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Noticias Amor y Rabia

¿La pornografía atenta contra la «dignidad humana»?

Published on: sábado, 15 de mayo de 2021 // ,


por Ruwen Ogien

He examinado, para rechazarla finalmente, la tesis según la cual la producción, la difusión, el consumo de pornografía menoscaba la cualidad de ciudadanas de las mujeres, al obstaculizar su participación en el proceso político y garantizar formas de discriminación sexual.

Existe una tesis próxima en apariencia, pero que de hecho se distingue profundamente de la primera. Se trata de una tesis de tipo metafísico que sostiene que la producción, la difusión, el consumo de pornografía atenta contra nuestra cualidad de seres humanos, o contra nuestra «dignidad humana», al presentarnos a todos, hombres, mujeres, niños, etc., como «objetos». Es una tesis que va bastante más allá de las que un amigo de la ética mínima debería examinar, en la medida en que éste tiene motivos para mantenerse neutral frente a las concepciones metafísicas de la persona, tal como hace con las concepciones sustanciales del bien sexual. No pretende resolver, en el contexto de sus discusiones morales, el problema de saber si cada uno de nosotros es un cuerpo que posee un alma o un alma que posee un cuerpo, o si, después de todo, no tenemos ni alma ni cuerpo (lo cual no es imposible).

En las sociedades democráticas laicas, las decisiones públicas deberían, en principio, seguir las reglas de neutralidad de la ética mínima. Tras haber renunciado a las guerras religiosas, nuestras sociedades han renunciado, en principio, a las guerras metafísicas y morales.

Sólo en principio, pues el moralismo y la metafísica de la persona, oficialmente desterrados de la justificación moral o política, siguen muy presentes (incluso omnipresentes en estos últimos tiempos) en el debate público sobre el sesgo del concepto de «dignidad humana» (1).

En Francia, en el ámbito del derecho, las palabras «menoscabo de la dignidad humana» han tomado el relevo a «ultraje a las buenas costumbres» o «alteraciones del orden público», consideradas obsoletas, para venir a decir exactamente lo mismo (2). En algunos debates públicos (sobre la clonación, por ejemplo) las palabras «menoscabo de la dignidad humana» reemplazan a «persona sagrada», consideradas demasiado metafísicas o religiosas, para venir a decir lo mismo.

La tesis de la «objetificación» da a entender que la pornografía atentaría contra la «dignidad humana», en el sentido de que no respetaría el carácter «sagrado» del «ser humano» y de su imagen. Por tanto, no debería examinarla en el contexto de una evaluación de la pornografía según los criterios de la ética mínima.

Sin embargo, dado que la tesis de la «objetificación» del ser humano por parte de la pornografía se suele confundir con la tesis de la devaluación de las mujeres en cuanto ciudadanas por parte de la pornografía, me parece que no estaría de más decir algunas palabras sobre dicha teoría (que no serán aprobadoras) (3).

La tesis de la «objetificación a través de la pornografía» parte de una distinción muy acentuada entre pornografía y erotismo (4). Aspira a dar una definición «puramente objetiva» de la pornografía, independiente de las intenciones del autor y de las reacciones de los consumidores o de los no consumidores (esos a quienes he dejado deliberadamente de lado en el examen de las definiciones filosóficas y no filosóficas de la pornografía) utilizando exclusivamente rasgos estilísticos objetivos comparados del erotismo y de la pornografía.

El principio estilístico del erotismo sería «sugerir»: sombras, máscaras, curvaturas, murmullos, efectos de halo «romántico», planos distantes, lenguaje contenido e indirecto (nunca «directo», «explícito», «vulgar», etc.), situaciones sutiles (encuentros en lugares sublimes, presencia de un «maestro» en voluptuosidades, etc.). En el erotismo también habría una especie de intención «platónica», que se expresaría mediante la tendencia a presentar primeros planos de los rostros. Su finalidad sería mostrar el alma (no demasiado, con todo) a través del cuerpo (al que se da preponderancia, pues conviene, al fin y al cabo, estimular un poco al espectador). Por lo general, aspira a suscitar el placer suave y duradero del consumidor, y a interesado lo bastante como para que tenga ganas de llegar hasta el final (5).

Así como el principio estilístico del erotismo es «sugerir» y mostrar aunque sea un poco de «alma», en la pornografía sucede todo lo contrario. Luces duras, primeros planos de órganos genitales, habla directa, vulgar, «sin maneras», títulos grotescos, situaciones escabrosas (engaños, trampas, etc.). En líneas generales pretende suscitar satisfacciones breves y más bien violentas en el consumidor, que rara vez llega al final (en cualquier caso, un final apresurado e increíblemente bienpensante en numerosas películas, al decir de los valientes que han tenido la curiosidad de examinados) (6). Finalmente, el consumidor de pornografía no tendrá más que un acceso limitado al «alma de los personajes», que por lo demás no es muy bella, a juzgar por la cara que ponen los actores en el momento culminante, el de la eyaculación facial.

Para oponer erotismo y pornografía también se emplea el criterio de la «personificación». En el erotismo los personajes están enteros, no descuartizados. Tienen un nombre, una personalidad, una identidad. En la pornografía es como en una carnicería: los cuerpos son anónimos, despiezados, recortados, truncados, reificados, objetificados, reducidos al estado de cosas reemplazables, carentes de nombre o de identidad (7).


Este texto es el capítulo 7 del libro "Penser la pornographie" (Presses Universitaires de France, París 2003; hay edición en español: "Pensar la pornografía", Ediciones Paidós, Barcelona 2005)


Esas definiciones de erotismo no son del todo coherentes. Por un lado, los personajes, algunos cuando menos, se supone que son velados, misteriosos, en ocasiones aparecen enmascarados, resultan difíciles de identificar. Por el otro, se da por supuesto que siempre se los nombra claramente, se los identifica. Esta incoherencia no resulta muy sorprendente. En realidad, la función de esas definiciones no es presentar un cuadro satisfactorio del erotismo, sino trazar, por contraste, un cuadro repugnante de la pornografía. Ésta sería «reificadora», «deshumanizadora», sin que, por supuesto, esos términos tengan un sentido apreciativo cuando salen de la pluma de aquellos que los emplean en este debate. Lo que yo discuto son estas conclusiones normativas.

La idea subyacente en esta oposición es que, para ser «pornográfica», una representación ha de satisfacer determinados criterios estilísticos objetivos (primeros planos de la actividad sexual, multiplicación de escenas de penetraciones y de eyaculaciones, focalización en los sexos y su funcionamiento más que en los rostros y sus expresiones, etc.) y que ésta resulta degradante ipso jacto porque es, a causa de sus mismos rasgos, «reificadora», «objetificadora», «deshumanizadora».

Esta hipótesis plantea numerosos problemas. ¿A quién se degrada, se reifica, se transforma en objeto? ¿A los actores? ¿A los espectadores? ¿A los personajes de la pantalla? ¿A qué personajes? ¿A los que se comportan de forma brutal? ¿A sus supuestas víctimas? ¿A toda la tipología de personas a la que pertenecen los personajes o los espectadores? ¿A una determinada idea del hombre o de la sexualidad? Para la ética mínima, esas posibilidades no son equivalentes. Parece que sólo las primeras podrían justificar una firme desaprobación. Por otra parte, antes de cualquier conclusión melodramática, quizá habría que contestar a estas dos preguntas, una de hecho y la otra de derecho.

1. ¿Es cierto que la pornografía «reifica», «objetifica»?

2. ¿Qué hay de malo en la objetificación o en la reificación?

Martha Nussbaum tiene razón, a mi entender, cuando distingue más sentidos en «objetificar» o «reficar» (8). En su opinión, la idea de «objeto» puede contener una o varias de estas siete nociones distintas:

1) instrumentalidad (el objeto es un medio);

2) ausencia de autonomía (el objeto decide, no escoge);

3) inercia (el objeto no es un agente capaz de moverse por sí mismo);

4) fungibilidad (el objeto es intercambiable con otros objetos del mismo tipo o con objetos de otros tipos);

5) violabilidad (el objeto no posee barreras protectoras. Se puede penetrar, romper, destruir);

6) posesión (el objeto puede ser poseído por otro distinto de sí mismo. Puede ser comprado, vendido, etc.);

7) ausencia de subjetividad (el objeto no tiene experiencias, sensaciones, emociones, sensibilidad en general).

Si para ser un objeto se han de satisfacer todos esos criterios, sólo los objetos físicos tridimensionales corrientes son «objetos». Un vaso de vino blanco es un medio que no decide ni escoge nada. No se mueve por sí mismo. Se puede reemplazar, romper, poseer. No tiene sensibilidad.

En la mayoría de los casos en que se habla de «objeto» a propósito de un ser vivo, se hace de un modo más bien metafórico, ya que ningún ser vivo puede satisfacer todos esos criterios: nunca se trata literalmente a un humano como un objeto, puesto que, en ese caso, nos sorprenderíamos al ver que es capaz de andar. En el uso metafórico no es necesario tratar a un individuo como un objeto a todos los efectos para sentirse autorizado a decir que es un «objeto».

Sin embargo, surgen todo tipo de complejos problemas. Parece evidente que no es lo mismo negar la sensibilidad de alguien que su autonomía. Para un utilitarista, el tratamiento de «objeto» puede resultar aceptable mientras la sensibilidad (el placer o el dolor) no se niegue. Para un kantiano, el tratamiento de «objeto» puede resultar aceptable mientras la autonomía (o el consentimiento) no se niegue.

Resultaría absurdo decir que en las formas de pornografía más corrientes los personajes no se mueven (¡no hacen otra cosa!). Luego no son objetos desde el punto de vista de la inercia. También resultaría absurdo decir que en las formas de pornografía más corrientes los personajes no dan muestra alguna de placer o de dolor. Se pasan el tiempo gritando, gimiendo, incluso lanzando estertores, aunque no hagan más que fingir. Luego no son objetos desde el punto de vista de la ausencia de sensibilidad. Puede decirse lo mismo de la autonomía, la posesión, la violabilidad.

En suma, los personajes no son «objetos» más que en el sentido de la instrumentalidad (son medios de placer) y de la fungibilidad (son intercambiables). ¿Acaso basta con eso para afirmar que están «reificados», «objetificados» en toda la amplitud del término? Desde luego que no (9).

Se mire como se mire, los hechos parecen desmentir la tesis según la cual la pornografía «reifica» u «objetifica» en toda la amplitud del término. En las películas recientes de Lars von Trier, Catherine Breillat, Bertrand Bonillo, Bruce La Bruce, Bruno Dumont, la actividad sexual de los personajes centrales es representada explícitamente. Tal representación cumple con los criterios estilísticos de la pornografía. Lo cual no impide que los personajes aparezcan como personas perfectamente identificadas. Para que no pudieran aparecer así, sería necesario no ver más que su sexo desde el principio al fin (lo cual, por lo demás, resultaría bastante divertido). Ni siquiera la película pornográfica con el guión más pobre llegaría a ese extremo. De hecho, sólo en los documentales de información o de educación sexual, difundidos por cadenas familiares como «Planete» o «National Geographic», pueden verse sexos (de personas o de animales) en actividad incesante sin que se sepa a quién pertenecen.

Suponiendo, con todo, que la pornografía «objetificara» en toda la amplitud del término, ¿se trataría necesariamente de un perjuicio, de una razón suficiente para desaprobarla?

¿No se trata más bien de una cualidad que le permite inscribirse en un importante movimiento intelectual o artístico contemporáneo? En realidad, si se hubiera de condenar cualquier tratamiento frío, objetivo, deshumanizado de la persona, ¿también habría que recha- zar las ciencias de la vida y las ciencias del hombre, y una buena parte de las artes plásticas, de la fotografía y del cine de hoy (10) que se mostrara en disposición de asumir dicho planteamiento?

NOTAS

(1) Alan Soble, Pornography, Sex and Feminism, Nueva York, Prornetheus Books, 2002, págs. 55-63.

(2) Daniele Lochak, Liberté, valeurs et interdits, Les Libertés Publiques, París, La Documentation française, n° 296, 2000.

(3) Se trata de una confusión que se da a menudo con respecto a las tesis de Catharine MacKinnon y Andrea Dworkin. Véase Alan Soble, por ejemplo, que les atribuye exclusivamente la tesis de la objetificación sin discutir su argumento de justicia, en Sexual Investigations, Nueva York, New York University Press, 1996, págs. 214-287. Es cierto que en ocasiones ambas se confunden en su razonamiento.

(4) Hélene Longino, «Pomographie, oppressíon, liberté; en y regardant de plus pres...», en Laura Lederer (comp.), L'envers de la nuit. Les femmes contre la pornographie (1980), Quebec, Éditions du Remue-Ménage, 1983, págs. 41-56; Dominique Baqué, Mauvais genres, Paris, Éditions du Regard, 2002; véase también el análisis de Ajan Soble, en «Deshumanization, Objectification, Illusion», en op. cit., 2002, págs. 47-49.

(5) Baqué, op. cit., pág. 44.

(6) Les Inrockuptibles, «Spécial X», 24 de julio de 2002.

(7) Véase Alan Soble, op. cit., 2002, págs. 72-78, que examina, en este contexto, el debate filosófico un tanto extraño en torno a las ventajas morales que comportaría dar nombres propios a los órganos genitales, al modo de Oliver Mellors, el amante de Lady Chatterley, que llama a su sexo «John Thomas», y, más adelante, en un momento de vanidad, «Sir John», y da el nombre de «Lady Jane» al de su amante: D. H. Lawrence, El amante de Lady Chatterley. Debo esta sugerencia a Martha Nussbaum («Objectification», Philosophy and Public Affairs, Fall 1995, págs. 230-231). La cuestión que ella se plantea es saber si dar nombres a los órganos genitales sería un buen medio para evitar la «objetificación» inherente a la sexualidad, para humanizarla, de algún modo. Por una vez, estaría completamente de acuerdo con Soble, que no se toma del todo en serio tal sugerencia. Evidentemente, no tengo nada en contra de ese tipo de fantasías (aunque, en mi caso particular, ésta crearía más ocasiones de hacer desaparecer por completo el deseo sexual que de «humanizarlo»). Pero la idea de evitar la «objetificación» pretendidamente inherente a la sexualidad, de «humanizarla», de realzarla «moralmente» en cierta medida (como si ésta tuviera alguna necesidad de ello) dando nombres propios a los órganos genitales me parece más bien ridícula. Dar nombre a los órganos genitales es una vieja costumbre masculina que no tiene sentido glorificar y que, según algunos, contribuye más bien a una forma de autoobjetificación (Soble, ibid., págs. 74-75). Además, si se extiende a otros casos cercanos, la idea se vuelve absurda: ¿por qué no dar un nombre propio a cada uno de nuestros pelos para «humanizarlos»?

(8) Nussbaum, «Objectification», en op. cit., págs. 213-239.

(9) Véase la discusión del ensayo de Linda LeMonchek, «What is Wrong with Trating Women as Sex Objects?», a cargo de Richard C. Richards («Objections to Sex Objectification»);John P. Sullivan («Women as Sex Objects»); Ann Garry («Sex and [other] Objects»), en Alan Soble (comp.), Sex, Love and Friendship. Studies of the Society for the Philosophy of Sex and Love, 1977-1992, Amsterdam-Atlanta, Rodopi, 1997, págs. 137-167.

(10) Susan Sontag, «The Pornographic Imagination» (1967), A Susan Sontag Reader, Londres, Penguin Books, 1983, págs. 205-232; Baqué, op. cit.

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