase de trabajo mercenario, y en primer lugar la prostitución, por considerarla algo indigno de personas libres? En los años anteriores dos de nuestros objetivos más precisos habían sido la lucha contra el chabolismo y la prostitución, y en ambos habíamos cosechado triunfos notables.

Como la mayoría de los representantes sindicales consideraban que aquellos no eran problemas para ser tratados por los sindicatos –preocupados fundamentalmente entonces por encauzar la economía y recuperar brazos para la producción, ya que con el jolgorio revolucionario las fábricas y talleres se habían quedado desiertos- el problema era de acabar con la corrupción en la retaguardia que fue transferido a las Juventudes Libertarias y a los Ateneos. La consigna era acabar con el despilfarro y el libertinaje.  ¿Pero dónde empezaba y acababa ese reino? Sabido es que la moral es cambiante como los camaleones y que cada tiempo tiene la suya. La nuestra debía ser una moral revolucionaria, austera y abnegada. Libertad para todo… menos para jorobar a los demás y rehuir el bulto en el esfuerzo común. Por lo pronto, había que poner freno a tanta fiesta, tanto bailongo y tanto chingar por la cara.

Recuerdo que discutimos estos asuntos ampliamente y a diferentes niveles. Existían ciertos prejuicios a tomar medidas coactivas. Lo importante era convencernos, y convencer a los demás, de que los abusos del libertinaje ponían en peligro las libertades fundamentales del ser humano, y de que el despilfarro, unido a la falta o reducción de la producción, nos conducía inexorablemente a la miseria. En cuanto al consumo prostibulario no era problema: con cerrar prostíbulos y emancipar a las prostitutas estaba resuelto.

¿Dio la campaña que desatamos con todos nuestros medios algún fruto? Supongo que sí, pero los resultados visibles eran tan pobres que ya en el mes de agosto hubo que empezar a tomar medidas drásticas. Muchas prostitutas, efectivamente, se emanciparon –no sé si por convencimiento o porque la prostitución se había convertido en un oficio filantrópico pagado con vales de cualquier comité de columna o con el tan socorrido “UHP”- para incorporarse a los frentes o a los centros de trabajo colectivos. Pero lo que hicieron en realidad estas oficiantas de la más vieja de las profesiones fue desplazarse a zonas menos comprometidas y más rentables.

PESTE “VENÈREA” EN EL FRENTE

Efectivamente, en los frentes empezó a sonar la alarma. Mientras los periódicos y revistas difundían fotos de guapas milicianas al “pie del cañón”, como la arriscada Agustina de Aragón o la brava doña María Pita, y ponderaban el heroísmo femenino en los frentes –lo cual excepcionalmente era cierto- los partes médicos empezaron a reflejar un aumento considerable de enfermedades venéreas. Teodoro Mora, uno de los principales responsables de la Columna del Rosal, fue uno de los primeros en darse cuenta de que la “emancipación” de las prostitutas y su alistamiento en las milicias estaba produciendo más bajas que las tropas de Franco. Según le oí comentar al propio Mora, el asunto era tan grave que había que tomar medidas urgentes. Al parecer, ya lo había planteado en el comité de guerra de la Columna del rosal sin encontrar mucho apoyo entre los que mandaban la columna. Todos estaban más o menos convencidos de que las mujeres en los frentes creaban tensiones entre los individuos, pero muy pocos aceptaban que fueran el principal vehículo de la “peste” venérea. Como la presencia de las mujeres, a juicio de muchos compañeros, daba alegría a los frentes y la tentativa de retirarlas provocaría conflictos, el tratamiento de la cuestión se fue postergando, aunque las bajas aumentaban.

Sería injusto decir que todas las mujeres que fueron a los frentes en los primeros momentos lo hicieron como escapatoria, evasión o negocio, es decir, frívolamente. O siquiera para compartir el amor libre al margen del exigente círculo familiar, tan cargado de prejuicios y tradición incluso en las familias más izquierdistas. De todo había sin duda, pero también mucho idealismo feminista y un deseo profundo de establecer condiciones equivalentes y derechos iguales, como decía el cartel editado por la agrupación “Mujeres Libres” de la CNT, en contra de la prostitución para la mujer. Pero muchas compañeras que se alistaron en las columnas para demostrar que podían hacer lo mismo que los hombres, cuando vieron que éstos en los frentes preferían la facilidad de las “emancipadas”, fueron las primeras en abandonarlos.

MADRID: LA CAMA, NEGOCIO A PRECIO DE INFLACIÓN

Con el verano puede decirse que la mayoría de las mujeres desaparecieron de los frentes. La guerra empezaba a ser incómoda y penosa. Había que hacer fortificaciones y refugios con vistas al invierno. Ya se preveía que la guerra no iba a ser aquel cascabeleo alegre de ir, venir, comer,  ayuntarse y cantar alegres canciones. Poco a poco se iban ajustando los torniquetes de la disciplina. Por otra parte, Madrid ya tampoco era una fiesta. La necesidad empezaba a mostrar su gesto agrio y las noticias que llegaban de los frentes del Sur, con un enemigo que avanzaba incontenible, eran más que preocupantes. Fue entonces cuando las “emancipadas” regresaron a sus refugios de invierno, y Madrid seguía siendo el mejor refugio. El “UHP” y los vales “por un polvo o una dormida” ya eran historia. El dinero había recuperado su imperio y corría en abundancia a medida que empezaban a escasear los artículos de primera necesidad. Los establecimientos que servían comistrajos y bebistrajos estaban siempre repletos, y en todos ellos las paripatéticas se desquitaban de los trabajos benéficos de las jornadas de julio.

Recuerdo que a una de las mujeres que conocí en la sierra muy entonada en el papel de “compañera” la volví a ver después como dueña de una suntuosa casa de entretenimiento en el barrio de Salamanca. Me dijo que nunca había ganado tanto como siendo miliciana, pues en el frente había acumulado en noches incansables y siestas agotadoras el medio milloncejo de pesetas con el que se había emancipado de verdad de los “asquerosos tíos”.

De lo que llevamos dicho se desprende claramente que nuestra tentativa de acabar con la prostitución como oficio y negocio había fracasado y seguiría fracasando a lo largo de la guerra. Es verdad que muchas prostitutas fueron ganadas por las campañas emancipadoras que desarrollaron las organizaciones femeninas y juveniles bajo la consigna de “trabajo productivo y libertad sexual”; pero la prostitución como oficio no sólo siguió, sino que aumentó considerablemente. En el Madrid semiasediado, con más de cien mil hombres en el frente que hacían sus frecuentes escapadas a la retaguardia y las decenas de miles que tenían a la familia evacuada, proliferaron las casas de lenocinio y se multiplicaron las troteras que ofrecían descaradamente su mercancía en cualquier bar, taberna o esquina. Sin duda fue el negocio más boyante de una ciudad en la que escaseaba todo menos mujeres que por dinero o comida, o por ambas cosas, ofrecían a los “topos” de las trincheras unos minutos de felicidad. El Chicote, el Hotel Florida, el Negresco, la Granja del Henar, etc., eran brillantes exposiciones de mujeres hermosas y bien vestidas que ofrecían sus servicios a precio de inflación. También hay que decir que los preferidos en los establecimientos de lujo eran los “interbrigadistas” –que no daban importancia al dinero ni al tabaco rubio- y los jefes y oficiales del flamante Ejército Popular, que podían añadir a lo convenido algún bote de leche condensada, latas de sardinas o alimentos de cualquier clase.

Si los combatientes de Madrid nunca tuvieron problemas en este sentido, no ocurría lo mismo en otros sectores más alejados de la capital o situados en zonas rurales. Recuerdo que visitando un día el frente del Jarama, el comisario que me acompañaba, un joven libertario de Riotinto, me contó algunos casos de aberración en las trincheras por falta de mujeres y la prohibición de los permisos. Entre otras cosas, me dijo que la homosexualidad y el bestialismo empezaban a ser preocupantes. Como ejemplo me mostró una borrica muy adornada de cintajos, cascabeles y floripondios a la que los soldados llamaban “la Compañera”. ¿Y no tomáis ninguna medida?, le pregunté. “Parece que en estos casos el coronel Ortega piensa que es mejor hacerse el orejas –me contestó-. Dice que son cosas normales en los frentes estabilizados y en la vida de trincheras…”.

Pasado algún tiempo este mismo asunto se planteó a los mandos de la 12 División. Yo diría que a todas las unidades del frente de Guadalajara. Pero cuando se informó a Cipriano Mera de la cuestión, se encogió de hombros y dijo que “la guerra no es un placer para nadie”. Su fiero ascetismo no transigía ninguna debilidad ni admitía que la falta de mujeres pudiera perturbar la disciplina o poner en peligro la integridad moral de los hombres que luchaban por una sociedad más justa. Sin embargo, era evidente que los mismos fenómenos de homosexualidad y bestialismo que meses atrás había conocido en el sector del Jarama se mostraban más o menos solapados en las trincheras de nuestro frente.

Para contrarrestar estos primeros síntomas aberrantes, los comisarios de la División decidieron desarrollar una intensa campaña de moralismo y actividades culturales, y los estados mayores de las Brigadas planearon un programa de fortificaciones secundarias para fatigar el ocio. Incluso se organizaron mítines con figuras destacadas de la política. En la plaza de toros de Humanes habló la Pasionaria. Y habló duramente a los que rezongaban de los jefes que no les daban permiso para ir a divertirse a la retaguardia y suspiraban por las mujeres como si no tuviesen cinco dedos en cada mano… El desenfado de la dirigente comunista fue aplaudido a rabiar y sus estímulos al onanismo circularon entre chistes de garabatillo y comentarios escabrosos. Pero los efectos prácticos no se hicieron ver. Todos comprendían muy bien lo del sacrificio, lo de la “obediencia de cadáveres”, que lanzó Negrín y repitió la Pasionaria, y se sabían desde los albores de la adolescencia el recurso “manual”, pero ni la sodomía ni la coyunda con animales desaparecieron.

LA MUJER COMO “SERVICIO DE GUERRA”, EN HUELGA

Algunos jefes de brigada decidieron “cortar por lo sano” el homosexualismo y crear secciones de castigo con sus practicantes, y para terminar con el bestialismo mandaron que todas las cabras, ovejas y demás animales fueran a parar a las cocinas de las respectivas unidades. ¿Era ésta una solución correcta?, nos preguntábamos los contrarios a la idea de aislar y castigar… Para crear situaciones normales era forzoso buscar soluciones naturales. Si el caldo de cultivo de las aberraciones era la promiscuidad de los hombres, ¿por qué no estimular la comunicación entre hombres y mujeres organizando fiestas en los mismos frentes? Como decía Lozano, el comisario de la División, se trataba de mantener viva en los soldados la llama del “eterno femenino”, recordarles que sólo necesitaban un poco de paciencia para colmar su ilusión.

Lozano, el inteligente y entusiasta comisario socialista, puso manos a la obra de acercar mujeres a los frentes, ya que los soldados no podían ir a verlas a ellas. Ante las organizaciones femeninas de Guadalajara y los pueblos de la retaguardia, plateó la cuestión como un servicio de guerra para elevar la moral de los combatientes aislados en las trincheras. Su idea fue acogida con entusiasmo por las chicas comunistas, socialistas y libertarias. Por otra parte, la organización montada por el comisario funcionó con absoluta perfección. Todos los días festivos un autovía y varios autobuses se encargaban de recoger las bandadas de muchachas en los puntos señalados y trasladarlas a zonas inmediatas al frente, donde eran recibidas a bombo y platillo por las bandas militares y el cordial entusiasmo de los batallones de descanso. ¿No era aquello lo mismo que se había hecho siempre? El bailongo, el servicio de bebidas y refrescos y hasta las cadenetas multicolores y las banderitas, ¿no era lo más parecido a un festejo pueblerino? ¿Qué más se podía pedir en plena guerra y a unos miles de metros de las trincheras…? Los primeros festejos resultaron espléndidos. Los soldados rivalizaron en galantería y las chicas en cordialidad. Todo se desarrolló normalmente. El mando estaba encantado. Tanto es así que, además de las unidades de descanso, la asistencia al baile se estableció como premio para los soldados de las unidades en línea que se distinguieran en el cumplimiento de algún servicio.

Pero uno de los días festivos el autovía y los autobuses de servicio regresaron vacíos. Las chicas se habían declarado en huelga… Personalmente hablé con una compañera de Mujeres Libres en Guadalajara, y me dijo que no volvían más al frente porque los soldados y hasta los oficiales estaban salvajes y en el momento que se descuidaban las metían mano y se restregaban que era un primor.

CUESTIÓN UNIVERSAL DE NECESIDAD FISIOLÓGICA

A la vista de este nuevo fracaso y de la negativa del mando a permitir los permisos a la retaguardia, Lozano y los comisarios plantearon la necesidad de buscar una solución a las “necesidades fisiológicas” de los combatientes para evitar la corrupción en las trincheras y las incursiones clandestinas de grupos armados en los pueblos de la retaguardia.  Leyendo la novela de Mario Vargas Llosa Pantaleón y las visitadoras me he acordado muchas veces de las discusiones nuestras en torno a un tema que, por ser tan antiguo como la humanidad y la guerra y con muchos prejuicios idealistas como revolucionarios, nos negábamos a admitir. Me parece que fue el mismo jefe de la División, Liberino González, quien dijo con su crudo humor de albañil madrileño: “¿Por qué no montamos una casa de putas…?” Su propuesta produjo regocijo y protestas. Un comisario libertario le replicó que no habíamos hecho una revolución para dedicarnos ahora a propagar la prostitución a sabiendas de que es una de las más infames explotaciones. Liberino González, con un lenguaje realista y crudo, le emplazó a que le ofreciera soluciones prácticas. “Si las compañeras no quieren venir al frente a entretenernos y nosotros no podemos ir a la retaguardia a entretenerlas a ellas, ¿qué otra cosa podemos hacer que traer putas y pagar…?”.

En aquella reunión me enteré que Rafael Gutiérrez Caro, jefe de la 14 División, había montado una casa de putas muy clandestina en las afueras de Guadalajara. Otros informaron que a lo largo del extenso frente del IV Cuerpo de Ejército, que abarcaba desde el Pico Ocejón, en la provincia de Madrid, hasta los Montes Universales en los límites de Teruel, con las provincias de Guadalajara y Cuenca dentro, existían algunos focos de prostitución protegidos por los jefes de los sectores, que facilitaban la solución del problema, ya que no sólo habían reducido el homosexualismo y el bestialismo en las trincheras, sino que también habían hecho que disminuyeran las incursiones de los soldados en los pueblos de la retaguardia para la comisión de delitos “repugnantes”.

EL RECURSO A LAS PROFESIONALES DEL AMOR

Así era la cosa y no había por qué desgarrarse las vestiduras. La naturaleza tiene sus leyes y el ejército sus reglamentos, y cuando ambas cosas se muestran incompatibles, lo mismo da que nos situemos en la selva peruana que en la Alcarria o en cualquier lugar donde naturaleza y disciplina entren en conflicto.

En el laberinto de la revolución suele ser frecuente encontrarse al final de un largo proceso de ensayos con las soluciones condenadas por el idealismo regeneracionista. Eso es lo que nos estaba ocurriendo a nosotros con el problema de la prostitución. Mientras en la retaguardia las organizaciones femeninas la seguían condenando abiertamente y desarrollando intensas campañas de profilaxis y recuperación de las prostitutas, el ejército tenía que recurrir a ellas para resolver irritantes problemas psicológicos y disciplinarios. No nos servía el aburrido onanismo preconizado por la Pasionaria ni la platónica solidaridad femenina a los frentes. La única salida era llevar al frente profesionales del amor que ejercieran su oficio, y así se hizo, a pesar de los prejuicios ideológicos. De aquellas reuniones el comisario Lozano salió facultado para organizar un prostíbulo divisionario a la mayor brevedad.

Como el capitán Pantoja de la novela de Vargas Llosa, planeó con rigor y eficiencia militar un servicio que iba a a funcionar a la perfección y nos iba a librar de quebraderos de cabeza. El lugar elegido fue el palacio de Heras, en el término de Humanes. Las mujeres contratadas en Madrid por un mes no podían salir del recinto, vigilado por una guardia exterior. El servicio estaba compuesto por un número que oscilaba entre ocho y doce mujeres de las más frescas y lozanas que correteaban en la capital. Como decía la encargada, una prostituta madura y muy ducha en el oficio, “el género es de la mejor calidad y a precio de saldo”, pues las chicas que en Madrid cobraban cuarenta y cincuenta duros, allí tenían una tasa de veinticinco pesetas por “chapa” y cubiertos todos los gastos de vivienda y manutención. La compensación es que allí tenían que trabajar a destajo, pues desde las diez o las once de la mañana tenían que “servir” al batallón de turno, y por la noche a los oficiales, muchos de los cuales se quedaban de dormida.

Si de estas reflexiones se desprende alguna moraleja es la de que la realidad no puede ser suplantada por el idealismo y, en cualquier caso y circunstancia, termina por imponerse. Les ofrezco la experiencia a nuestros jóvenes revolucionarios y a las organizaciones femeninas que siguen considerando el problema de la prostitución como una simple lacra burguesa. El asunto es mucho más complejo, como revela el que los que hicimos todo lo posible por acabar con él en un periodo revolucionario, nos vimos compelidos a aceptarlo como solución para establecer un cierto “equilibrio” entre naturaleza y sociedad. Si es posible acabar con la prostitución, el tiempo lo dirá. Pero hasta la fecha todas las tentativas idealistas y religiosas no han conseguido otra cosa que proscribir de la legalidad lo que no se ha podido desarraigar de la realidad.