Contra el diagnóstico
Isabel escudero, Rossend Arqués y Agustín García Calvo
La enfermedad más común es el diagnóstico
Karl Kraus
Pronóstico, diagnóstico y otras profecías
Importa, a propósito de la lucha contra la enfermedad y contra su cura, entender lo íntimo de las relaciones entre el conocimiento de la realidad y la previsión de lo por venir. Pues, en general, se cree que se practica el conocimiento de lo que hay como medio para e fin de modificarlo y subsanarlo; pero eso viene del error de concebir el tiempo como dotado de una flecha de sentido que va de lo pasado a lo futuro, pasando por este momento en el que hablamos de lo uno y de lo otro; pero en verdad eso no es así: al tiempo igual puede tomárselo como una flecha de sentido inverso, el fin está ya inscrito en los medios con que se le persigue, y el conocimiento teórico de la realidad está necesariamente deformado y falsificado por la aplicación supuestamente práctica a la que apunta; y el resultado de esa confusión es sencillamente la paralización de lo que está pasando o se está haciendo y la confirmación de la realidad y, por tanto, de la muerte siempre futura desde la que esta realidad se constituye.
Así, se cree que el diagnóstico de una enfermedad en un enfermo es un acto de conocimiento de una realidad que ya de por si está dada, y que ese conocimiento va a servir para el tratamiento y posible cura de la enfermedad en el futuro. Esa creencia es tan falsa para cualquier pensamiento desprevenido como necesaria para el mantenimiento de la realidad, de la que la enfermedad de los individuos (y en ocasiones pestes de masas de individuos) es, como se sabe, desde la expulsión del Paraíso, un constituyente indispensable. Lo que el sentido común declara es que el pronóstico está ya en el diagnóstico y lo está, desde el futuro, determinando. Descríbase “diagnóstico”, según recomiendan los usos habituales del término, como “decisión, a partir de una cierta colección de síntomas, por la atribución al caso del nombre conocido de una enfermedad”; por ejemplo, se compila “fluidez nasal”, “dolor de cabeza”, “fiebre ligera”, “frecuencia de estornudos”, “sensación penosa de articulaciones” y, sacando el total, se declara “gripe” (o “influenza”, “flu”, o el nombre que más satisfactorio parezca en un estado social determinado). Pues bien, es de sentido común hacer al respecto un par de observaciones: una, que la determinación de los síntomas que forman el conjunto elegido (y la exclusión de los otros no pertinentes) está ya condicionada por el “diccionario” previamente establecido, esto es, por el hecho de que se cuenta entre los ítems de este vocabulario con un término, “gripe”, el cual ya está constituido por una colección de notas o rasgos que lo definen (y que no se dispone ni siquiera de otros ítems como “subgripe”, “semigripe”, “pluscuamgripe”, ni otros que pudieran hacerle competencia y sembrar la duda en el diagnóstico, cosa que ya demasiado hacen otros vulgares, como “resfriado”, “catarro”, “constipado”, que tanto trabajo dan cuando se les introduce y se pretende distinguir en el diagnóstico entre un simple resfriado y una verdadera gripe). Y otra, que el curso posterior que se atribuye a la enfermedad del nombre elegido para ese caso por la decisión, está ya conocido por la experiencia con otros casos (tal vez incluso estadísticamente evaluada), es decir, que ese curso posterior, hasta sus diversas últimas consecuencias, forma parte del nombre y conocimiento de la enfermedad, y por tanto al paciente diagnosticado se le suministra ya un pronóstico sin más en el diagnóstico mismo, que sólo gracias a lo consabido del pronóstico pudo formularse. Y esto se hace así necesariamente, en contra del honesto desengaño que ya en el hipocrático “no hay enfermedades sino enfermos” toma voz.
Cómo el nombre, esto es, la idea de las enfermedades determina la realidad se puede investigar por múltiples caminos: uno es el de la presión social, en cuanto la pronunciación misma del diagnóstico por el médico, cargado con toda la autoridad de la ciencia oficial, religiosamente reconocido por la mayoría y cargado sobre todo de la fe, integra y sin resquebrajaduras, del propio médico, representante en eso de la fe dominante de la mayoría, influye sin duda y configura los flujos orgánicos y movimientos involuntarios del paciente; pues nadie con sentido común puede hacerse la ilusión de que el mal y la idea que el diagnóstico han lanzado sobre un cuerpo estaban ya de por sí en él como cosa “de la naturaleza”, y que el diagnóstico no ha hecho más que descubrirlos; que, en fin, la realidad está ahí sin que hagan falta sus nombres e ideas, o, mejor dicho, como si los nombres o ideas fuesen también “de la naturaleza”, cuando hace tanto que se ha descubierto que la realidad es ideal y no hay más cosas ni enfermedades que las que están ya nombradas. No se nos habrá olvidado hasta qué punto el que los prójimos lo consideren a uno, por ejemplo, idiota, lo vuelve realmente idiota, de manera más o menos definitiva, como en el caso del tonto del pueblo de antaño, en el que la enfermedad del deficiente mental o imbécil aparecía plásticamente producida por la ideación conjunta de los normales y responsables del lugar. Pero la otra vía, que por un lado diríamos más indirecta y por otro más directa, es la que pasa a través de la comunicación del diagnóstico al enfermo por vía consciente y verbal, aunque más bien acompañada de una serie de gestos y prácticas que al enfermo han de resultarle más o menos elocuentes (análisis, consulta a la más alta autoridad del especialista, internamiento en centros caracterizados por títulos y letreros). Esa comunicación del diagnóstico al paciente a través de su consciencia significa la persuasión o imposición de la fe, la del médico y la sociedad mayoritaria, de modo que sea el paciente mismo el que se haga cargo de esa fe: una fe que no puede menos de ser a la vez esperanza o desesperanza, optimismo o pesimismo, puesto que el pronóstico, el futuro, está ya, como decíamos, en el diagnóstico.
Quien entiende así la práctica del diagnóstico en medicina se acerca a volver a dar con un recuerdo común que está latiendo por debajo que la enfermedad en sí es un hecho no sólo humano (pues en los animales no humanizados no hay enfermedad), sino histórico (desde la expulsión del Paraíso), y consiste precisamente en la conciencia. La enfermedad es la operación del alma (del yo real) que toma conciencia de aquello desconocido a lo que, desde entonces, llama “cuerpo”, y el tomar conciencia de ello lo corrompe con la idea de futuro (con su temor y esperanza) en la que ella vive, esto es, vive la muerte.
Ya está previsto, claro, que ante todo esto se nos arguya que, al menos con el progreso de la Bioquímica y el microscopio, tenemos una clase de datos que denuncian de manera fehaciente la enfermedad y justifican la aplicación de su etiqueta: a saber, la presencia de bacilos o de virus. Pero es justamente esa pretensión de encontrar un fundamento no ideado, externo al nombre, para el diagnóstico lo que más claramente nos revela, en su actual fracaso, la idea y fe que el diagnóstico necesita.
La condición ideal de las enfermedades era tal vez más difícil de percibir en algunas enfermedades tradicionales, que parecían ofrecer caracteres sensitivos tan fijos y precisos, como aquellas que se referían especialmente a los niños: el sarampión, las paperas o la escarlatina; aunque, por otro lado, ¿quién no se asombra de que un nombre como “peste” pudiera funcionar (como en la Atenas o la de Europa en el siglo XIV) con tanto desconcierto de síntomas precisos, salvo el de la propia amenaza de muerte segura?
Pero, en todo caso, con el progreso de la Historia, los casos de enfermedades más frecuente -y seriamente- diagnosticadas han venido a darnos muestras ilustres para este descubrimiento: ya “cáncer” era un caso notable, y lo sigue siendo cada vez más, así por la vehemencia con que se han buscado causas “naturales”, esto es, ajenas a su nombre (incluida hasta la presencia del virus), como por la preeminencia del pronóstico mortífero, como constituyente del diagnóstico. Pero, todavía mejor, en este último decenio, con el sida, un nombre de tan tremendo éxito, y no, por cierto, en su forma desarrollada (porque “síndrome de inmunodeficiencia adquirida” era en verdad demasiado vago y tentativo, casi no designaba nada), sino precisamente en la constitución de su sigla o abreviatura como nombre; pues es casi inestimable (aunque tal vez cada día se declara más descaradamente) hasta el punto de que el sida ha constituido en un diagnóstico (cargado de pronóstico) desde su primera invención con pronóstico de muerte inevitable y a corto plazo (azote de Dios, restaurador de las purgaciones y resucitador del preservativo), hasta sus formas insidiosas y ramificadas, que han permitido hasta la constitución de los grandes grupos de marginados de sidosos.
Se cuenta que algunos diagnosticados de “sida” y hasta algunos diagnosticados de “cáncer” han escapado a la condena implícita en la diagnosis gracias a la falta de fe, gracias a haber acertado, no se sabe quizás por qué ángeles, a no creer en nombre ni, por tanto, a aceptar la cadena de cuidados terapéuticos asociada con el nombre. Puede (y ojalá) que sea algo de verdad en ello. En todo caso y por lo pronto, visto en qué consisten las enfermedades, la falta de fe es lo más sano de que disponemos en este mundo, no en cuanto que prometa curarnos de los males, pero sí en que al menos, con suerte, algunas veces, más o menos, puede poner dificultades al establecimiento y progreso de la enfermedad.
Entrevista con un especialista en Genética
Archipiélago: ¿Cuál es el papel actual de la Genética en el diagnóstico de las enfermedades?
Dr. Víctor Volpini: Tiene un papel enorme; primero, porque incide sobre el diagnóstico de determinadas enfermedades; segundo, porque se puede hacer un diagnóstico de portadores; y tercero, porque se puede hacer un diagnóstico prenatal. El diagnóstico genético se está llevando a cabo actualmente con mucho éxito, que redunda en un más preciso y correcto asesoramiento médico.
A.: ¿Cree usted que el saber con años de antelación la posible existencia de una enfermedad, es decir, una previsión de antemano favorece la prevención? ¿O se trata más bien de una “enfermedad constituida”, es decir, un caso más en el que la Ciencia “fabrica” la realidad a través de su lenguaje y saberes propios?
Dr. V.V.: No. Es totalmente al revés. El hecho de diagnosticar con antelación una enfermedad persigue, en la medida de lo posible, una prevención. La realidad es lo que es, y la Medicina no inventa nada. Uno diagnostica lo que hay y lo que se ve. Hay enfermedades hereditarias en las que no se puede actuar de ninguna forma terapéuticamente, y si bien se realizan estudios de investigación los resultados son confidenciales y la mayor parte de las veces no se ponen en conocimiento de los pacientes, y menos que lo soliciten y con un estudio previo del perfil psicológico del interesado, para ver si soportaría que se le comunicara semejante noticia.
A.: ¿La evolución del microscopio no es ya un índice de esta construcción, puesto que cuanto más potente es el aparato, más posibilidades hay de vigilar células que hasta entonces se desconocían y, por consiguiente, detectar posibles y futuras enfermedades?
Dr. V.V.: No. Se detecta lo que existe previamente. Detectar es poder conocer y diagnosticar, lo cual abre el paso a la actuación y a la posible cura. El aparato detecta lo que ya existe.
A.: ¿No se corre el peligro de tomar, e incluso de hacer tomar al paciente, decisiones precipitadas en función de ese futuro condicionado por la enfermedad? En ese caso, ¿la Medicina no se asemejaría a las profecías (predeterminación, predestinación) de las religiones?
Dr. V.V.: Contestando a la segunda parte de la pregunta, hay que decir que la Medicina no se asemeja para nada a las profecías. La predestinación es inmutable, y aquí de lo que se trata es de cambiar un futuro probable, e intentar que no se dé. Este peligro debe estar enmarcado y encauzado dentro del ámbito de un correcto asesoramiento genético, para evitar decisiones precipitadas y erróneas, como ocurrió con el ya mítico ejemplo de la mujer que se cortó los pechos porque le diagnosticaron un futuro cáncer. Si el resultado del diagnóstico es positivo, no es problema, pero si es negativo, sólo hay que comunicárselo al paciente en determinadas circunstancias, advirtiéndole además (y volviendo al caso anterior de la señora) que el hecho de quitarse los pechos no significa que el cáncer diagnosticado no salga por algún otro lado.
* Entrevista realizada por Rossend Arqués en junio de 1996. Víctor Volpini es doctor especialista en Genética y trabaja en el Hospital Oncológico de Bellvitge en Barcelona.
La gravedad del diagnóstico
El diagnóstico constituye la puerta de ingreso en la enfermedad. Gracias a él el mundo se divide en “aún no-enfermos” y “enfermos”; mejor dicho se constituye una de las principales causas de que las personas enfermen, puesto que ella misma se convierte en patógena, porque provoca ese tipo de enfermedades denominadas “iatrogénicas” y, sobre todo, porque es la manera por la que se destruye la capacidad de los individuos de hacerse cargo de su propia vida, imponiendo la interferencia del médico que en muy pocos casos es benéfica.
Hoy incluso la medicina “creyente”, por no decir oficial, admite la relación directa y causal entre información (diagnosis) y enfermedad. No hay más que leer el estudio “heterodoxo” de los médicos Petr Skrabanek y James McCormick (1) para darnos cuenta del potencial negativo del diagnóstico, incluso desde el interior de la “ciencia” médica, porque obviamente un error taxonómico puede convertirse inmediatamente en algo muy serio. Los médicos más honestos reconocen que sólo la menos parte de las veces consiguen hacer un diagnóstico preciso, es decir, capaz de explicar detalladamente los síntomas de los pacientes, aunque, según parece, una actitud clara y segura por parte del médico parece ser útil desde el punto de vista terapéutico, independientemente del tratamiento.
En medicina, el diagnóstico es importantísimo porque de él depende el futuro (terapia y pronóstico) del “paciente” -mejor dicho, de algún modo hace que el “paciente” sea proyectado en un “futuro” de “curación” o “muerte”, que para el caso es lo mismo, y que a partir de ese momento éste viva en función de ese “futuro” y se encuentre en manos de las únicas personas, los médicos, con capacidad jurídica y científica para legitimar ese estado patológico.
El diagnóstico médico suele emitirse en base a la probabilidad de hallarse ante una determinada enfermedad. Este juicio se basa a su vez en la propia experiencia del médico, en los datos objetivos (análisis, etc.) y en las convicciones, los razonamientos y los procedimientos lógicos que éste acumula y realiza previamente, y que de ser equivocados pueden comportar un diagnóstico erróneo. El segundo capítulo del citado estudio de Skrabanek y MacCormick examina una parte importante de los errores de diagnóstico en que pueden caer los médicos a causa de prejuicios sociales o personales (incluso inconscientes), los deseos de que las cosas vayan de una determinada manera, la preselección de los datos y las quimeras, para defenderse de los cuales los autores recomiendan “aprender a identificar las más mínimas señales de convicciones personales presentadas bajo el aspecto de verdad” (2).
Los errores de diagnóstico por parte de los médicos suelen ser de dos tipos: a) el diagnóstico es una enfermedad inexistente y b) el hecho de no diagnosticar una enfermedad verdaderamente existente. Algunos autores han clasificado los errores de tipo a) en diversas categorías. Por ejemplo, Dudley Hart clasifica las enfermedades inexistentes en: anatómicas, clínicas, derivadas de exámenes de laboratorio, derivadas de fármacos y psiquiátricas (3). Estas últimas constituyen un importante capítulo de los errores de diagnóstico, dado que una etiqueta de “enfermo mental” suele tener consecuencias individuales y sociales mucho mayores que las de una enfermedad física y dada, por otra parte, la íntima relación existente entre enfermedades físicas y problemas psíquicos, pese a que nos sea advertida por la mayoría de los médicos “físicos”.
En la mayor parte de los casos, el hecho de etiquetar al paciente hace que este empiece a sentir algunos de los síntomas de esta enfermedad, a pesar de no padecerla (véase el caso de los efectos de la hipertensión). André Gorz (4) recoge la conclusión a la que llegaron los médicos Audy y Dunn después de examinar a las 4.000 personas sanas, según la cual “bastaba con informar a las personas sanas de su cuadro clínico para transformar al 90% de ellas en pacientes y provocar en la mayor parte de ellas la aparición o empeoramiento de síntomas que habían ignorado hasta entonces”. Se ha comprobado que un mayor asenteísmo laboral está relacionado de forma clara con el hecho de comunicar un diagnóstico de hipertensión (5). Al parecer, los hipertensos a los que se suministra una terapia están más deprimidos y sienten más síntomas que los que no la reciben (6). La mayoría de los “etiquetados” presentan mayor número de síntomas y mayor incapacidad para gozar de la vida. Y quien no tiene a un amigo al que el médico de turno le haya diagnosticado, pongamos, una hepatitis B y, entre impresionado y deprimido, al poco ande ya dándole vueltas al problema de su relación con los demás a causa de la posible infección y, sobre todo, a su futuro de enfermo y a un no lejano de muerto, no sin antes tener que pasar un calvario o, peor, un infierno de curación y asistencia fármaco-hospitalaria, en la que se sentirá más un conejillo de indias en manos de estos “expertos” de nuestra salud, que aprovecharán para inocularle ni dios sabe qué en sus venas, que una persona a la que atender en sus dolencias.
¿Para qué sirve, pues, diagnosticar enfermedades que la medicina no cura sino que incluso agrava? ¿Para qué sirve, por ejemplo, hacer pasar un infierno a personas que padecen enfermedades incurables, a sabiendas que permanecerán como personas sanas las dos terceras partes del tiempo que les queda de vida? Le sirve “sólo” a la ciencia y a la tecnología médicas como uno de los umbrales -quizás el más importante- por el que a los seres humanos modernos se nos somete y condena a la “medicalización de nuestras vidas”. “El hombre moderno -escribía Gorz- nacido en el hospital, atendido en el hospital cuando está enfermo, examinado en el hospital para comprobar si está sano, es devuelto al hospital para morir en regla. Así se ve desposeído de uno de los últimos fundamentos de su soberanía en provecho de las mismas megainstituciones y megamáquinas que regulan el resto de su vida”. El diagnóstico constituye sobre todo una necesidad de esa rama de lo que Illich llama Némesis industrial, que es precisamente la Némesis médica que constituye una atrofia de la organización social por la cual la medicina deja de ser un medio para obtener la salud y pasa a convertirse en un agente patológico.
NOTAS
- Follies and fallacies in Medicine, 198.
- Op. Cit., pp. 27-74.
- F. D. Hart, “The importance of non-disease”, Practitioner, 211, 1973, pp. 193-196. C. K. Meador (autor de “The art and science of non-disease”, New England Journal of Medicine, No. 272, 1965, pp. 92-95), a su vez, clasifica las no-enfermedades en: síndromes de imitación, de límite, de variación normal, de error de laboratorio, de hiperinterpretación radiológica, del órgano ausente por defecto congénito y de hiperinterpretación del examen objetivo.
- André Gorz-Michel Bosquet, Ecología y Política, Barcelona, 1982 (2ª. ed.), p. 96.
- “Increased absteeism from work after detection and labeling of hypertensive patients”, New England Journal of Medicine, 299, 1978, pp. 141-144.
- A. Steptoe – D. Melville, “Mental healh and hypertension”, Lancet, II. 1984, 457-458; A. Logan, “Mental health ans hypertension”, Ibid., p. 597.