Publicado originalmente en 2009 en el blog No había futuro.
No somos nada, loca. Nos enfrentamos al mundo cruel sin corazas, sin cuernos, sin garras ni dientes. Y casi ya sin defensas. Una simple gripe nos manda al infierno. A veces nos sorprendemos pensando cómo hemos llegado hasta aquí, cuántos se fueron, cómo podemos llegar a viejo entre tantas posibilidades de morir. Estamos expuestos al frío y al calor, a impactos y caídas. A millones de agentes invisibles que penetran nuestro cuerpo y lo manchan del antiguo pecado. La enfermedad es una maldición, ¿y quién no está un poco maldito? El disgusto nos enferma. La infelicidad que hemos creado nos enferma. La falta de autoestima nos enferma. El miedo a enfermar nos enferma.
Necesitamos dignidad para andar a dos patas, pero nuestro cuerpo carece de ella. Y la dignidad de los cuerpos bellos es una flor venenosa que hay que tocar con guantes. Si hubiese un estado natural sería el de querer vivir a toda cosa, fluir simbióticamente en el caldo primigenio devorándonos unos a otros, abriéndonos paso sin discernir el hueso de la carne, procreando sin límite. Pero la naturaleza humana está infectada de cultura. Hemos desarrollado soluciones que desencadenan problemas más amplios. Hemos construido un fortín defensivo que nos aísla de nuestro entorno y nos impide vivir de acuerdo con él. Hemos roto el pacto con la naturaleza y hemos sido expulsados del paraíso de la salud salvaje.
En el origen de la civilización moderna está también el origen de las epidemias y de la gestión de la salud a gran escala. Las grandes concentraciones urbanas se convirtieron rápidamente en focos abonados para las diecisiete plagas. La gestión científica de la salud, el poder sobre la vida y la muerte configuró una forma nueva de dominación, un recurso para imponer normas de conducta, infundir miedo y controlar a la población en función de los intereses productivos.
El estado capitalista se alió con la ciencia, de la misma forma que el poder feudal se sostuvo gracias a su alianza con la religión. Desarrolló la clase científica, y con ella la autoridad médica, una casta que expendía milagros por receta a cambio de un porcentaje del PIB. Se impuso una gestión burocrática de la salud, basada en la estadística y en la intervención externa: el cuerpo era un contenedor de miserias que había que disciplinar y corregir constantemente.
Descubrieron un enemigo a su medida: el virus. A la medida de la mercancía y de su desarrollo multiplicado. La rapidez de las comunicaciones terrestres y los flujos migratorios nos convirtieron a todos en terroristas suicidas. Los virus se hicieron mestizos y dejaron de discernir entre cerdos y humanos.
Gracias al virus, la clase médica en alianza con la clase política conquistó un prestigio y un poder creciente. Bastaba con lanzar una amenaza para captar enormes flujos de capital. La gente lloraba en su hombro, se manifestaba pidiendo más dinero para ellos. El estado clínico se impuso por todas partes. Las farmacéuticas conquistaron un poder enorme, influyendo en los gobiernos, desarrollando nuevas formas de destrucción que afianzaban su futuro, financiando campañas de terror por todo el mundo mientras seguían captando fondos para su labor humanitaria.
Se impuso así la Santa Inquisición del Higienismo, auténtica cruzada armada contra la miseria humana, contra lo pobre, lo cutre, lo salvaje, lo usado. Aquí también se impuso la muerte sobre la vida, el exterminio sobre la razón comprensiva, la fumigación del extranjero, el debilitamiento de lo propio y de lo común.
A las maldiciones naturales se añadieron las iatrogénicas, aquellas enfermedades producidas por su tratamiento invasivo. Hubo auténticas plagas, pero siempre había un virus lo bastante repugnante como para cargar con la culpa de todo.
Los mecanismos humanos de defensa sufrieron un colapso. Dejaron de seguir su programa y se lanzaron contra el propio cuerpo, abotargado de química ortopédica. A las maldiciones naturales y a las iatrogénicas se unieron las inmunológicas, producto de una gran confusión.
Sólo los especialistas tienen la solución. La solución siempre renovada para la maldición que siempre se renueva. La solución se llama vacuna, y no se vende de una en una. La vacuna es la mercancía perfecta. Se difunde casi a la misma velocidad que las plagas, en lotes compactos de consumo obligatorio. Ha de renovarse constantemente, a cada nueva mutación del virus producida por ella misma. Envilece a la especie, haciéndola cada vez más dependiente y necesitada de un estado que vele por ella. Si el negocio decae, siempre puede crearse un nuevo virus, sintético o mediático, para el que previamente la industria ha inventado otra vacuna.
Comemos mierda envasada, higienizada y vitaminada, respiramos dolor a cada paso, somos sujetos experimentales violentamente sacudidos por un mundo en constante estado de emergencia, nos infunden terrores virtuales, pero la culpa es del virus y de nuestra incapacidad para enfrentarnos a él siguiendo los consejos de las autoridades sanitarias.