por Rubén Arranz
Lo peor de las pestes -como escribió Camus- es que generan cierta sensación de sufrimiento colectivo. Es un mecanismo de defensa personal, pues pensar en la situación global de la pandemia ayuda a relativizar las desgracias personales.
El problema es que esa sensación suele venir acompañada de un fenómeno que se resume una frase: “El hábito de la desesperación es peor que la desesperación en sí misma”. Acostumbrarse a la 'nueva normalidad' y dejarse llevar por el miedo puede hacer perder el norte al personal y derivar en el señalamiento de quien se considera que ralentiza la recuperación. Es lo que ha ocurrido estos días con los muchachos que decidieron viajar a Mallorca tras finalizar sus clases para hacer algo que ha sido proscrito por los sacerdotes de las buenas formas y la seguridad sanitaria: pasarlo bien.
Porque aquí nos encontramos una situación que da pavor: por un lado, la de unos muchachos que no hicieron nada que estuviera prohibido -o no se ha demostrado- y que seguramente quisieran ofrecer respuesta a sus hormonas con fiesta, alcohol y el sexo miope de los 18 años.
En el extremo contrario, se halla un Gobierno balear que los retuvo en un hotel, al considerar que implicaban un peligro para la salud pública. Un peligro mayor del de otros grupos de turistas. Sobra decir que la Justicia ha quitado la razón a esta Administración, pero claro, cuando eso ocurrió, los chavales ya habían sido señalados. Y el Ejecutivo autonómico les había privado de su libertad de movimiento, cosa de una considerable gravedad.
CABEZAS DE TURCO
Como -un año más- el Gobierno ha decidido salvar la temporada turística, y como eso seguramente genere brotes en 'puntos calientes', se hace necesario buscar cabezas de turco para que las miradas no se dirijan hacia Moncloa si se tuerce la situación. El pasado verano se culpó a los botellones de la segunda ola y, unos meses después, a las cenas de Navidad de la tercera. Y los ciudadanos descubrieron que a Madrid viajaban franceses unos días antes de imponer el toque de queda. Ahora, los medios de comunicación patrios -que rozan lo indecente- ilustran sobre los viajes en grupo y señalan a los jóvenes, que suelen ser muy útiles en la tarea de culpar al pueblo de las tropelías gubernamentales, pues les acompaña la inconsciencia que genera la inexperiencia.
Provocó vergüenza ajena la entrevista que Mamen Mendizábal realizó el miércoles por la tarde en La Sexta a una de las chicas que había sido sometida a un confinamiento forzoso en Mallorca. Tal es así que la propia entrevistadora cambió el tono en la segunda parte de la conversación, ante la evidencia de que estaba cometiendo una injusticia con la adolescente. “Debes ser la única que no se ha movido de su habitación, ¿o qué? / ¿Todos os habéis portado bien y no os habéis mezclado entre vosotros? / ¿Entiendes que ahora mismo el peligro de que os dejen salir es que los que ayer eran negativos hoy son positivos? ¿No te daría miedo volver en un barco hacia la península?”.
Sencillamente, repugnante, al igual que los mensajes de Antonio Maestre en los que se refiere a los viajeros como “pijos”. O la carta que escribió una profesora del instituto de estos muchachos, y que publicó Diario de Mallorca. “Os vais a Mallorca en busca del coronavirus después de que durante meses, en el instituto, nos hayamos dejado la vida para que no os contagiéis y no contagiéis a vuestras familias”.
LA MIOPÍA DE LA PRENSA
Resulta de una ceguera máxima el mero hecho de emprenderla contra un grupo de adolescentes mientras se pasa de puntillas sobre la intolerable arbitrariedad de la Administración que los encerró sin tener potestad para hacerlo. No lo definirán como detención ilegal porque existen ciertos reparos a llamar a las cosas por su nombre en lo que respecta a la covid-19. Y porque parece que cualquier medida restrictiva es positiva y está justificada en la lucha contra la pandemia, que es en realidad una pugna contra la muerte y la ruina. Pero lo cierto es que lo que ha hecho en los últimos días el Gobierno de Francina Armengol es una auténtica tropelía. Ella acusa a los demás de irresponsables, pero no duda en restringir derechos con arbitrariedad de tirana ignorante.
Es cierto que la actitud de los muchachos no es prudente, toda vez que no estaban vacunados y que las fiestas tienen la capacidad de paralizar las neuronas. Pero no hacían nada prohibido, al contrario que el Ejecutivo balear. Una vez más, los medios han cargado las tintas contra la parte débil, es decir, contra el objetivo equivocado. Y, una vez más, han ayudado al poder en su intento de echar la culpa a la población sobre los efectos derivados de los riesgos que ha decidido asumir. Lo han hecho a sabiendas de que “el hábito de la desesperación es peor que la desesperación en sí misma”. Es decir, conocedores de que nos hemos acostumbrado a las restricciones y consideramos positiva la 'nueva normalidad'.
¿De forma indefinida? Es probable. Nunca más un avión volvió a estrellarse contra un rascacielos y las prohibiciones de 2001 siguen vigentes.