Ante todo, la Revolución Francesa fue la primera manifestación histórica, coherente y a gran escala, de un nuevo tipo de democracia. La Gran Revolución no fue únicamente, como creyeron muchos historiadores republicanos, la cuna de la democracia parlamentaria: al ser al mismo tiempo que una revolución burguesa, un embrión de revolución proletaria, llevaba en sí el germen de una nueva forma de poder revolucionario, cuyos rasgos se acentuarían en el curso de las revoluciones de fines del siglo XIX y en las del siglo actual. Salta a la vista la línea de filiación que va de la Comuna de 1793 a la de 1871, y de ésta a los soviets de 1905 y 1917.
Quisiera limitarme aquí a precisar sumariamente algunos de los rasgos generales de la «democracia directa» de 1793.
Bajar a las secciones, a las sociedades populares del año II, es como recibir un baño vivificador de democracia. La depuración periódica de la sociedad, por sí misma, con la posibilidad, abierta a todos, de subir a la tribuna para ofrecerse al control de los demás, la preocupación por asegurar la expresión más perfecta posible de la voluntad popular, por impedir su sofocamiento a manos de los charlatanes y los ociosos, por dar a los hombres de trabajo la posibilidad de abandonar sus herramientas sin sacrificio pecuniario para que así participaran plenamente en la vida pública, por asegurar el control permanente de los mandantes sobre los mandatarios, por colocar a hombres y mujeres en absoluto pie de igualdad en las deliberaciones, tales son algunos de los rasgos que caracterizan a una democracia realmente propulsada de abajo arriba.
El Consejo General de la Comuna de 1793 —al menos hasta la decapitación de sus magistrados por el poder central burgués— ofrece también un buen ejemplo de democracia directa. Los miembros del Consejo son delegados de sus secciones respectivas, están en contacto permanente con ellas y se hallan bajo el control de quienes les dan el mandato; además se mantienen siempre al tanto de la voluntad de la base porque a las sesiones del Consejo concurren delegaciones populares. En la Comuna no se conoce el artificio burgués de la «separación de poderes» entre el ejecutivo y el legislativo. Los miembros del Consejo son a la vez administradores v legisladores. Aquellos modestos descamisados no se convirtieron en políticos profesionales, siguieron siendo hombres de su oficio, ejerciéndolo en la medida en que se lo permitían sus funciones en la Casa Comunal, o dispuestos a ejercerlo nuevamente cuando terminara su mandato.
Pero el más admirable de todos estos rasgos es, sin duda, la madurez de una democracia directa practicada por primera vez en un país relativamente atrasado, recién salido de la noche del feudalismo y el absolutismo, sumido aún en el analfabetismo y el hábito secular de la sumisión. No hubo asomos de «anarquía» ni desorden en esta gestión popular, inédita e improvisada. Para convencerse de ello, basta con hojear los diarios de trabajo de las sociedades populares, las actas de las sesiones del Consejo General de la Comuna. En ellos vemos a las masas, como si tuvieran conciencia de sus tendencias naturales a la indisciplina, animadas de un ansia constante de disciplinarse. Ellas mismas ordenan sus deliberaciones y llaman al orden a los que se muestran tentados a turbarlo. Aunque en 1793 su experiencia de la vida pública es muy reciente, aunque la mayoría de los descamisados, guiados es cierto por pequeñoburgueses cultos, no saben leer ni escribir, dan ya pruebas de una aptitud para el autogobierno que todavía hoy los burgueses, ansiosos de conservar el monopolio de la cosa pública, se obstinan en negar contra toda evidencia, y que ciertos teóricos revolucionarios, imbuidos de su superioridad intelectual, tienden a subestimar con frecuencia.
La Revolución desjacobinizada (1956)