por Javier Armesto
Pobrecitos, pensaban que el coronavirus se retiraría a sus cuarteles de invierno con el fin del estado de alarma, como si el SARS-CoV-2 desayunase cada día leyendo el Boletín Oficial del Estado. Todavía no han asumido que al ser humano no le queda más remedio que convivir con los virus, como ha hecho durante 2,5 millones de años hasta este absurdo 2020. Como hacemos cada temporada, por ejemplo, con el de la gripe común, que infecta, contagia y mata a miles de personas, sin que llevemos un recuento pormenorizado de cada caso, de cada «rebrote». ¿Qué es un rebrote? ¿Que enferme una persona? Si nos ponemos así, todos los días hay rebrotes de cáncer de pulmón, de ictus, de muertos en accidente de tráfico…
El mundo aguarda expectante una vacuna-milagro, sin reparar de nuevo en que la inmunización no es garantía de nada: ¿cuántas personas contraen la gripe cada año a pesar de haberse vacunado? Los virus mutan y atacan con más virulencia, valga la redundancia. Por otra parte, los científicos lo han dicho claramente, se necesitan tres años para desarrollar una vacuna de forma segura, y la del covid-19 quieren sacarla en seis meses. No seré yo quien me la ponga. Se habla mucho de la vacuna de Oxford, de la del CSIC, de la de Moderna (biotecnológica estadounidense), de la de Sinovac (china), de la rusa… Organismos y compañías que, no lo olvidemos, dependen de la financiación y de la cuenta de resultados para sobrevivir, de ahí que estos días se multipliquen los anuncios de «candidatas» a acabar con el bicho.
Todos los países han adoptado medidas a causa de la pandemia, pero aquí somos especiales. Quizá sea esa pasión de los latinos, o que nos creemos más listos, o que nuestros políticos le tienen más miedo a tomar decisiones razonables y proporcionadas que al virus en sí. Aquí la mascarilla es obligatoria en todas partes, y da igual que estés en Riazor o Samil que en la desierta praia do Rostro o la kilométrica Carnota; que vayas por los Cantones o la calle del Príncipe que por una corredoira donde no encuentras más que a la Santa Compaña. Es lo mismo, la amenaza de los 100 euros de multa hace que la gente acepte vivir amordazada. Bueno, y también hay personas que están encantadas y que piden «más y más», como en aquella canción de La Unión.
Hemos pasado del estado de alarma al estado de histeria. Mascarilla porque sí, aunque haya distancia social; aunque la mayoría la lleve caducada y no tenga eficacia ninguna; aunque haya excepciones -corredores, ciclistas, niños, ¿acaso no contagian?- que contradicen la supuesta peligrosidad de no portarla. Obediencia ciega. Decía Celaya en Autobiografía: «No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto / No bebas. No fumes. No tosas. No respires / ¡Ay, sí, no respirar! Dar el no a todos los no / y descansar: morir».Y así seguimos contando casos -aunque ni siquiera presenten síntomas- y en el resto del planeta toman buena cuenta de dónde no hay que ir, mientras otros países -que no cuentan tanto, o lo hacen a su manera- acogen a los turistas que se le escapan al nuestro. El pánico irracional es la peor epidemia.