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El trabajo no dignifica, por La Oveja Negra

Published on: sábado, 2 de mayo de 2020 // ,


Boletín La Oveja Negra (26-abril-2013)

Mientras las mayorías festejan el «día del trabajador» o peor aún el «día del trabajo», algunos seguimos convencidos de la necesidad de librarnos de éste. Es decir, de liberarnos de la forma que ha adquirido la actividad humana bajo el capitalismo. Esta forma, que no quiere ni podría garantizar las más mínimas necesidades, vuelve al hombre mercancía y lo obliga a relacionarse con el resto de las personas y las cosas a través de mercancías, persiguiendo no la satisfacción de las necesidades y deseos humanos, sino las necesidades del Capital.

No estamos diciendo nada nuevo. La crítica del trabajo, en actos como en palabras, es vieja como el trabajo mismo. Cuando expresamos todo esto, lo hacemos desde una visión global de la sociedad, porque son condiciones globales las que permiten este sistema de explotación, por más que cada uno lo experimente de manera particular con su patrón individual. Y esas condiciones globales son las de una sociedad separada en clases, en íntima relación con la propiedad privada y con un Estado guardián de las condiciones dominantes.

Es desde el Capital que se busca reforzar la idea de los hechos aislados sin aparente relación, y con ello la idea del individuo libre con posibilidades de ascender socialmente, haciéndonos trabajar más y más duro. Las respuestas más frecuentes a la crítica del trabajo parten, justamente, desde esas condiciones: «pero si yo trabajo sin patrón», «yo disfruto mi trabajo», «mi patrón es bueno y hace las cosas bien», «mi sindicato me defiende», «mi trabajo me permite ayudar a la gente», etc., etc.
La verdad es que se escapa del trabajo como de la peste, y pocos pueden ocultar la expresión de su cara a la salida del yugo. Excepto algunas excepciones donde la alienación social es tan fuerte que se prefiere el trabajo al resto de la poca vida que queda —situación también generada por este mundo basado en el trabajo— la realidad es la miseria en la que vivimos la mayoría de los proletarios del mundo, empleados o no. Miseria material, pero también moral, afectiva, social. La realidad son las terribles condiciones de trabajo, las tareas sumamente alienantes, asquerosas y repetitivas que nos vemos obligados a realizar. La realidad es que no decidimos que producir, ni disponemos de lo que producimos. Sean gigantescas empresas públicas o privadas, o pequeños productores, siempre se trata de unidades de producción aisladas, unidas únicamente por el intercambio mercantil, basándose en la obtención de la mayor ganancia posible.

Como vemos, el trabajo tiene un lugar central en la sociedad capitalista. Es central para el Capital porque de él depende su desarrollo, a la vez que es central para el proletariado porque de él depende nuestra supervivencia. He aquí donde surge todo el dilema en torno al trabajo. El Capital hará todo lo posible por defenderlo y el proletariado se encuentra acorralado: lo que le permite a duras penas sobrevivir niega a la vez su plenitud, niega una verdadera actividad humana ligada a sus necesidades y las de los otros, niega la revolución, niega la comunidad humana.

La defensa más común del trabajo asalariado como la mejor forma alcanzada por el hombre de organizar la producción, es la exacerbación progresista de las «virtudes» del capitalismo moderno. Pero se oculta, por ignorancia o por conveniencia, que el supuesto bienestar de una porción de seres humanos existe a condición de que la gran mayoría no puede acceder ni a soñar con ese paraíso artificial que nos muestran como la meta de nuestras vidas. Países «desarrollados» que aún viven de sus colonias, tecnología de punta basada en el trabajo infantil y la muerte en el Congo, autos último modelo corriendo con combustible manchado con sangre, y otros preciosos ejemplos de la democracia occidental.

Mientras quieren convencernos de las virtudes del trabajo asalariado y que si trabajamos duro podremos disfrutarlas, parecieran olvidar las incesantes guerras, la contaminación, los accidentes laborales, los suicidios, los problemas psíquicos y físicos, la explotación infantil y un largo etcétera. Se dirá que todos estos son «detalles» a eliminar, sin embargo son parte constitutiva del mundo del trabajo asalariado, de su normalidad, y sin estos elementos no sería lo que es.

La defensa del trabajo no tiene fronteras ideológicas, sutil como el orgullo de ser trabajador o extrema como un campo de trabajo nazi o estalinista, se adapta, según sea más conveniente, a las necesidades de cada tiempo y lugar para mantener funcionando la maquinaria capitalista. «El corazón a Dios, las manos al trabajo» nos dirán los curas prometiendo salvación a cambio del sacrificio asalariado, «el trabajo dignifica» nos dirán los sindicalistas y políticos de izquierda a derecha apelando a la asquerosa moral burguesa. Que quienes viven de nuestro sudor sean los portavoces del Capital no nos sorprende, pero que en muchos casos sean los mismos proletarios quienes lo defienden es lo que nos demuestra la debilidad de nuestra clase. Por eso insistimos que toda lucha que no busque criticar nuestro lugar como trabajadores contiene el peligro de defenderlo, siendo el sindicalismo uno de nuestros peores enemigos. Cuando nos dicen que nos atengamos a lo «que es posible conseguir ahora», que aceptemos «los acuerdos que logramos alcanzar», en realidad nos están diciendo que aceptemos la ideología dominante, que no vayamos a la raíz de nuestros problemas, que sigamos buscando parches.

En este sentido, desde los inicios de las luchas revolucionarias —que necesariamente debían llegar a posicionarse contra el trabajo asalariado— los políticos y sindicalistas se esforzaron por imponer a los proletarios más decididos el programa de las reformas, de canalizar las reivindicaciones obreras hacia las vías capitalistas, prometiendo una «revolución» basada en la suma de meras reformas y luchas parciales. Así, las instituciones siempre enemigas del proletariado comenzaron a ser «propias», surgiendo sindicatos denominados «clasistas» o «revolucionarios», gobiernos y estados «obreros» y demás trampas burguesas. Fracaso tras fracaso, cediendo cada vez más terreno, terminaron en vergonzosos politiqueos, apoyando crítica o acríticamente a los políticos y sindicatos más progresistas, implementando la receta democrática del mal menor. De una forma u otra, para explotadores y opresores, nunca es momento de enfrentar al trabajo, a los sindicatos, al Estado, a la propiedad privada... Luchando siempre contra los efectos, las reformas son meros paliativos que no curan la enfermedad capitalista ni llevan en su germen la cura de ninguna enfermedad.

Es necesario comprender entonces, que las consignas como «derecho al trabajo» o «pleno empleo» son reaccionarias y utópicas. Hay que comprender la exigencia de un empleo como la exigencia de la necesidad de alimentarnos, de vestirnos, de reproducirnos... pero reivindicar «trabajo para todos», en el seno del sistema capitalista, es hacer creer que eso es posible, es ilusionar con un absurdo y es negar el carácter catastrófico del capitalismo, su descontrol sobre el movimiento que él mismo engendra.

Por estas y tantas razones es necesario seguir afirmando la lucha contra el trabajo. Porque si el trabajo fuese algo bueno los ricos se lo hubiesen guardado para ellos y no pagarían para que lo hagamos.

¡Por un 1° de Mayo internacionalista, anti-capitalista y revolucionario!

Sin partidos ni sindicatos: ¡Lucha de clases sin intermediarios!

¡Por una revolución que destruya el trabajo que nos reduce a simples mercancías!

¡Por el comunismo en anarquía, siempre!

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