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Anarquismo y leyes justas, por Octavio Medina

Published on: jueves, 30 de abril de 2020 // ,


Aprovechando que la actualidad está llena de todo lo relacionado con el derecho a decidir quién ha de gobernarnos, quizá no sea mal momento para hablar del derecho a que no nos gobierne nadie. Aunque en España hemos tenido una relación algo compleja con el anarquismo, quizá en parte por tener una de las más altas tasas de defunción de jefes de gobierno y políticos a causa de este movimiento, se trata de una historia circunscrita sobre todo a la primera mitad del siglo XX. Con el fin de la República y la publicación de Homenaje a Cataluña, se apagan los focos. Hoy en día, el interés por el tema reside sobre todo más allá de nuestras fronteras.

Uno de sus exponentes más famosos es el profesor James Scott, antropólogo y politólogo que desde la Costa Este de EE. UU. ha dedicado su vida al estudio del anarquismo. A Scott se le conoce sobre todo por sus estudios sobre las sociedades del sudeste asiático, y en concreto de la muy debatida Zomia, una zona que se expande desde las montañas del suroeste de China, Laos, Myanmar y el norte de Vietnam hasta Nepal y el Tíbet; debido a su orografía particular, sus habitantes han conseguido escapar del control estatal —léase, de cualquier Estado— durante siglos, aunque las características de esas sociedades darían para otra historia.

Más recientemente, Scott nos ofrece un resumen ameno de su pensamiento en Two cheers for anarchism, donde trata anécdotas, historias y fragmentos que le han ayudado a definirse ideológicamente. En la taxonomía tradicional, Scott es un tanto difícil de posicionar, aunque quizás una forma de describirle sería una adaptación del dicho de Bakunin: la libertad sin socialismo es una farsa, y el socialismo sin libertad una tiranía. Por ello, una de las ideas principales de su libro es la de que algunas leyes se aprueban con el entendimiento de todos los autores involucrados de que jamás se van a cumplir. Como ejemplo el autor utiliza una peripecia que vivió en Alemania Oriental al poco de caer el Muro. Para mejorar su inglés unas semanas antes de empezar como profesor visitante en el Instituto de Estudios Avanzados de Berlín y a la vez satisfacer su deformación profesional de antropólogo, Scott decidió unirse a una de las últimas granjas colectivizadas (landwirtschaftliche Produktionsgenossenschaft, si les interesa el tema) cerca de un pequeño pueblo llamado Neubrandenburg. A pesar de sus buenísimas intenciones y credenciales, sus camaradas no le tenían en demasiada estima porque pensaban que era, o un oficial del Gobierno buscando irregularidades, o un agente de los granjeros holandeses listos para lanzarse a la compra de propiedades en el este.

El caso es que Scott, una vez a la semana, escapaba al pueblo de Neubrandenburg para huir de las miradas suspicaces de sus camaradas de la granja y tomarse un respiro. Allí, observó que en la intersección principal de la aldea, pasado el anochecer, ocurría un acontecimiento social un tanto kafkiano. A pesar de la ausencia de tráfico (como mucho un Trabant cada media hora), los peatones esperaban pacientemente a que los semáforos cambiaran de rojo a verde para cruzar, lo cual a menudo significaba una espera de cuatro o cinco minutos. Al intentar cruzar Scott la calle, un aluvión de advertencias y aspavientos en un idioma que no acababa de entender le hizo desistir de su intento, a pesar de su convencimiento de lo absurdo del comportamiento observado. Un atónito Scott se dio cuenta de que esta gente tenía una falta de lo que él llama calistenia anarquista, o la voluntad de rebelarse ante reglas y leyes llegado cierto punto.

La rebeldía que interesa a Scott no son las grandes revoluciones ni los golpes de Estado, generalmente impulsados por facciones más o menos organizadas y con recursos. Se trata, por el contrario, de los pequeños actos de rebelión, a menudo anónima, de los sectores más pobres de la sociedad, los que no se pueden permitir el lujo de participar en política. El más simbólico, quizá, sea el del soldado desertor, que decide no luchar una guerra de la que los ricos se pueden evadir fácilmente (como ocurría en la Guerra de Secesión americana), pero otro ejemplo histórico es el de la caza furtiva de animales o la tala de árboles en tierras de la Corona de los siglos XVII a XIX, o el de la familia que ocupa terreno público para construir una chabola en zonas urbanas de Brasil. La coordinación informal que existe entre conductores para mantenerse por encima del límite de velocidad pero no lo suficiente para destacar y convertirse en diana del policía más cercano es otro ejemplo, si bien mucho más banal.

Es lo que llama Scott la política subalterna, y lo que un economista quizá llamaría el mercado informal de política, que se torna especialmente valiosa en regímenes autoritarios, donde las formas de protesta formales, como la huelga, las manifestaciones, o los movimientos sociales, están prohibidos. La importancia que le da Scott a esta calistenia anarquista es doble: primero, es un canal de comunicación directo para que los gobiernos estén informados de la opinión de los ciudadanos, y segundo, es el canal que históricamente han utilizado los sectores más desfavorecidos para hacer llegar sus preferencias al Estado.

Todo esto me lleva a un tema clave para Evgeny Morozov en su libro To solve everything click here. Morozov nos cuenta que según el sociólogo Brownsword, existen tres tipos de formas, o registros, que el Estado utiliza para hacer que sus ciudadanos cumplan una ley o reglamento. El primero es el moral (usted no debería hacer esto porque es éticamente reprochable), el segundo es el del interés propio (usted no debería hacer esto porque sufrirá un coste, sea o no económico), y el tercero es el de la practicabilidad (usted no puede hacer esto porque es físicamente imposible). Por supuesto todos estos registros son a menudo compatibles entre sí. Un ejemplo en el que prima el registro moral pero aparece el registro del interés propio es el metro de Berlín, que carece de torniquetes. Si uno pregunta a los usuarios por qué pagan los billetes, le podrían responder que es lo correcto, pero también que tiene un coste social el no hacerlo, o quizá que el revisor podría pillarles.

Evidentemente, es prerrogativa de cada sociedad elegir qué van a utilizar para regular cada cosa, y aun en el mundo occidental observamos actitudes muy distintas. Europa Occidental, por ejemplo, tiende a apelar al registro del interés propio para regular la libertad de expresión, con leyes restrictivas sobre tabúes como el nazismo o el genocidio, por ejemplo. En cambio, Estados Unidos opta por el registro moral, en el que se espera que nadie exprese opiniones filototalitarias porque son un tanto repugnantes, pero el Estado no va (generalmente) a castigar a nadie por hacerlo. Quizá lo más cercano al registro práctico en términos de libertad de expresión sea la suerte del pobre John Stubbs, escritor y panfletista inglés de los tiempos de Isabel I, que tuvo la mala idea de criticar por escrito los planes de matrimonio de la reina. Le cortaron la mano (aunque cuentan que pudo seguir escribiendo con la izquierda).

Ya pueden imaginarse hacia dónde me estoy dirigiendo. La diferencia entre estos tres registros parecería inofensiva en casos como los del torniquete de metro, pero las consecuencias pueden ser muy distintas, especialmente en lo que respecta a la capacidad para desobedecer. Un elemento básico de nuestros sistemas democráticos, como decía John Dewey hace más de un siglo, es la capacidad para reexaminar a menudo nuestras leyes y reglamentos, desechando aquellas que se han vuelto injustas o irrelevantes (lo cual es cierto que ocurre menos de lo que a uno le gustaría) y adoptando nuevas más acorde con las preferencias actuales de los ciudadanos.

Aquí vuelve la calistenia anarquista. La desobediencia, anónima o no, de estas leyes es un canal vital para expresar las preferencias de los ciudadanos y hacerlas llegar a las instituciones por canales no oficiales. Tanto el registro moral como el del interés propio dan al individuo la opción de resistir o evadirse. A lo largo de la historia, esta capacidad para la desobediencia ha sido clave para acabar con no pocos sistemas políticos o legales despreciables. Un ejemplo evidente es la lucha por los derechos civiles en EE. UU., desde la acción individual de Rosa Parks pasando por las  campañas de desobediencia civil que llevaron finalmente a eliminar la segregación de los colegios y demás espacios públicos en EE. UU. y a la adopción en 1964 de la Civil Rights Act. Los disturbios de Stonewall en 1969, momento clave del movimiento por los derechos homosexuales (LGBTQ realmente), son una instancia similar. Es la ineficiencia de las propias leyes la que permite que estén sometidas a evaluación constante.

En cambio, el registro práctico, por su propia definición, es ineludible y 100% eficiente. No hay forma de desobedecer una ley que es físicamente imposible incumplir. Aunque esto pueda ser extremadamente útil para garantizar que los usuarios del transporte público se comporten, en otros aspectos reduce radicalmente el espacio de la política subalterna de Scott y la capacidad para reexaminar nuestras reglas como sociedad. En los últimos años el abaratamiento de ciertas tecnologías y la facilidad con la que muchos gobiernos parecen aprovecharlo sugiere la proliferación del registro práctico en ámbitos que anteriormente no ocupaba. Casos como el de la vigilancia policial predictiva, que aspira a identificar a criminales antes de que lo sean, constituyen un ejemplo claro y algo inquietante. Otros no lo son tanto.

En cualquier caso se trata de pensar y debatir el cómo queremos controlar, además del qué. Aunque por una parte los avances tecnológicos puedan ayudarnos a reducir el incumplimiento de leyes, es importante ser consciente de que a menudo la ineficiencia y la fricción son virtudes. Intentar suprimir toda anarquía y desorden, como diría Jane Jacobs, es taxidermia social.

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