sábado, 26 de junio de 2021

Preguntas sobre los 'expertos'


Los especialistas de los laboratorios de ideas suelen formar parte de una casta disfuncional que desdeña las perspectivas alternativas y está inmunizada contra las consecuencias de las políticas que justifica.


por Rafael Poch de Feliu


30 de mayo de 2019


Las posiciones de una gran potencia soberana (en el mundo de hoy quedan bien pocas) en materia de política económica o relaciones internacionales, vienen, obviamente, determinadas por los intereses de las fuerzas vivas a las que sirve su gobierno. Cuando un gobierno quiere divulgar esas posiciones echa mano de los medios de comunicación. Cuando quiere crearlas, utiliza a los “expertos”.

Los “expertos”, como los periodistas, suelen comer de la mano del poder establecido, así que elaboran las posiciones que se espera de ellos. Para eso existe todo un entramado institucional de fundaciones, universidades, institutos y medios de comunicación, cuyo principal vector es esa servidumbre. Suele ser tan difícil encontrar un “experto” con puntos de vista propios o independientes, como toparse con un periodista heterodoxo. Normalmente ni unos ni otros tienen futuro profesional, ni por supuesto lugar, en las instituciones concernidas.

Debemos al libro de Stephen Walt, The Hell of Good Intentions una rara caracterización de los llamados “laboratorios de ideas” de Estados Unidos, más conocidos por su denominación inglesa, think tanks. Walt ya fue coautor, junto con el académico conservador John J. Mearsheimer, de un excelente libro sobre el funcionamiento del poderoso lobby israelí en su país, The Israel Lobby and U.S. Foreign Policy. Ahora nos explica el mundo de los “expertos” en política exterior.

Los define como “una casta disfuncional, formada por privilegiados que en general desdeñan las perspectivas alternativas y están inmunizados con respecto a las consecuencias de las políticas que han puesto en práctica”. Un cuerpo disciplinado por las patologías establecidas que se deducen de los intereses de quienes les pagan y dirigen.

La mayoría de los laboratorios de ideas están vinculados a intereses particulares. En Estados Unidos eso viene de muy lejos, con instituciones de pensamiento vinculadas a los nombres de la modernización de los hidrocarburos y el acero, como Rockefeller o Carnegie, pero en los años setenta se produjo una enorme inversión en creadores de opinión que preparó el terreno ideológico a la involución neoliberal. Hoy, la mayoría de los “centros de estudios estratégicos” o “institutos de estudios económicos” que uno encuentra en el mundo que cuenta, emiten desde hace décadas la buena nueva neoliberal / belicista / crematística que ha llegado a formar parte del sentido común del cudadano informado. Su objetivo no es la investigación de la verdad, o de las verdades, sino “el marketing político de ideas defendidas por sus patrocinadores”, explica Walt.

Los norteamericanos inventaron el uso intensivo de la prensa para propagar las mentiras necesarias para generar el consenso que necesita una agresión. Ellos fueron los creadores del periodismo moderno y son sus maestros. Utilizan la crónica internacional, fundamentalmente, para justificar, encubrir o embellecer las fechorías de su gobierno. Fueron ellos lo que estrenaron y rodaron esa relación incestuosa del poder con los periodistas a base de filtraciones y confidencias interesadas al cuerpo de periodistas de la corte, dentro de ese marco de empresas periodísticas estrictamente controladas por el poder empresarial que pasa por “libertad de prensa” y “cuarto poder”, cuando es precisamente su perversión. La actual relación entre medios y poder que hoy vemos por doquier, fue un invento americano, como las relaciones públicas y el complejo Hollywood, que, como dice Laurent Dauré, es “la continuación de la política de Washington por otros medios”.

A su vez, los periodistas apelan a los “expertos” para apoyar el mensaje buscado cuando se debate sobre aspectos de la política internacional. El resultado suele ser enormemente uniforme, ya que son raras las voces que discrepan de los planteamientos establecidos. La consecuencia de instituciones que tienden a perder de vista la realidad -porque la sacrifican a la disciplina- suele ser una considerable ceguera sistémica. Es así como la “eficacia” del aparato de propaganda imperial contribuye a la degeneración de un sistema cegado. Lo vimos en la URSS, pero es universal: aunque el liderazgo de Estados Unidos sea aplastante, eso ya son cosas que ocurren en diversa medida en casi todas partes.

Walt explica cómo la mayoría de los expertos están formateados por el consenso ideológico-militar de Washington y quienes no lo están tienen pocas probabilidades de hacer carrera. Menciona el destino de los 33 investigadores de relaciones internacionales que en septiembre de 2002 advirtieron contra la guerra de Irak. “A ninguno de ellos se le ha propuesto desde entonces un cargo o un puesto de trabajo en la administración ni en ninguno de los grupos mas prestigiosos dedicados a la investigación exterior”, dice. Es tan raro ver a un experto que defienda en una televisión de Estados Unidos la posición de Irán en las actuales tensiones, como ver en un canal europeo a un crítico de la OTAN o del nacionalismo exportador de Alemania y su austeridad en la eurocrisis. No se les paga para eso.

Cada año gobiernos e industrias aportan decenas de millones a las instituciones encargadas de fabricar el consenso. En Estados Unidos los think tanks son considerados instituciones “sin ánimo de lucro”, por lo que no están obligadas a declarar los nombres de sus mecenas ni el monto de sus ingresos anuales. A pesar de ello, es notorio que la mayoría de los laboratorios de ideas reciben donaciones millonarias de empresas del sector militar, como Lockheed-Martin o Boeing, del propio ejército, del sector aeroespacial y de países de Oriente Medio, como Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Omán, Qatar, Israel, u otros como Corea del Sur o Japón. Aunque esas instituciones defienden intereses nacionales y específicos de Estados Unidos,  financiar think tanks americanos es para esos países una buena inversión para promover sus propios asuntos desde el centro imperial.

La mayor parte de los grandes think tanks de Estados Unidos y de Europa tienen entre sus asociados a notorios ex mandatarios de sus parroquias. Gente como Henry Kissinger, Brent Scowcroft, Stephen Hadley, en Estados Unidos, o compañeros de viaje como el ex ministro de exteriores sueco Carl Bildt o José María Aznar, figuran como directores y asesores del Atlantic Council, el think tank vinculado a la OTAN. Lo mismo ocurre con los grandes laboratorios de ideas europeos, El European Council on Foreign Relations o la DGAP alemana. El CIDOB de Barcelona, tuvo como Presidente al ex ministro de defensa Narcís Serra, y como Presidente de honor a Javier Solana. No hay que extrañarse de lo difícil que resulta encontrar allí puntos de vista que contradigan algo la disciplina del pensamiento establecido en materia de “seguridad europea” o eurocrisis, por citar dos grandes ámbitos. Es una tendencia que llega hasta los últimos rincones de este pequeño mundo de servidumbres y disciplinas intelectuales, en el que, por supuesto, hay excepciones.

La historia sugiere que el incremento del nivel de educación, de cultura y de sofisticación técnica en los países más desarrollados, no nos ha hecho más y mejor informados que nuestros tatarabuelos. Separados por más de un siglo, la mentira sigue uniendo el derrocamiento de la última reina de Hawai, Liliuokalani, en 1893, con el de Sadam Hussein, en 2003. Lo que Snowden reveló, sugiere incluso la posibilidad bien real de un control orwelliano, antes técnicamente impensable.

Por todo ello, de la misma forma que estamos obligados a aprender a leer periódicos, es decir a interpretarlos, cuando nos presentan a un “experto” hay que preguntarse lo más elemental: ¿De dónde sale? ¿Para quién trabaja y quién paga a su institución?