por Kathryn Schulz
En la noche del 6 de octubre de 1849, las ciento veinte personas a bordo del bergantín St. John organizaron una fiesta. El St. John era el llamado barco de la hambruna: con destino a Boston desde Galway, estaba lleno de pasajeros que huían de la hambruna masiva que devastaba Irlanda. Llevaban un mes en el mar; ahoraque les quedaba menos de un día de navegación, celebraron el inminente final de su viaje y el comienzo de una vida mejor en América, o eso esperaban. Temprano en la mañana del día siguiente, el barco fue atrapado por un ciclón y empujado hacia la costa, estrellándose contra las rocas en las afueras del puerto de Cohasset. Los que estaban en cubierta fueron arrojados por la borda. Los que estaban debajo de la cubierta se ahogaron cuando se rompió el casco del barco. En una hora, el barco se había roto por completo. Todos menos nueve miembros de la tripulación y aproximadamente una docena de pasajeros fallecieron.
Dos días después, un nativo de Massachusetts de treinta y dos años, que se dirigía de Concord a Cape Cod, se enteró del desastre y se desvió hacia Cohasset para verlo por sí mismo. Cuando llegó, los fragmentos de los restos del naufragio estaban esparcidos por la playa. Las víctimas que ya habían llegado a la orilla yacían en toscas cajas de madera en una ladera cercana. Los vivos estaban tratando de identificar a los muertos, una tarea difícil, ya que algunos de los cuerpos estaban hinchados por el ahogamiento, mientras que otros habían golpeado repetidamente contra las rocas. Por sentimiento o para ahorrar trabajo, los cuerpos de los niños fueron colocados junto a sus madres en el mismo ataúd.
El visitante de Concord, al examinar todo esto, se quedó impasible. “En general”, escribió, “no fue una escena tan impresionante como esperaba. Si hubiera encontrado un cuerpo tirado en la playa en algún lugar solitario, me habría afectado más. Simpatizaba más bien con los vientos y las olas, como si sacudir y destrozar estos pobres cuerpos humanos estuviera a la orden del día. Si esta era la ley de la Naturaleza, ¿por qué perder el tiempo en asombro o lástima?”. Este testigo impasible también tuvo palabras severas para quienes, deshechos por la tragedia, ya no podían disfrutar paseando por la playa. Seguramente, advirtió, “su belleza fue realzada por naufragios como este, y adquirió así una belleza aún más rara y sublime“.
¿Quién era este hombre de ojos fríos que veía en la pérdida de la vida sólo una ganancia estética, que se identificaba no con los ahogados o en duelo sino con la tormenta? Era Henry David Thoreau, ese gran partidario del estanque, describiendo su visita a Cohasset en “Cabo Cod”. Ese libro no es particularmente conocido hoy en día, pero si el tono frío de Thoreau en él parece sorprendente es porque, curiosamente, “Walden” tampoco es muy conocido. Como muchas obras canonizadas, es más venerado que leído, por lo que existe para la mayoría de la gente sólo como una impresión borrosa retenida de la adolescencia o como la fuente de algunas frases famosas: “Fui al bosque porque deseaba vivir deliberadamente”. “Si has construido castillos en el aire, es necesario que no se pierda tu trabajo; ahí es donde debe estar. Ahora pon cimientos debajo suyo”. “¡Sencillez, sencillez, sencillez!”.
Extraídas de sus contextos, tales declaraciones se leen como textos de carteles inspiradores o citas diarias de calendarios - los propósitos a los que se destinan habitualmente. Junto con los hechos desnudos del retiro en Walden, esas líneas se han convertido en las usamos para esbozar a Thoreau, de modo que nuestra imagen del hombre también se ha simplificado e inspirado. En esa imagen, Thoreau es nuestra conciencia nacional: la voz surgida de la naturaleza salvaje estadounidense, instándonos a ser fieles a nosotros mismos y a vivir en armonía con la naturaleza.
Esta visión no puede sobrevivir a una lectura seria de “Walden”. El verdadero Thoreau estaba, en el sentido más amplio de la palabra, obsesionado por sí mismo: era narcisista, fanático del autocontrol, convencido de que no necesitaba nada más allá de sí mismo para comprender y prosperar en el mundo. De esa fijación interior brotó una visión social y política profundamente inquietante. Es cierto que Thoreau fue un excelente naturalista y una voz elocuente y profética para la preservación de los lugares salvajes. Pero “Walden” es menos una obra fundamental de la literatura ambiental que el porno de cabaña original: una fantasía sobre la vida rústica divorciada de la realidad de vivir en el bosque y, especialmente, una fantasía sobre escapar de los enredos y responsabilidades de vivir entre otras personas.
David Thoreau nació como David Henry Thoreau, en 1817, el tercero de cuatro hijos de un fabricante de lápices en Concord, Massachusetts. En 1833, se fue a Harvard, que no le gustó particularmente y donde no se le consideró particularmente agradable. (Un compañero de clase recordó su “mirada de satisfacción presumida”, como un hombre “preparándose para sostener sus puntos de vista futuros con gran serenidad y aprecio personal por su importancia”). Después de graduarse, trabajó como maestro de escuela, luego ayudó a dirigir una escuela hasta que el codirector, su hermano mayor John, murió de tétanos. Ese fue el final de los experimentos de Thoreau en pedagogía, excepto quizás en la página. De manera intermitente desde entonces hasta su propia muerte (a los cuarenta y cuatro años, de tuberculosis), trabajó como topógrafo y en la fábrica de lápices familiar.
Mientras tanto, sin embargo, Thoreau había conocido a Ralph Waldo Emerson, un residente de Concord catorce años mayor que él. Tanto intelectual como prácticamente, la influencia de Emerson en Thoreau fue enorme. Introdujo al joven en el Trascendentalismo, lo orientó hacia la escritura, lo empleó como maestro de todos los oficios y tutor residente de sus hijos, y le prestó la tierra junto al estanque donde Thoreau se fue a vivir el 4 de julio. 1845. Thoreau pasó dos años en Walden, pero casi diez años escribiendo “Walden”, que se publicó en 1854, y tuvo una aceptación mediocre entre la crítica y los lectores; hicieron falta cinco años más para que se agotara la tirada inicial de dos mil copias. Solo después de la muerte de Thoreau, en 1862, y gracias a la enérgica defensa de los miembros de su familia, Emerson y lectores posteriores, se convirtió “Walden” en una obra fundamental de la no ficción estadounidense y su autor en un héroe estadounidense.
Thoreau fue a Walden, nos dice, “para aprender cuáles son las necesidades básicas de la vida”: cualquier cosa que sea tan esencial para la supervivencia “que pocos, si es que hay alguno, ya sea por salvajismo, pobreza o filosofía, intentan prescindir de ello”. Dicho de otra manera, quería probar lo que hoy llamaríamos vida de subsistencia, una condición atractiva principalmente para aquellos que no están obligados a soportarla. Atrajo a Thoreau porque “quería vivir profundamente y chupar toda la médula de la vida, vivir con tanta fuerza y estilo espartano como para acabar con todo lo que no era vida”. Metida en esa oración hay una extraña distinción; aparentemente, algunas de las cosas que experimentamos mientras estamos vivos cuentan como vida, mientras que otras no. En “Walden”, Thoreau se propuso distinguir entre ellas.
Resulta que muy poco contaba como vida para Thoreau. La comida, la bebida, los amigos, la familia, la comunidad, la tradición, la mayor parte del trabajo, la mayor parte de la educación, la mayor parte de la conversación: todo esto lo descartó como algo ajeno qué trata verdaderamente la vida. Aunque Thoreau tampoco encontró lugar en la vida para la religión organizada, los criterios por los que trazó tales distinciones fueron, en el fondo, religiosos. Un dualista hasta el final, se dividió en alma y cuerpo, y nunca pudo aceptar este último. “Amo cualquier otro pedazo de la naturaleza, casi, más”, confió a su diario. Las realidades físicas del ser humano lo horrorizaban. “La maravilla es cómo ellos, cómo tú y yo, podemos vivir esta vida viscosa y bestial, comiendo y bebiendo”, escribió en “Walden”. Solo negando tales apetitos podía sentir que estaba atendiendo adecuadamente su alma.
Por ello, “Walden”, no es un himno a vivir con sencillez; es un himno a vivir puramente, con todo el juicio moral que la palabra implica. En su primer capítulo, “Economía”, Thoreau presenta un programa de abstinencia tan completo que hace que el Dalai Lama parezca una Kardashian (Ese capítulo debe ser una de las mayores barreras para el ascenso del texto al canon occidental: seco, sentencioso, condescendiente, de más de ochenta páginas). Thoreau, que nunca se casó, consideró la “sensualidad” como un contaminante peligroso, por el que “nos manchamos y contaminamos unos a otros”. No fumaba y evitaba comer carne. Evitaba el alcohol, aunque con apenas más horror de lo que evitaba todas las bebidas excepto el agua: “¡Piense en frustrar las esperanzas de una mañana con una taza de café caliente o de una velada con un taza de té! ¡Ah, cuán bajo caigo cuando soy tentado por ellos!”. Sentía que esas tentaciones, junto con el peligroso intoxicante que es la música, provocó la caída de Grecia y Roma.
No puedo idolatrar a nadie que se oponga al café (especialmente si la objeción es que erosiona las grandes civilizaciones; ¿acaso no había oído el hombre de la Ilustración?), Pero Thoreau nunca encontró un apetito tan inofensivo que no hciera falta denunciarlo. Condenó a los que recolectaban arándanos para mermelada (“como los carniceros rastrillan lenguas de bisonte de la hierba de la pradera”) y consideraba la sal como “la más grosera de las compras”; si lograba arreglárselas sin ella, se jactaba, también podría beber menos agua. Aconsejó a sus lectores que comieran solo una comida al día, en parte para evitar tener que ganar dinero adicional para la comida, pero también porque el acto de comer era para él muy similar a una transgresión ética. “Los frutos que se comen con moderación no tienen por qué avergonzarnos de nuestros apetitos” escribió, como si de otra manera nuestros apetitos fueran vergonzosos. En lugar se retroceder ante la humillación pública, Thoreau hizo su parte para sostener esa ecuación irracional, tan robusta en Estados Unidos, entre hábitos alimenticios y valores morales.
La comida era mala, la bebida era mala, incluso estar a cubierto en un refugio era sospechoso, y Thoreau aconsejó tener el mínimo indispensable. “Solía ver una caja grande junto al ferrocarril”, escribió en “Walden”, “de seis pies de largo por tres de ancho, en la que los trabajadores encerraban sus herramientas por la noche”: bastaría con perforar unos agujeros para poder respirar, argumentó, y una de ellas sería un buen hogar. (“Estoy lejos de bromear”, agregó, innecesariamente. Thoreau consideraba el humor como la sal, y prescindió de el). Eligió vivir en una caja algo más grande en Walden, pero la austeridad también prevaleció en ella. Evitó las cortinas y retrocedió consternado ante la idea de usar un felpudo: “Como no tenía espacio de sobra dentro de la casa, ni tiempo de sobra dentro o fuera para sacudirlo, lo rechacé, prefiriendo secarme los pies en el césped que hay delante de la puerta de la casa. Es mejor evitar los comienzos del mal”.
No conozco ninguna teología que sostenga que el camino al infierno esté pavimentado con felpudos, pero Thoreau, al estilo puritano, vio los comienzos del mal en todas partes. Se planteó recolectar las hierbas silvestres alrededor de Walden para venderlas en Concord, pero concluyó que “probablemente estaría en camino hacia el diablo”. Se permitió plantar frijoles, pero con cautela, calificándolo de “una rara diversión que, si se prolongase durante demasiado tiempo, podría haberse convertido en un derroche de energía”. Solo aquellos que no tienen sentido del equilibrio deben vivir con tanto miedo a la pendiente resbaladiza. Robert Louis Stevenson, escribiendo sobre Thoreau en 1880, señaló que cuando un hombre debe “abstenerse de casi todo lo que sus vecinos usan de manera inocente y placentera, y de los roces y pruebas que impone en el trato la propia sociedad humana, nos damos cuenta de que esa salud basada en valores es más delicada que la enfermedad misma”.
Abstenerse de cosas, como comprendió Stevenson, no implica necesariamente sencillez; las restricciones y los repudios pueden complicar la vida con la misma facilidad. (Intente salir a cenar con un vegano que evite el gluten). Pero peor que la abnegación radical de Thoreau es su negación de los demás. Lo más revelador de lo que pretende abstenerse mientras está en Walden es la compañía, que considera, en el mejor de los casos, una molestia que consume mucho tiempo, y en el peor, una amenaza para su alma mortal. Para Thoreau, en otras palabras, sus semejantes tenían el mismo estatus moral que los felpudos.
Ninguna característica del paisaje natural es más humilde que un estanque, pero, según la evidencia de Thoreau, la calidad no es contagiosa. Despreciaba a sus admiradores, hacia quienes, escribió Emerson, “nunca fue afectuoso, sino superior, didáctico, despreciando sus mezquindades”. Desdeñó a sus aparentes amigos, y una vez respondió a una invitación para un acto social con las palabras “tales son mis compromisos conmigo mismo, que no me atrevo a prometer que vaya a asistir”. (Las cursivas son suyas). Y miraba desde arriba a toda su ciudad. “¿A qué equivale nuestra cultura de Concord?” preguntó en “Walden”. “Nuestra lectura, nuestra conversación y nuestro pensamiento son todos de muy bajo nivel, dignos sólo de pigmeos y maniquíes”.
Esta arrogancia integral se refleja en una de las frases más famosas de Thoreau: “La masa de hombres lleva vidas de silenciosa desesperación”. Para mí es un misterio cómo una afirmación tan a la vez insufrible y absurda entró alguna vez en el canon de las citas populares. Si Thoreau lo hubiera ampliado para incluirse a sí mismo, sería menos desagradable; si lo hubiera ampliado para incluir a todos (à la Sartre), sería más defendible. Sin embargo, en su forma actual, la declaración de Thoreau es a la vez desagradable y empíricamente dudosa. ¿Con qué método, se pregunta uno, podría un hombre tan poco dispuesto a conocer a otras personas basar una acusación sobre la mayoría de la humanidad?
Con ninguno, por supuesto; Thoreau no podría haber estado menos interesado en cómo vivía realmente la masa de hombres. Al contrario, era tan provinciano como egoísta. (Una vez afirmó que Massachusetts contenía casi todas las plantas importantes de Estados Unidos y, después de leer el relato más vendido de 1856 del explorador Elisha Kane sobre su viaje al Ártico, comentó que “la mayoría de los fenómenos notados podrían observarse en Concord”). Su actitud hacia Europa “casi alcanzaba el desprecio”, escribió Emerson, mientras que “el otro lado del mundo” era, en palabras de Thoreau, “bárbaro y malsano”. Haciendo una virtud de su indiferencia, desaconsejó la lectura de periódicos. “Estoy seguro”, escribió en “Walden”, “que nunca leí ninguna noticia memorable en un periódico”, sobre todo porque “nunca pasa nada nuevo en el extranjero”. En esa amplia afirmación incluyó de forma explícita la Revolución Francesa.
Como era de esperar, este misántropo absoluto no se preocupó por ayudar a otras personas. “Confieso que hasta ahora me he entregado muy poco a causas filantrópicas”, escribió Thoreau en “Walden”. Lo había “probado de manera adecuada” y estaba “satisfecho de ver que no concuerda con mi forma de ser”. Tampoco la generosidad espontánea: “Pido a un visitante que no esté realmente hambriento, aunque puede que tenga el mejor apetito del mundo, como quiera que lo tenga. Los sujetos de caridad no son invitados”. En lo que ahora es una gran tradición estadounidense, Thoreau justificó en su propia frugalidad el rechazar a los necesitados. “A menudo, el pobre no tiene tanto frío y está tan hambriento como sucio, andrajoso y asqueroso. Es en parte su gusto y no simplemente su desgracia. Si le das dinero, tal vez lo use para comprar más trapos”. Pensando en ese tipo de cosas, Thoreau escribe: “Empecé a sentir lástima de mí mismo, y vi que sería una caridad más grande para mí regalarme una camisa de franela que toda una tienda de basura a él”.
Los pobres, los ricos, sus vecinos, sus admiradores, los extraños: la antipatía de Thoreau hacia la humanidad abarcaba incluso la idea misma de civilización. En sus diarios, lamenta la riqueza arqueológica de Gran Bretaña y agradece que en Nueva Inglaterra “no tenemos que colocar los cimientos de nuestras casas en las cenizas de una antigua civilización”. Eso es evidentemente falso, pero también es revelador: para Thoreau, la civilización era un contaminante. “Líbrame de una ciudad construida en el sitio de una ciudad más antigua, cuyos materiales son ruinas, cuyos jardines, cementerios”, escribió en “Walden”. “La tierra está blanqueada y maldita allí”. Visto desde este punto de vista, la retirada de Thoreau en Walden fue un compromiso desesperado. Lo que realmente quería era ser Adán, antes que Eva, ser el primer ser humano, inmaculado, completamente solo en su Edén.
Hay una sorprendente excepción a la indiferencia de Thoreau hacia el resto de la humanidad, y es justamente famoso por ello. Abolicionista convencido, condenó la Ley de Esclavos Fugitivos, participó en el Underground Railroad (Ferrocarril Subterráneo, nombre dado a las rutas clandestinas de escape de los esclavos de los estados, AyR), defendió la incursión de John Brown en Harper‘s Ferry (Brown era el líder de milicia radical abolicionista y defendía la lucha armada contra la esclavitud, AyR) y se negó a pagar impuestos en Massachusetts, en parte porque sostenían la institución de la esclavitud. (Uno se pregunta cómo se habría enterado de la ley, la redada o cualquiera de los demás sin leer un periódico, pero no importa.) La esclavitud como institución fue y sigue siendo la crisis moral y política central de la historia estadounidense, y gran parte del estatus de Thoreau se deriva de su absoluta oposición a ella.
Pero uno puede alcanzar buenos fines por malos medios, y Thoreau lo hizo. “No tenía ni una pizca de respeto por las opiniones de ningún hombre o grupo de hombres, solo homenajeaba la verdad misma”, escribió Emerson sobre Thoreau. Lo dijo como un elogio, pero el problema con esa posición, y el más profundo de todos los problemas que perturban las aguas de “Walden”, es que supone que Thoreau tenía una mejor manera de discernir la verdad que otras personas.
Thoreau, por ejemplo, asumió eso. Como sus compañeros trascendentalistas, desconfiaba de la tradición y las instituciones, y consideraba la intuición personal y la revelación directa como fundamentos superiores de las creencias espirituales y seculares (el Trascendentalismo fue un movimiento político, filosófico y literario inspirado en Kant y surgido en el seno de la Iglesia Unitaria que floreció aproximadamente entre 1836 y 1860 y que sostenía que el alma de cada individuo es idéntica al alma del mundo y contiene lo que el mundo contiene, y fernte al empirismo proponía una vía intuitiva basada en la capacidad de la conciencia individual, sin necesidad de milagros, jerarquías religiosas ni mediaciones, AyR). A diferencia de sus compañeros trascendentalistas, también consideraba sus propias intuiciones y revelaciones particulares como superiores a las de otras personas. “A veces, cuando me comparo con otros hombres”, escribió en “Walden”, “parece como si los dioses me favorecieran más que ellos, más allá de los desiertos de los que soy consciente; como si yo tuviera una autorización y una fianza en sus manos que mis compañeros no tienen, y por ello dispongo de una guia y protección especial”.
Afirmar disponer de una guía especial por parte de los dioses es la postura del profeta: de quien se cree en posesión de la verdad revelada y, por lo tanto, tiene el derecho —de hecho, la obligación— de iluminar a los demás. Thoreau, cómodo con esa postura, se burló de los que no lo estaban. (“Ellos no quieren que ningún profeta nazca en sus familias, ¡malditos!”) Pero la profecía es una pobre filosofía política, por al menos dos razones.
La primera se refiere al problema de la falibilidad. En “Resistencia al gobierno civil” (más conocido hoy día como “Desobediencia civil”), Thoreau argumentó que su única obligación política era “hacer en cualquier momento lo que yo crea correcto”. Cuando está limitada por su contexto, esa frase es convincente; se lee como una llamada a obedecer la propia conciencia por encima de las leyes injustas. Pero como teoría más amplia de gobierno, que es lo que era, es preocupante. La gente comete errores de forma rutinaria por obediencia a su conciencia, incluso en situaciones en las que la ley exige un mejor comportamiento. (Considere a la secretaria del condado de Kentucky que actualmente se niega a emitir licencias de matrimonio a parejas homosexuales). De la misma manera que las instituciones públicas, las brújulas morales privadas pueden equivocarse, y las diferentes brújulas frecuentemente apuntan en direcciones diferentes. Y, como señaló el erudito Vincent Buranelli en una crítica de 1957 a Thoreau, “El antagonismo nunca es peor que cuando se trata de dos hombres, cada uno de los cuales está convencido de que habla de bondad y rectitud”. El objetivo de la democracia es decidir entre tales posturas enfrentadas mediante algún medio que no sea el decreto o la fuerza, pero Thoreau no estaba interesado en ese proceso.
Tampoco estaba interesado en someter sus afirmaciones a un escrutinio lógico. Y ese es el segundo problema de basar las propias creencias en la intuición personal y la revelación directa: justifica la sustituir con anécdotas y autoridad las evidencias y la razón. El resultado, en “Walden”, es un matorral inexpugnable de contradicciones y caprichos. En un momento, Thoreau fulmina contra el ferrocarril, “ese diabólico Caballo de Hierro, cuyo relincho desgarrador se oye por todo el pueblo”; en el siguiente, afirma que se siente “refrescado y expandido cuando el tren de carga pasa a mi lado”. En un momento, sostiene que las civilizaciones anteriores no valen nada; en el siguiente, combina la irritabilidad de los niños de hoy con la nostalgia por la superioridad imaginada del pasado. (“La cría fue una vez un arte sagrado; pero nosotros lo perseguimos con irreverente prisa y negligencia”). Sobre el tema del empleo, “Walden” se lee a veces como “La semana laboral de 4 horas” (libro de Timothy Ferriss publicado en 2007, proponiendo eliminar la jornada laboral tradicional de 8 horas por una administración personalizada del tiempo de trabajo, algo tan sólo al alcance de profesionales bien pagados, AyR) y a veces como los sermones recopilados de Calvino (teólogo francés, considerado como uno de los autores y gestores de la Reforma Protestante, defensor de un estilo de vida basado en el puritanismo y el esfuerzo, AyR). Thoreau denigra el trabajo, elogia el ocio y afirma que puede ganarse la vida durante el mes en cuestión de días, sólo para darse la vuelta y escribir que “del esfuerzo surgen la sabiduría y la pureza; de la pereza, la ignorancia y la sensualidad”. Tan incoherente es su tratamiento de la economía que E.B. White, que por lo demás es un fanático, escribió que Thoreau “cabalga hacia el sujeto a máxima velocidad, disparando en todas direcciones”. Nadie ni nada sale ileso, y mucho menos el autor.
Emerson es famoso por recomendar no intentar mantener estúpidamente una consistencia en las acciones, pero Thoreau se las arregló para equivocarse en ambas direcciones. Sus preceptos de cómo comportarse son tan tontamente inconsistentes como para desafiar todos los intentos de reconciliarlos de algunga forma, mientras que su sensibilidad moral es tan estúpidamente consistente que resulta ingenua y cruel. (Por algún motivo, Thoreau nunca entendió que la vida en sí misma no es consistente, y creyó que lo que funcionó para un hombre adinerado educado en Harvard sin personas dependientes de él u obligaciones podría no ser un código universal ideal). Esas carencias con éticas e intelectuales, y también polítcas. Rechazar todas las certezas excepto las propias es el comportamiento de un fanático; emitir decretos contradictorios basados en los caprichos privados es el de un déspota.
Esto no son las cosas de un héroe democrático. Tampoco la política real de Thoreau, que era libertaria hasta estar al borde del anarquismo. Al igual que los preppers actuales (así se denomina en EEUU a personas que se preparan para cualquier tipo de desastre, AyR), valoraba la autosuficiencia por razones que eran a la vez autoengrandecedoras y sospechosas: no creía que necesitara nada de otras personas, y tampoco confiaba en que otras personas le proporcionaran lo ue necesitase. “El mejor gobierno es el que menos gobierna”, dijo supuestamente Jefferson. Thoreau, revisándolo, escribió: “El mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto”.
Sin embargo, para un hombre que creía en un gobierno basado únicamente en la conciencia, la suya era terriblemente estrecha. Thoreau no entendía en absoluto la pobreza y la idealizaba constantemente. (“Los agricultores son respetables e interesantes para mí en proporción a su pobreza”). Su claridad moral sobre la abolición de la esclavitud se debió menos a la compasión o un compromiso con la igualdad que al hecho de que la esclavitud violaba descaradamente su creencia en el autogobierno. De hecho, cuando se confrontaron el abolicionismo y el individualismo crudo, este último demostró ser su mayor prioridad. “A veces casi puedo decir que me sorprende que podamos ser tan frívolos”, escribe en “Walden”, “como para centrarnos en esa forma de servidumbre grosera y de alguna forma extraña llamada esclavitud negra, cuando hay tantos amos agudos y sutiles que esclavizan tanto al Norte como al Sur. Es duro tener un supervisor sureño; es peor tener uno del Norte; pero lo peor de todo es cuando eres el esclavista de ti mismo”.
Una nación compuesta enteramente por individualistas crudos —tan limitados que casi no tenían necesidades, tan solitarios que esas necesidades nunca entraban en conflicto con las de sus compatriotas— no necesitaría, ciertamente, mucho gobierno. Pero tal nación nunca ha existido, e incluso si esto fuera lo único que argunmente contra la visión política de Thoreau, dicha imposibilidad por sí sola sería suficiente. Como dijo una vez el filósofo Avishai Margalit (no a propósito de Thoreau, aunque a propósito de la posición igualmente inalcanzable del estoicismo absoluto), “considero que no ser una opción es, en cierto modo, un argumento suficiente”. Entonces, quizás un argumento suficiente contra Thoreau es que, aunque nunca lo admitió, la vida que prescribió no era una opción ni siquiera para él.
Sólo mediante medidas elásticas se puede considerar a “Walden” como no ficción. Si se lee con indulgencia, es una especie de meditación extendida semificticia con un personaje llamado Henry David Thoreau. Si se lee con menos indulgencia, es similar a las memorias más vendidas recientes cuyos autores resultan haberse inventado gran parte de sus historias. Está ampliamente reconocido que, para elaborar una narrativa más ordenada, Thoreau condensó sus veintiséis meses en la cabaña en un solo año de calendario. Pero esa es la menor de las libertades que se toma con los hechos y la más perdonable de sus manipulaciones para nuestra experiencia como lectores. El libro lleva el subtítulo “Life in the Woods” (la vida en los bosques) y, a partir de esas palabras, Thoreau insiste en que lo leamos como la historia de un exilio voluntario de la sociedad, una confrontación prolongada con la naturaleza y la soledad.
En realidad, Walden Pond en 1845 estaba apenas más fuera de la red urbana, en relación con la sociedad se du época, que Prospect Park (un parque de Brooklyn, en Nueva York, AyR) en la actualidad. El tren de cercanías a Boston pasaba por su lado suroeste; en verano, el lugar estaba lleno de excursionistas y nadadores, mientras que en invierno era frecuentado por cortadores de hielo y patinadores. Thoreau podría llegar caminando desde su cabaña hasta la casa de su familia, en Concord, en sólo aproximadamente 20 minutos, el tiempo que se tarda en caminar las quince manzanas desde Carnegie Hall hasta Grand Central Terminal (de nuevo en Nueva York, AyR). Hizo esa caminata varias veces a la semana, atraído por las galletas de su madre o la oportunidad de cenar con amigos. Estos hechos los pasa por alto en “Walden”, a pesar de que detalla con una precisión mínima sus hábitos alimenticios y sus gastos. Tampoco menciona las visitas semanales de su madre y hermanas (que trajeron más comida que no está documentada) y minimiza el hecho de que habitualmente también recibía a otros invitados, a veces hasta treinta a la vez. Esta es la situación que Thoreau resumió diciendo: “En general, es tan solitario el lugar donde vivo como las praderas. Es tan Asia o África como Nueva Inglaterra... Por la noche, nunca hubo un viajero que pasara por mi casa o llamara a mi puerta, como si fuera el primer o el último hombre”.
¿Importa esta falsedad? Innumerables fanáticos de Thoreau han argumentado que no, citando a modo de defensa su propia afirmación de que “la soledad no se mide por los kilómetros de espacio que intervienen entre un hombre y sus compañeros”. Pero, como señaló el escritor científico David Quammen en un ensayo de 1988 sobre Thoreau (antes de continuar y perdonarlo), existen muchos tipos de soledad que si se miden en millas. Solo alguien que nunca haya experimentado la verdadera lejanía podría confundir a Walden con la naturaleza o comparar la vida en el bullicioso estanque con la de las praderas de mediados del siglo XIX. De hecho, un excelente correctivo para “Walden” es el trabajo de Laura Ingalls Wilder, quien creció en esas praderas y en una genuina casita en el gran bosque. Wilder vivió aquello a lo que Thoreau simplemente jugaba, y sus libros no solo son más alegres e interesantes que “Walden”, sino que también, cuando se vuelven a leer, son mil veces más desgarradores. El aislamiento real presenta riesgos reales, tanto emocionales como mortales, y si Thoreau hubiera vivido realmente alejado de otras personas, podría haberlas valorado más. En cambio, sus argumentos contra la comunidad se basaban en una experiencia falsa de prescindir de ella.
Comience con premisas falsas y corre el riesgo de llegar a conclusiones falsas. Comience con premisas falsificadas y perderá su autoridad. Los apologistas de Thoreau a menudo afirman que simplemente distorsionó algunos hechos triviales al servicio de una verdad más profunda. Pero, ¿cuán profunda puede ser una verdad, y, de hecho, cuán verdadera puede ser, si no se construye a partir de hechos? Thoreau sostiene que fue a Walden para construir una vida sobre la base de principios éticos y existenciales básicos, y que lo que logró como resultado fue simple y digno de imitar. (Su afirmación de que no quiere que otros lo imiten no se puede tomar en serio. Por un lado, “Walden” es una guía para hacer precisamente eso, incluye hasta el número de sillas que un hombre debería tener. Por otro lado, habiendo descartado todos los demás estilos de vida como moral y espiritualmente sinesperanza, no deja muchas opciones a sus lectores).
Pero Thoreau no vivió como lo describió, y ningún principio ético está más vacío que uno que no se aplica a su autor. La hipocresía no es que Thoreau aspirara a la soledad y la autosuficiencia, sino que siguiera yendo a casa en busca de galletas y compañía. Esa es solo la brecha entre la aspiración y la puesta en práctica, además de la variabilidad en nuestras necesidades y estados de ánimo de un momento a otro, experiencias eminentemente humanas que, si Thoreau se hubiera comprometido con ellas, habrían resultado en un libro mucho más interesante y útil. La hipocresía es que Thoreau vivió una vida complicada pero fingió vivir una sencilla. Peor aún, predicó a otros para que vivieran como él no lo hizo, mientras los reprendía por sus propios compromisos y complejidades.
¿Por qué, dada la hipocresía de Thoreau, su santidad, su severo ascetismo y su desprecio, seguimos apreciando a “Walden”? Una respuesta es que lo leímos muy temprano. “Walden” es un elemento básico del plan de estudios de la escuela secundaria, y difícilmente se podría escribir un libro más atractivo para los adolescentes: Thoreau apoya la rebelión contra las normas sociales, defiende la ociosidad frente al trabajo y da permiso a sus lectores para ignorar a sus mayores. (“En la práctica, los viejos no tienen consejos muy importantes que darles a los jóvenes, su propia experiencia ha sido tan parcial y sus vidas han sido fracasos miserables”). “Walden” también tiene un tono fundamentalmente adolescente: Thoreau comparte la convicción, mucho más apropiada para el desarrollo y perdonable en los adolescentes, de que las certezas de los demás son incorrectas mientras que las propias son incuestionables. Es más, presenta la edad adulta no como es, sino como la imaginan los niños: un idilio de autonomía, libre de responsabilidades cívicas o familiares.
Otra razón por la que apreciamos “Walden” es porque lo leemos de forma selectiva. Aunque Thoreau es insoportable cuando se imagina a sí mismo como un vidente, es maravilloso sobre lo que vé realmente, y los pasajes en los que se dedica a describir el mundo natural tienen una agudeza y serenidad que no se acerca a ninguna otra cosa en el libro. Es un placer leerlo cuando describe una batalla entre hormigas negras y rojas; sobre las capas de hielo que se forman cuando el estanque se congela en invierno; sobre la brisa, pájaros, peces, chinches y motas de polvo que perturban de manera diferente la superficie de Walden. En un momento, en su barca, Thoreau rema detrás de un colimbo cuando se sumerge, para tratar de estar cerca cuando resurja. “Fue un juego bonito, jugado en la superficie lisa del estanque, un hombre contra un colimbo”, escribe. “De repente, la ficha de tu adversario desaparece debajo del tablero, y el problema es colocar la tuya más cerca de donde volverá a aparecer la suya”. Esa es una escritura de primera clase sobre la naturaleza. Thoreau también emerge en un lugar sorprendente —en un juego de damas, donde un escritor menor habría buscado el escondite— y captura no solo el comportamiento del colimbo, sino el placer muy humano de estar al aire libre.
También es al contemplar la tierra cuando Thoreau entendió bien el panorama general. “Nunca podemos tener suficiente naturaleza”, escribió. “Necesitamos ser testigos de la transgresión de nuestros propios límites y de una vida que pasta libremente por donde nunca pasearemos”. Por muy falso que fuera su propio retiro, por muy apretados y egoístas que fueran sus motivos para emprenderlo, entendía por qué el desierto era importante, y tenía razón en que hay algo saludable, liberador y estimulante en vivir en él con tan poco como sea necesario.
Pero cualquier lectura de Thoreau que lo considere un campeón de la naturaleza es culpable de elegir su trabajo más admirable y hacer la vista gorda respecto al resto. La otra y más condenatoria respuesta a la pregunta de por qué lo admiramos no es que lo leamos de manera incompleta e inexacta, sino que lo leemos exactam y correctamente. Aunque a menudo se considera a Thoreau como una especie de cruce entre Emerson, John Muir y William Lloyd Garrison, el hombre que emerge en “Walden” tiene un espíritu mucho más cercano a Ayn Rand: desconfiado frente al gobierno, fanático del individualismo, egoísta, elitista, convencido de que otras personas llevan vidas patéticas pero categóricamente opuesto a ayudarlas. No es a pesar de estas cualidades, sino gracias a ellas, por lo que Thoreau se convierte en un héroe nacional tan conveniente.
Quizás lo más extraño y triste de “Walden” es que es un libro sobre cómo vivir que no dice casi nada sobre cómo vivir con otras personas. Sócrates también examinó su vida, en medio del ágora. Montaigne se obsesionó consigo mismo hasta los callos de sus pies, pero lo hizo con camaradería y alegría. Whitman, contemporáneo y compañero trascendentalista de Thoreau, se unió a él para cantar una canción de sí mismo, esforzándose por ser indomable, animándonos a resistir mucho y obedecer poco. Pero era generoso (“Da limosna a todo el que pida”), empático (“El que degrada a otro me degrada a mí”), y se sentía cómodo con las multitudes, las suyas y otras. Habría respondido a un naufragio como lo hizo con la Guerra Civil, atendiendo a los heridos y sentándose con los afligidos y moribundos.
Pobre Thoreau. Él también fue víctima de una especie de naufragio, por razones de su propia psicología, un náufrago del resto de la humanidad. En última instancia, es imposible no sentir lástima por el autor de “Walden”, que se dedicó a establecer las necesidades básicas de la vida sin darse cuenta de que lo necesario es un listón bajo y aburrido; cuyo relato de cómo vivir se parece menos a un ajuste de cuentas existencial que al presupuesto de un pobre, con sus cálculos de cuánto comer y dormir esquivando las preguntas de por qué estamos aquí y cómo deberíamos tratarnos unos a otros; que vivía junto a un estanque, relató un viaje por los ríos Concord y Merrimack y escribió sobre Cape Cod, todo sin reconocer que es en los abrevaderos, los ríos y las costas donde se construyen las sociedades humanas.
Por supuesto, a veces es difícil lidiar con la sociedad. Pocas cosas frustrarán sus planes de vivir deliberadamente más rápido que esas sorpresas caóticas y confusas conocidas como otras personas. Asimismo, pocas cosas frustrarán su autonomía absoluta más rápido que la gobernabilidad, y no solo cuando el gobierno es injusto; toda ley es un parámetro, una restricción sobre lo que de otro modo podríamos hacer. Los adolescentes también se esfuerzan y se retuercen ante cualquier freno a su libertad. Pero la posición madura, y la que está en el corazón de la democracia estadounidense, busca un equilibrio entre el individuo y la sociedad. Thoreau vivió ese complicado equilibrio; la pena es que lo abandonó, junto con todo sentimiento de compañerismo, en “Walden”. Y, sin embargo, hicimos un clásico del libro, y un modelo moral de su autor, un hombre cuyo deseo más profundo y acto característico era dar la espalda al resto de nosotros.
Este texto es parte de un dossier sobre Thoreau publicado en el número 35 de la revista Desde el Confinamiento, que puede descargarse gratuitamente aquí. Una introducción puede leerse aquí.
El texto "Desobediencia Civil" de Thoreau fue publicado en el número 32 de la revista Amor y Rabia, que puede descargarse gratuitamente aquí. Una introducción puede leerse aquí.