lunes, 14 de diciembre de 2020

Atrapados en la postmodernidad


por Guillermo Del Valle Alcalá

23 de junio, 2020

No se trata de deslizar un desprecio apriorístico por cualquier realidad política presente ni proyectar una nostalgia pueril sobre cualquier realidad política pretérita. Bastaría con que observáramos lo que pasa por delante de nuestros ojos con atención y reflexionáramos. Vivimos en un tiempo de gran componente y carga teatrales, de performatividad permanente, en el que el continente vale más que el contenido y la escenificación importa por encima, y con frecuencia con total independencia, del sustrato ideológico.  ¿A qué intereses está sirviendo este estado de cosas, este superávit de simbología huera?

Cada cierto tiempo se pone en boga una determinada corriente de activismo que, al poco tiempo, desaparece de forma casi integral, perdiendo portadas y altavoces hasta nueva orden. ¿Dónde está Greta Thunberg? El obsceno espectáculo de utilización de una menor por determinados poderes económicos, mediáticos y políticos sirvió mientras fue funcional a los efectos pretendidos: subsumir una preocupación real como el cambio climático en una suerte de activismo eco-capitalista consistente en desligar la causa de cualquier lectura material. Desligándola, en definitiva, del modo de producción capitalista, de la estructura productiva y de los efectos que la misma despliega sobre el medio ambiente. Se trataba de convertir una realidad contrastable científicamente en un hito de propaganda presto para su rápida comercialización, de fácil venta mediática y suficientemente maleable como para organizar en torno al mismo pomposas conferencias a favor de la economía verde patrocinadas por las mismas corporaciones que contaminan sin límite ni medida. Entre la batería de propuestas, una suerte de expiación colectiva de responsabilidades mancomunadas, en las que cualquier persona de clase trabajadora asumiese idéntica cuota de responsabilidad en el desaguisado climático que los citados patrocinadores… o más bien una cuota de responsabilidad mayor. El cierre del círculo vendría dado por una fiscalidad medioambiental que serviría para restañar las maltrechas arcas de unos Estados que habrán de redoblar su capacidad de endeudamiento para salvar del desastre económico que se avecina a familias, individuos y empresas, ante la empírica demostración de que el orden espontáneo ni está ni se le espera. La letra pequeña del contrato de adhesión climático se escribirá en cursiva y será imperceptible para la mayoría, hasta que le toque a la clase trabajadora pagarlo a escote: el ajuste fiscal, por mucho boato verde que se le quiera conferir, será sobre los trabajadores a través de impuestos proporcionales y regresivos, eludiéndose de nuevo la progresividad fiscal, la tributación de los grandes capitales o de esas plataformas tecnológicas que, por cierto, también tuitean de vez en cuando a favor de la sostenibilidad del planeta. No con sus ingentes beneficios, se entiende.

Causas en apariencia justas se presentan constantemente desligadas de la estructura económica y productiva en la que se insertan problemas de hondo calado, que al disociarse de cualquier atisbo de cuestionamiento acerca del modelo productivo, se convierten en inofensivas piezas de un entremés simbólico para pardillos o entusiastas de la revolución del sofá.

Cuando un hito del nuevo activismo – ese dinamismo hacia ninguna parte tan móvil y desenfrenado como carente de organización que ha sepultado la vetusta y estigmatizada militancia – deja de interesar a quienes reparten cuotas de preeminencia mediática, la maquinaria se activa para implementar su reemplazo. Ahora nos encontramos ante una ola de lucha contra el racismo, repentina, como si el problema estructural del racismo en EEUU fuera de ayer o apareciese de la mano de un presidente tan descerebrado como Trump. Ojalá la realidad fuera tan armónica y simple como un cuento de hadas. Pero no lo es. El racismo estructural de EEUU no es ajeno al clasismo, a la desestructuración social, a las desigualdades socioeconómicas y de clase en una sociedad individualista tantas veces abonada al más crudo sálvese quien pueda.

Tal vez la mejor forma de abordar todos los problemas no sea hacerlo desde la desconexión analítica y política del identitarismo. Ahí está el ejemplo de lo que ha ocurrido en el mundo liberal, dicho en términos anglosajones, o sea progresista, enfrascado en las torres de marfil universitarias donde los estudios de la identidad han terminado propalando una visión del mundo fragmentaria, supersticiosa y anticientífica, sin el menor espacio para un planteamiento de transformación colectiva e integral de la realidad material como el socialismo. Cuando esa respuesta fragmentaria deja tantos resquicios en forma de grupos subalternos a su vez agraviados por no haber recibido la suficiente atención – o directamente haber sido abandonados – por ese enfoque identitario, aparecen esos territorios del descontento que la extrema derecha populista está aprovechando. No todo es fascismo como se empeña en apuntar de forma infantil la izquierda posmo, a la vez banalizando el fascismo – porque cuando todo supuestamente lo es nada lo es realmente – e invisibilizando al mismo tiempo que la hegemonía actual es ostentada por el capitalismo neoliberal; pero, desde luego, el riesgo del neofascismo aparece cuando el horizonte de emancipación de todos los seres humanos es perdido por una izquierda enfocada en las demandas particulares de la identidad.

Lo señalaba de forma brillante el historiador marxista Eric Hobsbawn: «Así pues, ¿qué tiene que ver la política de la identidad con la izquierda? Permítanme decir con firmeza lo que no debería ser preciso repetir. El proyecto político de la izquierda es universalista: se dirige a todos los seres humanos. Como quiera que interpretamos las palabras, no se trata de libertad para los accionistas o para los negros, sino para todo el mundo. No se trata de igualdad para los miembros del Club Garrick o para los discapacitados, sino para cualquiera. No se trata de fraternidad únicamente para los ex alumnos del Eton College o para los gays, sino para todos los seres humanos. Y básicamente la política de la identidad no se dirige a todo el mundo sino solo a los miembros de un grupo específico. ¿Por qué le resulta tan difícil a la izquierda verse a sí misma como representante de toda la nación? ¿Por qué le ha sido tan difícil siquiera intentarlo? Después de todo, los orígenes de la izquierda europea se remontan al momento en que una clase, o una alianza de clases, el Tercer Estado de los Estados Generales franceses de 1789, decidió declararse a sí misma «la nación» contra la minoría de la clase gobernante, creando así el concepto mismo de nación política. Después de todo incluso Marx preveía una transformación de este tipo en El Manifiesto Comunista».

A los problemas del identitarismo como sustituto ideológico y programático del socialismo, se le une el boato folclórico de la posmodernidad con sus excesos, a veces burdos y grotescos, para terminar de ensombrecer el paisaje. A uno le parece que el objetivo en cualquiera de las performances de moda no es revertir ninguna injusticia realmente existente sino disociar las mismas de otras con las que aparecen interrelacionadas, y sobre todo subsumir y disolver cualquier posibilidad de transformación material en el altar del dogmatismo simbólico. Es el campo propio de la posmodernidad. Una reacción perfectamente teledirigida por los actores principales de la hegemonía capitalista neoliberal, pero en cuya realización exhibicionista no se encuentran precisamente solos. Ahí está el presunto progresismo posmoderno desempeñando el imprescindible papel de tonto útil, o colaboracionista esencial.

Tirar estatuas y pintar efigies para luchar contra el racismo resulta tan transformador como escupir infantiles proclamas, cancioncillas o bailes rituales, contra el Estado en vez de tratar de alcanzar el poder político para desplegar políticas materiales que transformen la realidad existente. Si uno se queda en la superficie, gestionándola eso sí con un delirante fanatismo, ni consigue nada, más allá de su merecido descrédito, ni pasa de la categoría del esperpento. Especialmente estruendoso, sí, pero igualmente inútil. El estruendo colma las expectativas de quienes se encuentran todo el rato chapoteando en ese activismo permanente de la escenificación y el simbolismo. Con frecuencia emparentados con un sombrío irracionalismo. La Historia puede y debe estudiarse de forma crítica, pero empecinarse con su modificación, mientras se exhibe una clamorosa incapacidad por aportar un sola medida material y efectiva para revertir una injusticia real del presente denota desconexión con la realidad. Aboca al fracaso de cualquier causa por legítima que sea.

«Cervantes, bastard», leíamos recientemente en un ejercicio supino de estulticia e ignorancia. Son los excesos de la escenificación permanente y el activismo performativo sin el menor rigor ni consistencia ideológicos. El irracionalismo en marcha. Algo así como la enmienda a la totalidad de los versos más vigentes de La Internacional, un canto a la razón. La posmodernidad ha dado forma a un engrudo, a un pastiche que destila devoción por las formas y los continentes vacíos. La presunta superación del viejo análisis marxista de clase social ha terminado deviniendo en una agregación abigarrada y pomposa de demandas, algunas legítimas y orientadas con tan buena intención como excesivas dosis de voluntarismo, otras legítimas pero formuladas de forma disparatada, y algunas directamente demenciales en su propia esencia. Ahí tienen a los feligreses de la doctrina queer negando la propia existencia del sexo, y convirtiéndola en una categoría subjetiva que cae del lado de las apetencias subjetivas de cada cual, abriendo así la puerta a un sinfín de desatinos teóricos y prácticos.

Como decía, el capital financiero transnacional no siente la menor inquietud ante este estado de cosas. Ni el activismo superficial y fanatizado de la posmodernidad, anclado en lo simbólico y con frecuencia en lo irracional, ni el mercado de la diversidad identitaria constituyen ninguna amenaza para su hegemonía. Es más, conforman la mejor garantía para la solidificación de la misma. Porque la libre transacción de capitales, la pérdida de soberanía de los Estados-nación, la desregulación de los mercados laborales o el desmantelamiento del Estado social no son, por sí mismas, políticas que garanticen la supervivencia del capitalismo financiero en su vertiente neoliberal. Es más, son políticas que espolean el malestar social, las profundas desigualdades materiales, la depauperación de amplias capas de la población. Para el verdadero control de ese malestar social, para su efectiva monitorización, el capitalismo neoliberal precisa y seguirá precisando neutralizar a la izquierda, a la izquierda materialista y racionalista, o a sus restos. A la izquierda que tanto en sus vertientes marxista como socialdemócrata conjugaba de forma prioritaria ideas como ciudadanía, soberanía nacional, internacionalismo o clase social. Y la fórmula más efectiva para su neutralización ha sido durante décadas el proceso de involución identitaria al que la izquierda se ha visto sometida. Atrapada hoy en los rigores de la posmodernidad, la izquierda se encuentra crecientemente atraída por causas parciales, incompletas o dantescas, seducida por vindicaciones tan ajenas a su mejor tradición como la reverencia a las identidades culturales, a cambio de pagar el oneroso precio del privilegio o la desigualdad. Desatinadamente comprensiva con el irracionalismo, practicando un idealismo constante que disuelve tanto el materialismo como la confianza en el progreso científico, algunas de sus señas de identidad de siempre. Paradójicamente, la identidad arrumbó la clase social, verdadera identidad de la izquierda. Mantenerla neutralizada es la tecla imprescindible del establishment para que todo siga igual.