jueves, 3 de diciembre de 2020

El espejismo queer


La solidez teórica del movimiento queer no se diferencia de la del terraplanismo.

por José Errasti

Un fantasma recorre Occidente. Dawn Butler, secretaria de Mujeres e Igualdad del Partido Laborista británico, declara que “los bebés nacen sin sexo biológico”. Galicia y el País Vasco ya cuentan con protocolos de actuación en sus centros educativos –aprobados por gobiernos conservadores– que piden al profesorado fijarse en aquellos alumnos que muestren “comportamientos de género no coincidente con los que socialmente se espera en base a su sexo […] que le asignaron al nacer en base a sus genitales”. La diputada de Adelante Andalucía Luzmarina Dorado interviene en el Parlamento andaluz vistiendo una camiseta en donde se lee “FCK TRF”, complejo acrónimo inglés que podríamos traducir como “que les jodan a las feministas que no creen que los varones que se sienten mujeres sean mujeres”.

Son ejemplos de la relevancia que el transactivismo generista está consiguiendo, y que en nuestro país se encuentra de actualidad dado el enfrentamiento –¿real, fingido? quién sabe– entre el PSOE y Podemos respecto de ese oxímoron metafísico llamado “libre autodeterminación del género”. Un análisis de este movimiento no puede limitarse a la enumeración de textos de organismos públicos u ordenanzas jurídicas -como si un pronunciamiento de la ONU fuera una encíclica papal que diera por concluida la cuestión-, sino que debe intentar aclarar los vínculos que conectan este activismo con su contexto socioeconómico y cuáles son las ideologías que se están practicando, a qué intereses sirven, más allá de los eslóganes y las ensoñaciones con las que los transactivistas se las autorrepresentan.

Compra tu yo

Así pues, comencemos por el fulcro de verdad del movimiento queer: existen personas que no se sienten a gusto con su sexo, desde un leve fastidio hasta una profunda aversión a lo que ven en el espejo. Eso es un hecho. A partir de aquí, considerar que esa disforia es fruto de un desajuste entre la identidad de la persona y el cuerpo que accidentalmente le ha tocado es un salto gratuito, retórica individualista que cuela de rondón una pesada mochila ideológica. Eso ya no es un hecho. Y tratar ese desajuste como una opresión política que aboca a la desaparición personal, a no ser que la legislación la alivie reconociendo el derecho a ser administrativamente lo que emocionalmente se quisiera ser, es más que un triple salto mortal: es convertir a los unicornios de purpurina en el sujeto político del neoliberalismo. Algo con lo que, por cierto, los neoliberales están encantados.

Porque es en el neoliberalismo donde está la raíz del mejunje queer. Se ha presentado en ocasiones la candidez como un rasgo específico de nuestra sociedad, una forma adanista de estar en el mundo, en donde la opulencia se desvincula de sus determinantes reales y materiales, como si el sexo, la familia, la alimentación, el yo… fueran meros actos de capricho y voluntad, juegos verbales arbitrarios dados a escala sentimental y performativa ante los followers. La experiencia íntima e inmediata del yo, –vivida como pura, espontánea, natural, por más que sea un producto más artificioso que un iPhone–, se convierte en el único criterio de verdad. Aunque esa identidad de la que nos hablan ha viajado del exterior al interior, el creyente queer la siente autogenerada, brotando de dentro hacia fuera. Y nada le va a convencer de que no es así porque así la siente. En el campo de la ignorancia cándida, la idea metafísica de la autodeterminación prolifera de forma descontrolada.

Y todo esto es el resultado de un mercado neoliberal que 24/7 bombardea con exhortaciones al individualismo, al irracionalismo, al infantilismo. Se juegan amplios márgenes de beneficio, ya que el consumo racional basado en las necesidades es ínfimo comparado con el consumo basado en la vanidad y el narcisismo. Es fundamental mantener al cliente ensimismado y fascinado ante el curso de sus propios deseos, convenciéndole de que debe de ver en ello el mayor espectáculo de su mundo. Tú eres especial. Compra. No dejes que nadie te diga quién eres. Compra. Tú eres el centro de tu vida. Compra. Eres único. Compra. Eres diferente y mi producto te hará serlo más aún. Cómpralo. La adulación permanente de la publicidad se traslada a la política, a las universidades, a las religiones, y todas las relaciones institucionales, sociales, educativas, tienen lugar dentro de un inmenso El Corte Inglés en donde el cliente siempre tiene la razón, olvidando que nadie –ni siquiera las personas trans– posee un punto de vista privilegiado sobre sí mismos que haya que aceptar sólo por ser expresado. Entre los derechos humanos no está el derecho a que te den la razón.

Recortada a la medida de la experiencia subjetiva, la clase social pasa a ser sólo una identidad personal más, al mismo nivel que la comida que nos gusta, la conducta sexual que nos gusta y nuestro gusto por los gatos. Ése es el mayor éxito del capitalismo: conseguir que los gustos dejen de ser algo que se tiene y pasen a ser algo que se es. La identidad es el nuevo opio del pueblo. Y si eres rarito (eso significa “queer”) te ofrecemos una identidad que milagrosamente aúna lo incompatible: su carácter absolutamente subversivo para el orden social y su carácter absolutamente inofensivo para el poder económico. Nunca fue tan fácil, inocuo y barato ser especial. Lo cantaba Holly Johnson: en la tierra de la libertad puedes ser lo que quieras ser. Y qué campo más a mano para ser lo que uno quiere ser que el género, digo, el sexo, digo, el género. Amazon apoya la diversidad. Más de cien identidades de género. Compra una. Compra varias. Compra tu yo.

Colectiviza tu ano

Como se imaginan, la empanada conceptual a la que nos enfrentamos es simplemente colosal. Defienden “despatologizar” a las personas trans los que defienden la intervención farmacológica y quirúgica sobre ellos. Tras proponer como un gran avance teórico la distinción sexo/género -que no es más que la distinción sexo/estereotipos sexuales de siempre-, no hay texto en donde no se utilicen confusamente estos términos, culminando en el inexplicable uso del sintagma “personas trans” para referirse tanto a las personas transgénero como a las transexuales. Sus intentos por compatibilizar, por un lado, un determinismo biológico cerebral del género –“cerebros rosas y azules”– que dé solidez científica a sus melifluas pretensiones y, por otro, la libre autodeterminación del género como corresponde a su alma posmoderna, es un espectáculo académico que va dando alternativamente risa y pena.

Atrapados en una ristra de clichés que pretenden hacer pasar por pensamiento, y que oscilan entre la tautología –“las mujeres trans son mujeres”– y la logorrea –“yo sé que lo soy porque siento que soy lo que sé que siento que sé que soy”–, la actividad teórica se limita a mera retórica, que entra a formar parte del corpus sólo en la medida que haga aportaciones al neolenguaje o bata alguna plusmarca de extravagancia banal. No es de extrañar que periódicamente las revistas académicas afines a este campo sufran “escándalos Sokal”: falsos artículos que pasan todos los filtros de dichas revistas posmodernas y son publicados sin que nadie detecte el engaño destinado a ridiculizarlas. La teoría queer ya es indistinguible de sus parodias.

Y un ejemplo de esto es la obra de Paul B. Preciado, autoridad reconocida dentro del mundo queer y lectura recomendada frecuentemente por el vicepresidente Iglesias, que ejemplifica a la perfección la candidez al desquiciar las relaciones sexuales desvinculándolas por completo de su función biológica material. Usamos los pulmones para respirar, los oídos para oír y los genitales… pues no sé… ¿para colgarles piercings? En Manifiesto contrasexual, Preciado defiende que ha de ser el ano el órgano sexual principal dada su presencia igualitaria en varones y mujeres, y propone toda una serie de performances anales practicadas con dildos que contribuirán a democratizar las relaciones sexuales y limpiarlas de connotaciones de poder, dominación, abuso, asimetría… “Sólo me queda desearte lo mejor: Colectiviza tu ano”. La propia Beatriz Gimeno, directora del Instituto de la Mujer y número dos del ministerio que dirige Irene Montero, ha defendido una redistribución de las prácticas sexuales en la que la penetración anal de mujeres a varones compense la penetración vaginal de varones a mujeres. ¿Es la teoría, es su parodia? Es irrelevante, somos seres (anales) de luz.

A María le gusta jugar al fútbol

Y esta quimera ideológica sólo está siendo contestada desde el feminismo radical de estirpe materialista, la única barrera de contención que ha entendido que el generismo es un caballo de Troya que puede malograr generaciones de lucha contra los estereotipos sexuales y la discriminación contra la mujer que suponen. Si bien inicialmente ambos movimientos simpatizaron dado su aire de familia antipatriarcal y subversivo, el feminismo entendió rápidamente que no siempre los enemigos de mis enemigos son mis amigos, y que, tras su defensa del género como identidad de partida y su borrado del sexo, el movimiento queer estaba de hecho sacralizando los clichés sexuales más retrógrados, por mucho disfraz pop, moderno y transgresor con el que se maquille.

Porque debajo de toneladas de retórica y vivencias personales –cuyo cuestionamiento racional se pretende tipificar como un delito de odio–, la íntima experiencia identitaria de ser mujer sólo toca tierra hablando de tacones, brilli-brilli y estudios de enfermería. De luchar contra los estereotipos sexistas se ha pasado a aclamarlos como la medida básica de lo que somos, reconvertidos en el concepto esencialista de género. Es lo que tiene usar el orgullo y no el materialismo como guía del pensamiento. Pero la discriminación de la mujer, la violencia que sufre, su menor acceso a la educación y tantas cosas más, no se aplican tras preguntar a la persona acerca de su experiencia identitaria, sino tras mirar entre sus piernas para saber qué papel desempeñará en la reproducción –decir que al nacer se le “asigna” su papel en la reproducción es simplemente una burla–.

Protocolos educativos como los comentados al inicio, en donde el profesorado anota cuántas veces María ha jugado al fútbol con los chicos o Pedro se ha hecho selfies con las chicas, –a ver si María va a ser en verdad un chico y Pedro, una chica…–, son –perdónenme la vehemencia– lo más carca, prejuicioso, ignorante y reaccionario que hemos conocido en las últimas décadas. ¿Cómo es posible que la sociedad en su conjunto, y no sólo el feminismo radical, no esté reaccionando ante la promoción de la intervención hormonal e incluso quirúrgica de menores –¡“la pubertad es opcional”!–, y la posibilidad legal de que se les permita transicionar médicamente hacia el otro sexo a una edad en la que aún no se les permite hacerse un tatuaje, apelando a no sé qué sagrada entelequia identitaria?

Hasta el siglo XVIII la ideología de la clase dominante se presentaba como la voluntad de Dios. A partir del siglo XIX se presenta como la voluntad de la naturaleza. Se ha intentado en este texto desvelar esa ideología y denunciar la presentación de las decenas de identidades de género como fenómenos naturales de los que el Estado necesariamente deberá hacerse cargo en su legislación. No se niega la existencia de las experiencias que describen las personas que no se sienten a gusto con su sexo, sino su lectura desde coordenadas neoliberales, metafísicas e individualistas, realizada como si tal lectura fuese la única posible y siguiera sin despegarse del nivel de los hechos objetivos. Aunque la solidez teórica del movimiento queer no se diferencia de la del terraplanismo, los temibles efectos de su aplicación lo acercan más a otros problemas sociales actuales -antivacunas, negacionistas del cambio climático o del coronavirus-, mientras que su raíz en el capitalismo triunfante siembra dudas respecto a la posibilidad de su derrota. Se avecinan los años decisivos para esta cuestión. Pronto sabremos si el Estado adopta como religión oficial este espejismo.