jueves, 2 de agosto de 2018

Contra el amor, por Carlo Fabretti

El amor es la ideología de la familia -es decir, la ideología a secas- internalizada a los más profundos niveles y convertida en compulsión y mito primordiales. Como todos los mitos, el amor se refugia en una bruma de ambigüedades que lo hace difícil de analizar y, por tanto, de desmontar. Después de la autoconciencia, del cogito ergo sum (o antes, para quienes proponen la alternativa patrior ergo sum), el amor es el más íntimo e “inefable” de los sentimientos (de ahí que la literatura y el arte se pongan el máximo empeño en expresarlo), sobre todo en su sentido más estricto de enamoramiento.

Sin embargo, confiamos tanto en su universalidad que la expresión “estar enamorado” se considera dotada de un significado preciso y se emplea recurrentemente, dando por supuesta su inmediata comprensión. Esta es una de las muchas paradojas del amor: todos saben lo que es, pero a la vez resulta dificilísimo no ya definirlo, sino tan siquiera describirlo. En comparación conceptos tan abstrusos como “felicidad” o “libertad” parecen sencillos.

Por eso no voy a partir de una definición del objeto impugnado, sino que intentaré que la impugnación misma vaya, si no definiendo, al menos acorralando el mito para su ulterior desarticulación (tarea delicadísima que cada cual tendrá que comprender por su cuenta y riesgo). El amor que pretendo impugnar es el no expresable en meros términos de solidaridad, simpatía (en el sentido etimológico de sentir con), amistad. Me refiero muy especialmente al amor en el sentido de “estar enamorado”; sin embargo, utilizo el término genérico amor -en vez de otros más específicos, como “enamoramiento” o “amor sexual” - para abarcar también otros tipos de amor afines e igualmente impugnables, tales como el “amor a la patria”, el “amor materno” y, en general, todas las acepciones del término en que, para entendernos, resultaría inapropiado sustituirlo por “amistad”, sin excluir amores tan aparentemente virtuosos e inocentes como el “amor al prójimo” o el “amor a la naturaleza” (de los que intentaré ocuparme específicamente en otra ocasión).

En principio, pues, distingo entre amor y amistad remitiéndome al uso común de ambos términos, sobre la base provisional de que dicha distinción es en la práctica, y pese a la ambigüedad de la palabra amor, bastante clara. Las expresiones “amar a” y “ser amigo de” indican situaciones afectivas bien distintas. Sólo literariamente se habla de “amor a los amigos”, y el tópico del padre que quiere ser un amigo para sus hijos es pura retórica. La diferencia de significados y connotaciones de ambos términos queda especialmente clara en el hecho de que el uno se utiliza comúnmente para refutar el otro. Cuando, por ejemplo, se quiere desmentir una supuesta relación amorosa, se suele decir: sólo son amigos.

La diferencia entre amor y amistad es claramente cualitativa (si sólo fuera cuantitativa, el amor sería un grado de amistad y no harían falta dos palabras distintas). El amor es la amistad con alas, dijo un cursi famoso, sin especificar la naturaleza de esas alas. En el caso del amor explícitamente sexual, no se trata simplemente de amistad más sexo (¡ojalá!); las alas son algo más – y algo menos- que gónadas metafóricas. En todo caso, habría que hablar de amistad más sexo mitificado (o menos, pues el componente eromítico empobrece la amistad: le añade algo negativo).

Si intentamos concretar las diferencias entre amistad y amor, nos encontraremos con que el segundo se distingue de la primera sobre todo por una mayor cantidad e intensidad de factores negativos: posesividad, dependencia, ambigüedad (doble vínculo), celos, ansiedad, irracionalismo, faltad de objetividad, mitificación del objeto amoroso, exclusivismo, agresividad latente (cuando no manifiesta), inestabilidad... Si el amor es amistad con alas, esas alas son las del albatros caído de Baudelaire: un patético lastre que impide caminar (1).

La amistad como oposición

Normalmente (y con toda propiedad, como veremos) se reserva el término “amor” para las relaciones familiares (amor entre esposos, entre padres e hijos) o para las que apuntan a la formación de una familia (amor entre novios) o, por lo menos, de una pareja (que es una protofamilia nuclear), estableciendo una clara distinción entre esta clase de afecto y el amistoso, hasta el punto de que los términos “amor” y “amistad” se suelen utilizar como mutuamente excluyentes. Es frecuente decir “sólo somos amigos” para desmentir una supuesta relación amorosa. Y el padre que le dice a su hijo “me gustaría ser un amigo para ti” está expresando claramente que la amistad no es algo intrínseco a la relación paterno-filial típica, sino, en todo caso, algo a conseguir como superación de la misma.

Otra gran paradoja del amor: se utiliza este término para aludir a dos clases de afecto -y sólo a estas dos- que en principio parecen incompatibles: el afecto entre padres e hijos, y el afecto entre amantes, que el tabú del incesto separa rígidamente.

El psicoanálisis ha demostrado de forma concluyente la índole erótica del afecto filial, a duras penas enmascarada por el más fuerte de los tabúes. Pero habría que empezar a plantearse el aspecto recíproco de la cuestión: la índole filial del afecto erótico. En el amor subyace el afecto
compulsivo de recuperar ese “paraíso perdido” en el que la madre era la prolongación del yo y su inagotable fuente de placer y seguridad. En este sentido, el amor se niega a aceptar la evidencia de la separación irreversible.

La ideología de la familia

Lo que llamamos amor es, básicamente, la fuerza de cohesión de las células familiares: tiende a mantener unidas las ya existentes y a formar otras nuevas (toda pareja, insisto, es una protocélula).

El exclusivismo y la posesividad típicos del amor se corresponden con la estructuración familiar nuclear de la sociedad, basada en la pareja- más su eventual prole-concebida como isla afectivo-sexual y económica. La afectividad y la sexualidad se conforman en el seno de la familia, y tienden a reproducirla. (Todo amor es, en cierto modo, edípico).

Con el progresivo relajamiento de la moral cristiano-burguesa, el esquema matrimonial y familiar se ha hecho más flexible, menos coercitivo en lo que a libertades formales se refiere, pero dista mucho de haber sido superado (por el contrario, dicha flexibilización facilita su supervivencia en una sociedad mucho más permisiva), y el amor es expresión y sustento de dicho esquema. Aunque el matrimonio como institución religiosa y social empieza a debilitarse (e incluso esto es muy relativo), su mito básico, la pareja unida por el amor, conserva una vigencia casi universal.

El amor es la ideología de la familia -es decir, la ideología a secas- internalizada a los más profundos niveles y convertida en compulsión y mito primordiales. Las versiones paganas actualizadas del mito pueden ser menos represivas que la versión cristiano-burguesa, pero siguen expresando y transmitiendo la misma ideología.

Las presuntas actitudes progresistas o realistas frente al amor rara vez van más allá de una mera puesta al día del mito (con lo que por cierto contribuyen a su perpetuación). Del mismo modo que el matrimonio se flexibiliza oficialmente mediante el divorcio (flexibilidad
extraoficial siempre la ha tenido, especialmente para los hombres, la clase dominante), el amor, para sobrevivir en esta época presuntamente racionalista y desmitificadora, renuncia a sus pretensiones de absoluto y eternidad.

Pero no es una renuncia sincera: las edípicas ansias de una fuente de placer y seguridad plena, incondicional, continua y exclusiva siguen latentes: sigue vivo el deseo de anexionarse a otra persona (por algo se usa el término “conquistar” como sinónimo de enamorar), de recuperar el terreno edénico en que la madre era la mullida fortaleza de un ego de límites difusos. Liebe ist Heimweh: el amor es nostalgia, dicen irónicamente los alemanes.

En este sentido, el amor es siempre infantil, regresivo; se niega a aceptar la evidencia de la alteridad autónoma, y está plenamente justificado que se lo represente como un mamón blando y gordezuelo con los ojos vendados.

Resumiendo, el amor es consecuencia y factor perturbador –el fruto que contiene y nutre la semilla- del esquema familiar nuclear, que a su vez es consecuencia y factor perpetuador de
unas sociedad basada en la explotación y la competencia que induce a refugiarse en la familia –o la pareja- concebida como trinchera y congela la afectividad y la sexualidad en el estado infantil.

Un universo pueril

La etiología familiar de la enfermedad amorosa se manifiesta claramente en el más común y lamentable de sus síntomas: los celos.

Los celos y su nefasto cortejo (posesividad, dependencia, ansiedad, agresividad, etc.) son consecuencia lógica de la puerilidad del amor: cuando dos personas, al enamorarse, contraen el compromiso tácito de satisfacer mutuamente sus ansias edípicas, es inevitable que se frustren o se sientan continuamente al borde de la frustración o del abandono; ya que el bebé interior exacerbado por la furia amorosa exige una dedicación constante y exclusiva que en el fondo sabe imposible. Este miedo fóbico al abandono, esta frustración sorda y continua
producida por el hecho de no ser omnipotente, omnipresente y omnisciente en el universo del otro, se traduce en los celos.

El amor, que a menudo se representa como último reducto de autenticidad y autodeterminación de una sociedad hipócrita y coercitiva, es en realidad la farsa suprema y la más angosta de las jaulas concéntricas que nos aprisionan. Los miembros de una pareja se someten mutuamente al más grosero de los engaños (sólo concebible en la medida en que ambos desean ser engañados tanto o más que engañar) y sujetos por la cadena de una dependencia neurótica, se convierten cada uno en la bola de presidiario del otro.

Engaño mutuo

Los enamorados firman con su sangre el siguiente contrato elíptico: tú vas a fingir que yo soy lo más importante para ti, el centro de tu universo, y yo fingiré que tu eres el centro del mío, de este modo olvidaremos que desde que salimos de la infancia, estamos irreversiblemente solos, cada uno confinado en el centro de su propio universo... tú vas a fingir que yo soy para ti algo único e insustituible, que estás conmigo precisamente porque soy yo, cuando en realidad mi identidad profunda es desconocida e inasequible, y no soy más que uno entre los miles de actores que podrían representar el mismo papel para ti, a cambio, yo fingiré que tú eres para mí algo único e insustituible (cosa que me resultará tanto más fácil en la medida en que me hagas creer que yo soy único e insustituible para ti), que estoy contigo precisamente porque eres tú, etc.

Mediante un mecanismo esquizofrénico ad hoc que merecería el más atento estudio de los psicólogos, los dos actores se creen no sólo la farsa del otro, sino también la propia. La única diferencia entre el seductor y el enamorado auténtico estriba en que el primero sólo engaña al partner (o compañero/a), mientras que el segundo también se engaña a sí mismo.

Tanto engaño mutuo sólo es concebible, por otra parte, en el marco de una mitología sólidamente instaurada.

Los nobles amores

Es fácil ver que el amor a la patria, el eventual amor a Dios y similares están directamente conectados con el amor de etiología familiar. Esta afinidad se explicita, sin ir más lejos, a nivel coloquial: se habla del amor y el respeto debidos a la madre patria, y Dios es ante todo el padre universal al que hay que amar sobre todas las cosas. La manera en que estas formas de amor contribuyen a consolidar la moral vigente –es decir, a perpetuar el sistema- es lo suficientemente obvia como para no insistir en ello.

Amor, muerte y soledad

Y si la religión es una forma de amor- al padre (o sea, al principio de autoridad) deificado-, el amor es a su vez una forma de religión, la respuesta mítica al carácter inasequible e incognoscible de la alteridad. Del mismo modo que la religión es, en gran medida, una mitología destinada a conjurar el miedo a la soledad; y, como tal, dificulta el enfrentarse objetivamente al problema y favorece la perpetuación de un sistema basado en la explotación y la competencia asolidarias, causa fundamental de la soledad extrema en que vivimos.

Cabe plantearse la siguiente cuestión: puesto que mucha gente prescinde de los mitos religiosos (2), pero casi nadie de los amorosos, ¿hay que deducir que el miedo a la soledad es más intenso e irreductible que el miedo a la muerte?. Probablemente la explicación estriba en que la muerte propia es un fenómeno único, definitivo y que casi todos ven como algo sumamente vago y remoto, algo que al igual que el Sol no se deja mirar de frente, como decía la Rochefoucauld. No se experimenta la muerte, nos recuerda Epicuro: cuando tú eres, la muerte no es; cuando la muerte es, tú ya no eres. La soledad por el contrario es una experiencia frecuente -por no decir continua- en nuestra sociedad competitiva, muy difícil de aliviar de una forma mínimamente satisfactoria. La necesidad de autoengañarse con respecto a la soledad es mucho más inmediata y apremiante que la necesidad de autoengañarse con respecto a la muerte.

Del trauma a la alienación: el amor y el odio

Es absurdo (aunque muchos lo hacen) pretender combatir el sistema actual sin oponerse a la familia nuclear patriarcal. Y esto, a su vez, implica desenmascarar el amor como mito reaccionario y paralizante, dejar de considerarlo una especie de bello milagro y empezar a contemplar -y tratarlo- como un trastorno afectivo-sexual de naturaleza ideológica.

En el lenguaje coloquial se alude a menudo al carácter traumático del amor, se habla del mal de amores, de la fiebre amorosa (los brasileños son más explícitos y usan “tarado” como sinónimo de enamorado). Y por algo se representa a Cupido armado de arcos y flechas. Pero está tan arraigada la religión del amor, que ni siquiera admitir que se trata de un dios ciego y tiránico impide que se le siga adorando de una forma u otra.

El terrible adagio del amor al odio no hay más que un paso, debería bastar para despertar en el más ingenuo la sospecha de la morbosidad del amor. Amor y odio son las dos caras de la moneda afectiva en curso, acuñada con una aleación rica en violencia, miedo, mentira... Son las dos caras de la moneda de la incomunicación, y por eso están tan próximos, es tan fácil pasar de uno a otro e incluso confundirlos. Si las personas pudieran conocerse, comprenderse, colaborar, desarrollar la solidaridad y la simpatía (en el sentido etimológico de sentir con), desaparecerían tanto el odio como su reverso, su par dialéctico, el amor compulsivo. Y sólo habría amistad (3), más o menos íntima, más o menos profunda, más o menos sexual, pero básicamente respetuosa de la identidad ajena, abierta, libre.

Hay que evitar la común falacia de pensar que los aspectos negativos de este amor compulsivo a un paso del odio son defectos extrínsecos, accidentes aislables de una hipotética esencia positiva del amor, noble y luminosa (falacia idealista que remite el nefasto mito religioso de la separación alma-cuerpo). Los celos, la frustración, la angustia, la agresividad latente (o manifiesta) no son impurezas del amor, sino elementos intrínsecos. La posesividad y la dependencia edípicas engendran celos y ansiedad, la idealización engendra frustración, y la ansiedad y la frustración (o su intuida inevitalidad) engendran angustia y agresividad.

Por supuesto que, dentro de la generalizada morbosidad eromítica, hay amores más sanos que otros, algunos, incluso, en que los aspectos negativos quedan relegados a un segundo término, contenidos por una actitud especialmente sensata de los interesados y /o unas circunstancias especialmente favorables; pero estos amores poco conflictivos son excepciones (universalmente reconocidas como tales) que confirman la regla. También hay ciegos alegres (probablemente más que amores), y eso no significa que la ceguera sea un don.

El amor de los desengañados

No es nada fácil combatir la arraigada tendencia a considerar el amor como algo cierto-bueno-bello y empezar a considerarlo como una forma de alienación. La mayoría de la gente contempla y vive el amor como algo superlativamente auténtico y personal, expresión del núcleo mismo del ego y fuente primordial de las gratificaciones más intensas y elevadas. Superar esto es incluso más difícil que superar el mito cristiano-burgués de la nobleza del sacrificio y el trabajo frente a la trivialidad de lo lúdico. Es incluso más difícil que sacudirse el yugo internalizado del principio de rendimiento (lo más que se hace, en general, es desplazarlo de unas esferas de actividad a otras).

Y eso a pesar de que la evolución misma de los procesos amorosos se encarga de desengañarnos, ya sea mediante una decepción brusca o un enfriamiento gradual, jalonado de decepciones menores. Cumplido su objetivo de atomizar la sociedad a la sociedad en grupúsculos aislados y manipulables, en células familiares y cuasifamiliares, el amor suele revelar su engaño básico. Pero muchos se niegan a ver el engaño básico, tan inevitable e irreversible les parece la situación. Y de los que lo reconocen, la mayoría lo atribuye a fallos personales o circunstanciales, resistiéndose a ver la falsedad básica del planteamiento mismo. E incluso entre los escépticos respecto al amor, la mayoría buscan sucedáneos más que alternativas, y en realidad lo mitifican aún más, considerándolo “algo demasiado bello para ser verdad”, y trivializan otro tipo de experiencias erótico-afectivas (o buscan directamente lo trivial a falta de otra cosa).

Estas formas de escepticismo, resignación o desengaño no se oponen a la mítica amorosa, sino que, por el contrario, la refuerzan en la medida en que desvirtúan las causas de la frustración afectiva y desvían la subsiguiente agresividad de sus auténticos objetivos: el propio mito del amor y la ideología que lo informa.

Otros senderos: alternativas al amor

Ahora bien, suponiendo que se admira el carácter neurótico y regresivo del amor, ¿cómo superarlo y con qué sustituirlo?

Tal vez lo único que podamos hacer por el momento sea someter a una enérgica y recelosa autocrítica nuestro concepto del amor y nuestras vivencias afectivas, separando en lo posible los inevitables aspectos negativos (posesividad, dependencia, mitificación, agresividad...), de los positivos (solidaridad, simpatía, respeto a la identidad y a la autodeterminación y libertad ajenas...), esforzándonos por combatir los primeros y potenciar los segundos.

Este mero esfuerzo, desde luego no bastará para cambiar radicalmente nuestra estructura afectiva; pero es un primer paso, igual que el diagnóstico de una enfermedad es el primer paso hacia su curación (o el segundo: primero hay que reconocer que se está enfermo). Un primer
paso a inscribir en la lucha por la transformación global de la sociedad, condición previa de - o mejor dicho, en relación dialéctica con - una auténtica transformación afectiva del individuo.

En cuanto a las posibles alternativas al amor tal como hoy se vive y entiende, sólo podemos vislumbrarlas, ya que van ligadas a condiciones psicológicas y sociales radicalmente distintas; pero parece lícito suponer y esperar que una potenciación de la solidaridad, la comprensión, el respeto por la autonomía propia y ajena, junto con la superación de la posesividad, la agresividad, etc., dará lugar a un generalizado tipo de relaciones extrapolables de lo que hoy se entiende por una buena amistad; relaciones en las que el sexo podrá jugar un papel más o menos explícito, más o menos importante, pero nunca coercitivo.

Sólo podemos hacernos una idea muy vaga de tal situación afectiva, por la misma razón que no podemos hacernos una idea clara de una sociedad libre, ya que ambas cosas - afectividad no represiva y sociedad no represiva- van indisolublemente unidas y se determinan mutuamente, del mismo modo que se determinan mutuamente el amor neurótico y la sociedad neurótica actuales. Y por si no lo entendemos.

En resumen, nuestra actual forma de concebir y sentir el amor constituye probablemente el reducto más profundo y mejor protegido de la ideología interiorizada. La lucha contra la ideología dominante se libra en muchos frentes y uno de los más duros está en lo más íntimo de nuestro ser, en el centro mismo de nuestra sensibilidad. Es algo terrible, pero si no lo afrontamos, si nos negamos a ver que nuestro corazón es la sede del búnker que el sistema ha construido dentro de cada uno de nosotros, habremos perdido la batalla de antemano.

Como bien decía San Pablo, somos templos vivientes de la ideología (vaya disfrazada de paloma o de mamoncillo alado), y mientras no expulsemos de nuestro interior tanto a los mercaderes como a los sacerdotes y sobre todo a los dioses interiorizados, no empezaremos a ser libres.


NOTAS

(1) No pretendo afirmar con esto que tales factores negativos no intervienen en lo que llamamos amistad. Estamos tan tarados, nuestra afectividad está tan condicionada por la ideología dominante, que en una relación -del tipo que sea- libre de conflictos es, hoy por hoy, prácticamente imposible.  Aunque lo cierto es que muchos factores conflictivos que en el amor juegan un factor determinante, en la amistan suelen ser secundarios (o están mejor controlados), mi contraposición de amor y amistad es sumamente esquemática, y podría desprenderse de ella una idealización de la amistad del todo improcedente. Un planteamiento riguroso de la cuestión exigiría un análisis detallado y
necesariamente prolijo de la afectividad y el sexo en relación con la ideología. Con esta exposición simplista pretendo más que nada sugerir una línea de análisis y señalar la necesidad de una revisión drástica de nuestros conceptos y valores afectivos.

(2) No tanta, en realidad: muchos de los que creen prescindir de la religión se aferran a una serie de mitos sustitutivos (seudocientíficos, morales, etc.) que, si no conjuran el miedo a la muerte, al menos alivian el miedo a la vida.

(3) En realidad habría que inventar una palabra nueva, pues las relaciones que pudieran darse en una sociedad no represiva serian cualitativamente distintas a lo que hoy se da Asociar estas relaciones nuevas e inconcebibles a lo que hoy llamamos amistad es una aproximación simplista, meramente referencial, basada en el hecho de que la autonomía, la apertura y otras características irrenunciables de cualquier relación no represiva suelen darse más en las relaciones amistosas que en las amorosas.