por Andreas Malm
30 de marzo de 2015 (Traducido y anotado por Daniel Ruilova, revisado por Manuel Casal Lodeiro)
El año pasado fue el más caluroso jamás registrado. Y, a pesar de esto, las últimas cifras muestran que en el 2013 la fuente que proporcionó la mayoría de la nueva energía a la economía mundial no fue solar, eólica, ni siquiera el gas natural o el petróleo, sino el carbón.
El crecimiento de las emisiones mundiales —desde el 1% anual en los años 1990 hasta el 3% en lo que va de este milenio— es sorprendente. Es un aumento paralelo a nuestro creciente conocimiento sobre las terribles consecuencias del uso de combustibles fósiles.
¿Quién nos conduce hacia el desastre? Una respuesta radical sería la dependencia de los capitalistas con respecto a la extracción y al uso de la energía fósil. Algunos, sin embargo, preferirían identificar a otros culpables.
Se nos dice que la Tierra ha entrado ahora en “el Antropoceno”: la era de la humanidad. Enormemente popular —y aceptado incluso por muchos académicos marxistas—, el concepto de Antropoceno plantea que la humanidad es la nueva fuerza geológica que está transformando el planeta hasta hacerlo irreconocible, principalmente debido a la quema de prodigiosas cantidades de carbón, petróleo y gas natural.
Según estos investigadores, tal degradación es el resultado de la actuación de los seres humanos a partir de sus predisposiciones innatas, el destino ineludible para un planeta sujeto al business-as-usual (1) de la humanidad. De hecho, quienes propusieron esta idea no pueden argumentar de otra forma, porque si las dinámicas fueran de un carácter más contingente, la narrativa de una especie entera ascendiendo a la supremacía biosférica sería difícil de defender.
Su relato se centra en un elemento clásico: el fuego. La especie humana por sí sola puede manipular el fuego y, por lo tanto, es la que destruye el clima; cuando nuestros ancestros aprendieron a poner las cosas en llamas, encendieron el interruptor del business-as-usual. Aquí —escriben los destacados científicos climáticos Michael Raupach y Josep Canadell— estaba “el desencadenante evolutivo esencial para el Antropoceno” (Raupach y Canadell, 2010), que ha llevado a la humanidad derecha hacia “el descubrimiento de que la energía podría derivarse no solo del carbono orgánico detrítico, sino que también del carbono fósil detrítico, en primer lugar del carbón” (2).
La “razón principal” del uso actual de combustibles fósiles es que “mucho antes de la era industrial, una especie particular de primate aprendió cómo aprovechar las reservas de energía almacenadas en el carbono detrítico”. Que yo aprendiera a caminar a la edad de un año es la razón que explica que hoy baile salsa; cuando la humanidad quemó su primer árbol muerto, eso únicamente podía llevar, un millón de años después, a quemar un barril de petróleo.
O, en las palabras de Will Steffen, Paul J. Crutzen y John R. McNeill: “El dominio del fuego por nuestros ancestros proporcionó a la humanidad una poderosa herramienta monopólica inasequible para otras especies, que nos puso firmemente en el largo camino hacia el Antropoceno” (Steffen et al., 2007: 1). En esta narrativa, la economía fósil es la creación precisamente de la especie humana, o del “mono del fuego, Homo pirófilo“, como en la popularización de Mark Lynas del pensamiento del Antropoceno, apropiadamente titulada La especie divina.
La capacidad para manipular el fuego era con seguridad una condición necesaria para el inicio de la quema de combustibles fósiles a gran escala en Gran Bretaña a inicios del siglo XIX. Ahora bien, ¿fue también la causa de ello?
Lo importante que cabe destacar aquí es la estructura lógica de la narrativa del Antropoceno: algún rasgo universal de la especie debe estar impulsando esta época geológica suya, o bien sería cuestión de algún subconjunto de la especie. Pero la historia de la naturaleza humana puede verse de muchas formas, tanto en el género del Antropoceno como en otras partes del discurso sobre el cambio climático.
En un ensayo publicado en la antología Engaging with Climate Change, el psicoanalista John Keene ofrece una explicación original de por qué los humanos contaminan el planeta y se niegan a parar. En la infancia, el ser humano descarga materia de desecho sin límites y aprende que la madre cuidadora se llevará el excremento y la orina, y le limpiará la entrepierna.
Como resultado, los seres humanos están acostumbrados a la práctica de arruinar su entorno: “Creo que estos encuentros repetidos contribuyen a la creencia complementaria de que el planeta es una ‘madre-inodoro’ infinita, capaz de absorber nuestros productos tóxicos hasta el infinito” (Keene, 2012).
Pero ¿dónde está la evidencia de cualquier tipo de relación causal entre la quema de combustibles fósiles y la defecación infantil? ¿Qué pasa con todas aquellas generaciones de personas que, hasta el siglo diecinueve, dominaron ambas artes pero nunca vaciaron los depósitos de carbono de la tierra y los arrojaron a la atmósfera? ¿Eran defecadores y quemadores que estaban esperando a realizar todo su potencial?
Es fácil burlarse de ciertas formas de psicoanálisis, pero los intentos de atribuir el business-as-usual a las propiedades de la especie humana están condenados al sinsentido. Lo que existe siempre y en todas partes no puede explicar por qué una sociedad se diferencia de todas las otras y desarrolla algo nuevo, como es la economía fósil, que apareció hace tan sólo dos siglos pero que ahora se ha vuelto tan arraigada que la reconocemos como lo único que pueden producir los humanos.
Pero sucede, sin embargo, que el discurso climático dominante está empapado positivamente de referencias a la humanidad como tal, a la naturaleza humana, a la iniciativa humana, a la humanidad como un gran villano conduciendo el tren. En The God Species (La especie divina), leemos: “El poder de dios es cada vez más ejercido por nosotros. Somos los creadores de la vida, pero también somos sus destructores” (Lynas, 2011). Este es uno de los lugares más comunes en el discurso: nosotros —todos nosotros, tú y yo — hemos creado este problema juntos y lo empeoramos cada día.
Por su parte, Naomi Klein, en Esto lo cambia todo pone al descubierto, de una manera magistral, las innumerables maneras en las que la acumulación de capital en general, y su variante neoliberal en particular, vierten combustible al fuego que está consumiendo el sistema terrestre. Dando escasa importancia a todo el discurso de un malhechor humano universal, ella escribe: “Estamos atrapados porque las acciones que nos darían la mejor oportunidad de evitar la catástrofe —y que beneficiarían a la gran mayoría— son extremadamente amenazadoras para una elite minoritaria que tiene estrangulados nuestra economía, nuestro proceso político y la mayoría de nuestros principales medios de comunicación” (Klein, 2014: 16).
Así que, ¿cómo responden los críticos? “Klein describe la crisis climática como una confrontación entre el capitalismo y el planeta”, responde el filósofo John Gray en el periódico Guardian. “Sería más adecuado describir la crisis como un enfrentamiento entre las demandas crecientes de la humanidad y un mundo finito” (Gray, 2014).
Gray no está solo. Este cisma está emergiendo como la gran división ideológica en el debate climático, y los defensores del consenso dominante están contraatacando.
En la London Review of Books, Paul Kingsnorth, un escritor británico que hace tiempo viene argumentando que el movimiento ambiental debería disolverse y aceptar el colapso total como nuestro destino, responde: “El cambio climático no es algo que un pequeño grupo de malvados nos ha impuesto (…) al final, todos estamos implicados”. Esto, argumenta Kingsnorth, “es un mensaje menos agradable que el que ve a un brutal 1% jodiendo el planeta y un noble 99% oponiéndose a ellos, pero es más cercano a la realidad” (Kingsnorth, 2014).
¿Es más cercano a la realidad? Seis simples hechos demuestran lo contrario:
PRIMERO: la máquina de vapor es ampliamente vista, y con razón, como la locomotora original del business-as-usual, por la cual la combustión de carbón se asoció primero a la espiral siempre creciente de la producción capitalista de mercancías.
Si bien es cierto que resulta banal señalarlo, los motores de vapor no fueron adoptados por unos representantes naturales de la especie humana. La elección de un motor primario en la producción de mercancías no podría haber sido la prerrogativa de esa especie, ya que presuponía, para empezar, la institución del trabajo asalariado. Fueron los dueños de los medios de producción quienes instalaron la novedosa máquina motriz. Una pequeña minoría incluso en Gran Bretaña —todos hombres, todos blancos—, esta clase de personas comprendía una fracción infinitesimal de la humanidad a inicios del siglo XIX.
SEGUNDO: cuando los imperialistas británicos penetraron en el norte de la India en la misma época, se tropezaron con que los filones de carbón ya eran, para su gran asombro, conocidos para los nativos; de hecho, los indios tenían el conocimiento básico de cómo excavar, quemar y generar calor a partir del carbón. Y, sin embargo, no les interesaba nada como combustible.
Los británicos, por otra parte, querían sacar desesperadamente el carbón del suelo: para impulsar los barcos de vapor con los que transportaban las riquezas y materias primas extraídas a los campesinos indios hacia la metrópolis, y su propio excedente de algodón hacia los mercados interiores. El problema era que ninguno de los trabajadores se ofreció a entrar en las minas. Los británicos tuvieron que organizar un sistema de trabajo forzado, obligando a los campesinos a entrar en los pozos para adquirir el combustible necesario para la explotación de la India.
TERCERO: la mayor parte de la explosión de emisiones del siglo XXI tiene su origen en la República Popular China. El motor de esa explosión es evidente: no es el crecimiento de la población china, ni el consumo de sus hogares, ni su gasto público, sino que la tremenda expansión de la industria manufacturera, implantada en China por el capital extranjero para extraer plusvalía de la mano de obra local, percibida hacia el cambio del milenio como extraordinariamente barata y disciplinada (Bybee, 2015).
Ese cambio fue parte de un asalto mundial sobre los salarios y las condiciones laborales: los trabajadores del mundo estaban agobiados por la amenaza de la relocalización del capital a sus sustitutos chinos, que sólo podían ser explotados por medio de la energía fósil como sustrato material necesario. La consiguiente explosión de emisiones es el legado atmosférico de la guerra de clases.
CUARTO: probablemente no hay otra industria que encuentre tanta oposición popular dondequiera que busque establecerse, como la industria del petróleo y del gas. Como relata tan bien Naomi Klein, las comunidades locales están en pie de guerra contra la fractura hidráulica (fracking), los oleoductos y la exploración, desde Alaska al delta del Níger, desde Grecia hasta Ecuador. Pero en su contra se levanta un interés recientemente expresado con claridad ejemplar por Rex Tillerson, presidente y CEO de ExxonMobil: “Mi filosofía es hacer dinero. Si puedo perforar y hacer dinero, entonces eso es lo que quiero hacer” (Tillerson, 2013). Este es el espíritu del capital fósil encarnado.
QUINTO: los estados capitalistas avanzados siguen agrandando y profundizando sin descanso sus infraestructuras fósiles —construyendo nuevas carreteras, nuevos aeropuertos, nuevas plantas en base a carbón— siempre a tono con los intereses del capital, y casi nunca consultando a sus poblaciones sobre estas materias (Kahle, 2014). Sólo los intelectuales verdaderamente ciegos, del tipo Paul Kingsnorth, pueden creer que “todos estamos implicados” en tales políticas.
¿Cuántos estadounidenses están involucrados en las decisiones para dar al carbón una mayor participación en el sector eléctrico, de modo que la intensidad del carbón en la economía norteamericana aumentara en 2013? ¿Cuántos suecos deben ser culpados por el impacto de una nueva autopista alrededor de Estocolmo —el mayor proyecto de infraestructura en la historia moderna de Suecia— o la asistencia de su gobierno a las centrales eléctricas de carbón en Sudáfrica?
Se necesitan las más extremas ilusiones sobre la democracia perfecta del mercado para sostener la noción de que “todos nosotros” conducimos el tren.
SEXTO, y quizás más evidente: pocos recursos se consumen tan desigualmente como la energía. Los 19 millones de habitantes del estado de Nueva York solos consumen más energía que los 900 millones de habitantes del África subsahariana. La diferencia en el consumo de energía entre un pastor de subsistencia en el Sahel y un canadiense promedio puede ser fácilmente mayor de 1.000 veces (y eso es un canadiense promedio, no el dueño de cinco casas, tres jeeps y un avión privado).
Un ciudadano norteamericano promedio emite más que 500 ciudadanos de Etiopía, Chad, Afganistán, Mali o Burundi; cuánto más emite un millonario estadounidense promedio —y cuánto más que un trabajador promedio de EE.UU o Camboya— es algo que queda por resolver. Pero la huella de una persona en la atmósfera varía enormemente dependiendo de dónde nace. La humanidad, como resultado, es una abstracción demasiado débil para cargar con la culpa.
La nuestra es la época geológica no de la humanidad, sino del capital. Por supuesto, una economía fósil no necesariamente tiene que ser capitalista: la Unión Soviética y sus estados satélites tuvieron sus propios mecanismos de crecimiento conectados al carbón, al petróleo y al gas. No fueron menos sucios o intensivos en las emisiones —quizás lo fueron incluso más— que sus adversarios en la Guerra Fría. Así que, ¿por qué enfocarse en el capital? ¿Qué razón hay para ahondar en la destructividad del capital, cuando los estados comunistas lo hicieron al menos con igual abyección?
En medicina una pregunta similar quizás sería, ¿por qué concentrar los esfuerzos en el cáncer en lugar de la viruela? ¡Ambos pueden ser fatales! Pero sólo uno existe hoy. La historia cerró el paréntesis alrededor del sistema soviético, por lo que volvemos al principio, cuando la economía fósil era coextensiva al modo de producción capitalista, sólo que ahora a escala mundial.
La versión estalinista se merece sus propias investigaciones y en sus propios términos (los mecanismos de crecimiento son de su propio tipo). Pero no vivimos en el gulag minero de Vorkuta de los años treinta. Nuestra realidad ecológica, que nos abarca a todos, es el mundo fundado por el capital-a-vapor, y hay caminos alternativos que un socialismo ambientalmente responsable podría tomar. Por lo tanto es el capital, no la humanidad como tal.
A pesar del éxito de Naomi Klein y de las recientes movilizaciones en las calles, este sigue siendo un punto de vista marginal. La climatología, la política y el discurso se expresan constantemente en la narrativa del Antropoceno: el pensamiento-de-especie, la humanización, la autoflagelación colectiva indiferenciada, el llamamiento a la población general de consumidores a que modifiquen sus costumbres y otras piruetas ideológicas que sólo sirven para ocultar al conductor.
Retratar ciertas relaciones sociales como una propiedad natural de la especie no es nada nuevo. Deshistorizar, universalizar, eternalizar y naturalizar un modo de producción específico a un cierto tiempo y lugar: estas son las estrategias clásicas de legitimación ideológica.
Estas posturas bloquean cualquier perspectiva de cambio. Si el business-as-usual es el resultado de la naturaleza humana, ¿cómo podríamos siquiera imaginar algo distinto? Es perfectamente lógico que los defensores del Antropoceno y las formas de pensar asociadas defiendan soluciones falsas que eviten desafiar el capital fósil —como la geoingeniería en el caso de Mark Lynas y Paul Crutzen, el inventor del concepto de Antropoceno— o prediquen la derrota y la desesperación, como en el caso de Kingsnorth (3).
De acuerdo a esto último, “ahora está claro que detener el cambio climático es imposible”;y, por cierto, construir una granja eólica es tan malo como abrir otra mina de carbón, ya que ambos profanan el paisaje.
Sin antagonismo nunca puede haber ningún cambio en las sociedades humanas. El pensamiento de especie sobre el cambio climático sólo induce la parálisis. Si todos son culpables, entonces nadie lo es.
NOTAS
(1) N. del T.: Literalmente “los negocios como siempre”, se refiere al curso actual del cambio climático marcado por la inercia. La ONU emplea esta expresión para proyectar un escenario de cambio climático en el que no se toma ninguna medida relevante.
(2) N. del T.: “La vida en la tierra ha creado grandes reservas de carbono detrítico. Los remanentes de los organismos en base a carbono después de que han muerto. Estas reservas de carbono van desde las hojas muertas y la madera hasta el carbono fósil en el carbón, el petróleo y el gas. Contienen grandes cantidades de energía utilizable” (Raupach y Candell, 2010).
(3) N. del T.: A esta lista podríamos agregar al famoso climatólogo James Hansen, que defiende la energía nuclear como “solución” al calentamiento global, igual que el ya mencionado Mark Lynas.
BIBLIOGRAFÍA
LIBROS
Keene, John: Engaging with climate change. Gran Bretaña. Routledge, 2012.
Klein, Naomi: Esto lo cambia todo. Trad.: Albino Santos Mosquera. Barcelona. Paidós, 2015.
Lynas, Mark: The God Species. Washington. National Geographic, 2011.
ARTÍCULOS
Bybee, Roger: “Scapegoating China”, Jacobin, (marzo de 2015).
Kahle, Trish: “Rank-and-File Environmentalism”, Jacobin (junio de 2014).
Kingsnorth, Paul: “The Four Degrees”, London Review of Books 36 (octubre de 2014), págs. 17-18.
Raupach, Michael y Candell, Josep: “Carbon and the Anthropocene”, Current Opinion in Environmental Sustainability 4 (octubre de 2010), págs. 210-218.
Steffen, Will, Crutzen Paul y McNeill John: “The Anthropocene: Are Humans Now Overwhelming the Great Forces of Nature?”, Ambio 36 (diciembre de 2007).
DOCUMENTOS EN LA RED
CBS News: “ExxonMobil CEO: My philosophy is to make money”, 2013.
Gray, John: “This Changes Everything: Capitalism vs the Climate review – Naomi Klein’s powerful and urgent polemic”, 2014.
Strombergh, Joseph: “What is the Anthropocene and Are We in It?”, 2013.