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Hablar de anarquismo en la era de la globalización

Published on: lunes, 25 de mayo de 2020 // ,


por Dolors Marín

El pensamiento y la práctica de los anarquistas no se encuentran reunidos en un corpus doctrinario ni pueden circunscribirse a una sola escuela. A dife­rencia de otros movimientos hijos de la Ilustración, las raíces del anarquismo, centradas en la búsqueda de la libertad y la felicidad, se adentran en la historia de los hombres. De todos modos, será a partir del crisol de la Ilustración, así como de las luchas de los siglos XVIII y XIX, cuando el anarquismo se haga visible en el imaginario social de sus contemporáneos y adquiera un protagonismo fundamental en la mayoría de revoluciones que sacuden el planeta.

La memoria anarquista recuerda el esfuerzo de varias personas que se enfrentaron al poder antes de la revolución industrial. No es extraño que historiadores anarquistas como Piotr Kropotkin o Max Nettlau hablen de Lao-Tse, de Espartaco y su revuelta de los esclavos, de la escuela de los cínicos y Diógenes, de las revueltas religiosas de la Edad Media o de Prometeo, que, según la leyenda, robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres. Algunos anarquistas incluso se remontan al cristianismo primitivo o a los anabaptistas protestantes, que rechazaron la idea del poder y pusieron en cuestión la moral de su tiempo. Lógicamente, desde el punto de vista historiográfico estos antecedentes poco tienen que ver con una ideología nacida de la mano de la Revolución Industrial y de la primera globalización planetaria, pero la búsqueda de referentes en las luchas contra la autoridad reviste aportaciones interesantes a la construcción de la idea anarquista, en constante evolución y reinterpretación.

No hay una definición al uso del anarquismo, ya que todos sus teóricos son, al mismo tiempo, militantes activos, críticos, reflexivos y, por tanto, irreverentes con la Idea, como se conoce al ideal anarquista. Como señalaba Kropotkin en sus Memorias-. «En las conversaciones sobre el anarquismo ... yo nunca oí decir: “Bakunin decía esto...”, o “Bakunin pensaba esto otro...”, como si un par de argumentos pudiesen acabar con la discusión. Sus escritos y palabras no tienen la fuerza de un dog­ma, como por desgracia ocurre dentro de los partidos políticos. En to­das las preguntas en que la inteligencia tiene la última palabra, cada uno puede aportar a la discusión sus argumentos o razones personales».

Además de sus propagandistas y militantes, el anarquismo cuenta con una legión de seguidores: militantes culturales, gente que simpa­tiza con la revuelta social, amantes de la libertad individual o partida­rios de la colectividad. Posee, por tanto, una rara cosmogonía de au­tores y obras de pensamiento político y social que interactúan con una pléyade de obras literarias de todas las épocas en las que sus pro­tagonistas tienen en común la lucha en contra del poder y la auto­ridad. El ejemplo que dan estos héroes de ficción, como los persona­jes de Camus o Kafka, o el capitán Nemo, se refuerza con las biografías de la mayoría de militantes y propagandistas de la Idea, anarquistas que hacen de sus vidas una construcción política y ética que edifica, a su vez, un sistema vital, orgánico, en constante transformación. De este modo, se enriquecen mutuamente. Ninguna cultura social es quizá tan rica en símbolos y a la vez tan iconoclasta.

Así que describir el anarquismo, o mejor dicho, los anarquismos, no es una tarea fácil. Podríamos compararlo con el universo, con sus galaxias de pensadores, sus cometas iridiscentes y de acciones fuga­ces, sus lunas magnéticas orbitando planetas habitables y, cómo no, sus agujeros negros. Y en todo este universo, que se renueva constan­temente, el pensamiento y la acción van unidos. Ninguna filosofía ética ha sido, y es, tan vital como el anarquismo, porque si la práctica no va unida a la teoría, el anarquismo no existe. Una persona anar­quista, cooperativa, mutualista, individualista, naturista, esperantis­ta, atea, neomalthusiana o humanitarista puede siempre comportarse como tal en la vida pública y privada, en cualquier entorno cotidiano. Basta con que desafíe poderosamente cualquier autoridad y cualquier desigualdad. Por este motivo, el anarquismo puede aparecer en momentos de grandes alteraciones sociales o en periodos de calma, en zonas industriales o en el agro, en ciudades o en cuencas  mineras. Y siempre con la misma divisa: «Contra toda autoridad». Esa es la fuer­za del anarquismo, su poderosa base ideológica y vitalista que encuentra múltiples referentes históricos y literarios.

La falta de una obra de síntesis, de una ortodoxia escrita, como son las ideas de Marx, Engels o Lenin para socialistas y comunistas, que nacie­ron en el mismo periodo y con los que compartieron, o se enfrentaron, en algunas barricadas, dota al anarquismo de esta fuerza diversa. Algu­nos atacan lo que consideran una debilidad en su paradigma; otros, los más, explican que precisamente aquí radica su fuerza. A veces el anarquis­mo nace de la discusión, la complementación o la confrontación radical e irrumpe con toda su fuerza, como el torrente en el páramo tranquilo.

Organizar el caos cotidiano en que se ha transformado la humani­dad: eso quieren los anarquistas, eso defienden contra sus detracto­res, que los acusan de desorganizados o informales. Sin embargo, nada hay más comprometido que un buen anarquista, un anarquista con una sólida formación que actúa de acuerdo con su conciencia que, como un héroe de las novelas rusas que lo tomaron como modelo, es la única autoridad que reconoce.

La Enciclopedia anarquista dedica buena parte del primer tomo a de­finir — dentro de lo que es posible— la anarquía, ya que no es solo y primariamente una forma de la lucha contraria autoridad genérica­mente imaginada, sino algo más profundo. Debemos interrogarnos sobre la naturaleza de la autoridad y su origen para poder direccionar la lucha, y construir alternativas. Sébastien Faure, su editor y compi­lador, propone la siguiente definición: «En la sociedad actual la auto­ridad reside en tres formas principales: 1. La forma política: el Esta­do; 2. La forma económica: el capital; 3. La forma moral: la religión».

Así, el individuo que lucha contra estos tres tipos de autoridad es un anarquista, si bien la historia nos demuestra que la lucha contra el Estado ha sido la más intensa. La lucha en contra del capital se ha organizado siempre a través del sindicalismo revolucionario y aparece ligada al movimiento obrero mundial y sus organizaciones. Además, posee un extenso martirologio entre sus activistas. En cuanto al ter­cer apartado, para los anarquistas la esfera de la moral ha quedado relegada a la vida privada, y sus militantes han abarcado distintas tra­diciones: el agnosticismo, el ateísmo, el cristianismo tolstoyano, el espiritismo o, en la crítica más superficial a los privilegios de las grandes religiones monoteístas, un anticlericalismo a veces furibundo. Dentro de las trayectorias vitales de los militantes anarquistas, se aúnan estas tres formas de lucha y se enfatiza alguna más que otra a causa del con­texto histórico que les toca vivir.

La opresión del Estado moderno, nacido al rescoldo de la industria­lización y el reparto colonial del planeta, siempre ha sido vista por los anarquistas como la forma más violenta de autoridad impuesta contra los individuos. Una autoridad que, apoyada en leyes, amenazas, ejérci­tos, burocracias kafkianas, ordenanzas cívicas, niass media o sistemas de pensamiento único, humilla y desorienta a sus ciudadanos. Ese es el gran núcleo del pensamiento anarquista y el origen de su lucha.

Los anarquistas exponen su teoría, ya esbozada por Bakunin: «En la Humanidad hay dos tipos de personas: las que obedecen y aspiran a ser obedecidos, y las que desafían la autoridad, que ni obedecen, ni quieren ser obedecidos. Su máxima es la Libertad». Efectivamente, estos dos tipos de personas son irreconciliables, ya que tienen valores distintos. Errico Malatesta, uno de los autores más leídos y asimila­dos en el pensamiento anarquista del siglo XX, lo expresa a la perfec­ción cuando afirma que un anarquista no es solo un rebelde, sino mucho más. Los que forman parte de una clase oprimida no rechazan convertirse a su vez en represores: son individuos con mentalidad de burgués frustrado. Un anarquista debe abolir las clases.

Como afirmaba otra anarquista, la lituana Emma Goldman: «La su­perioridad de la literatura anarquista, comparada con los escritos de otras escuelas sociales, está en la sencillez de su estilo». Intentaremos, pues, seguir esta máxima anarquista y apor­tar luz a momentos importantes en la historia colectiva de la humani­dad... El autodidactismo y el criterio personal son parte de la personalidad de los anarquistas, y seguimos en buena medida en la brecha abierta por estos utopis­tas sociales. Deseamos un camino breve y fecundo que abra otras sendas personales, diversas y plenas, como fue y como son el pensamiento y la acción anarquistas... Un totum revolutum tremendamente fecundo, que abarca en un proyecto intergeneracional, e interclasista, a hombres y mujeres de todas las regiones del orbe desde los años de la Comuna de París hasta la revolución que toma las calles ahora mismo, mañana mismo. Como afirmaba Heráclito en el albor de los tiempos: «Todas las cosas suceden según discordia».

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