Thoreau. Biografía de un pensador salvaje
Published on: miércoles, 9 de junio de 2021 //
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La pasión por las ciudades nace de la pasión por el hombre. Suele expresar confianza en los logros de la civilización y sólo reconoce la autoridad de la razón. En cambio, la pasión por la naturaleza brota del afán de libertad, de la rebeldía contra la rutina de la sociedad industrial y tecnológica, de la urgencia por encadenar vivencias que nos hagan crecer interiormente, aunque carezcan de utilidad práctica.
Henry David Thoreau (Concord, Massachusetts, 1817-1862) no era un misántropo, pero nunca sucumbió a la seducción de los paisajes urbanos, bulliciosos y promiscuos. Amaba al ser humano, pero opinaba que sólo podía realizarse plenamente en contacto con la naturaleza. No transigió con el racionalismo exacerbado, insensible ante el misterio, lo poético y lo intuitivo, ni con los dogmas religiosos, que no reconocen la trascendencia del orden natural. Jamás anheló la inmortalidad personal, pues siempre estimó un destino superior perdurar como una brizna del cosmos y no como un individuo. Admirador de los estoicos, consideró un trágico error dividir la realidad en dos esferas cualitativamente distintas. No hay que buscar lo espiritual fuera del espacio y el tiempo, sino en la naturaleza. Los bosques, las montañas y los ríos son el rostro visible de lo divino. Los pueblos nativos norteamericanos lo comprendieron, sin la necesidad de elaborar complejas teorías filosóficas.
Robert D. Richardson (Milwaukee, Wisconsin, 1934) publicó en 1987 una rigurosa e inspirada biografía de Thoreau subtitulada A life of the Mind que aparece ahora en castellano con el subtítulo Biografía de un pensador salvaje. Ambas fórmulas son pertinentes y complementarias, pues Thoreau dedicó casi todas sus energías a reflejar mediante la escritura su evolución intelectual y espiritual. Sus apasionadas lecturas (Homero, Virgilio, Goethe) influyeron notablemente en su trayectoria, pero las enseñanzas fundamentales no las adquirió en los libros, sino en la naturaleza virgen.
Siempre se identificó con una famosa reflexión de Goethe durante su viaje por Italia: “No descansaré jamás hasta saber que todas mis ideas se derivan, no del rumor o la tradición, sino de mi contacto vivo y real con las cosas en sí”. La biografía de Richardson -hasta la fecha la más completa, inteligente y rigurosa- revive la peripecia de Thoreau desde sus inicios, cuando recorre las afueras de Concord, Massachusetts, con John, su hermano mayor, embriagados por el paisaje. Su pasión por saber y entender no es una fría determinación académica, sino un sentimiento exaltado. “El pensamiento no es nada sin entusiasmo”, advierte. Para emocionarse, sólo es necesario abrir los ojos, mirar sin lastres y prejuicios: “Cuánta virtud hay sencillamente en ver”.
Thoreau se identifica con el espíritu pagano de griegos y romanos, sin ocultar su escasa simpatía hacia el cristianismo, que invoca inexistentes paraísos para denigrar la naturaleza, supuestamente contaminada por el pecado original. Al igual que Sócrates y Platón, entendía que la amistad era un signo de excelencia moral. Enamorado de Ellen Sewall, que le rechazó por presiones familiares, aseguraba que “todo romance se fundamenta en la amistad”. En otro lugar, señaló que “toda amistad es una comunidad de amor”. Richardson apunta que Thoreau siempre mostró inhibiciones y frialdad en relación al sexo. De hecho, no se le conocen amantes, ni idilios. En Walden afirma que “la castidad es el florecimiento del hombre”. Durante su agonía, confesó: “Siempre la he amado”, refiriéndose a Ellen. Si ella fue su amor imposible, Ralph Waldo Emerson encarnó la amistad perfecta, altruista y fecunda, pues los dos intercambiaron ideas e impresiones, suscribiendo el credo individualista, el panteísmo y un beligerante abolicionismo.
Emerson le alojó en su casa durante un tiempo y, más tarde, le animó a realizar su sueño de independencia y pureza, instalándose en una pequeña finca de su propiedad situada en las cercanías de la laguna Walden. Allí levantaría Thoreau su humilde cabaña y pasaría algo más de dos años elaborando el manuscrito de Walden, que no aparecería publicado hasta 1854, después de pasar por sucesivas versiones. La definitiva constituye una exquisita depuración de las tesis esenciales del trascendentalismo norteamericano: la participación del alma individual en el alma del mundo, la existencia de una energía cósmica como origen del ser, la aceptación incondicional de las leyes de la naturaleza, la experiencia mística de lo real como una totalidad autosuficiente. “Fui a los bosques -explicó Thoreau- porque quería vivir deliberadamente solo para enfrentarme a los hechos esenciales de la vida [...] y no descubrir al morir que no había vivido. Quería vivir profundamente y chupar toda la médula de la vida”.
Thoreau consideraba que el hogar del hombre civilizado era “una prisión”, un horrible confinamiento. Sólo disfruta de una verdadera libertad en la naturaleza, pues “es su morador y no su invitado”, como aparecieron las antiguas culturas de la India y otros pueblos que no establecieron distinciones entre lo natural y lo sagrado. Sin embargo, Thoreau no halló el paraíso en la laguna Walden, sino en una temprana excursión con su hermano John por el apacible río Concord. “¿Qué sería de la vida humana sin bosques, sin esas ciudades naturales?”, pregunta con estupor. Su oposición a la esclavitud y a la guerra contra México motivó su negativa a pagar el impuesto al sufragio, lo cual le costó una noche de prisión. La experiencia le inspiró su famoso ensayo Desobediencia civil, donde reivindica el derecho a no cumplir las leyes injustas y a protestar de forma no violenta. Con fuertes convicciones desde su juventud, había renunciado a una plaza de maestro por su desacuerdo con los castigos físicos y, más adelante, criticaría el presunto Destino Manifiesto de Estados Unidos, que alentaba el imperialismo y el saqueo. Su espíritu crítico convive con un patriotismo sincero y alternativo. La grandeza norteamericana no procede de su poder militar o económico, sino de su naturaleza salvaje, que permite viajar hacia el interior de uno mismo, acompañado por sus grandes llanuras, sus místicas cumbres y sus espesos bosques. Ascético y frugal, Thoreau vivió pobremente, sin otra ambición que pasear, escribir y leer. No tuvo suerte con los editores, que muchas veces rechazaron y menospreciaron sus manuscritos. Murió prematuramente a causa de la tuberculosis, con sólo cuarenta y cuatro años.
Su obra y su vida son un fiel reflejo de lo que escribió una vez: “Un hombre recibe sólo lo que está preparado para recibir, ya sea física, intelectual o moralmente. Escuchamos y asimilamos sólo lo que ya sabemos a medias. Todo hombre, por tanto, sigue el rastro de sí mismo a través de la vida, en todas sus escuchas, lecturas, observaciones y viajes”.
Richardson nos invita a mirar el mundo con los ojos de Thoreau. El retrato escogido como portada muestra un rostro prematuramente avejentado por el avance de la tuberculosis, pero en su mirada se advierte la serenidad del que ha descubierto la verdadera faz del paraíso. No hay un más allá, sino un mundo con un alma gigantesca que se manifiesta en cada hoja, en cada arroyo, en cada nube. Saber que somos parte de él, que vivimos y reviviremos en él, debería ser suficiente para perder el miedo a la muerte y gozar del instante, sin lamentar su inevitable y fugaz ocaso.