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Sobre los comuneros de Castilla, por Krates

Published on: jueves, 23 de abril de 2020 // ,


En estas fechas [23 de Abril] se suele conmemorar la revuelta comunera castellana de 1520-22 (que empezó en Toledo y acabó en Toledo, no con la derrota de Villalar). Rebelión encabezada por las villas y ciudades del interior peninsular que pedían al rey no tener que pagar impuestos para costear sus ambiciones imperiales en tierras lejanas, como también que los cargos públicos del reino estuviesen en manos de castellanos y no de extranjeros. A esto habría que añadir las exigencias consistentes en una mayor participación del reino en los asuntos políticos a través de unas Cortes más representativas y capaces de limitar el poder del mismo monarca. Y, por presión popular, a una mayor democratización del gobierno en los municipios. Gran parte de la nobleza cambió de bando debido a esta radicalización, cuando sintió peligrar sus privilegios.

Siglos después, muchos pretendieron ver en esta insurrección el precedente de las modernas revoluciones liberal-democráticas. Aunque se haya dividido la historia por edades, fijando una especie de límite entre la Edad Media y la Moderna, los acontecimientos del siglo XVI estuvieron más condicionados por los conflictos sociales de su, no muy lejano, pasado medieval. Solamente que en ese episodio convergieron varios a la vez.

La revuelta comunera fue, ante todo, un movimiento urbano cuya fuerza de choque la formaron los artesanos y los comerciantes, amparada de levantamientos rurales antiseñoriales, acaudillados por el patriciado urbano. Patriciado —compuesto por la pequeña nobleza caballeresca— que ejercía el verdadero poder dentro de los municipios, en contra de la idea de una «democracia directa» en manos de la asamblea vecinal o concejo abierto, lo típico dentro de una desigual sociedad como la feudal del momento. Las ciudades medievales no fueron esos centros independientes y libres que se nos han hecho creer, estaban sometidos por lazos de vasallaje a los reyes y aristócratas, que eran sus verdaderos Señores soberanos. Los derechos o fueros que tenían fueron otorgados, pero no conquistados. El gobierno local lo ejercía esta minoría privilegiada que heredaba los cargos, en algunos casos, o compartían y se turnaban los diferentes linajes, una oligarquía concejil. Pocos casos hubo en que los representantes del pueblo llano participaron, lo que supuso constantes conflictos violentos entre ambos grupos sociales.

A mediados del siglo XIV se institucionalizó por orden regia este tipo de concejos restringidos, también llamados regimientos, lo que vino a dar contenido legal a una situación ya existente en los municipios castellanos desde tiempo atrás. No fue un fenómeno ajeno al feudalismo de entonces. Según avanzaban sus conquistas hacia el sur musulmán, los reyes concedían libertades a las ciudades, además de obtener impuestos y milicias, también con el motivo de atraer nuevos pobladores: los fueros.

Los municipios además de su núcleo urbano tenían su alfoz, el término territorial que dominaba incluyendo aldeas rurales subordinadas a estos. Aunque se dedicasen al comercio y la artesanía, su base económica seguía siendo la agropecuaria. Cuyos propietarios eran los más ricos. Los vecinos tenían derecho a usar los bienes comunales, como montes y pastos, aunque no todos los habitantes tenían la condición de vecinos, los moradores que tenían pocos derechos.

La oligarquía urbana (descendiente de los aldeanos que podían mantener caballo y armas: los caballeros villanos) tenían el privilegio de no pagar impuestos, eran los exentos, igual que el clero y los nobles. Las cargas fiscales las pagaban la gente del común o pecheros, exceptuando los más pobres. Entre esta gente del común había ricos y pobres, propietarios de tierras y jornaleros, artesanos con taller y sus oficiales y aprendices, mercaderes y comerciantes, un grupo social muy diversificado. Las minorías étnico-religiosas estaban aparte y solían padecer los ataques de una población frustrada en épocas de crisis. Desde mediados del siglo XIV, y por encima de todos, estaba el representante del rey: el corregidor, al que tenían que mantener.

Cuando la nobleza no pudo obtener más tierras de conquista al frenarse la expansión del reino, buscó otras alternativas para impedir el descenso de sus ingresos, conminando a los monarcas para que les concediesen otros privilegios más a costa de los municipios. Y los reyes para fortalecer su poder les entregaron el dominio de varios municipios, entrando en conflicto con las oligarquías urbanas. Oligarquías que no dudaron en recurrir al apoyo de las clases populares contra las pretensiones anexionistas de los grandes. Valiéndose, incluso, de la propaganda basada en el «bien común» que sólo servía a sus intereses particulares, otras en cambio preferían llevarse bien con el rey y la alta nobleza. Durante la rebelión comunera se plasmó tal conflicto, y tales posturas, poniéndose al frente del movimiento, momento que también aprovechó el común o pueblo menudo para exigir lo suyo. Aunque se pueda considerar la rebelión como una especie de lucha de clases, la realidad fue que en ambos bandos había de todo.

Otra petición comunera era que hubiese una mayor representatividad en las Cortes. De un centenar de municipios que se presentaron a inicios del siglo XIV, en el siglo XV solamente quedaron diecisiete (dieciocho, tras la toma de Granada por los Reyes Católicos). Cortes que eran convocadas por los reyes, cuando querían y no estaban obligados a solucionar los problemas que se les presentaban, solamente para votar nuevos impuestos. En ellas estaban representados los tres estamentos: nobleza, clero y los municipios. Hablar de ellas, comparándolas, como si de un tipo de parlamento fuesen, no tiene sentido: sólo tenían un carácter consultivo. Decir que con la derrota comunera Castilla perdió sus libertades, no es verdad, porque no existían tales.

Por mi parte, los comuneros con los que mejor me identifico son con los parisinos de 1871, y no con los castellanos de 1521. Aunque yo sea nativo de aquí, de estas tierras mesetarias.

Toledo, 3 de febrero de 1522: el fin de los comuneros de Castilla


— ¿De que sirve defender su derecho a parir si no puede parir?
— Es un símbolo de nuestra lucha contra la opresión.
—¡Es un símbolo de su lucha contra la realidad!

(Monthy Python, La vida de Brian)

Aunque la fecha del 23 de abril de 1521 se conozca ampliamente como el fin de la rebelión comunera castellana del siglo XVI, en realidad fue el principio del fin. En esa fecha fueron derrotadas las tropas comuneras capitaneadas por Padilla, que tras su ejecución al día siguiente y la consiguiente rendición de los municipios de la cuenca del Duero, no implicó que todo acabase... aún permanecían las comunidades comuneras al sur del Guadarrama como Madrid, Toledo o Murcia, entre otras.

Tras la campaña del obispo Acuña por Tierra de Campos, la Junta comunera reunida en Valladolid decidió trasladarlo a Toledo, para recaudar los fondos del arzobispado de la ciudad en beneficio de la hacienda comunera. Con la muerte en enero del año 1521 de Guillermo de Croy, quien detentaba el puesto de Arzobispo de Toledo, Acuña disputó la mitra con María de Pacheco (esposa de Padilla y, posteriormente, su viuda) quien propugnaba a favor de su hermano. El obispo Acuña salió de Valladolid el 20 de febrero, recibido apoteósicamente en varias localidades al sur del Guadarrama, se enfrentó con las tropas realistas del prior de San Juan, y sufrió una derrota. Pero con su entrada en Toledo, el 29 de marzo, las masas populares lo aclamaron y sentaron en la silla arzobispal; y lo nombran jefe de la Comunidad, en sustitución de Padilla que estaba entonces en la meseta norte. A pesar de la latente rivalidad, pero no explicita, con la Pacheco y sus correligionarios, en una entrevista entre ambos acuerdan repartirse unos cargos: Acuña se hace con la administración del arzobispado y ratifica su liderazgo, a cambio Padilla sería nombrado maestre de la Orden de Santiago. A pesar de la negativa de los canónigos de la catedral a aceptarle en el cargo. Aunque obtenga parte del tesoro, Acuña aún forcejea con éstos y se acrecienta la división interna entre los comuneros toledanos.

Tras el conocimiento del desastre de Villalar y la ejecución de Padilla, se organizó un duelo colectivo popular en la ciudad del Tajo, participando el mismo obispo ante la casa de la viuda. Con la división del bando comunero, y algunos enfrentamientos y refriegas en esos días, Acuña abandona Toledo a comienzos de mayo de 1521. Dejando que la señora Pacheco se haga con el control de la Comunidad y mantenga viva la llama de la rebelión. Tras la rendición de Madrid el 7 de mayo, Toledo se queda solo como el último foco comunero, avivado por la presencia de la viuda de Padilla.

María de Pacheco (la «leona de Castilla») erigida en auténtica dueña de la ciudad se instala en el Alcazar para organizar la resistencia. El prior de San Juan se aprestó de inmediato para acabar con ella. Durante el verano hubo varios combates entre las tropas realistas (o imperiales) y las de Toledo. A primeros de septiembre da comienzo el asedio de la ciudad comunera; tras la derrota del 16 de octubre se iniciaron las negociaciones entre ambas partes, nueve días después se firma un acuerdo entre los representantes de Toledo y el prior de San Juan. El pacto además de poner fin a la guerra, reconocía los derechos y libertades de la ciudad y aseguraba una amnistía. El 19 de diciembre se rompía tal pacto, el prior ocupaba la ciudad y daba comienzo a la represión. El 3 de febrero de 1522 vuelve a estallar otra revuelta más, hasta ser sofocada en tres horas. Y esto supuso el acto final y definitivo de la rebelión comunera o Guerra de las Comunidades de Castilla, en la misma ciudad donde se inició todo dos años atrás. María de Pacheco huye de Toledo disfrazada, para terminar refugiándose en Portugal, donde murió en marzo de 1531 sin obtener el perdón del emperador Carlos V. Y en marzo 1526 sería ejecutado en Simancas el obispo Acuña, tras protagonizar un intento frustrado de fuga el mes anterior.

La semana pasada [3 de febrero de 2012] se cumplía el 490 aniversario de los sucesos que pusieron el punto final a esta rebelión. Hecho que fue considerado por muchos como el fin de las libertades castellanas ante el absolutismo regio y la gran nobleza terrateniente. Liberales, republicanos, castellanistas y otros han abogado por ensalzar la mítica figura de los comuneros ejecutados en Villalar y, también, a los posteriormente represaliados como auténticos símbolos de la libertad y de la identidad popular castellana. Por ejemplo, tenemos a la gente de IzCa y Yesca reivindicándolos como luchadores por los derechos del «pueblo trabajador castellano» y dignos de recordar en nuestra memoria colectiva. Aunque durante esta rebelión del primer tercio del siglo XVI hubiese habido una gran participación de «la gente del común», en realidad más que popular fue una revuelta acaudillada por una parte de los sectores privilegiados de las urbes del momento, y atizada desde los pulpitos por los sermones incendiarios de curas y frailes. Fue esta pequeña nobleza, la que componía parte del patriciado urbano castellano, la que verdaderamente dirigió a las masas populares en nombre del llamado «bien común» y bajo el grito de «Comunidad».

Todo comenzaba años atrás con la llegada, en 1517, de un adolescente rey extranjero, acompañado de un séquito de cortesanos flamencos que se repartieron los mejores cargos del Reino y, a su vez, rapiñaban todo lo que podían, produciendo un gran malestar entre los autóctonos. Agravándose con el deseo del rey de recaudar más impuestos para financiar los gastos por su elección al trono imperial, cosa que gustó mucho menos a los castellanos. A pesar del enfado de varias ciudades, el joven rey convocó a Cortes para aprobar las nuevas cargas fiscales en 1520. Dos municipios (Toledo y Salamanca) se negaron a enviar sus representantes para tal farsa; y cuando algunos de los gobernantes toledanos fueron llamados ante la presencia del rey, en abril estalló un motín para impedir su salida de la ciudad. Motín encabezado por uno de sus regidores y capitán de milicias, Juan de Padilla. Rebelión que fue seguida en otros municipios, y dando inicio a la guerra. Guerra que terminó ganando el monarca, cuyo poder central salió más fortalecido, y sus aliados, los grandes señores feudales. Victoria con la que se identifica más tarde como el comienzo del declive de las libertades de Castilla… Pero con la derrota comunera no se acabaron tales libertades, porque, en contra de que se ha dicho y se ha creído, ya no existían o eran raquíticas en una población que mayoritariamente carecía de derechos.

La Guerra de las Comunidades fue una revuelta netamente urbana, aunque acompañada de algunos levantamientos antiseñoriales en el campo, lo que implicó y posibilitó un mayor acercamiento de la alta nobleza al bando real, inicialmente mantuvieron una actitud pasiva. Aunque se pueda simplificar que fuese un enfrentamiento entre el pueblo y la aristocracia, la realidad, más bien, fue heterogénea. Había componentes de los tres estamentos sociales en ambos bandos, con el predominio nobiliario, en uno, y el menesteroso, en el otro. Algo muy similar a las revueltas antiseñoriales y urbanas de siglos anteriores, lo cual de nuevo no tuvo nada.

Varios historiadores han pretendido ver en estos acontecimientos un precedente de las revoluciones modernas. (Incluso la gente de IzCa y Yesca llegan a considerar en un manifiesto reciente: «La Rebelión de las Comunidades es un referente clave, es nuestra primera revolución, nuestra primera organización en lo político, lo social, lo económico, que tiene como sujeto político a Castilla desde un proyecto que pretende dar respuestas a sus necesidades y problemas.») Revoluciones modernas que sólo supusieron el cambio de poder de unas manos a otras. Revoluciones que en nombre del pueblo, la nación, las clases oprimidas o la democracia, auparon a lo más alto a ciertos sectores sociales que tenían una posición social y política secundaria para convertirse en las nuevas élites. La Revolución Francesa dio el poder a la burguesía; las luchas de liberación nacional para sustituir el poder colonial por el de las élites nativas; etc. Algo muy parecido con las sublevaciones medievales de varias ciudades europeas, que dieron paso a mercaderes y campesinos ricos para formar parte de las oligarquías dominantes. Nada nuevo. Padilla y señora, el obispo Acuña, el conde de Salvatierra y otros líderes comuneros eran miembros de las clases dominantes, y al igual que los diputados Montañeses de la Francia revolucionaria de finales del XVIII, se apoyaban en las clases populares para adquirir más poder ante sus rivales. Los comuneros castellanos exigían al rey una mayor participación de los municipios del Reino para la toma de decisiones políticas en las Cortes. Cortes representadas por una minoría respecto a la totalidad. Si en las Cortes de principios del siglo XIV hubo 100 localidades, a finales del siglo apenas eran la mitad, y en el XVI solamente eran 18. Y, prácticamente, ninguna de las exigencias comuneras fue ampliar el número. Exigían participar en el poder político pero sin contar con la mayoría.

Otro factor supuestamente revolucionario fue el de una mayor democratización en el interior de los municipios. El mítico «concejo abierto» era inexistente (solamente existió en el pasado y en localidades pequeñas), el concejo era cerrado y restringido, estaba en manos de unas pocas familias, que conformaban la pequeña nobleza o patriciado urbano, cuyos miembros heredaban los cargos municipales; generalmente se los turnaban o se los repartían entre los linajes y banderías oligárquicas, algo muy parecido al bipartidismo actual. Los anhelos de ciertos sectores populares eran formar parte de ellos, pero no un cambio radical del sistema. Esta oligarquía urbana cuando entraba en conflicto con los grandes, recurría al apoyo de la gente del común, enarbolando el lema del «bien común». Pero otras veces, ante posibles motines populares, recurrían a los nobles. Algo parecido hacían los artesanos y campesinos más ricos respecto a sus vecinos más pobres del mismo estamento, defendían el «bien común» en unos casos y se apoyaban en los oligarcas, en otros, según sus intereses.
«Conocer la historia de aquellas leonas y leones que deben estar en nuestra memoria colectiva de pueblo trabajador castellano para llevar a cabo una nueva Rebelión Comunera» (del manifiesto de IzCa y Yesca)… ¿¡!? Decir que estos comuneros de Castilla, como Padilla y la Pacheco, sean símbolos del pueblo castellano, símbolos de la lucha por la libertad, está completamente fuera de lugar. Si hubiese triunfado su rebelión, no habrían cambiado mucho las cosas, creer en su «revolución» es algo que está fuera de la realidad.

Fuente: Los de abajo a la izquierda, 22 de abril de 2010 y 22 de febrero de 2012).

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