Tomando a Piotr Kropotkin en serio
Por ÁLVARO GIRÓN
Hace más de una década comenzaba a dar los primeros pasos en lo que acabaría por convertirse en una larga indagación sobre Piotr Kropotkin. Por aquellas fechas, recién instalado en Inglaterra para una estancia posdoctoral, uno tendía a pensar que pocos serían los interesados en un teórico anarquista décadas después del colapso final del breve renacimiento ácrata posterior al 1968. Parecía que solo quedarían —como mucho— algunos rescoldos humeantes, convenientemente triturados en aquellos tiempos en que la ortodoxia thatcheriana —modernizada con convenientes ropajes blairistas— imperaba en la Gran Bretaña y más allá. Pues bien, pronto caí en la cuenta de que en la isla donde él vivió durante más de treinta años de exilio —desde 1886 a 1917— nunca se le olvidó del todo.
Ahora bien, el que Kropotkin no haya sido del todo olvidado no quiere decir necesariamente que se le haya tomado en serio. Las ambigüedades son especialmente notorias cuando hablamos de su pensamiento evolucionista. Por un lado, se ha alabado su contundente resistencia frente al —mal— llamado darwinismo social. También se le suele señalar como uno de los precedentes más claros de los estudios sobre altruismo entre animales. No obstante, la opinión general tiende a presentar la visión kropotkiniana de la naturaleza como algo que tenía más que ver con sus disposiciones personales (supuestamente benevolentes) o sus ideales políticos que con el desapasionado análisis que se le supone al científico. En realidad, la idea viene de lejos. Ya en la reseña publicada en 1903 en Nature de su obra capital, El apoyo mutuo (1902), se leía que Kropotkin atribuía «a los animales inferiores una benevolencia similar a la suya propia».
Uno de los intentos relativamente recientes de rehabilitación científica del evolucionismo a lo Kropotkin vino —quizá no por casualidad— de la mano del llorado Stephen Jay Gould, en su artículo «Kropotkin no era ningún chiflado» (1991). En él Gould, haciendo un uso generoso de la contribución de Daniel Todes (1989) sobre el darwinismo ruso, desafió la imagen del personaje idiosincrático que moldea las aristas de la economía natural en función de sus muy peculiares convicciones políticas: Kropotkin no era una rara avis, sino que sus ideas se entroncaban en una tradición peculiar del evolucionismo ruso. Un darwinismo sin Malthus, que tendía a subrayar el carácter capital de la sociabilidad —cuando no la solidaridad— en la lucha por la existencia que los seres vivos sostenían contra las dificultades ambientales. Lo que a Gould le resultaba tranquilizador era saber que, a pesar de las implicaciones políticas que había ido adquiriendo el darwinismo en Rusia, no poco de esa tradición antimaltusiana se basaba en un sólido trabajo de campo en los grandes territorios despoblados del imperio ruso. Ello contrastaba con la experiencia fundacional de alguien como Darwin, quien había nacido y vivido en una isla superpoblada y desarrollado parte de sus primeros pasos como científico en entornos tropicales. Dicho de otra manera, el sustrato del darwinismo antimaltusiano de Kropotkin no solo se asienta en ideales políticos aparentemente excéntricos, sino sobre todo en una tradición científica respetable, sólidamente anclada en el conocimiento empírico de un entorno natural peculiar.
Por bienintencionada que fuera la aproximación de Gould, sin embargo, uno se atrevería a discrepar en dos cuestiones fundamentales. La primera es que la contribución de Kropotkin no se puede ni se debe entender como una suerte de intrusión de un darwinismo peculiar aunque respetable —el ruso— en un entorno científico y social totalmente ajeno. Por el contrario, en la Europa Occidental existía un público más que preparado para aceptar que la sociabilidad ha tenido mucho que ver en la evolución, sobre todo en el caso de los animales. Como el propio Kropotkin reconoció públicamente, el terreno había sido convenientemente preparado por las aportaciones de personajes hoy olvidados como Alfred Espinàs, Jean-Louis de Lanessan o Ludwig Büchner. Más aún, era el propio Darwin el que se refirió en El origen del hombre al rol clave de los instintos sociales en la génesis del sentido moral. Ni Kropotkin ni su ciencia fueron periféricos en los debates posdarwinianos sobre ética y evolución.
La segunda discrepancia quizás sea más heterodoxa. El punto de vista de Gould, más que implícitamente, se basa en la convicción de que las ideas políticas indefectiblemente contaminan la obra científica: nos podemos tomar en serio a Kropotkin porque su peculiar darwinismo no está informado exclusivamente por su anarquismo, sino que debe bastante más a su experiencia en el hostil ambiente siberiano. Algunos, por el contrario, pensamos que hay buenas razones para dudar del hecho de que se puedan separar clínicamente ciencia y cultura (lo que incluye eso que llamamos política). Hoy admitimos que en la génesis de la teoría —o mejor, teorías— de Darwin, junto a los muy respetables pinzones y cirrípedos, algo tuvieron que ver la economía política de Malthus, la disidencia religiosa, su antiesclavismo militante o la dinámica expansiva del Imperio británico. No separamos a unos (la naturaleza), vistos como fuentes legítimas de conocimiento, de otros (la cultura), presentados como peligrosos contaminantes: todos son constitutivos del conocimiento. De la misma manera, permítanme que yo no haga esa misma separación cuando hablo de Kropotkin. Si hemos de entender su pensamiento, más vale lidiar con el viajero, el anarquista, el geógrafo, el respetable hombre de ciencia, es decir, con el hombre completo.
El explorador, el revolucionario, el sabio venerable
Kropotkin nace en 1842 en una familia perteneciente a la más rancia aristocracia moscovita. A los quince años se incorporó al cuerpo de pajes de San Petersburgo, donde, además de recibir instrucción militar, tuvo acceso a una exquisita educación técnica y científica. Brillante estudiante, fue promovido a paje de cámara del zar en ese mismo año. De inclinaciones políticas liberales, pronto se desilusionó por el carácter reaccionario del ambiente palaciego de San Petersburgo. En 1862 se incorporó a un regimiento cosaco en Siberia (allí estuvo destinado hasta 1867), donde esperaba poder colaborar más efectivamente en la reforma del país. Después de un lapso durante el que trabajó arduamente en tareas administrativas, Kropotkin dedicó sus energías a la exploración científica. La experiencia siberiana le marcó la vida para siempre. Supuso, en primer lugar, la piedra de toque sobre la que construyó gran parte de su importantísima aportación al dominio de la geografía física. El contacto, además, con un ambiente aparentemente despoblado —como el siberiano— fue fundamental en la articulación posterior de su interpretación antimaltusiana del darwinismo. Y de manera aún más crucial en ese momento, determinó su pérdida de fe en la maquinaria del Estado a la hora de resolver los problemas reales del pueblo.
Sin embargo, el verdadero elemento catalizador desde el punto de vista político —como para muchos jóvenes de su generación— fue la Comuna de París (1871). Después de rechazar el puesto de secretario de la Sociedad Geográfica Imperial, hizo un viaje a Suiza: allí tomó partido decididamente por el socialismo anarquista. A la vuelta de su corta estancia en Suiza, se unió al famoso círculo populista de Chaikovski, hasta que fue hecho preso en 1874. Se fugó de las cárceles rusas dos años después para exiliarse en Gran Bretaña. Aunque se ganaba la vida con actividades tan respetables como las colaboraciones en Nature, The Times o la Enciclopedia Británica, su nueva vida como agitador anarquista estaba muy lejos de acabar. En los años siguientes, viviendo a caballo entre Gran Bretaña, Francia y Suiza, Kropotkin se convirtió en un extraordinario propagandista revolucionario, siendo fundamental su aportación tanto para la difusión del comunismo libertario como para la creación de una prensa libertaria de gran aliento teórico.
Esta actividad se vio bruscamente frenada. A fines de 1882, fue arrestado en Lyon. Desafortunadamente para las autoridades galas, el juicio que siguió a su detención se convirtió en una formidable plataforma de propaganda libertaria. Se consolida —además— el mito romántico del príncipe que renuncia a los privilegios de clase para abrazar la causa de los desposeídos, hasta el punto de generar una ola de simpatía hacia la figura de Kropotkin en la otra orilla del canal de la Mancha. Los años en la cárcel tuvieron efectos perdurables. Es en la cárcel de Clairvaux donde lee el trabajo del zoólogo ruso Karl Fiodorovich Kessler sobre la ayuda mutua en la evolución, decisivo, como él mismo confiesa, en la formalización de sus ideas al respecto. Por otra parte, su salud, ya debilitada por la estancia en las cárceles rusas, empeora hasta el punto de temerse por su vida. En enero de 1886 fue excarcelado, aunque se convirtió en un enfermo de por vida.
Tras la liberación, se exiló en Inglaterra. Estableció su residencia en los suburbios londinenses, dando fin a gran parte de su actividad clandestina. Inició, sin embargo, una actividad teórica de grandísimo calado. Su vida suburbial, en todo caso, no fue absolutamente anónima. El aura romántica del aristócrata que renuncia a su clase social, combinada con su gran reputación como viajero y geógrafo, le abre puertas y públicos nada comunes para un anarquista. Kropotkin no solo hacía públicas sus ideas en los órganos de prensa libertarios, sino que escribía habitualmente en revistas de gran impacto en círculos intelectuales, como The Nineteenth Century, la más aclamada de las monthly reviews, de cuya sección científica llegó a ser responsable. Participó, además, en las actividades de la Royal Geographical Society, llegando a ser miembro de la British Association for the Advancement of Science. Los largos años que residió en Inglaterra hasta su vuelta a Rusia en 1917 fueron años de apacible respetabilidad victoriana, aunque mantuvo un fuerte compromiso con la causa anárquica. Fue, sin duda, el período más fructífero desde el punto de vista intelectual, evolucionismo incluido.
Kropotkin contra Thomas Huxley, y más allá: «El apoyo mutuo»
En realidad Kropotkin comenzó a estar interesado en el darwinismo desde fechas tempranas. Su correspondencia refleja que en cierta manera estaba sometiendo la teoría darwiniana al test de la naturaleza siberiana a comienzos de los años 1860. Sus opiniones al respecto, sin embargo, solo vieron la letra impresa una vez exilado en Europa Occidental. Fue en 1882 en un obituario de Darwin publicado por la prensa libertaria francesa. El artículo es, de facto, una crítica al uso burgués del darwinismo y contiene algunos argumentos que reaparecerán después: las especies sociables son las más prósperas; la solidaridad es el factor clave en la supervivencia de las especies en su agónica lucha colectiva contra las fuerzas hostiles de la naturaleza. El texto, además, refleja su deuda con respecto a la visión que tenían sobre el asunto los zoólogos rusos.
En 1887, en dos artículos publicados en The Nineteenth Century y en un contexto de gran tensión social en Gran Bretaña, Kropotkin manifestó que el anarquismo y la filosofía de la evolución tenían los mismos métodos. Sin embargo, introdujo un matiz importante. Haciendo una crítica a Herbert Spencer, afirmó que las leyes de población maltusianas eran falsas y que no aportaban nada a la teoría de la evolución. Paralelamente, Thomas Henry Huxley, el viejo defensor de Darwin, estaba elaborando su propio guión político-científico en una dirección muy distinta. En 1888, en la propia The Nineteenth Century, Huxley empezó a dibujar el retrato de la naturaleza como un conjunto de procesos amorales y brutales, absolutamente incapaz de proporcionar cualquier tipo de criterio sobre el que fundar la moral. Es la respuesta de Huxley tanto a la ética evolucionista de Spencer como a su ultraliberalismo político. Ahora bien, aunque su posición es congruente con un nuevo liberalismo reformista que consideraba necesario cierto nivel de intervención del Estado, Huxley subrayaba con igual fuerza que la presencia permanente del espectro maltusiano y la persistencia de instintos agresivos primordiales imponían severos límites a los proyectos de reforma radical y revolucionarios. Todo ello llevó a Kropotkin a responder en una serie de artículos publicados en la misma revista entre los años 1890 y 1896, y que fueron finalmente reunidos en un volumen titulado Mutual Aid. A Factor of Evolution, publicado en 1902.
Ahora bien, el objetivo de El apoyo mutuo no era simplemente Huxley. Kropotkin se lanzó a criticar lo que él veía como toda una escuela que utilizaba como eslogan la lucha por la existencia. El libro se convirtió en un ataque a aquellos discípulos de Darwin que, a su parecer, solo veían en la naturaleza sus aspectos más brutales. El príncipe anarquista reconocía que la lucha por la existencia —en el sentido de una competencia real por el alimento y el espacio— existía en el mundo de lo vivo, pero que no era fácil que tuviera efecto. Era muy raro que se llegara al umbral maltusiano de un combate efectivo entre individuos por el alimento. En contraposición, Kropotkin destacaba el papel predominante de lo que, según él, Darwin había llamado «lucha metafórica por la existencia», es decir, la lucha colectiva que las especies sostienen contra las condiciones hostiles del medio y contra otras especies. Para él estaba claro que la mejor arma en ese tipo de lucha era la sociabilidad. Los más aptos son aquellos animales que adquieren hábitos de apoyo mutuo.
Por otro lado, para Kropotkin, la lucha entre individuos de la misma especie no puede producir ningún tipo de progreso evolutivo, sino lo contrario. Establecer límites a la competencia maltusiana mediante el auxilio mutuo es la clave de la evolución progresiva. La sociabilidad —el apoyo mutuo— no solo limita la lucha, sino que es condición necesaria para el desarrollo de las facultades más elevadas, como la inteligencia y la moralidad. Ello le llevó a otra conclusión correlativa. Kropotkin, al contrario que Huxley, pensaba que la moralidad estaba fundada en natura, no existía un proceso ético que oponer a una supuesta naturaleza amoral. Lejos de ser un desarrollo tardío, un fruto de la civilización, nuestro sentido moral estaba profundamente anclado en nuestro pasado biológico: son millones de años de evolución que hablan en nosotros.
No es extraño, pues, que Kropotkin tratara de desarrollar las consecuencias éticas del punto de vista adoptado en su Mutual Aid. En el período comprendido entre 1890 y 1914 empezó a parecerle una necesidad perentoria. La creciente influencia de la filosofía de Nieztsche —conspicua incluso en las filas libertarias— así como el rearme patente del catolicismo en el fin de siglo aparecían como nuevas amenazas. En el año 1904 publica dos artículos en The Nineteenth Century destinados no solo a conjurar los peligros, sino a servir de base a lo que él quería que fuera una obra acabada sobre moral basada en la filosofía evolucionista. Una nueva ética —que vendría según sus propias palabras a segar la hierba bajo los pies del cristianismo— en la que la huella inspiradora del Darwin de El origen del hombre se hace explícita. Sin embargo, Kropotkin pronto encontró un obstáculo en su tradicional bestia negra: Thomas Malthus. Según el anarquista ruso, los biólogos se resistían a reconocer el apoyo mutuo como principal característica de la vida animal porque advertían que estaba en abierta contradicción con el feroz combate por la vida entre individuos que se desprende necesariamente de las limitaciones maltusianas de espacio y alimento. Este era el verdadero fundamento —según ellos— de la teoría darwiniana de la evolución. Aun cuando se les recordara que Darwin en El origen del hombre había subrayado el papel clave de la sociabilidad y de los sentimientos simpáticos en la preservación de las especies, estos mismos naturalistas eran incapaces de reconciliar esta afirmación con el peso indudable que el propio Darwin y Alfred R. Wallace asignaron a la lucha interindividual en su teoría de la selección natural. Kropotkin asumió la existencia de esta contradicción. Maltusianismo y dominio de la solidaridad en la economía de la naturaleza eran mutuamente excluyentes.
Kropotkin trató de sortear el obstáculo postulando una síntesis entre darwinismo y lamarckismo en una serie de artículos publicados en The Nineteenth Century a lo largo de la década de 1910. Una síntesis en que la selección natural sería en gran medida fagocitada por la acción directa del medio sobre los organismos, influencia ambiental que sería transmitida a la descendencia mediante la herencia de los caracteres adquiridos. Para ello trató de probar, fundamentalmente, que la selección natural de variaciones producidas al azar o accidentalmente no podía dar cuenta de la evolución progresiva, mientras que la acción directa del medio transmitida hereditariamente sí lo hacía. Para ello era fundamental demostrar que la herencia de los caracteres adquiridos no solo no era una imposibilidad teórica, sino que empezaba a gozar de cierta base experimental. De hecho, su intento de rehabilitación de Lamarck le llevó a estudiar en profundidad no solo los trabajos de los modernos neolamarckianos, sino también las teorías hereditarias duras opuestas, muy singularmente la de August Weismann.
Quizás para algunos este apoyo postrero a las tesis neolamarckianas ilustre mejor que nada en qué medida Kropotkin es un caso más de cómo preocupaciones extracientíficas llevan a algunas mentes privilegiadas a incurrir en graves errores. Esta es una forma de ver las cosas no solo simplista, sino básicamente errónea: se trata de un anacronismo. El anarquismo de Kropotkin no le llevó a sostener ideas peregrinas, sino a defender planteamientos ampliamente compartidos por parte importante de la comunidad de biólogos del tiempo que le tocó vivir. No solo la crítica a las teorías de Weismann se había generalizado en Francia y en la propia Alemania, era el propio mendelismo —al que Kropotkin no daba especial importancia— el que no resultaba creíble para explicar el fenómeno global de la herencia. Algo parecido se puede decir de su teoría del apoyo mutuo. ¿Antropomorfismo? Desde luego no mayor que el del propio Darwin. En realidad, la ingenuidad de Kropotkin no deja de ser una ilusión retrospectiva. Una ilusión alimentada por el hecho de que tanto en ciencia como en política se alineó en el bando que acabó por ser el perdedor. Es posible que en un tiempo menos sectario, tanto en ciencia como en política, nos acerquemos a su figura de otra manera. Mientras tanto, si se quiere entender algo de los debates posdarwinianos en las últimas décadas del XIX y principios del XX, va siendo hora de tomarse en serio a Kropotkin.
13/05/2011