sábado, 21 de enero de 2017

El fin del liberalismo identitario

Mark Lilla – 18 Nov. 2016


Es una obviedad que EEUU se ha convertido en un país más diverso. Es también una cosa hermosa de ver. Los visitantes de otros países, especialmente aquellos que tienen problemas para incorporar diferentes grupos étnicos y religiones, se asombran de que consigamos hacerlo. No perfectamente, por supuesto, pero actualmente ciertamente mejor que cualquier nación europea o asiática. Es una historia de éxito extraordinaria.

Pero ¿cómo debe moldear esta diversidad nuestra política? La respuesta liberal estándar durante casi una generación ha sido que debemos tomar conciencia y "celebrar" nuestras diferencias. Lo cual es un espléndido principio de pedagogía moral, pero desastroso como fundamento de la política democrática en nuestra ideologizada era. En los últimos años, el liberalismo estadounidense ha caído en una especie de pánico moral acerca de la identidad racial, de género y sexual que ha distorsionado el mensaje del liberalismo y le ha impedido convertirse en una fuerza unificadora capaz de gobernar.
Una de las muchas lecciones de la reciente campaña presidencial y su repugnante resultado es que se debe poner fin a la era del liberalismo identitario. Hillary Clinton estaba en su mejor y más estimulante momento cuando habló sobre los intereses estadounidenses en los asuntos mundiales y cómo se relacionan con nuestra comprensión de la democracia. Pero cuando se trataba de la vida en casa, tendía a lo largo de la campaña a perder esa gran visión y se deslizaba en la retórica de la diversidad, apelando explícitamente a los votantes afroamericanos, latinos, L.G.B.T. Y las mujeres en cada acto. Este fue un error estratégico. Si va a mencionar grupos en América, es mejor mencionarlos a todos. Si no lo hace, aquellos que no sean nombrados lo notarán y se sentirán excluidos. Y eso fue exactamente lo que sucedió, como muestran los datos, con la clase obrera blanca y los que tienen fuertes convicciones religiosas. Dos tercios de los votantes blancos sin títulos universitarios votaron por Donald Trump, al igual que más del 80 por ciento de los evangélicos blancos.
La energía moral en torno a la identidad tiene, por supuesto, muchos efectos buenos. La 'discriminación positiva’  ha reformado y mejorado la vida empresarial. Black Lives Matter ha apelado a cada estadounidense con conciencia. Los esfuerzos de Hollywood para normalizar la homosexualidad en nuestra cultura popular ayudaron a normalizarla en las familias americanas y en la vida pública.
Pero la fijación por la diversidad en nuestras escuelas y en la prensa ha producido una generación de liberales y progresistas narcisisticamente inconscientes de las condiciones de vida de aquellos ajenas a los grupos que se califican como propios, e indiferentes a la tarea de llegar a los estadounidenses en todos los ámbitos de la vida. A una edad muy temprana nuestros niños se animan a hablar de sus identidades individuales, incluso antes de tenerlas. Cuando llegan a la universidad, muchos asumen que el discurso de la diversidad agota el discurso político y tienen escasamente poco que decir sobre cuestiones tan constantes como la clase, la guerra, la economía y el bien común. En gran parte esto se debe a los temarios de historia de la escuela secundaria, que de una forma anacrónica proyectan al pasado la política identitaria, creando una imagen distorsionada de las principales fuerzas e individuos que modelaron nuestro país. (Los logros de los movimientos por los derechos de las mujeres, por ejemplo, eran reales e importantes, pero no pueden comprenderlos si no comprenden primero el logro de los padres fundadores en el establecimiento de un sistema de gobierno basado en la garantía de derechos).
Cuando los jóvenes llegan a la universidad, se les anima a mantener este enfoque en sí mismos por parte de grupos estudiantiles de la facultad y también por administradores cuyo trabajo a tiempo completo es encargarse de "cuestiones de diversidad" –aumentando su importancia. Los medios de comunicación han convertido en un deporte de primero orden burlarse de la "locura del campus" que rodea estos temas, y muy a menudo tienen razón. Esto sólo favorece a los demagogos populistas que quieren deslegitimar la enseñanza para quienes nunca han pisado un campus. ¿Cómo explicar al votante promedio la supuesta urgencia moral de dar a los estudiantes universitarios el derecho de elegir los pronombres de género designados para ser utilizados al dirigirse a ellos? ¿Cómo no reír junto con esos votantes porque un bromista de la Universidad de Michigan escribió que quería que le tratasen como "Su Majestad"?
Esta concienciación de la diversidad en los campus se ha filtrado con el paso de los años en los medios de comunicación liberales, y no de manera sutil. La 'acción afirmativa’ para las mujeres y las minorías en los periódicos y los canales de televisión y radio de EEUU ha sido un extraordinario logro social, e incluso ha cambiado, literalmente, la apariencia de los medios de comunicación de derecha, ya que periodistas como Megyn Kelly y Laura Ingraham han ganado prominencia. Pero también parece haber alentado la hipótesis, especialmente entre los periodistas y editores más jóvenes, de que al centrarse tan solo en la identidad han hecho su trabajo.
Recientemente realicé un pequeño experimento durante un año sabático en Francia: Durante un año entero sólo leí publicaciones europeas, no americanas. Mi pensamiento era tratar de ver el mundo como lo hacían los lectores europeos. Pero fue mucho más instructivo regresar a casa y darme cuenta de cómo ver las cosas a través de las gafas de la identidad ha transformado la información estadounidense en los últimos años. Cuán a menudo, por ejemplo, la historia más simplista del periodismo americano -sobre el "primer X que hizo Y"- se contó y volvió a contar. La fascinación por el drama de la identidad ha afectado incluso a la información extranjera, que se reduce de manera angustiosa al mínimo. Por muy interesante que sea leer, digamos, sobre el destino de las personas transgénero en Egipto, no contribuye nada a educar a los estadounidenses sobre las poderosas corrientes políticas y religiosas que determinarán el futuro de Egipto e indirectamente el nuestro. Ningún centro de noticias importante en Europa pensaría en adoptar tal enfoque.
Pero es en el plano de la política electoral que el liberalismo de la identidad ha fracasado de manera más espectacular, como acabamos de ver. La política nacional en períodos sanos no se refiere a la "diferencia", sino a lo común. Y estará dominado por quien capta mejor la imaginación de los estadounidenses acerca de nuestro destino compartido. Ronald Reagan lo hizo muy hábilmente, cualquiera que sea su pensamiento. Así lo hizo Bill Clinton, que aplicó una página del libro de instrucciones  de Reagan. Se apoderó del Partido Demócrata por encima de su ala identitaria, concentró sus energías en programas nacionales que beneficiarían a todos (como el seguro médico nacional) y definió el papel de Estados Unidos en el mundo posterior a 1989. Al permanecer en el cargo por dos mandatos, fue capaz de lograr mucho por los diferentes grupos de la coalición demócrata. La política de identidad, por el contrario, es en gran medida expresiva, no persuasiva. Es por eso que nunca gana elecciones, pero puede perderlas.
El recién descubierto, casi antropológico interés de los medios por el 'varón blanco enfadado’ revela tanto sobre el estado de nuestro liberalismo como sobre esta figura tan calumniada y antes ignorada. Una interpretación liberal conveniente de la reciente elección presidencial sería que el Sr. Trump ganó en gran parte porque logró transformar la desventaja económica en rabia racial -la tesis del "whitelash" (la reacción de los racistas blancos ante los avances del movimiento de derechos civiles, AyR). Esto es conveniente porque confirma la convicción de la superioridad moral propia y permite a los liberales ignorar lo que dichos votantes dijeron que eran sus mayores preocupaciones. También alienta la fantasía de que la derecha republicana está condenada a la extinción demográfica a largo plazo, lo que significa que los liberales sólo tienen que esperar a que el país caiga en sus manos. El porcentaje sorprendentemente alto del voto latino que recibió el Sr. Trump debe recordarnos que uanto mayores son los grupos étnicos más amplios que hay en este país, más políticamente diversos se vuelven.
Finalmente, la tesis del 'whitelash’ es conveniente porque absuelve a los liberales de no reconocer cómo su propia obsesión con la diversidad ha alentado a los americanos blancos, rurales y religiosos a pensar en sí mismos como un grupo desfavorecido cuya identidad está siendo amenazada o ignorada. Tales personas no están reaccionando contra la realidad de nuestra diversa América (tienden, después de todo, a vivir en áreas homogéneas del país). Pero están reaccionando contra la retórica omnipresente de la identidad, que es lo que quieren decir con "corrección política". Los liberales deben tener en cuenta que el primer movimiento de identidad en la política estadounidense fue el Ku Klux Klan, que aún existe. Quienes juegan al juego de la identidad deben estar preparados para perder.
Necesitamos un liberalismo post-identidad, y debemos sacarlo de los éxitos pasados ​​del liberalismo anterior a la etapa identitaria. Tal liberalismo se concentraría en ampliar su base apelando a los estadounidenses como estadounidenses y enfatizando los asuntos que afectan a una gran mayoría de ellos. Hablaría a la nación como una nación de ciudadanos que están en esto juntos y deben ayudarse unos a otros. En cuanto a los temas más específicos que están altamente cargados de simbolismo y pueden alejar a potenciales aliados, especialmente aquellos que tocan la sexualidad y la religión, tal liberalismo funcionaría en silencio, de manera sensible y con un sentido apropiado de la escala. (Parafraseando a Bernie Sanders, Estados Unidos está cansado de oír hablar de los malditos servicios de los liberales –en referencia a los de cuartos de baño públicos de EEUU sin distinción de género, AyR).
Los profesores comprometidos con este liberalismo volverían a centrar la atención en su principal responsabilidad política en una democracia: formar ciudadanos comprometidos conscientes de su sistema de gobierno y de las principales fuerzas y acontecimientos de nuestra historia. Un liberalismo post-identitario también destacaría que la democracia no es sólo acerca de los derechos; También confiere obligaciones a sus ciudadanos, como las obligaciones de mantenerse informado y votar. Una prensa liberal post-identidad comenzaría a educarse sobre partes del país que han sido ignoradas, y sobre lo que importa allí, especialmente la religión. Y tomaría en serio su responsabilidad de educar a los estadounidenses sobre las principales fuerzas que conforman la política mundial, especialmente su dimensión histórica.

Hace algunos años fui invitado a una convención sindical en Florida para hablar en un grupo dedicado al famoso discurso de las cuatro libertades de Franklin D. Roosevelt de 1941. El salón estaba lleno de representantes de los grupos locales: hombres, mujeres, negros, blancos y latinos. Comenzamos cantando el himno nacional, y luego nos sentamos a escuchar una grabación del discurso de Roosevelt. Cuando miré hacia la multitud y vi la variedad de diferentes caras, me sorprendió lo concentrados que estaban en lo que compartían. Y escuchando la agitada voz de Roosevelt mientras invocaba la libertad de expresión, la libertad de culto, la libertad de la carencia y la libertad del miedo - las libertades que Roosevelt exigía para "todos en el mundo" - me recordaron cuáles eran los verdaderos fundamentos del liberalismo americano moderno.