por revista Mongolia
Los nacionalistas catalanes han sumado a la causa independentista incluso a sectores anarquistas, pese a una larga historia de antagonismo y choques en la calle, en ocasiones incluso a tiros. El atomizado mundo libertario está agitado: ¿es posible reivindicar a Garcia Oliver y sumarse a «huelgas de país» impulsadas por los que defienden el legado de los líderes catalanistas que más empeño pusieron en acabar con la CNT-FAI y que hasta coquetearon con el fascismo?
La situación en Cataluña con el Procés es tan enrevesada que hasta Valtònyc, el rapero izquierdista y republicano huido tras ser condenado a tres años y medio de cárcel por sus letras, ha llegado a afirmar que Carles Puigdemont no es de derechas, sino más bien un anarquista. Eso sí, un anarquista necesariamente muy particular: con tres décadas de militancia en Convergència Democràtica de Catalunya (CDC), la opción histórica de las derechas catalanas para frenar a las izquierdas.
La idea del «Puigdemont anarquista», por estrambótica que pueda parecer, no surge del vacío: tanto su investidura como su atropellada gestión contó con el respaldo parlamentario de las Candidatures d’Unitat Popular (CUP), en cuyo seno se mueven militantes de cultura libertaria que hasta reivindican públicamente las figuras de Joan García Oliver, Buenaventura Durruti y Los Solidarios, símbolos del terror máximo en el imaginario de la burguesía catalana, contra los que combatieron literalmente a tiros en las calles de Cataluña en las décadas de 1920 y 1930. Militantes libertarios han engrosado también las filas de los Comités de Defensa de la República (CDR) —convencidos en algunos casos de estar reviviendo los míticos Comités de Defensa de la CNT—; han creado organizaciones, como Embat, para empujar (y «desbordar») el soberanismo; y la Confederación General del Trabajo (CGT), el sindicato libertario con más fuerza militante y organizativa de los surgidos de la implosión de la histórica CNT, se ha ido sumando a la «insurrección catalana» y a las «huelgas de país». Con sus acentos particulares, pero ahí está: ¡presente!
El argumentario de estos sectores, cuantitativamente modestos pero de gran entusiasmo militante y que entroncan con una tradición que llegó a ser hegemónica entre las clases populares de Cataluña, nunca ha sido la defensa de la identidad catalana, sino el análisis de la oportunidad histórica que en su opinión representa el proceso independentista para romper con el «régimen del 78» y quien sabe si precipitar una deriva revolucionaria, impensable en cualquier hipótesis de gestión de la normalidad democrática. Por esto dicen haberse involucrado: para «desbordar» el proceso y llevarlo directamente hacia la revolución, en sintonía con los sectores de la CUP liderada por Endavant, la plataforma que agrupa a los revolucionarios no identitarios.
El cóctel era ya de por sí explosivo para la cultura libertaria, una parte de la cual lleva años con las manos en la cabeza ante semejante «empanada». Pero la nueva fase del Procés tras la huida de Puigdemont y la elección de Quim Torra como presidente de la Generalitat ha colocado a los ácratas que aspiran a «desbordar» el proceso en una situación todavía más complicada. De un lado, el supuesto desafío al «régimen del 78» se ha vuelto meramente simbólico. Del otro, Torra no solo ha militando en partidos derechistas (Unió Democràtica) e identitarios (Reagrupament), sino que es además un admirador confeso de los hermanos Miquel y Josep Badia, así como de Josep Dencàs, los representantes históricos del ala militarista del independentismo, que en la Segunda República lideraron la represión contra los anarquistas tanto desde el Gobierno de la Generalitat como a través de los Escamots, escuadrones de «inspiración fascista», según le confesó el propio Dencàs al vicecónsul italiano en Barcelona. Y hasta de Daniel Cardona, en cuyo partido —Nosaltres Sols!— anidó un grupúsculo racista admirador de los nazis que en 1935 llegó a viajar a Alemania para ofrecer Cataluña al III Reich a cambio de apoyo para la independencia.
Parece haberse obrado un auténtico milagro: los herederos intelectuales de los hermanos Badia y Dencàs, por un lado; y de Garcia Oliver y Durruti, por el otro, estarían ahora en la misma trinchera frente al «régimen del 78», en una especie de versión catalana del «compromiso histórico» mucho más arrauxada que el original italiano, que al fin y al cabo implicaba la colaboración de dos supuestos antagonistas —comunistas y democristianos— que aspiraban a construir y gestionar un Estado. Aquí, en cambio, se supone que unos quieren construirlo y los otros destruirlo... y llevan, además, toda una vida enfrentándose a muerte, muchas veces a tiros.
El potaje se ha vuelto tan particular que sectores ácratas escandalizados por la colaboración de libertarios y procesistas han empezado a articular respuestas colectivas con la voluntad de ir más allá de las epístolas individuales. Recientemente incluso se han editado dos libros que, a pesar de recoger en su interior todas las posturas del mundo libertario sobre el desafío catalán, se muestran en sus conclusiones muy críticos con esta inédita colaboración: No le deseo un Estado a nadie (Pepitas de Calabaza), que recoge artículos y comentarios de cinco referentes libertarios, y Anarquismo frente a los nacionalismos (Fundación Anselmo Lorenzo), con aportaciones de una docena de activistas y pensadores de este mundo.
En uno de los textos, escrito justo antes del referéndum del 1 de octubre de 2017, el filósofo Santiago López Petit arranca así: «Me hubiera gustado sentir entusiasmo ante la movilización ciudadana que conmemoraba el pasado 11 de septiembre la fiesta nacional de Catalunya. Viendo los rostros alegres e ilusionados, intenté esbozar yo también una sonrisa. Pero solo me venían ganas de vomitar al ver tantas banderas». Y sin embargo, López Petit también acabó llamando a votar el 1-O, el «referéndum de autodeterminación» convocado por la Generalitat en 2017 y considerado ilegal por el Estado, como desafío al «régimen del 78».
Más beligerante se muestra el historiador Miquel Amorós, muy ácido con la evolución de muchos libertarios en Barcelona, ciudad que tras la Semana Trágica (1909) fue conocida como «Rosa de Fuego» por su combatividad: «En Barcelona, la Rosa dels vents estelats, no quedan anarquistas. Han perdido demasiadas batallas, se han cerrado a cualquier balance crítico, han sufrido una contaminación constante de ideas reaccionarias, se han dejado arrastrar frívolamente por modas efímeras, han permitido que demasiados impresentables hablaran en su nombre y, ahora, un montón de éstos se han puesto la barretina, convirtiendo al anarquismo de rebote una cantera de “demócratas” y patriotas». Y prosigue, también con sarcasmo: «El anarquismo ha perdido la trabazón con los obreros, pero parece haber encontrado un lazo bastante sólido con la clase media y el nacionalismo. El derecho laboral se ha hermanado con la libertad de los pueblos, y las papeletas electorales, con la acción directa. Ha confluido con la izquierda catalana en los CDR, volviéndose esotérico y populista, puesto que defiende a un “pueblo” fantasma y combate por un Estado ectoplásmico. Está dispuesto a actuar como carne de cañón del soberanismo, que es como decir de una fracción de la burguesía».
Amorós recuerda que históricamente «en la prensa anarquista encontraríamos con facilidad análisis del nacionalismo desde un punto de vista de clase», así como sus «frecuentes enfrentamientos con los nacionalistas, a veces sangrientos». Y concluye: «La barrera entre el nacionalismo y el anarquismo era nítida, y eso es lo que el soberanismo actual ha logrado eliminar». En la Segunda República, las relaciones entre la gobernante Esquerra Republicana (ERC) y la CNT atravesaron distintas fases, entre la confrontación armada y la colaboración frente al fascismo. Pero en general los principales líderes del anarquismo fueron muy hostiles no solo a las «políticas represivas» de los republicanos, sino a la idea misma del catalanismo y hasta de la propia autonomía.
En sus memorias, El eco de los pasos, Garcia Oliver recupera un artículo que escribió en 1932 en Tierra y Libertad, órgano de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), para que quede constancia de su beligerancia: considera que el catalanismo era solo «un pequeño núcleo de tenderos, curas y ratones de sacristía» que se vio propulsado gracias a la ineptitud represora de la dictadura de Primo de Rivera; califica la Generalitat de «anticualla carcomida que con muchas prisas y sudores se extrajeron de los archivos históricos», considera que el plebiscito de aprobación del Estatuto fue una «farsa» y deja claro el antagonismo con la CNT: «Frente a los militantes anarquistas de la CNT se levantan con su política local y regionalista aquellos cuatro tenderos, curas y ratones de sacristía de ayer, muy bien enchufados hoy a las arterias de Cataluña, pretendiendo destruir la solidaridad del proletariado español». Y remata: «El obrero catalán se funde otra vez con el obrero de España y del mundo entero, por encima de la izquierda catalana y de sus encubiertos corifeos».
La CNT ignoró por completo el desafío de octubre de 1934, cuando el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, proclamó el Estado catalán dentro de la federación ibérica en solidaridad con la insurrección sindical en Asturias. La indiferencia ácrata fue prácticamente unánime, y Garcia Olvier, en sintonía con la prensa del movimiento, incluso señaló que el pulso catalán, «tal como lo estaban llevando Dencàs, Badia y sus escamots, era la iniciación de un movimiento de tipo fascista; solamente los lerdos podían ignorarlo». La lucha entre los anarquistas más combativos, hoy reivindicados por sectores de la CUP, contra los nacionalistas puros que hoy idolatra el presidente de la Generalitat fue prolongada, descarnada y a tiros. Hasta el punto de que los hermanos Badia fallecerían asesinados por un comando de la FAI en abril de 1936.
En la Barcelona de la II República, sobre todo desde que la Generalitat asumió el control del orden público, el mayor antagonismo no era ni siquiera la dialéctica Cataluña-España, sino nacionalistas-anarquistas. Los episodios bélicos estallaban por doquier: en la represión de la insurrección libertaria de los mineros de Sallent o de la lucha sindical en la Safa de Blanes, en el asesinato o secuestro de militantes, que a su vez desencadenaba nuevas acciones de venganza... Para los anarquistas, el grupo de los Badia y Dencàs era una versión catalanizada del pistolerismo anticenetista de los años de plomo de Primo de Rivera, que incluía de nuevo la promoción del amarillismo sindical revientahuelgas y hasta racista, al poner en un mismo paraguas la delincuencia y la combatividad obrera, y atribuirlas a los «murcianos», la palabra utilizada en aquella época para referirse despectivamente a los trabajadores llegados del resto de España.
El historiador Manel López Esteve, de la Universidad de Lleida, ha subrayado que el control del orden público, asumida por la neonata Generalitat en la II República, «permitía la nacionalización de Cataluña en varios sentidos. De un lado, eliminando al enemigo interior en la sociedad catalana que tenía como principales protagonistas a los grupos de acción anarquista y la FAI. Del otro, practicando el saneamiento moral y social que significaba la lucha contra la delincuencia común y la criminalidad identificada de forma bastante general con la inmigración». Ambas luchas confluían contra la CNT-FAI: «En el imaginario de un amplio espectro del catalanismo, no solo del separatista, la delincuencia, los atracos, la prostitución y el vicio iban asociados al hecho migratorio, y especialmente a su construcción estereotipada de la figura del murciano. La identificación entre inmigración, criminalidad y pistolerismo anarquista en el imaginario de amplios sectores del catalanismo», explica López Esteve.
Los Escamots, grupos paramilitares impulsados por Dencàs y nutridos de militantes de las juventudes de Esquerra Republicana y Estat Català (JEREC), eran las fuerzas parapoliciales de choque de estos comandos «sanitarios» dispuestos a limpiar las calles de la agitación «murciana» y libertaria. Solían actuar, además, con impunidad y hasta coordinados con las fuerzas de orden público, que controlaban los hermanos Badia. Entre los ejemplos que subraya López Esteve destaca la huelga de transporte público convocada en abril de 1933 por la CNT en Barcelona: «Badia, como presidente de las JEREC, se ofreció al gobernador civil de Barcelona para intervenir y hacer fracasar la huelga; los Escamots acabarían saliendo a la calle acompañando a las fuerzas de policía y conduciendo los autobuses y tranvías parados por la huelga». De hecho, muchos miembros de los Escamots acabarían integrándose en las fuerzas oficiales de orden público que en la Generalitat estaba creando Miquel Badia, conocido entre los independentistas como capità collons (capitán cojones), por su supuesta bravura militarista, y de los que Dencàs sería finalmente jefe oficial ya no desde las JEREC, sino directamente desde la Consejería de Gobernación.
La aportación de López Esteve se incluye en un importante libro colectivo de reciente aparición, El catalanisme davant del feixisme (Gregal, 2018), que indaga sobre los coqueteos en la historia de grupos nacionalistas con el fascismo y hasta el nazismo. La conclusión es que sin duda existieron catalanistas fascistas, aunque no un catalanismo fascista organizado y estructurado, en buena medida porque nunca contó con las palancas de un Estado propio.
Sin embargo, el caso de Dencàs muestra hasta qué punto se estuvo cerca. No solo por la violencia paramilitar cotidiana de los Escamots y la protección que les daban las «Estructuras de Estado en construcción» a sus acciones patrióticas y en pro de una sociedad «más sana». Ni tan siquiera por el famoso desfile de 1933 con 10.000 militantes uniformados, que tuvo como epílogo la irrupción a punta de pistola de la imprenta editora de la publicación satírica El Be Negre. También están los misteriosos viajes a la Italia fascista —incluso tras estallar la guerra civil— y hasta por las propias confesiones de Dencàs ante los diplomáticos de Mussolini, a los que quería convencer para que apoyaran la causa independentista.
El libro incluye un trabajo de los historiadores Enric Ucelay-Da Cal y Arnau González, coeditores de la obra, que reproduce las transcripciones que el vicecónsul italiano en Barcelona Alejandro Majeroni envió a sus superiores tras entrevistarse en junio de 1934 con Dencàs, ya entonces promovido a consejero de Gobernación y, por tanto, responsable político de las fuerzas policiales que dirigía Miquel Badia. «Se ha expresado en tono de gran respeto hacia el régimen fascista», recalca Majeroni, quien trasladó el deseo de su interlocutor de promover el aumento de la simpatía entre la Italia de Mussolini y Cataluña. Prosigue el vicecónsul su transcripción: «Entusiasta admiración [de Dencàs] por la ética del fascismo, los principios fundamentales del cual espera poder realizar un día en Cataluña, pese a confesar que quizá durante tiempo no podrá pronunciar ni siquiera el nombre para no hacer perder a ERC el favor popular».
Y así hablaba Dencàs, según la transcripción: «Si mañana, Dios no lo quiera, sucediera un conflicto y se polarizara el Mediterráneo. ¿No podría hacer buen servicio a Italia la amistad catalana, la hospitalidad de nuestras costas, óptima base para submarinos? El Gobierno italiano ha de saludar el provecho que de esto puede derivarse desde un Estado español, fatalmente inclinado hacia Francia, y una Cataluña independiente, fuerte y sinceramente amiga. Pero hay que proceder lentamente; yo de mi parte estoy encuadrando a la juventud catalana, disciplinándola militarmente sin que se dé cuenta porque tiene necesidad de hombres y no de ovejas. No ignorará que yo soy el organizador de los escamots, escuadrones de acción de pura esencia fascista. Usted habrá visto que mi policía es ahora activa y decidida. De aquí no mucho Cataluña no tendrá atraca- dores ni pistoleros ni, todavía menos, huelgas políticas».
La idea de anarquistas sumándose a huelgas políticas en apoyo a un presidente de la Generalitat admirador del legado de Dencàs y los hermanos Badia era entonces, sencillamente, inimaginable.