sábado, 9 de enero de 2021

La amenaza no es Trump, sino concentrar el poder económico y la información en unos pocos monopolios


por Glenn Greenwald
(periodista estadounidense que ganó el Premio Pullizer y responsable de publicar los documentos de la NSA que filtró Snowden)


28 de diciembre de 2020


La amenaza del autoritarismo en Estados Unidos es muy real y no tiene nada que ver con Trump. La centralización del poder económico impulsada por el Coronavirus y el control de la información en manos de unos pocos monopolios empresariales plantea amenazas duraderas a la libertad política.


Afirmar que Donald Trump es una especie de dictador fascista que amenaza los cimientos anteriormente sólidos de la democracia estadounidense ha sido un requisito virtual durante los últimos cuatro años para poder acceder a las Green Rooms (salas de espera de los teatros para los artistas antes de salir al escenario, AyR) de las cadenas de noticias de televisión, prebendas como ser nombrados columnistas de periódicos, y ser popular en los salones de las facultades. Sin embargo, ha demostrado ser una farsa absurda.


Tan sólo en 2020, Trump tuvo dos oportunidades que habrían sido perfectamente diseñadas para tomar el poder autoritario: una pandemia sanitaria global, y protestas crecientes y disturbios constantes en todas las ciudades estadounidenses, y, sin embargo, no hizo prácticamente nada para aprovechar esas oportunidades. Déspotas reales actuales, como el húngaro Viktor Orbán, utilizaron rápidamente el virus para declarar la ley marcial, mientras que incluso anteriores presidentes estadounidenses, por no hablar de tiranos extranjeros, han utilizado como pretexto disturbios civiles más pequeños que los que vimos este verano para desplegar a los militares en las calles para pacificar a su propia ciudadanía.


Pero al comienzo de la pandemia Trump fue criticado, especialmente por los demócratas, por no hacer valer los poderes draconianos de los que dispone, como por ejemplo el control de los medios de producción industrial mediante la Ley de Producción de Defensa de 1950, que fue invocada por Truman para obligar a la industria a producir los materiales necesarios para la Guerra de Corea. En marzo, The Washington Post informó que "los gobernadores, los demócratas en el Congreso y algunos republicanos en el Senado han estado instando a Trump durante al menos una semana para que invoque la ley, y su potencial oponente para 2020, Joe Biden, también se pronunció a favor de ella", pero "Trump [dio] una variedad de razones para no hacerlo". Rechazar las peticiones de aprovechar una pandemia de salud pública para poder usar poderes extraordinarios no es exactamente lo que uno espera de alguien que pretende ser un dictador.


Una dinámica similar prevaleció durante las continuas protestas y disturbios que estallaron después del asesinato de George Floyd. Mientras que conservadores como el senador Tom Cotton (R-AK), en su controvertido artículo de opinión del New York Times, instaron al despliegue masivo de las fuerzas armadas para aplastar a los manifestantes, y mientras Trump amenazaba con desplegarlos si los gobernadores no lograban pacificar los disturbios, Trump no ordenó nada más que algunos gestos aislados y simbólicos, como que las tropas usaran gas lacrimógeno para expulsar a los manifestantes de Lafayette Park en su ahora notoria caminata hacia una iglesia, lo que provocó duras críticas por parte de la derecha, incluida Fox News, por hacer un uso más agresivo de la fuerza para restaurar el orden.


USA Today , 2 de junio de 2020


Prácticamente todas las predicciones expresadas por quienes impulsaron la narrativa apocalíptica que presenta a Trump como un dictador en ascenso (y que al difundirla obtuvieron grandes beneficios) nunca se materializaron. Si bien Trump escaló radicalmente las campañas de bombardeos que heredó de Bush y Obama, no inició nuevas guerras. Cuando los tribunales declararon que sus políticas eran inconstitucionales, las revisó para que se ajustaran a los requisitos judiciales (como en el caso de la Orden Ejecutiva 13769, calificada de prohibición de musulmanes -"Muslim Ban"- por prohibir la inmigración de personas de Orente Medio) o las retiró (como en el caso de desviar fondos del Pentágono para construir su muro en la frontera con México). Ningún periodista fue encarcelado por criticar o informar negativamente sobre Trump, y mucho menos asesinado, como se predijo interminablemente y, a veces, incluso se dio a entender. Atacar a Trump ("Trump bashing") era mucho más probable que se convirtiera en el tema de los libros más vendidos, te elevase el estrellato en las redes sociales y permitiese btener nuevos contratos como “analistas” de cadenas de noticias por cable , en lugar de acabar en el entierro en Gulags o ser víctima de represalias estatales. No hubo insurrecciones de los Proud Boys ni milicias de derecha llevando a cabo una guerra civil en las ciudades estadounidenses. Dejando de lado sus tweets jactanciosos y extraños, la administración de Trump fue mas Bienvenido una continuación de la tradición política estadounidense que una ruptura radical con ella.


El guión histérico de "Trump como déspota" era todo melodrama, una estratagema para obtener ganancias y mayores índices de audiencia y, sobre todo, un poderoso instrumento para distraer la atención de la ideología neoliberal que dio origen a Trump en primer lugar al causar tantos estragos. Colocar a Trump como una gran aberración de la política estadounidense y como el principal autor de los problemas de Estados Unidos, en lugar de lo que era -una extensión perfectamente predecible de la política estadounidense y un síntoma de patologías preexistentes- permitió a aquellos que tienen tanta sangre y destrucción económica en sus manos no sólo para evadir la responsabilidad de lo que hicieron, sino rehabilitarse como guardianes de la libertad y la prosperidad y, en última instancia, catapultarse de nuevo al poder. A partir del 20 de enero, es exactamente donde residirán.


La administración Trump no estuvo libre de autoritarismo: su Departamento de Justicia llevó a juicio a fuentes de periodistas; su Casa Blanca a menudo rechazaba la transparencia básica; La guerra contra el terrorismo y las detenciones por inmigración continuaron sin las debidas garantías procesales. Pero eso se debe en gran parte a que, como escribí en un artículo de opinión del Washington Post a finales de 2016, el propio gobierno de Estados Unidos es autoritario tras décadas de expansión bipartidista de los poderes ejecutivos justificada por una guerra sin fin. Con raras excepciones, los actos ilegales y de abuso de poder en los últimos cuatro años se deberían. la herencia heredada por gobierno de los EEUU de los que precedieron a Trump, y no fueron creados por él. En la medida en que Trump fue un autoritario, lo fue en la forma en que lo han sido todos los presidentes de Estados Unidos desde que comenzó la Guerra contra el Terrorismo y, más exactamente, desde el comienzo de la Guerra Fría y el ascenso del estado de seguridad nacional permanente.


El episodio más revelador que pone al descubierto el fraude de la narrativa anti-Trump fue cuando periodistas y profesionales políticos de carrera, incluidos ex-ayudantes de Obama, estallaron de indignación en las redes sociales al ver una foto de niños inmigrantes en jaulas en la frontera, solo para descubrir que la foto no era de un campo de concentración de Trump, sino de un centro de detención de la era de Obama (eran niños que no estaban acompañados, no niños separados de sus familias, pero "niños enjaulados" son "niños enjaulados" desde un punto de vista moral). Y, de manera reveladora, el suceso más autoritario de la era Trump es uno que ha sido ignorado en gran medida por los medios estadounidenses: a saber, la decisión de llevara. juicio a Julian Assange (responsable de Wikileaks, AyR) utilizando para ello las leyes contra el espionaje (que, también, sin una extensión de la guerra sin precedentes contra el periodismo que desató el Departamento de Justicia de Obama).


PolitiFact, 10 de enero de 2014


El último suspiro para aquellos que se aferran a la fantasía de que "Trump-es-un-dictador" (que en realidad fue esperanza disfrazada de preocupación, ya que ponerse en primera línea, luchar con valentía contra el fascismo interno, es más emocionante y autoglorificante, por no mencionar más rentable que el aburrido y mediocre trabajo de criticar a un presidente ordinario y en gran medida débil durante su gobierno) fue la histérica advertencia de que Trump estaba organizando un golpe de estado para permanecer en el cargo. El aterrador "golpe" de Trump consistió en una serie de impugnaciones judiciales fallidas basadas en denuncias de un fraude electoral generalizado, algo prácticamente inevitable debido a las nuevas reglas de votación basadas en el Coronavirus que nunca se habían utilizado anteriormente, e intentos poco convincentes de persuadir a los funcionarios estatales para que revocasen los resultados certificados de los recuentos de votos. Nunca hubo un momento en el que pareciera ni remotamente plausible que pudiera tener éxito, y mucho menos que podría asegurarse el respaldo de las instituciones que necesitaría para hacerlo, en particular los altos líderes militares.


Si Trump albergó secretamente ambiciones despóticas es tan desconocido como irrelevante. Si lo hizo, nunca exhibió la más mínima habilidad para llevarlas a cabo o para orquestar un compromiso sostenido para ejecutar un complot que desestabilizase la democracia. Y las instituciones estadounidenses más poderosas (la comunidad de inteligencia y los mandos militares, Silicon Valley, Wall Street y los medios corporativos) se opusieron y llevaron a cabo una labor desestabilizadora desde el principio. En resumen, la democracia estadounidense, cualquiera que sea la forma en que existía cuando Trump ascendió a la presidencia, aguantará más o menos sin cambios una vez que deje el cargo el 20 de enero de 2021.


Si Estados Unidos era una democracia en algún sentido significativo antes de Trump ha sido objeto de un debate académico sustancial. Un estudio de 2014 muy discutido concluyó que el poder económico se ha concentrado tanto en manos de un número tan pequeño de gigantes corporativos y mega-multimillonarios estadounidenses, y que esta concentración en el poder económico ha introducido un poder político prácticamente indiscutible en sus manos y virtualmente ninguno en el resto, que Estados Unidos se parece más a una oligarquía que a cualquier otra cosa:


El punto central que surge de nuestra investigación es que las élites económicas y los grupos organizados que representan los intereses económicos afectan independientemente de manera sustancial la política del gobierno de EEUU, mientras que los grupos de interés de las masas y los ciudadanos corrientes tienen poca o ninguna influencia independiente. Nuestros resultados brindan un apoyo sustancial a las teorías de que hay una dominación por parte de una élite económica (Economic-Elite Domination) y a las teorías del pluralismo sesgado (Biased Pluralism), pero no a las teorías de la Democracia electoral mayoritaria o el Pluralismo mayoritario.


Ciertamente, los fundadores de EEUU no imaginaron ni desearon un igualitarismo económico absoluto, pero muchos, probablemente la mayoría, temían -mucho antes de que los grupos de presión (lobbys) y los candidatos dependieran de los SuperPAC empresariales (organizaciones privadas estadounidenses que tienen el propósito de ayudar o interferir en las elecciones y alentar o desanimar la adopción de ciertas leyes, aprovechando el poder del dinero del que disponen, AyR)-, que la desigualdad económica pudiera volverse tan severa, que la riqueza se concentrase en manos de tan pocos, que esto pudiera contaminar el ámbito político, donde se pueden imitar esas enormes disparidades de riqueza, convirtiendo en una ilusiónlos derechos políticos y la igualdad legal.


Pero las premisas de los debates anteriores a Trump sobre la gravedad del problema se han vuelto completamente obsoletas debido a las nuevas realidades de la era del Coronavirus. Una combinación de confinamientos constantes, transferencias masivas de riqueza ordenadas por el estado a las élites empresariales mediante leyes calificadas como "ayudas para hacer frente al COVID" y un aumento radicalmente mayor de nuestra dependencia de las actividades en la red ha hecho que sea casi imposible desafiar a los gigantes empresariales en términos de poder económico y político.


Los confinamientos por la pandemia han provocado un colapso de pequeñas empresas en los EEUU que solo ha valido para fortalecer aún más el poder de los gigantes corporativos. "Los multimillonarios aumentaron su riqueza en más de una cuarta parte (27,5%) en el punto más álgido de la crisis de abril a julio, justo cuando millones de personas en todo el mundo perdieron sus trabajos o luchaban por sobrevivir con planes gubernamentales", según informó en septiembre The Guardian. Un análisis del pasado julio contaba en parte qué había ocurrido:


La riqueza combinada de los megaricos del mundo alcanzó un nuevo máximo durante la pandemia del Coronavirus, según un estudio publicado este  miércoles por la consultora PwC y el banco suizo UBC. Los más de 2.000 multimillonarios de todo el mundo lograron amasar en julio fortunas por un total de alrededor de 10,2 billones $ (8.69 billones €), superando el récord anterior de 8,9 billones $ alcanzado en 2017.


Mientras tanto, aunque se desconocen las cifras exactas, "aproximadamente una de cada cinco pequeñas empresas ha cerrado", informa AP, y añade: "los restaurantes, bares, salones de belleza y otros negocios minoristas que ocasionan contacto cara a cara han sido los más afectados en un momento en que los estadounidenses están tratando de mantener la distancia unos de otros".


Washington Post , 12 de mayo de 2020


Los empleados están ahora casi completamente a merced de un puñado de gigantes corporativos que están prosperando, y que son mucho más transnacionales que leales a EEUU según un estudio de la Brookings Institution de EEUU publicado esta semana, titulado "Amazon y Walmart han acumulado miles de millones en beneficios extra durante la pandemia, y no compartieron casi nada de ello con sus trabajadores"- descubrió que "la pandemia de Coronavirus ha generado ganancias récord para las empresas más grandes de Estados Unidos, así como una inmensa riqueza para sus fundadores y accionistas más importantes - pero casi nada para los trabajadores".


Estos “ganadores” del Coronavirus no son las víctimas Randianas del capitalismo de libre mercado (en referencia a las teoría de la libertaria Ayn Rand, que idolatraba a los emprendedores empresariales y despreciaba al resto de la población, AyR). Todo lo contrario, son receptores de enormes cantidades de ayudas generosas del gobierno de los Estados Unidos, el cual controlan mediante ejércitos de lobbyistas y donaciones y que, por tanto, interviene constantemente en el mercado en su beneficio. Esto no es un capitalismo de libre mercado que recompensa a los titanes innovadores, sino un capitalismo de compinches que está abusando del poder del estado para aplastar a los pequeños competidores, beneficiar al máximo a los gigantes corporativos con cada vez más riqueza y poder, y convertir a millones de estadounidenses en vasallos que en el mejor escenario es tener múltiples trabajos con salarios bajos por hora y sin beneficios (las empresas no se hacen cargo del pago para que puedan acceder a la sanidad, AyR), con pocos derechos e incluso menos opciones.


Aquellos que deben disgustarse por este resultado no deben ser socialistas sino capitalistas: esta es una fusión clásica del poder estatal y corporativo, también conocida como un sello distintivo del fascismo en su expresión más formal, que abusa de la interferencia estatal en los mercados para consolidar y centralizar la autoridad en un pequeño puñado de actores con el fin de dejar indefenso al resto. Esas tendencias ya eran bastante visibles antes de Trump y el inicio de la pandemia, pero se han acelerado más allá de la imaginación más calenturienta mediante los confinamientos masivos, cierres, el aislamiento prolongado y un bienestar corporativo apenas disfrazado de leyes de "ayuda".


Lo que hace que esto sea más amenazador es que los principales beneficiarios de estos rápidos cambios son los gigantes de Silicon Valley, al menos tres de los cuales (Facebook, Google y Amazon) son ahora típicos monopolios. Se ha informado ampliamente que la riqueza de sus principales propietarios y ejecutivos (Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Sundar Pichai) se ha disparado durante la pandemia, pero mucho más significativo es el poder sin precedentes que estas empresas ejercen sobre la difusión de información y la conducción de debates políticos, por no hablar de los inmensos datos que poseen sobre nuestras vidas gracias a la vigilancia en la red.


Las llamadas a que nos quedemos en casa, los confinamientos y el aislamiento social han hecho que dependamos más que nunca de las empresas de Silicon Valley para realizar las funciones básicas vitales. Realizamos pedidos en línea desde Amazon en lugar de comprar; realizamos reuniones en línea en lugar de hacerlo en oficinas; usamos Google constantemente para navegar y comunicarnos; confiamos en las redes sociales más que nunca para recibir información sobre el mundo. Y justo cuando la dependencia de una población depende de ellos ha aumentado a niveles sin precedentes, su riqueza y poder han alcanzado nuevas alturas, al igual que su voluntad de controlar y censurar la información y el debate.


Que Facebook, Google y Twitter estén ejerciendo cada vez mas control sobre nuestra libertad de expresión política es indiscutible. Lo más notable y alarmante es que no se están apropiando de estos poderes sino que se los está imponiendo un público -compuesto principalmente por los medios corporativos y los liberales del establishment estadounidense- que cree que el problema principal de las redes sociales no es una censura excesiva, sino que la censura actual es insuficiente. Como dijo el senador demócrata Ed Markey a Mark Zuckerberg cuando cuatro directores ejecutivos de Silicon Valley comparecieron ante el Senado en octubre: "El problema no es que las empresas que hoy tenemos ante nosotros estén eliminando demasiados post. El problema es que están dejando demasiadas publicaciones peligrosas".



Como le dije esta semana al programa online Rising cuando me preguntaron cuáles son las peores errores de los medios de comunicación de 2020, sigo considerando que la brutal censura de Facebook de los informes que denunciaban las actividades de Joe Biden en las semanas previas a las elecciones como uno de los sucesos políticos más significativos y amenazantes de los últimos años. El hecho de que esta censura fuera anunciada por un portavoz corporativo de Facebook que había pasado su carrera anteriormente como un apparatchik del Partido Demócrata proporcionó la expresión simbólica perfecta de este peligro creciente.


Estas empresas de tecnología son más poderosas que nunca, no solo por su riqueza recién acumulada en un momento en que la población está sufriendo, sino también porque apoyaron abrumadoramente al candidato del Partido Demócrata que está a punto de asumir la presidencia. Como era de esperar, están siendo recompensadas con numerosos puestos clave en su equipo de transición y, en última instancia, lo mismo sucederá en la nueva administración.


La administración Biden / Harris claramente tiene la intención de hacer mucho por Silicon Valley, y Silicon Valley está bien posicionado para hacer mucho por ellos a cambio, comenzando con su inmenso poder sobre el flujo de información y debate.



La tendencia dominante del neoliberalismo estadounidense -la coalición gobernante que ahora ha vuelto a consolidar el poder- es el autoritarismo. Ven a los que se oponen a ellos y rechazan su piedad no como adversarios a los que deben hacer frente, sino como enemigos, terroristas domésticos, fanáticos, extremistas e incitadores de violencia a los que hay que hacer que sean despedidos, censurar y silenciar. Y tienen de su lado, además del grueso de los medios corporativos, la comunidad de inteligencia y Wall Street, a un consorcio de monopolios tecnológicos sin precedentes que desean y pueden ejercer un mayor control sobre una población que rara vez, o nunca había sido dividida, agotada, empobrecida y palidecido de tal forma.


Todos estos poderes autoritarios, irónicamente, serán invocados y justificados en nombre de detener el autoritarismo -no por quienes ejercen el poder, sino por el movimiento que acaba de ser destituido. Aquellos que pasaron cuatro años gritando para obtener grandes ganancias sobre los peligros del "fascismo" al acecho, sin darse cuenta de la ironía, usarán ahora esta fusión de poder estatal y corporativo para consolidar su propia autoridad, controlar los contornos del debate permisible y silenciar aún más a quienes los desafían. Los que más gritaron sobre el creciente autoritarismo en los Estados Unidos durante los últimos cuatro años tenían mucha razón en su advertencia central, pero estaban muy equivocados sobre la fuente real de ese peligro.