Elogio de la locura
Published on: martes, 31 de agosto de 2021 //
anarquismo,
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por Erasmo de Rotterdam
Habla la estulticia (1)
Capítulo I
Diga lo que quiera de mí el común de los mortales, pues no ignoro cuán mal hablan de la Estulticia incluso los más estultos, soy, empero, aquélla, y precisamente la única que tiene poder para divertir a los dioses y a los hombres. Y de ello es prueba poderosa, y lo representa bien, el que apenas he comparecido ante esta copiosa reunión para dirigiros la palabra, todos los semblantes han reflejado de súbito nueva e insólita alegría, los entrecejos se han desarrugado y habéis aplaudido con carcajadas alegres y cordiales, por modo que, en verdad, todos los presentes me parecéis ebrios de néctar no exento de nepente, como los dioses homéricos, mientras antes estabais sentados con cara triste y apurada, como recién salidos del antro de Trofonio (2).
Al modo que, cuando el bello sol naciente muestra a las tierras su áureo rostro, o después de un áspero invierno el céfiro blando trae nueva primavera, parece que todas las cosas adquieran diversa faz, color distinto y les retorne la juventud, así apenas he aparecido yo, habéis mudado el gesto. Mi sola presencia ha podido conseguir, pues, lo que apenas logran los grandes oradores con un discurso lato y meditado que, a pesar de ello, no logra disipar el malhumor de los ánimos.
Capítulo II
En cuanto al motivo de que me presente hoy con tan raro atavío, vais a escucharlo si no os molesta prestarme oídos, pero no los oídos con que atendéis a los predicadores, sino los que acostumbráis a dar en el mercado a los charlatanes, juglares y bufones, o aquellas orejas que levantaba antaño nuestro insigne Midas para escuchar a Pan.
Me ha dado hoy por hacer un poco de sofista ante vosotros, pero no de esos de ahora que inculcan penosas tonterías en los niños y los enseñan a discutir con más terquedad que las mujeres. Imitaré, en cambio, a los antiguos, que para evitar el vergonzoso dictado de sabios prefirieron ser llamados sofistas. Se dedicaban éstos a celebrar las glorias de los dioses y los héroes. Por ello, vais a oír también un encomio, pero no el de Hércules ni el de Solón, sino el de mí misma, el de la Estulticia.
Capítulo III
No tengo por sabios a esos que consideran que el alabarse a sí mismo sea la mayor de las tonterías y de las inconveniencias. Podrá ser necio si así lo quieren, pero habrán de confesar que es también oportuno. ¿Hay cosa que más cuadre sino que la misma Estulticia sea trompetera de sus alabanzas y cantora de sí? ¿Quién podrá describirme mejor que yo? A no ser que por acaso me conozca alguien mejor que yo misma. Sin embargo, me creo mucho más modesta que esta tropa de magnates y sabios que, trastrocado el pudor, suelen sobornar a un retórico halagador o a un poeta vanilocuo y le ponen sueldo para escucharle recitar sus alabanzas, que no son sino mentiras. El elogiado, aun fingiendo rubor, hace la rueda y yergue la cresta, como el pavo real, mientras el desvergonzado adulador equipara con los dioses a aquel hombre de nada y le presenta como absoluto ejemplar de toda virtud, aun sabiendo que dista mucho de cualquiera de ellas, que está vistiendo a la corneja de ajenas plumas, blanqueando a un etíope o haciendo de una mosca elefante. En resumen, me atengo a aquel viejo proverbio del vulgo que dice que «hace bien en alabarse a sí mismo quien no encuentra a otro que lo haga».
Sin embargo, declaro que me asombra la ingratitud o la indiferencia de los mortales, pues aunque todos me festejen celosamente y reconozcan de buen grado mi bondad, jamás ha habido ninguno en tantos siglos que haya celebrado las glorias de la Estulticia en un agradable discurso, al paso que no han faltado quienes, a costa del aceite y del sueño, hayan importunado con relamidos elogios a los Busiris, a los Falaris, las fiebres cuartanas, las moscas, la calvicie y otras pestes semejantes.
Vais, pues, a escuchar de mí un discurso que será tanto más sincero cuanto es improvisado y repentino.
Capítulo IV
No querría que creyeseis que lo he compuesto para exhibición del ingenio a la manera que lo hace la cáfila de los oradores. Pues éstos, según ya sabéis, cuando pronuncian un discurso que les ha costado treinta años elaborar, y que más de una vez es incluso ajeno, juran que lo han escrito, y aun que lo han dictado, en tres días, como por juego.
A mí siempre me ha sido sobremanera grato decir lo que me venga a la boca. Que nadie espere de mí, pues, que comience con una definición de mí misma, según es costumbre de los retóricos vulgares, y mucho menos que formule divisiones, pues constituiría tan mal presagio el poner límites a mi poder, que tan vasto se manifiesta, como separar las partes de aquello en que confluye el culto de todo linaje de gentes. Y, en fin, ¿a qué conduciría el convertirme con una definición en imagen o fantasma, cuando me tenéis presente ante vosotros mirándome con los ojos? Según veis yo soy verdaderamente aquella dispensadora de bienes llamada por los latinos «Stultitia», y por los griegos, «Moria».
Capítulo V
Sin embargo, ¿qué necesidad había de decíroslo? ¡Como si no expresasen bastante quién soy el semblante y la frente; como si alguno que me tomase por Minerva o por la Sabiduría no pudiese desengañarse con una sola mirada aun sin mediar la palabra, pues la cara es sincero espejo del alma! En mí no hay lugar para el engaño, ni simulo con el rostro una cosa cuando abrigo otra en el pecho. Soy en todas partes absolutamente igual a mí misma, de suerte que no pueden encubrirme esos que reclaman título y apariencias de sabios y se pasean como monas revestidas de púrpura o asnos con piel de león. Por esmerado que sea su disfraz, les asoman por algún sitio las empinadas orejazas de Midas. ¡Ingratos son conmigo, por Hércules, esos hombres que, aun perteneciendo en cuerpo y alma a mi tropa, se avergüenzan tanto de nuestro nombre ante el vulgo, que llegan a lanzarlo contra los demás como grave oprobio! Por ser estultísimos, aunque pretendan ser tenidos por sabios y por unos Tales, ¿no merecerían con el mejor derecho que les calificásemos de sabios-tontos (3)?.
Capítulo VI
He querido de esta manera imitar a algunos de los retóricos de nuestro tiempo que se tienen por unos dioses en cuanto lucen dos lenguas, como la sanguijuela, y creen ejecutar una acción preclara al intercalar en sus discursos latinos, a modo de mosaico, algunas palabritas griegas, aunque no vengan a cuento. Si les faltan palabras de lenguas extranjeras, arrancan de podridos pergaminos cuatro o cinco palabras anticuadas con las cuales derramen las tinieblas sobre el lector, de suerte que los que las entiendan se complazcan más con ellas, y los que no, se admiren tanto más cuanto menos se enteren. Efectivamente, mi gente se complace más en una cosa a medida que de más lejos viene. Y si en ella los hay que sean un poco más ambiciosos, ríanse, aplaudan y, según el ejemplo de los asnos, muevan las orejas a fin de que parezca a los demás que lo comprenden todo.
Y basta de este asunto. Vuelvo ahora a mi tema.
Capítulo VII
Ya conocéis mi nombre, varones... ¿Qué adjetivo añadiré? Ningún otro que estultísimos, porque ¿puede llamar de modo más honroso a sus devotos la diosa Estulticia? Como mi genealogía no es conocida de muchos, voy a tratar de exponerla, con el favor de las musas. No fue mi padre ni el Caos, ni el Oreo, ni Saturno, ni Júpiter, ni otro alguno de esta anticuada y podrida familia de dioses, sino Pluto, aquel que a pesar de Hesíodo y Homero y hasta del mismo Júpiter, es el verdadero padre de los dioses y de los hombres. Según su antojo se agitaban y se agitan las cosas sacras y las profanas, y a tenor de su arbitrio se rigen guerras, paces, mandatos, consejos, juicios, comicios, matrimonios, pactos, alianzas, leyes, artes, lo cómico, lo serio y -me falta el aliento- las cosas públicas y privadas de los mortales. Sin su favor, toda esta turba de dioses de que hablan los poetas, y diré más, ni los mismos dioses mayores, o no existirían en absoluto o no podrían comer caliente en sus propios altares. Si alguien tuviese a Pluto airado contra él, no le valdría ni el auxilio de Palas. Por el contrario, quien le tenga propicio, puede permitirse mandar a paseo al Sumo Júpiter y su rayo. Éste es el padre de quien me enorgullezco y éste fue quien me engendró, no sacándome de la cabeza, como lo hizo Júpiter con la aburrida y ceñuda Palas, sino en la ninfa Neotete, que es la más bella y la más alegre de todas. Tampoco soy fruto de un triste deber conyugal, como lo fue aquel herrero cojo, sino lo que es mucho más deleitoso, «de un amor furtivo», como dice nuestro Homero. No caigáis en el error de creer que me engendró aquel Pluto aristofánico (4), que tenía un pie en el ataúd y la vista perdida, sino un Pluto vigoroso, embriagado por la juventud, y no sólo por la juventud, sino aún mucho más por el néctar que gustaba beber puro y largo en el banquete de los dioses.
Capítulo VIII
Si me preguntáis también el lugar donde nací -puesto que en el día se juzga trascendental para la nobleza el sitio donde uno dio los primeros vagidos-, diré que no provengo de la errática Delos (5) ni del undoso mar, ni de las profundas cavernas, sino de las mismas islas Afortunadas, donde todo crece espontáneamente y sin labor (6). Allí no hay ni trabajo, ni vejez, ni enfermedad, ni se ve en el campo el gamón, ni la malva, la cebolla, el altramuz, el haba u otro estilo de bagatelas, sino que por doquier los ojos y la nariz se deleitan con el ajo áureo, la pance, la nepente, la mejorana, la artemisa, el loto, la rosa, la violeta y el jacinto, cual otro jardín de Adonis.
Nací en medio de estas delicias y no amanecí llorando a la vida, sino que sonreí amorosamente a mi madre. Así no envidio al altísimo Júpiter la cabra que le amamantó, puesto que a mí me criaron a sus pechos dos graciosísimas ninfas, la Ebriedad, hija de Baco, y la Ignorancia, hija de Pan, a las cuales podéis ver entre mis acompañantes y seguidores. Si queréis conocer sus nombres, os los diré, pero, ¡por Hércules!, no sera sino en griego.
Capítulo IX
Ésta que veis con las cejas arrogantemente erguidas es el Amor Propio. Allí esta la Adulación, con ojos risueños y manos aplaudidoras. Ésta que veis en duermevela y que parece soñolienta, es el Olvido, Ésta, apoyada en los codos y cruzada de manos, se llama Pereza. Ésta, coronada de rosas y ungida de perfumes de pies a cabeza, es la Voluptuosidad. Ésta de ojos torpes y extraviados de un lado para otro, es la Demencia. Ésta otra de nítido cutis y cuerpo bellamente modelado, es la Molicie. Veis también dos dioses, mezclados con esas doncellas, de los cuales a uno llaman Como y al otro «Sublime modorra». Con los fieles auxilios de esta familia, todas las cosas permanecen bajo mi potestad y ejerzo autoridad incluso sobre las autoridades.
Capítulo X
Ya habéis oído mi origen, mi educación y séquito. Ahora, para que no parezca que uso sin motivo del título de diosa, poned las orejas derechas para escuchar cuántos beneficios proporciono así a los dioses como a los hombres y cuán dilatadamente campea mi numen. Pues si alguien (7) escribió con acierto que un dios se caracteriza por ayudar a los mortales y si merecidamente entraron en el Senado divino quienes descubrieron a los mortales el vino, el trigo o cualquier otro beneficio, ¿por qué yo, por derecho propio, no me llamaré y seré tenida por «alfa» (8) de todos los dioses, cuando soy más generosa que todos en cualquier especie de bienes?
Capítulo XI
Primeramente, ¿qué podrá ser más dulce y más precioso que la misma vida? Y en el principio de ésta, ¿quién tiene más intervención que yo? Pues ni la temida lanza de Palas ni el escudo del sublime Júpiter que mora en las nubes, tienen parte en engendrar o propagar la especie humana.
El mismo padre de los dioses y rey de los hombres, que con un ademán estremece a todo el Olimpo, tiene que dejar el triple rayo y deponer el rostro de titán, con el que cuando quiere aterroriza a todos los dioses, para encarnarse miserablemente en persona ajena, al modo de los cómicos, si quiere hacer niños, cosa que no es rara en él.
Los estoicos se creen casi dioses; pues bien dadme uno de ellos que sea tres, o cuatro y hasta seiscientas veces más estoico que los demás, e incluso a éste le haré abandonar si no la barba, signo de sabiduría, común por cierto con los machos cabríos, por lo menos el entrecejo fruncido; le haré desarrugar la frente, dejar a un lado sus dogmas diamantinos y hasta tontear y delirar un poquito. En suma, a mí, a mí sola, repito, tendrá que acudir el sabio en cuanto quiera ser padre. Mas ¿por qué no os hablaré con mayor franqueza, según es mi costumbre? Decid si son la cabeza, el pecho, la mano, la oreja, partes del cuerpo consideradas honestas, las que engendran a los dioses y a los hombres. Creo que no, antes bien es aquella otra parte tan estulta y ridícula, que no puede nombrarse sin suscitar la risa, la que propaga el género humano.
Tal es el manantial sagrado de donde todas las cosas reciben la vida, mucho más ciertamente que del «número cuartenario» de Pitágoras. Pues decidme: ¿qué hombre ofrecería la cabeza al yugo del matrimonio si, como suelen esos sabios, meditase los inconvenientes que le traerá esta vida? O, ¿qué mujer permitiría el acceso de un varón si conociese o considerase los peligrosos trabajos del parto o la molestia de la educación de los hijos? Pues si debéis la vida a los matrimonios y el matrimonio a la Demencia, mi acompañante, comprended cuán obligados me estáis. Además, ¿qué mujer que haya sufrido estas incomodidades una vez querría repetirlas, si no interviniese el poder del Olvido? Ni la misma Venus, diga lo que diga Lucrecio (9), podría esparcir su veneno, y sin el auxilio de nuestro poder sus facultades quedarían inválidas y nulas.
De esta suerte, de nuestro juego desatinado y ridículo proceden también los arrogantes filósofos, a quienes han sucedido en nuestro tiempo esos a los que el vulgo llama monjes, y los purpurados reyes, y los sacerdotes piadosos, y los pontífices tres veces santísimos, y, en fin, toda esa turba de dioses mencionados por los poetas, tan copiosa, que apenas cabe en el Olimpo, con ser éste espaciosísimo.
Capítulo XII
Sin embargo, poco sería el que me debieseis el principio y fuente de la vida, si no os demostrase también que todo cuanto hay en ella de deleitoso procede asimismo de mi munificencia. ¿Qué sería, pues, esta vida, si vida pudiese entonces llamarse, cuando quitaseis de ella el placer? Veo que habéis aplaudido. Ya sabía yo que ninguno de vosotros era bastante sensato (10), quiero decir bastante insensato, mas vuelvo a decir bastante sensato, para no adherirse a mi parecer.
Aun cuando los mismos estoicos no desprecien el placer, lo disimulan habilidosamente y lo censuran con mil injurias cuando están delante del vulgo, sin otro objeto que poder gozar de él más generosamente cuando hayan apartado a los demás. Díganme, si no, por Júpiter: ¿Qué día de la vida no vendrá a ser triste, aburrido, feo, insípido, molesto, si no le añadís el placer, es decir, el condimento de la Estulticia? De tal aserto puede valer de testigo idóneo aquel nunca bastante loado Sófocles, de quien se conserva un hermosísimo elogio nuestro: «La existencia más placentera consiste en no reflexionar nada» (11).
Pero prosigamos para probar por menor esta doctrina.
Capítulo XIII
En principio, ¿quién ignora que la edad más alegre del hombre es con mucho la primera, y que es la más grata a todos? ¿Qué tienen los niños para que les besemos, les abracemos, les acariciemos y hasta de los enemigos merezcan cuidados, si no es el atractivo de la estulticia que la prudente naturaleza ha procurado proporcionarles al nacer para que con el halago de este deleite puedan satisfacer los trabajos de los maestros y los beneficios de sus protectores? Luego, la juventud, que sucede a esta edad, ¡cuán placentera es para todos, con cuánta solicitud la ayudan todos, cuán afanosamente la miran y con cuánto desvelo se tiende una mano en su auxilio! Y, pregunto yo, ¿de dónde procede este encanto de la juventud sino de mí, a cuya virtud se debe que los que menos sensatez tienen sean, por lo mismo, los que menos se disgusten.
Mentiré si no añado que a medida que crecen y empiezan a cobrar prudencia por obra de la experiencia y del estudio, descaece la perfección de la hermosura, languidece su alegría, se hiela su donaire y les disminuye el vigor. Cuanto más se alejan de mí, menos y menos van viviendo, hasta que llegan a la vejez molesta que no sólo lo es para los demás, sino para sí mismos. Tanto es así que ningún mortal podría tolerarla si yo, compadecida nuevamente de tan grandes trabajos, no les echase una mano, y al modo como los dioses de que hablan los poetas suelen socorrer con alguna metamorfosis a los que están apurados, así yo, cuando les veo próximos al sepulcro, les devuelvo a la infancia dentro de la medida de lo posible. De aquí viene que la gente suela considerar como niños a los viejos.
Si alguien se interesa en saber el medio de que me valgo para la transformación, no se lo ocultaré: Les llevo a las fuentes de nuestro río Leteo, que nace en las islas Afortunadas (pues que por el infierno sólo discurre un tenue riachuelo), para que allí, al tiempo que van trasegando el agua del Olvido (12), se enniñezcan y se les disuelvan las preocupaciones del alma. Se dirá que no todo queda en esto, sino que, además, pasan a divagar y bobear. Concedo que sea así, pero el infantilizarse no consiste en otra cosa. ¿No es propio de los niños el divagar y el tontear? ¿Y acaso no es lo más deleitable de tal edad el hecho de que carezcan de sensatez? ¿Quién no aborrecerá y execrará como cosa monstruosa a un niño dotado de viril sapiencia? De ello es fiador el proverbio conocido por el vulgo: «Odio al niño de precoz sabiduría.»
¿Quién podría soportar la relación y el trato con un viejo que a su enorme experiencia de las cosas uniese semejante vigor mental y acritud de juicio? Por esta razón he favorecido al viejo haciendole delirar, y esta divagación le liberta, mientras tanto, de aquellas miserables preocupaciones que atormentan al sabio, y le hace ser un agradable compañero de bebida y librarse del tedio de la vida, el cual apenas puede sobrellevar la edad más vigorosa. No es raro aún que, al modo del anciano de Plauto, vuelva los ojos a aquellas tres letras de A. M. O (13). Sería desgraciadísimo si conservase la noción de las cosas, pero mientras tanto, gracias a mi favor, el viejo es feliz, grato a los amigos y no tiene nada de bobalicón ni de inepto para las fiestas. Abunda en mi favor que en Homero se vea cómo de la boca de Néstor fluía una «palabra más dulce que la miel», mientras la de Aquiles era amarga y los ancianos que él mismo nos describe sentados en las murallas dejaban escuchar apacibles palabras (14).
Según este criterio, los viejos superan a la misma infancia, edad ciertamente placentera, pero inmatura y desprovista del principal halago de la vida, es decir, la locuacidad. Observar, además, que los ancianos disfrutan locamente de la compañía de los niños y éstos a su vez se deleitan con los viejos, «pues Dios se complace en reunir a cada cosa con su semejante» (15).
¿En qué difieren unos de otros, a no ser en que éstos están más arrugados y cuentan más años? Por lo demás, en el cabello incoloro, la boca desdendata, las pocas fuerzas corporales, la apetencia de la leche, el balbuceo, la garrulería, la falta de seso, el olvido, la irreflexión, y, en suma, en todas las demás cosas, se armonizan. Cuanto más se acerca el hombre a la senectud, tanto más se va asemejando a la infancia, hasta que, al modo de ésta, el viejo emigra sin tedio de ella ni sensación de morir.
Capítulo XIV
Pase quien lo desee a comparar este beneficio que dispenso con las metamorfosis operadas por los demás dioses. Y no es del caso recordar las que efectúan cuando están airados, sino las ejecutadas en aquellos a quienes son más propicios: Suelen transformarles en árbol, en ave, en cigarra y hasta en serpiente (16), como si no fuese lo mismo transformarse que perecer. Yo, en cambio, devuelvo a la misma persona la parte mejor y más feliz de su vida, que si los mortales se contuviesen de toda relación con la sabiduría y orientasen la vida de acuerdo conmigo, no envejecerían y gozarían dichosos de perpetua juventud.
¿No veis acaso a estos hombres severos dedicados a estudios de filosofía, o a graves y arduos asuntos, que han envejecido antes de llegar a la plena juventud, por obra de las preocupaciones y la constante y agria agitación de las ideas, que agota el espíritu y la savia vital? Por el contrario, mis necios están regordetes, lucidos, con piel brillante (17), a modo, según dicen, «de cerdos acarnanienses»; en verdad que no sentirán nunca molestia alguna de la vejez, a menos que, según a veces acontece, no se envenenen con la compañía de los sabios. Hasta tal punto se conserva íntegra la existencia humana cuando se es feliz por todos conceptos.
Viene en apoyo de ello el valioso testimonio del adagio vulgar que dice: «La estulticia es la única cosa que frena el paso de la juventud fugacísima y mantiene alejada la molesta vejez.» De esta suerte ha dicho acertadamente la voz vulgar acerca de los de Brabante, que mientras a los demás hombres la edad suele redundarles en prudencia, ellos, cuanto más se acercan a la vejez, más y más se entontecen. Y no hay otra gente que, de modo general, tome la vida más en broma y que menos sienta la tristeza de la vejez. De éstos son vecinos, tanto por el lugar como por el modo de vivir, mis holandeses. Y no sólo les llamo míos, sino aun tan entusiastas devotos, que merecieron del vulgo un apodo que más que avergonzarles les llena de orgullo (18).
Vayan, pues, los estultísimos mortales en busca de Medeas, de Circes, Venus, Auroras y no sé qué fuente, que les restituyan la juventud, la cual soy yo la única que puede y acostumbra proporcionar. En mi poder está aquel elixir mirífico con que la hija de Memnón prolongó la juventud de su abuelo Titón. Yo soy aquella Venus por cuya merced volvió Faón a la mocedad y así fue amado por Safo con tanto extremo. Mías son las hierbas, si las hay; míos los conjuros; mía aquella fuente que no sólo hace volver la pasada juventud, sino lo que es mejor, la conserva perpetuamente. Así, si estáis de acuerdo en que nada hay mejor que la adolescencia y más detestable que la vejez, creo que os daréis cuenta de cuánto me debéis por prolongar tan gran bien y evitar mal tan grave.
Capítulo XV
Pero ¿por qué hablo tanto de los mortales? Examinad el cielo todo e insúlteme quienquiera si encuentra en alguno de los dioses, fuera de lo que deben a mi poder, algo que no sea áspero y desdeñable. ¿Por qué Baco ha sido siempre efebo y le ha adornado poblada cabellera? Porque, insensato y borracho, se ha pasado la vida entera en banquetes, danzas, cantos y diversiones, sin tener nunca el menor trato con Palas. Por ello está tan lejos de querer ser tenido por sabio, que goza con que se le honre por medio de burlas y farsas y no se ofende por aquel dicho que le atribuye el dictado de necio cuando afirma que «tiene aún más de necio que de pintarrajeado». Precisamente le dieron este último título por la licencia que acostumbraban a tomarse los vendimiadores de embadurnar con mosto e higos nuevos la estatua sedente del dios colocada en la puerta de su templo. Y la antigua comedia, ¿acaso dice algo de él que no suene a vituperio? «¡Oh estúpido dios -dicen- y digno de nacer del muslo de Júpiter!»
Pero ¿quién no preferiría ser necio e insulso como éste y estar siempre de fiestas, siempre joven, siempre pródigo en diversiones y placeres para todo el mundo, a ser como ese taimado Júpiter, que infunde temor a todos, o como Pan, que con sus tumultos pánicos todo lo confunde, o como el tiznado Vulcano, siempre sucio del trabajo de su taller, o como la misma Palas, a la que hacen terrible su lanza y el escudo con la Gorgona, y cuya mirada siempre es hiriente?
¿Por qué es siempre niño Cupido? ¿Por qué, sino por ser un bromista y no hacer ni pensar nada a derechas? ¿Por qué la áurea Venus conserva constantemente la belleza? Sin duda porque tiene conmigo parentesco, de lo que viene que su rostro tenga color parecido al de mi padre y por tal razón Homero la llama «dorada Afrodita». Además está sonriendo de continuo, si hemos de creer sólo en esto a los poetas y a sus émulos los estatuarios. ¿A qué dios dieron culto con mayor piedad los romanos que a Flora, madre de todas las voluptuosidades?
Sin embargo, si alguien consulta atentamente en Homero y en los demás poetas la vida de los dioses severos, la encontrará llena de estulticia por entero. ¿Vale la pena recordar las hazañas de los restantes, cuando tan bien conocéis los amores y frivolidades del mismo Júpiter fulminador, o como la severa Diana, olvidada del pudor del sexo, no iba a la caza de otra cosa que de Endimión, por quién se moría? Prefiero, empero, que los dioses oigan a Momo reprochar sus bellaquerías, ya que de él es de quien antaño las oían con frecuencia.
De ahí viene que, indignados, le precipitasen a la Tierra, junto con Até, porque con su sabiduría resultaba importuno para la felicidad de aquéllos. Ningún mortal ha querido desde entonces dar hospitalidad al desterrado, y nada sería más difícil que encontrársela en los palacios de los príncipes. En éstos, precisamente, está en el candelero mi compañera la Adulación, la cual no convive mejor con Momo que el cordero con el lobo. Así los dioses, libres de él, se divirtieron con mayor licencia y placer, y, carentes de censor, hicieron realmente, según dice Homero, «lo que les pareció mejor».
¿Qué entretenimientos no ofrece aquel Príapo de higuera? ¿Qué diversión no producen los hurtos y mixtificaciones de Mercurio? Y el propio Vulcano acostumbra hacer de bufón en los convivios de los dioses, no sólo con su cojera, sino también con sus ocurrencias y sus ridículos dichos que desternillan de risa a la partida de bebedores. Y también Sileno, aquel viejo enamorado que suele bailar el «córdax» con Polifemo al son de la lira, mientras las ninfas danzan la «gymnopaidía»; los sátiros semicaprinos representan las «atelanas» (19); Pan, con alguna estúpida cancioncilla, hace reír a todo el mundo, puesto que la prefieren a escuchar el canto de las musas, sobre todo cuando el vino ha empezado a empaparles. ¿Hará falta que recuerde las cosas que hacen los dioses cuando están bien bebidos? Son, por Hércules, tan estúpidas que, yo misma a veces no puedo contener la risa. Pero mejor será acordarse de Harpócrates (20) a este propósito, no sea que nos escuche algún Dios fisgón explicar estas mismas cosas que no le fueron permitidas a Momo.
Capítulo XVI
Pero ya es hora de que, a ejemplo de Homero, dejemos el cielo y volvamos a la Tierra para ver en ella que nada hay alegre ni feliz que no se deba a mi favor. Observar primeramente con cuánta solicitud ha cuidado la naturaleza, madre y artífice del género humano, de que nunca falte en él el condimento de la estulticia.
En efecto, según la definición de los estoicos, si la sabiduría no es sino guiarse por la razón y, por el contrario, la estulticia dejarse llevar por el arbitrio de las pasiones, Júpiter, para que la vida humana no fuese irremediablemente triste y severa, nos dio más inclinación a las pasiones que a la razón, en tanta medida como lo que difiere medía onza de una libra. Además relegó a la razón a un angosto rincón de la cabeza, mientras dejaba el resto del cuerpo al imperio de los desórdenes y de dos tiranos violentísimos y contrarios: la ira, que domina en el castillo de las entrañas y hasta en el corazón, fuente de la vida; y la concupiscencia, que ejerce dilatado imperio hasta lo más bajo del pubis.
La vida que llevan corrientemente los hombres ya evidencia bastante cuánto vale la razón contra estas dos fuerzas gemelas, pues cuando ella clama hasta enronquecer indicando el único camino lícito y dictando normas de honestidad, éstas mandan a paseo a su soberana y gritan más fuerte que ella, hasta que, cansada, cede y se rinde.
Capítulo XVII
Por lo demás, dado que el varón está destinado a gobernar las cosas de la vida, tenía que otorgársele algo más del adarme de razón concedido, a fin de que tomase resoluciones dignas de él. Se me llamó a consejo junto con los demás y lo di al punto, y digno de mí: Que se le juntase con una mujer, animal ciertamente estulto y necio, pero gracioso y placentero, de modo que su compañía en el hogar sazone y endulce con su estupidez la tristeza del carácter varonil. Y así Platón, al parecer dudar en qué género colocar a la mujer, si entre los animales racionales o entre los brutos, no quiso otra cosa que significar la insigne estupidez de este sexo (21).
Si, por casualidad, alguna mujer quisiese ser tenida por sabia, no conseguiría sino ser doblemente necia, al modo de aquel que, pese a Minerva, se empeñase en hacer entrar a un buey en la palestra, según dice el proverbio. Efectivamente, duplica su defecto aquel que en contra de la naturaleza desvía su inclinación y remeda el aspecto de la aptitud. Del mismo modo que, conforme al proverbio griego, «aunque la mona se vista de púrpura, mona se queda», así la mujer será siempre mujer; es decir, estúpida, sea cual fuere el disfraz que adopte.
Sin embargo, no creo que el género femenino llegue a ser tan estúpido que me censure por el hecho de que otra mujer, la Estulticia en persona, les reproche la estupidez. Pues si consideran juiciosamente la cuestión, verán que deben a la Estulticia el tener más suerte que los hombres en muchos casos.
Tienen, primeramente, el encanto de la hermosura, que, justificadamente, anteponen a todas las cosas, puesto que, por su virtud, tiranizan hasta a los mismos tiranos. ¿De dónde proceden lo desgraciado del aspecto, el cutis híspido y la espesura de la barba, que dan al varón aspecto de viejo, sino del vicio de la prudencia, mientras que la mujer conserva las mejillas tersas, la voz fina, el cutis delicado, remedo de perpetua juventud?
En segundo lugar, ¿qué otra cosa desean en esta vida más que complacer a los hombres en grado máximo? ¿A qué miran, si no, tantos adornos, tintes, baños, afeites, ungüentos, perfumes, tanto arte en componerse, pintarse y disfrazar el rostro, los ojos y el cutis? Así, pues, ¿qué las recomienda a los hombres más que la necedad? ¿Hay algo que éstos no les toleren? ¿Y a cambio de qué halago, sino de la voluptuosidad? Se deleitan, por consiguiente, sólo en la estulticia y de ello son argumento, piense cada cual lo que quiera, las tonterías que le dice el hombre a la mujer y las ridiculeces que hace cada vez que se propone disfrutar de ella.
Ya sabéis, por tanto, el primero y principal placer de la vida y la fuente de que mana.
Capítulo XVIII
Pero algunos hay, y en primera fila los viejos, que son más bebedores que mujeriegos y sitúan la suma voluptuosidad en la mesa. Juzguen otros de si habrá banquete completo sin mujeres; lo que sí consta es que ninguno resulta agradable sin el condimento de la estulticia. Tanto es así, que si falta uno que mueva a la risa con necedad verdadera o simulada, se pagará a algún bufón o se invitará a algún gorrón ridículo que con dicharachos risibles, es decir, estultos, ahuyente de la reunión el silencio y la tristeza. Porque, ¿a qué conduce cargar el vientre de toda clase de confituras, manjares y golosinas, si los ojos y los oídos, si no todo el ánimo, han de apacentarse también con risas, bromas y chistes?
De esta manera, yo soy artífice insustituible de las sobremesas, porque aquellas ceremonias de los banquetes, como elegir rey a suertes, jugar a los dados, los brindis recíprocos, el establecer rondas, cantar coronados de mirto, bailar y hacer pantomimas (22), no fueron inventadas por los siete sabios de Grecia, sino por mí, para bien del género humano.
De este modo, se ve que la naturaleza de todas las cosas es tal, que cuanto más tienen de estúpidas, tanto más favorecen la vida de los mortales, la cual, cuando es triste, no parece digna de ser llamada vida. Y triste discurrirá la vida, por fuerza, si no os libráis con estos deleites del tedio, hermano de la tristeza.
Capítulo XIX
Quizá habrá quienes desprecien este género de placeres y se complazcan en el afecto y trato de los amigos, repitiendo que la amistad es cosa que hay que anteponer a todas las demás y aun que es necesaria hasta el punto de que ni el aire, ni el fuego ni el agua lo sean en mayor grado. Añaden, incluso, que es tan agradable, que quitarla sería como quitar el Sol, y que es tan honesta, si es que ello viene al caso, que ni los mismos filósofos vacilan en tenerla entre los bienes principales. Pero ¿qué, si demuestro que yo también soy la proa y la popa de tanto bien? Y lo probaré no con crocosilites, ni sorites, ni ceratinas, o cualquier otra especie de argucias dialécticas, sino de modo vulgar y mostrándolo como con el dedo.
Decid, el condescender, el dejarse llevar, cegarse, alucinarse con los defectos de los amigos y el sentir afición y admirarse por alguno de sus vicios manifiestos como si fuesen virtudes, ¿no es cosa parecida a la estulticia? Hay quien besa un lunar de su amante, quien se deleita con una verruga de su cordera, el padre que no encuentra sino una ligera desviación de la vista en su hijo bizco, ¿qué es todo esto -pregunto- sino pura necedad? Proclámese una y mil veces que es necedad, pero también que ésta es la sola que une y conserva unidos a los amigos.
Me refiero al común de los mortales, de los cuales nadie nace sin defecto y aquél es el mejor que menos cohibido está por ellos, pues entre esos sabios endiosados o no llega a cuajar la amistad o viene a ser triste y desagradable, y aun la traban sólo con poquísimos, por no atreverme a decir que con ninguno, ya que la mayoría de los hombres desbarra -es decir, que no hay quien no delire por muchos modos- y la amistad sólo cabe entre semejantes. Así, si por acaso en esos severos tipos se engendra mutua benevolencia, no podrá nunca ser constante ni duradera, por ser gente gruñona y que vigila los defectos de los amigos con vista más fina que el águila, o la serpiente de Epidauro (23). En cambio, ¡qué legañosos ojos tiene para los defectos propios y cuán poco ve el fardo que lleva a la espalda! Además, puesto que es propio de la naturaleza humana, que no haya ingenio alguno sin grandes defectos, y que además existe tanta desemejanza de edades y de estudios, tantas flaquezas, tantos errores, tantas caídas graves, ¿cómo podría subsistir entre estos Argos (24), ni siquiera durante una hora, la alegría de la amistad sin el auxilio de la candidez, es decir, de la estulticia, o, si queréis, de la blandura de carácter?
¿Pues qué? Cupido, padre y autor de todo afecto, que, por obra de su ceguera, toma lo feo por hermoso, hace que entre vosotros cada cual encuentre hermoso lo que ama, de suerte que el viejo quiera a la vieja como el mozo a la moza. Estas cosas suceden y son reídas en todo el mundo, pero tales ridiculeces son las que aglutinan y unen la placentera sociedad en la vida.
Capítulo XX
Cuanto queda dicho de la amistad debe aplicarse con mucho mayor motivo al matrimonio, ya que no es éste otra cosa que la conjunción indivisa de las vidas. Júpiter inmortal, ¡cuántos divorcios y aun accidentes peores que los divorcios ocurrirían si el trato doméstico del varón y la esposa no se viese afianzado y sostenido por la adulación, la broma, la indulgencia, el engaño y el disimulo, que forman como mi cortejo! ¡Ah, qué pocos matrimonios llegarían a cuajar si el novio investigase prudentemente a qué juegos se había dedicado aquella doncellita delicada, al parecer, y pudorosa, mucho antes de casarse! ¡Y cuántos menos permanecerían unidos si muchos de los actos de las esposas no quedasen ocultos gracias a la negligencia y estupidez de los maridos!
Todas estas cosas se atribuyen justificadamente a la estulticia y a ella se debe aún que la esposa sea agradable al marido y éste a su mujer, a fin de que la casa permanezca tranquila, a fin de que en ella perviva la concordia. Inspira risa y se hace llamar cornudo, consentido y qué sé yo qué, el infeliz que enjuga con sus besos las lágrimas de la adúltera. Pero ¡cuánto mejor es equivocarse así que no consumirse con el afán de los celos y echarlo todo por lo trágico!
Capítulo XXI
Añadiré, en fin, que sin mí no habría ni sociedad, ni relaciones agradables y sólidas, ni el pueblo soportaría largo tiempo al príncipe, ni el amo al criado, ni la doncella a su señora, ni el maestro al discípulo, ni el amigo al amigo, ni la esposa al marido, ni el arrendador al arrendatario, ni el camarada al camarada, ni los comensales entre ellos, de no estar entre sí engañándose unas veces, adulándose otras, condescendiendo sabiamente entre ellos, o untándose recíprocamente con la miel de la estulticia. Ya me doy cuenta de que esto os parecerá afirmación de mucho bulto, pero aún las oiréis mayores.
Capítulo XXII
Decidme: ¿A quién amará aquel que se odie a sí mismo? ¿Con quién concordará aquel que discuerde de sí mismo? ¿Podrá complacer a alguno aquel que sea pesado y molesto para sí? Creo que nadie lo afirmará, a menos que sea más estulto que la misma Estulticia.
Si prescindieseis de mí, además de no poder nadie soportar a nadie, todo el mundo sentiría hedor de sí, asco de sus propias cosas y repulsión de su misma persona. Tanto más cuanto que la naturaleza, en no pocas ocasiones más madrastra que madre, ha dispuesto el espíritu de los mortales, sobre todo de los pocos sensatos, de suerte que cada cual se duela de lo suyo y admire lo ajeno, de lo cual viene que todas las prendas, toda la elegancia y todo el atractivo de la vida se echan a perder y se desvanecen. ¿Qué vale la hermosura, principal don de los dioses inmortales, cuando se corrompe con el morbo de la melancolía? (25) ¿Qué la juventud si la envenena el agror de una senil tristeza?
En fin, ¿qué podría realizar el hombre con belleza (y así conviene que lo haga todo, pues ésta no sólo es fundamento del arte, sino de cualquier obra) en cualquier función de la vida, sea en beneficio propio o en el de los demás, si no le tendiese la mano el Amor Propio, con quien me une fraternal lazo? Y añadiré que se esfuerza en sustituirme en todas partes. ¿Y qué tan necio como satisfacerse y admirarse de uno mismo? Por el contrario, si se está descontento de uno mismo, ¿podrá hacerse algo gentil, gracioso y digno? Suprimid este condimento en la vida y en el acto se helará el orador en la defensa de su causa, el músico no dará placer a nadie con sus ritmos, el histrión, a pesar de sus gestos todos, será silbado, el poeta y sus musas serán objeto de risas, el pintor y su arte serán diseñados y el médico y sus fármacos caerán en la miseria. En fin, tendremos a Tersites en vez de Niceo, a Néstor en vez de Faón; en vez de Minerva a un cerdo, en lugar del locuaz al balbuciente y en el del cortés al patán. Tan necesario es que cada cual se lisonjee a sí mismo y se procure una pequeña estimación propia antes de que se la otorguen los demás.
En suma, comoquiera que la principal parte de la felicidad radica en que uno quiera ser lo que es, contribuye a ello grandemente mi querido Amor Propio, haciendo que nadie se duela de su figura, del talento de la estirpe, del estado en que se halla, de la educación ni de la patria, de suerte que ni el irlandés ansía cambiarse por el italiano, ni el tracio con el ateniense, ni el escita con los de las islas Afortunadas. ¡Oh singular solicitud de la naturaleza que en tan grande variedad de cosas todas las iguala! Dondequiera que se retrae en algo de otorgar sus dones, allá acude el Amor Propio a añadir un tanto de los suyos. Aunque esto que acabo de decir ha resultado una necedad, porque estos últimos son los más copiosos.
No necesito declarar, mientras tanto, que no podréis encontrar empresa ilustre alguna sin mi impulso, ni nobles artes que yo no haya inventado.
Capítulo XXIII
¿Acaso no es la guerra germen y fuente de todos los actos plausibles? Y, sin embargo, ¿hay cosa más estulta que entablar lucha por no sé qué causas, de la cual ambas partes salen siempre más perjudicadas que beneficiadas? Y de los que sucumben, no hay ni que hablar, como se dijo de los megarenses (26).
Cuando se forman en batalla las acorazadas filas de ambos ejércitos y suenan los cuernos con ronco clamor (27), ¿de qué servirían esos sabios, exhaustos por el estudio, cuya sangre aguada y fría apenas puede sostenerles el alma? Hacen falta entonces hombres gruesos y vigorosos, en los que haya un máximo de audacia y un mínimo de reflexión, a menos que se prefiera como tipo de soldado a Demóstenes, quien siguiendo el consejo de Arquíloco, apenas divisó al enemigo arrojó el escudo y huyó, mostrándose tan cobarde soldado cuanto experto orador.
Pero el talento, se dirá, es de grande importancia en las guerras. Convengo en ello en lo referente al caudillo, y aun éste debe tenerlo militar y no filosófico. Por lo demás, son los bribones, los alcahuetes, los criminales, los villanos, los estúpidos y los insolventes y, en fin, la hez del género humano quienes ejecutan hazañas tan ilustres, y no los luminares de la filosofía.
Capítulo XXIV
De cuán inútiles sean éstos en cualquier empleo de la vida puede ser testimonio el mismo Sócrates, calificado, y sin sabiduría alguna, por el oráculo de Apolo como único sabio, el cual trató de defender en público no sé qué asunto y tuvo que retirarse en medio de las mayores carcajadas de todo el mundo. Sin embargo, este hombre no desbarraba completamente, porque no quiso aceptar el título de sabio y lo reservó sólo para Dios, y porque consideró que el sabio debía abstenerse de tratar de los negocios públicos (28), aun cuando debiera haber aconsejado más bien que se abstenga de la sabiduría quien desee contarse en el número de los hombres. ¿Qué fue si no la sabiduría lo que le llevó a ser acusado y a tener que beber la cicuta? Pues mientras filosofaba sobre las nubes y las ideas, y medía las patas de una pulga e investigaba (29) el zumbido de un mosquito, no aprendía aquellas cosas que tocan a la vida normal. Acudió a defender al maestro en el juicio cuando le peligraba la cabeza, su discípulo Platón, abogado tan ilustre que, desconcertado por el estrépito de la plebe, apenas si pudo concluir con el primer párrafo. ¿Qué diré ahora de Teosfrato? Al empezar una arenga, enmudeció repentinamente como si hubiese visto al lobo (30). Aquel que animaba al soldado en la batalla, Isócrates, no se atrevió nunca, por lo tímido del genio, ni a despegar los labios. Marco Tulio Cicerón, padre de la elocuencia romana, comenzaba sus discursos con temblor poco gallardo, como niño balbuciente, lo cual interpretaba Fabio Quintiliano ser propio de orador sensato y conocedor del peligro. Al exponer esto, ¿puede dejar de reconocerse paladinamente que la sabiduría obsta a la brillante gestión de los asuntos? ¿Qué habrían hecho los sabios si éstos se despachasen con las armas cuando se desmayan de miedo al combatir sólo con palabras desnudas?
Después de todo esto se celebra aún, ¡alabado sea Dios!, aquella famosa frase de Platón: «Las repúblicas serían felices si gobernasen los filósofos o filosofasen los gobernantes» (31). Sin embargo, si consultáis a los historiadores, veréis que no ha habido príncipes más pestíferos para el Estado que cuando el poder cayó en manos de algún filosofastro o aficionado a las letras. Creo que de ello ofrecen bastante prueba los Catones, de quienes el uno alborotó la tranquilidad del Estado con sus insensatas denuncias, y el otro reivindicó con sabiduría tan desmesurada la libertad del pueblo romano, que la arruinó hasta los cimientos.
Añadidles los Brutos, los Casios, los Gracos y el mismo Cicerón, que no fue menos dañoso al Estado romano que Demóstenes el ateniense. Marco Antonino, aunque otorguemos que fue buen emperador, y cabría discutirlo, se hizo pesado y antipático a los ciudadanos por esta misma razón; es decir, por ser tan filósofo. Pero aunque fuese bueno, según concedemos, tuvo más de funesto, por haber dejado tal hijo (32), de lo que pudo haber de saludable en su administración. Precisamente esta especie de hombres que se da al afán de la sabiduría, aun siendo desgraciadísimos en todo, lo son por modo especial en la procreación de los hijos, lo cual me parece obedecer a la providencia de la naturaleza para que el daño de la sabiduría no se extienda más entre los hombres.
Así consta que el hijo de Cicerón fue un degenerado y que aquel gran sabio Sócrates tuvo hijos más semejantes a la madre que al padre, según escribió acertadamente uno; es decir, que fueron tontos.
Capítulo XXV
Podría tolerarse que en los asuntos públicos sean como asnos tocando la lira, si no fuese que en todas las demás funciones de la vida no acreditan ser más diestros. Llevad un sabio a un banquete y lo perturbará o con lúgubre silencio o con preguntitas fastidiosas. Introducidle en un baile y os parecerá, danzando, un camello. Conducidle a un espectáculo y con su solo semblante disipará toda diversión y se le obligará a salir del teatro, como al sabio Catón, si no logra desarrugar el entrecejo. Si mete cucharada en una conversación, caerá de improviso como el lobo en la fábula. Si algo hay que comprar o que convenir, en suma, cuando se trate de estas cosas sin las cuales esta vida cotidiana no puede pasar, dirás que este sabio es un leño y no un hombre.
Añadiré que no puede ser útil en nada ni a sí, ni a la patria, ni a los suyos, porque es inexperto en las cosas corrientes y discrepa largamente de la opinión pública y de los estilos normales de vida, de lo cual, por cierto, preciso es que siga el odio contra él, por ser tanta la disparidad de conducta y sentimientos. Pues ¿qué se trata entre los hombres que no sea necio del todo y que no esté hecho por los necios y para los necios? Por ello, si alguien a solas quisiese contrariar la corriente general, yo le aconsejaría que, imitando a Timón (33), emigre a algún desierto y allí, a solas, disfrute de su sabiduría.
Capítulo XXVI
Retornaré, empero, a lo que había dejado sentado antes: ¿qué fuerza ha podido reunir en ciudad a hombres berroqueños, acorchados (34) y salvajes sino la adulación? No significa otra cosa la famosa cítara de Anfión y de Orfeo (35)? ¿Qué otra cosa llamó a la concordia ciudadana a la plebe de Roma, cuando estaba en el extremo de la confusión? ¿Acaso algún discurso filosófico? En absoluto: El risible y pueril apólogo del vientre y las demás partes del cuerpo. Igualmente útil fue para Temístocles el apólogo semejante de la zorra y el erizo. ¿Qué discurso de sabio habría tenido tanto poder cuanto aquella superchería de la cierva de Sertorio, o aquello de los dos perros de Licurgo, o la risible fábula sobre la manera de arrancar los pelos de la cola del caballo? Y no diré nada de Minos y de Numa, cada uno de los cuales gobernó a la estulta muchedumbre con fabulosas invenciones. Con semejantes tonterías se mueve esa bestia enorme y vigorosa, el pueblo.
Capítulo XXVII
Y, por el contrario, ¿qué Estado adoptó nunca las leyes de Platón o Aristóteles o las tesis de Sócrates? Por otra parte, ¿qué fue lo que persuadió a los Decios a sacrificarse espontáneamente a los dioses manes? ¿Qué fue lo que arrastró al abismo a Quinto Curcio sino la vanagloria, la más seductora de las sirenas, pero también la más condenada por estos sabios? Dicen ellos: «¿Habrá cosa más necia que el que un candidato servil halague al pueblo y compre su favor con propinas, soborne la adhesión de la masa, se deleite con sus aclamaciones, sea llevado en triunfo como una bandera venerable Y se haga levantar una estatua de bronce en el foro? Agregad los nombres y sobrenombres que adoptan, los honores divinos otorgados a esos hombrecillos; agregad que tiranos criminales por demás sean comparados a los dioses en el curso de ceremonias públicas. Todas estas cosas no pueden ser más estultas y para reírse de ellas no bastaría con un solo Demócrito»
¿Quién lo niega?. Pero de esta misma fuente nacieron las hazañas de los vigorosos héroes, exaltadas hasta las nubes en los escritos de los varones elocuentes. De tal estulticia nacieron los Estados, merced a ella subsisten imperios, autoridades, religión, consejos y tribunales, pues la vida humana no es sino una especie de juego de despropósitos.
Capítulo XXVIII
Ahora hablaré de las ciencias. ¿Qué impulsa, sino la sed de gloria, al ingenio de los mortales a elaborar y cultivar para la posteridad disciplinas tenidas por tan excelsas?
Ciertos hombres estultísimos, sin duda, se creyeron pagados de tantas vigilias y tantos sudores con no sé qué fama, vana a más no poder. En contraste, vosotros debéis a la Estulticia ilustres deleites en la vida y, sobre todo, el supremo de disfrutar de la insensatez ajena.
Capítulo XXIX
Así, tras haber reivindicado el mérito del valor y el ingenio, ¿qué os parecería que pretendiese también el de la prudencia? Aunque alguno dirá que esto equivale a mezclar el agua y el fuego, yo espero triunfar en mi propósito si, como antes, me seguís favoreciendo con vuestra atención y vuestra aprobación.
En primer lugar, si la prudencia se acredita en el uso de las cosas, ¿a quién procede aplicar mejor tal dictado y tal honor, al sabio que, en parte por pudor y en parte por cortedad de ánimo, no se atreve a emprender cosa, o al estulto que no retrocede ante nada ni por vergüenza, de que carece, ni por temor al peligro, que no se para a considerar?
El sabio se refugia en los libros de los antiguos, de donde no extrae sino meros artificios de palabras, mientras que el estúpido, arrimándose a las cosas que hay que experimentar, adquiere la verdadera prudencia, si no me equivoco. Parece que esto lo vio con claridad Homero, a pesar de ser ciego, cuando dijo: «El necio sólo conoce los hechos» (36).
A la consecución del conocimiento de los hechos se oponen dos obstáculos principales: la vergüenza que ensombrece con sus nieblas al ánimo, y el miedo que, una vez evidenciado el peligro, disuade de emprender las hazañas. De ambos libra estupendamente la Estulticia. Pocos son los mortales que se dan cuenta de las ventajas múltiples que proporciona el no sentir nunca vergüenza y el atreverse a todo. Y si alguno prefiere adquirir la prudencia que consiste en el examen de las cosas, os ruego que me oigáis cuán lejos están de ella los que se adjudican este título.
Es, ante todo, manifiesto que todas las cosas humanas, como los silenos de Alcibíades, tienen dos caras que difieren sobremanera entre sí, de modo que lo que exteriormente es la muerte, viene a ser la vida, según reza el dicho, si miras adentro; y, por el contrario, lo que parece vida es muerte; lo que hermoso feo; lo opulento, paupérrimo; lo infame, glorioso; lo docto, indocto; lo robusto, flaco; lo gallardo, innoble; lo alegre, triste; lo próspero, adverso; lo amigable, enemigo; lo saludable, nocivo; y, en suma, veréis invertidas de súbito todas las cosas si abrís el sileno.
Si esto parece quizá dicho demasiado filosóficamente, me guiaré según una Minerva más vulgar, como suele decirse, y lo pondré más claro. ¿Quién no convendrá en que un rey sea hombre opulento y poderoso? Pero si no está propicio a ninguna cualidad espiritual y nada sacia su codicia, resultará paupérrimo, y si tiene el alma entregada a numerosos vicios, permanecerá torpemente esclavizada. Del mismo modo podría discurrirse también acerca de otras cosas, pero me basta con el anterior ejemplo. Alguno preguntará: «¿A qué viene esto?» Escuchadme para que extraigamos la moraleja.
Si alguien se propusiese despojar de las máscaras a los actores cuando están en escena representando alguna invención, y mostrase a los espectadores sus rostros verdaderos y naturales, ¿no desbarataría la acción y se haría merecedor de que todos le echasen del teatro a pedradas como a un loco? Repentinamente se habría presentado una nueva faz de las cosas, de suerte que quien era mujer antes resultase hombre; el que era joven, viejo; quien poco antes era rey, se trocase en esclavo; y el dios apareciese de pronto como hombrecillo. El suprimir aquel error equivale a trastornar la acción, porque son precisamente el engaño y el afeite los que atraen la mirada de los espectadores.
Ahora bien: ¿Qué es toda la vida mortal sino una especie de comedia donde unos aparecen en escena con las máscaras de los otros y representan su papel hasta que el director del coro les hace salir de las tablas? Éste ordena frecuentemente a la misma persona que dé vida a diversos papeles, de suerte que quien acababa de salir como rey con su púrpura, interpreta luego a un triste esclavo andrajoso. Todo el mecanismo permanece oculto en la sombra, pero esta comedia no se representa de otro modo.
Si un sabio caído del cielo apareciese de súbito y clamase que aquel a quien todos toman por rey y señor ni siquiera es hombre, porque se deja llevar como un cordero por las pasiones y es un esclavo despreciable, ya que sirve de grado a tantos y tan infames dueños; que ordenase a estotro que llora la muerte de su padre, que ría, porque por fin ha empezado la vida para aquél, ya que esta vida no es sino una especie de muerte; que llamase plebeyo y bastardo a aquel otro que se pavonea de su escudo, porque está apartado de la virtud, que es la única fuente de nobleza; y si del mismo modo fuese hablando de todos los demás, decídme: ¿qué conseguiría sino que cualquiera le tomase por loco furioso?
Porque nada más estulto que la sabiduría inoportuna ni nada más imprudente que la prudencia descaminada, y descaminado anda quien no se acomoda al estado presente de las cosas, quien va contra la corriente y no recuerda el precepto de aquel comensal de «O bebe, o vete», pretendiendo, en suma, que la comedia no sea comedia.
Por el contrario, será en verdad prudente, quien, sabiéndose mortal, no quiere conocer más que lo que le ofrece su condición, se presta gustoso a contemporizar con la muchedumbre humana y no tiene asco a andar errado junto con ella. Pero en esto, dirán, radica precisamente la Estulticia. No negaré que así sea, a condición de que se convenga en que tal es el modo de representar la comedia de la vida.
Capítulo XXX
Lo que resta, ¡oh dioses inmortales!, ¿lo diré o lo callaré? Por lo demás, ¿por qué he de callarlo si es de toda veracidad? Mas en cosa de tan gran importancia quizá convendría invocar a las Musas del Helicón, a las que suelen acudir los poetas con más frecuencia por verdaderas bagatelas. Acorredme, pues, un momento, hijas de Júpiter, para que demuestre que sin contar con la Estulticia como guía no habrá quien llegue a la excelsa sabiduría ni a la llamada fortaleza de la felicidad. Es manifiesto, primeramente, que todas las pasiones humanas corresponden a la Estulticia, puesto que el sabio se distingue precisamente del estulto en que aquél se gobierna por la razón y éste por las pasiones.
Por tal razón los estoicos apartan del sabio todos los desórdenes, como si fuesen enfermedades; sin embargo, las pasiones hacen las veces de orientadores de quienes se dirigen hacia el puerto de la sabiduría, sino que también en cualquier ejercicio de la virtud suelen ayudar como espuela y acicate en exhortación a obrar bien.
Aunque el estoicísimo Séneca protesta enérgicamente contra esto y libera, por el contrario, al sabio de toda pasión, al hacerlo así no deja en él nada humano, sino más bien a un nuevo dios o a una especie de demiurgo, que ni ha existido hasta ahora, ni existe ni existirá; es más, para decirlo más claro, labró una estatua marmórea de hombre, impasible y ajeno a toda sensación humana. Por tanto, si les place, gocen de este sabio suyo, ámenle por encima de cualquier rival y convivan con él en la república de Platón o, si lo prefieren, en la región de las ideas, o en los jardines de Tántalo. ¿Habrá quien no huya o se horrorice de tal tipo de hombre, como de un monstruo o un espectro que se ha querido ensordecer a todas las sensaciones de la naturaleza, que carece de pasiones y no se conmueve por el amor ni por la misericordia más «que si de duro pedernal fuese o de mármol marpesio» (37); de un hombre de quien nada escapa, que nunca yerra, sino que, como Linceo (38), todo lo descubre, que nada deja de juzgar escrupulosamente y nada ignora; que sólo está contento de sí mismo y se tiene por el único opulento, el único sano, el único rey, el único libre y, en suma, el único en todo, aunque ello no acontezca sino en su opinión; que no se entretiene con amigo alguno, porque no sabe lo que es un amigo; que no vacila en echar a rodar a los dioses, y que todo cuanto ve efectuarse en la vida lo condena o lo ríe como si fuese una locura? Tal es la especie de animal considerado sabio absoluto.
Decidme: Si la cuestión se resolviese por sufragio, ¿qué república querría a un magistrado de este género o qué ejército desearía semejante general? Más aún: ¿qué mujer desearía o toleraría a tal especie de marido, o qué anfitrión a tal invitado, o qué criado a un amo de este genio? ¿Quién no preferiría a uno cualquiera de entre la cáfila de hombres más estultos que, a fuer de estulto, pueda mandar u obedecer a los estultos; que agrade a sus semejantes, que son la mayoría; que sea complaciente con la mujer, alegre con los amigos, atento con los invitados y grato comensal y, en suma, que no extrañe nada humano?
Pero este sabio me ha empezado a dar lástima; por ello el discurso se dedicará ahora a los demás beneficios que dispenso.
Capítulo XXXI
Veamos: Si alguien volviese la vista a su alrededor desde lo alto de una excelsa atalaya, como los poetas le atribuyen hacer a Júpiter, vería cuántas calamidades afligen la vida humana, cuán mísero y cuán sórdido es su nacimiento, cuán trabajosa la crianza, a cuántos sinsabores está expuesta la infancia, a cuántos sudores sujeta la juventud, cuán molesta es la vejez, cuán dura la inexorabilidad de la muerte, cuán perniciosas son las legiones de enfermedades, cuántos peligros están inminentes, cuánto desplacer se infiltra en la vida, cuán teñido de hiel está todo, para no recordar los males que los hombres se infieren entre sí, como, por ejemplo, la miseria, la cárcel, la deshonra, la vergüenza, los tormentos, las insidias, la traición, los insultos, los pleitos y los fraudes. Pero estoy pretendiendo contar las arenas del mar...
No me es propio explicar ahora por qué razón los hombres han merecido tales cosas o cual fue el dios encolerizado que les hizo nacer en el seno de estas miserias, pero el que las considere para su capote, ¿acaso no aprobará el caso de las doncellas de Mileto, aunque se compadezca de ellas? ¿Y quiénes fueron, sobre todo, los que acusaron de tedioso al sino de su vida? ¿No fueron los familiares de la sabiduría? Entre ellos, pasando por alto a los Diógenes, Jenócrates, Catones, Casios y Brutos, citaré a aquel ilustre Quirón que, pudiendo ser inmortal, optó por la muerte.
Creo que ya os dais cuenta de lo que ocurriría si de modo general los hombres fuesen sensatos, es decir, que haría falta otra arcilla y otro Prometeo alfarero (39). Pero yo, en parte por ignorancia, en parte por irreflexión, algunas veces por olvido de los males, ora por la esperanza de bienes, ora derramando un poco de la miel del placer, voy acorriendo a tan grandes males, de suerte que nadie se complace en dejar la vida aunque se le haya acabado el hilo de las Parcas y espera que sea la misma vida la que se deje a él; lo que menos causa debía ser de que le correspondiese vivir, es lo que más ansias le da de ello. ¡Tan lejos están de que les afecte ningún tedio de la vida!
Es beneficio especial mío que podáis ver por doquier a viejos de nestórea senectud en los que ya no sobrevive ni la figura humana, balbucientes, chochos, desdentados, canosos, calvos, o, para describirlos mejor, con palabras aristofánicas, «sucios, encorvados, miserables, calvos, llenos de arrugas, sin dientes» (40), pero que se deleitan con la vida y aun aspiran a rejuvenecerse, de suerte que uno se tiñe las canas, el otro disimula la calva con una cabellera postiza, el de más allá se vale de los dientes que acaso adquirió de un cerdo y aquél se perece por alguna muchacha y supera en tonterías amatorias a cualquier adolescente, pues es frecuente, y casi se aplaude como cosa meritoria que cuando están ya con un pie en la tumba y no viven sino para dar motivo a un ágape funerario, se casen con alguna jovencita, sin dote, que tendrá que ser disfrutada por otros.
Pero mucho más divertido, si se pone atención en ello, es ver a ancianas que hace mucho que tienen edad de haberse muerto y aun ponen cara de estado y de haber retornado de los infiernos, que tienen siempre en la boca aquella frase de que «es bueno ver la luz del día»; llegan a entrar en celo según suelen decir los griegos, como machos cabríos, y compran a buen precio a algún Faón; se embadurnan asiduamente el rostro con afeites; no se separan del espejo; se depilan el bosque del bajo pubis; exhiben los pechos blandos y marchitos; solicitan la voluptuosidad con trémulo gañido, y acostumbran a beber, a mezclarse en los grupos de las muchachas y a escribir billetes amorosos. Todos se ríen de estas cosas teniéndolas por estultísimas, como lo son, pero ellas están contentas de sí mismas y entretenidas, mientras, con vivos placeres; la vida les resulta una pura miel y son felices gracias a mi favor.
Querría yo que quienes consideren ridículas estas cosas mediten si no es mejor conseguir una vida dulce gracias a tal estulticia que ir buscando, como dicen, un árbol de donde ahorcarse, pues aunque por el vulgo estas cosas sean tenidas por deshonrosas infamias, ello no importa a mis estultos, puesto que dicho mal, o no lo sienten o, si lo sienten, lo desprecian con facilidad. Si les cae una piedra en la cabeza, esto sí que es un verdadero mal, pero como la vergüenza, la deshonra, el oprobio y las injurias no hacen más daño del caso que se les hace, dejan de ser males si falta el sentido de ellas. ¿Qué te importará que todo el pueblo te silbe, con tal de que tú mismo te aplaudas? Y solamente la Estulticia puede ayudar a que ello sea posible.
Capítulo XXXII
Pero me parece oír protestar a los filósofos: «Es deplorable esto de vivir dominado por la Estulticia -dicen- y, por ende, errar, engañarse, ignorar». Ello es propio del hombre, y no veo por qué se le ha de llamar deplorable, cuando así nacisteis, así os criasteis, así os educasteis y tal es la común suerte de todos. No tiene nada de deplorable lo que pertenece a la propia naturaleza, a no ser, quizá, que se considere que hay que compadecer al hombre porque no puede volar como las aves, ni andar a cuatro patas como los demás animales, ni está armado de cuernos como el toro. Del mismo modo se podría calificar de desdichado a un hermosísimo caballo porque no ha aprendido gramática ni come tortas; o de infeliz a un toro porque no es apto para la palestra. Así, pues, tal como el caballo imperito en gramática no es desgraciado, así no es infeliz tampoco el estulto, porque el serlo es coherente con su naturaleza.
Pero contra esto apremian los sofistas: «El conocimiento de las ciencias es cualidad peculiar del hombre, quien, con el auxilio de ellas, compensa con el talento aquellas cosas en que la naturaleza le ha desfavorecido.» Como si tuviese algún asomo de verdad el que la naturaleza que veló tan solícitamente en favor de los mosquitos, y aun de las hierbas y las florecillas, hubiese sólo dormitado en el caso del hombre, haciendo que le fuesen necesarias las ciencias, inventadas por el pernicioso genio de aquel Teuto para sumo perjuicio del género humano, ya que no sirven para alcanzar la felicidad y estorban a lo propio para que fueron descubiertas, como un rey muy sabio dijo gallardamente, según Platón, a propósito del invento de la escritura (41).
Por tanto, las ciencias irrumpieron en la vida humana junto con tantas otras calamidades, y por ello a los autores de todos los males se les llama «demonios», equivalente a dah/monaj (42), que significa los que saben.
¡Qué sencilla era aquella gente de la Edad de Oro, desprovista de toda ciencia, que vivía sólo con la guía e inspiración de la naturaleza! ¿Para qué, pues, les hacía falta la gramática, cuando el idioma era el mismo para todos ni se pedía otra cosa al lenguaje sino que las gentes se entendiesen unas con otras? ¿De qué habría servido la dialéctica, donde no había conflicto alguno entre opiniones encontradas? ¿Qué lugar podía ocupar entre ellos la retórica, si nadie se proponía crear dificultades a otro? ¿Para qué se necesitaba la jurisprudencia, si estaban apartados de las malas costumbres, de las cuales, sin duda, han nacido buenas leyes? Además, eran demasiado religiosos para escrutar con impía curiosidad los secretos de la naturaleza, las dimensiones de los astros, sus movimientos y efectos y las causas ocultas de las cosas. Consideraban pecaminoso que el hombre mortal tratase de saber más de lo que compete a su condición, y la locura de averiguar lo que había más allá del cielo ni siquiera les venía a la imaginación.
Mas perdiéndose poco a poco la pureza de la Edad de Oro, fueron primeramente inventadas las ciencias por los malos genios, según dije, pero éstas eran aún pocas y pocos quienes tenían acceso a ellas. Después añadieron otras mil la superstición de los caldeos y la ociosa frivolidad griega, que no son sino tormentos de la inteligencia, hasta el punto de que con sólo una, la gramática, basta para dar suplicio perpetuo a una vida.
Capítulo XXXIII
Sin embargo, entre estas mismas ciencias son especialmente apreciadas aquellas que se aproximaban más al sentido común, es decir, a la Estulticia. Los teólogos se mueren de hambre, se desalientan los físicos, los astrólogos son objeto de risa y los dialécticos, de menosprecio. El médico es el único que «vale tanto como muchos hombres» (43), y en esta misma profesión el más indocto, temerario e irreflexivo prospera más, incluso entre los magnates. Así, la medicina, sobre todo ahora que la ejercen tantos, no es sino cuestión de adulación, igual, por cierto, que la retórica.
Después de éstos ocupan el siguiente lugar los leguleyos y no sé decir si hasta ocupan el primero, de cuya profesión los filósofos -y no quiero dar opinión sobre ella- suelen reírse unánimemente llamándola asnal. Sin embargo, el arbitrio de estos asnos regula todos los negocios grandes y pequeños. Éstos aumentan sus latifundios, mientras los teólogos, después de haber extraído de sus escritorios (44) la divinidad entera, han de comer altramuces y librar constante guerra contra las chinches y los piojos.
De esta suerte, así como son más dichosas las ciencias que tienen mayor afinidad con la estulticia, también es con mucho más feliz la gente que ha podido abstenerse del trato con ciencia alguna y no ha seguido a otro guía que a la naturaleza, que no posee deficiencia alguna sino cuando los mortales, por acaso, queremos franquear sus límites. La naturaleza odia lo artificioso y hace crecer mucho más felizmente lo que no ha sido violado por ninguna ciencia.
Capítulo XXXIV
¿Acaso no veis que en cualquier género de los demás animales viven más felices aquellos que están más apartados de las ciencias y no les guía otro magisterio que el de la naturaleza? ¿Cuál más feliz y más admirable que las abejas? Y aun éstas no poseen todos los sentidos corporales. ¿Se encontrará nada semejante a la arquitectura con que construyen los edificios? ¿Qué filósofo ha fundado nunca parecido Estado?
En cambio, el caballo, por ser afín al talento humano y haberse trasladado a convivir con el hombre, participa de las calamidades de éste, y así no es raro verle reventar en las carreras porque le avergüenza ser vencido, y en las batallas, mientras está anhelando el triunfo, le hieren y muerde el polvo junto con el jinete. Y no hablo de las serretas, ni de los acicates, de la prisión de la cuadra, de los látigos, los palos, de las bridas, del jinete y, en fin, de todo el aparato de la servidumbre a la que se sometió espontáneamente cuando, queriendo imitar a los héroes, anheló ardientemente vengarse de los enemigos.
¡Cuánto más deseable es la vida de las moscas y de los pájaros que viven libres de cuidado y a tenor sólo del instinto natural, con tal que se lo toleren las asechanzas del hombre! Si cuando se encierra a los pájaros en una jaula se les enseña a imitar la voz humana, es admirable cuánto pierden de aquella gracia natural suya. Lo que creó la naturaleza es en todos sus aspectos siempre más agradable que lo mixtificado por el arte.
De este modo, nunca alabaría bastante a aquel gallo pitagórico (45) que, habiendo sucesivamente sido con la misma entidad filósofo, varón, mujer, rey, particular, pez, caballo, rana, y aun creo que esponja, dictaminó que no había animal más desgraciado que el hombre, porque todos los demás, se reducían a los confines de su naturaleza y sólo el hombre trataba de salirse de los que le imponía su condición.
Capítulo XXXV
Por el contrario, entre los hombres antepone por muchos conceptos los ignorantes a los doctos y famosos, y el célebre Grilo fue bastante más avisado que el prudente Ulises, porque prefirió continuar gruñendo en la pocilga en vez de lanzarse con él a tantas aventuras peligrosas. No me parece que Homero, padre de las fábulas disienta de esta opinión, puesto que llama a todos los mortales frecuentísimamente desdichados y desgraciados, y al mismo Ulises, que es su ejemplar de sabio, le califica a menudo de infeliz, cosa que nunca hace con Paris, Ayax ni Aquiles. ¿A qué obedece tal cosa sino a que aquel farsante y embaucador no hacía nada sin el consejo de Palas y, siendo demasiado sabio, se apartaba a más no poder de la pauta de la naturaleza?
Así, pues, como entre los mortales se alejan de la felicidad aquellos que se afanan por la sabiduría -mostrándose en ello misino doblemente estultos, ya que, a pesar de haber nacido hombres, afectan el género de la vida de los dioses inmortales, olvidándose de su condición y, a ejemplo de los gigantes, con las máquinas de las ciencias declaran la guerra a la naturaleza-, de la misma manera están más libres de desdichas aquellos que se acercan cuanto pueden al genio y a la estulticia de los brutos y no se fatigan con nada que supere a la condición humana.
Vamos a tratar de mostrarlo, pero no con entimemas de los estoicos, sino con un ejemplo vulgar. Y, por los dioses inmortales, ¿hay algo más feliz que esta especie de personas a las que el vulgo llama estúpidos, estultos, fatuos e insípidos, títulos éstos que, en mi opinión, son hermosísimos? Confesaré que a primera vista la cosa parece quizá estúpida y absurda, pero, sin embargo no puede ser más verdadera. En principio, carecen de miedo a la muerte, mal nada despreciable, ¡por Júpiter!, y de remordimientos de conciencia; no les conturba la hostilidad de los espíritus, no les asustan fantasmas ni duendes y ni les turba el miedo de los males que amenazan ni les desasosiega la esperanza de bienes futuros. En suma, no se dejan atormentar por millares de preocupaciones que atosigan a esta vida. No padecen vergüenza, ni temor; no ambicionan, no envidian ni aman. Por último, si llegan a acercarse más a la insensatez de los animales brutos, no pecan, según los teólogos.
Quisiera que meditases, estultísimo sabio, cuántas preocupaciones torturan por doquier tu ánimo de noche y de día; que reunieses en un montón todos los sinsabores de tu vida y así comprenderías de cuánto mal he preservado a mis amados necios. Añade a esto que éstos no sólo se regalan sin cesar, juegan, cantan y ríen, sino que también a dondequiera que van llevan consigo el placer, la broma, el juego y la risa como si la misericordia de los dioses se los hubiese otorgado para alegrar la tristeza de la vida humana.
De donde resulta que mientras los demás hombres están unidos por afectos varios, éstos, por aquella razón, son aceptados por todos como de los suyos, en pie de igualdad, y se les busca, se les regala, festeja, abraza, socorre si lo necesitan y se les tolera sin sanción todo cuanto dicen o hacen. Hasta tal punto nadie desea hacerles daño, que las mismas fieras se contienen de herirles, como por cierta intuición de su natural inocencia. Están, pues, en el sagrado de los dioses y, sobre todo, en el mío, y por ello nadie considera injusto tal privilegio.
Capítulo XXXVI
¿Y qué diréis si afirmo que incluso gozan de la gracia de los máximos reyes, de suerte que algunos no saben comer, ni andar, ni pasar una hora sin ellos? Muy a menudo anteponen estos tontilocos a sus aburridos sabios, a los cuales algunas veces mantienen por pura vanidad. El porqué de esta preferencia no me parece oscuro ni cosa de admiración, pues tales sabios no suelen acudir a los príncipes con nada que no sea triste y, engreídos con su doctrina, no se recatan de herir oídos delicados con verdades mordaces; en cambio, los bufones proporcionan lo único que los príncipes buscan por doquier de mil maneras: bromas, risas, carcajadas y placeres.
Fijaos de modo especial en una cualidad, nada despreciable, de los estultos, que es el ser los únicos francos y veraces. ¿Hay cosa más digna de aplauso que la verdad? Aun cuando Alcibíades, en aquel proverbio platónico, sitúe la verdad únicamente en el vino y en la infancia (46), ello no obsta a que se me deba de modo peculiar toda alabanza, y, si no, acudamos al testimonio de Eurípides, de quien se conserva aquel célebre dicho acerca de mí, según el cual «el necio no dice más que necedades» (47). Todo cuanto lleva el necio en el pecho, lo traduce a la cara y lo expresa de palabra. En cambio, el sabio tiene dos lenguas, como recuerda el mismo Eurípides diciendo que una de ellas es la que usan para decir la verdad y con la otra las cosas que consideran convenientes según el momento (48). Es propio de ellos transformar lo negro en blanco, y, con la misma boca, soplan simultáneamente a lo frío y a lo caliente (49), porque media gran distancia entre lo que esconden en el pecho y lo que fingen de palabra.
Los príncipes, empero, aun viviendo en el seno de tanta dicha, o de lo que pretende serlo, me parecen desgraciadísimos, porque carecen de ocasión de escuchar la verdad y porque están obligados a tener a su lado aduladores en vez de amilos. Dirá alguien: «Pero es que los oídos de los príncipes aborrecen la verdad y por la misma causa rehuyen a los sabios, puesto que temen que no salga alguien demasiado liberal que se atreva a decir cosas ciertas en vez de cosas placenteras». Cierto es, la verdad es desagradable a los príncipes, pero ello viene por modo admirable en auxilio de mis necios, puesto que de ellos escuchan con placer no sólo verdades, sino hasta francos insultos, cuando las mismas palabras, proferidas por un sabio, serían materia de condena a muerte; en cambio, dicho por un necio resulta en increíble contento.
Tiene, pues, la verdad cierta esencial facultad de agradar si en ella no va implícita ofensa, pero esta virtud no se la han concedido los dioses más que a los necios. Por esta misma razón de tal especie de hombres suelen gozarse locamente las mujeres, pues son de natural más propensos al placer y a la jocosidad. Por lo tanto, cualquier cosa que hagan en tal sentido, aunque a las veces se trate de lo más extremadamente serio, lo interpretan como broma y juego, pues tal es la tendencia natural de este sexo, sobre todo en lo que mira a encubrir sus defectos.
Capítulo XXXVII
Volviendo a la felicidad propia de los necios, diré que tras haber pasado la vida con suma alegría, sin miedo ni sensación de la muerte se van derechamente a los Campos Elíseos para deleitar allí con sus bromas a las almas pías y ociosas. Vamos, pues, a confrontar la suerte de cualquier sabio con la de este necio. Imagínate, que pones delante de él a un ejemplo de sabiduría, a un hombre que ha gastado toda la infancia y toda la adolescencia en aprender las ciencias y que la parte más deliciosa de la vida la ha perdido en incesantes vigilias, cuidados y sudores y que en lo que le restaba tampoco ha degustado ni un tantico de placer, viviendo siempre sobrio, pobre, triste, malévolo y duro para consigo mismo y pesado y desagradable para los demás, pálido, macilento, enfermizo, legañoso, canoso y viejo antes de ahora y prematuramente huido de esta vida... Pero ¿qué le importa morir, si nunca ha vivido? ¡Ahí tenéis el bello retrato de un sabio!
Capítulo XXXVIII
Ya vuelvo a oír croar contra mí a «las ranas del Pórtico» (50). «Nada más lamentable -dicen- que la locura, y la estulticia manifiesta o es pariente de la locura o, mejor dicho, es ya la locura misma. ¿Qué es la locura sino un extravío de la razón?» Pero éstos yerran absolutamente el camino. Vamos, pues, a desvanecer este silogismo, con el favor de las Musas.
No razonan torpemente, pero así como Sócrates enseña, según Platón (51), que había dos Venus, dividiendo el concepto de Venus, y, partiendo un Cupido, hacía de él dos, así estos dialécticos también debían haber distinguido entre una y otra locura, si es que querían pasar por cuerdos. Porque no puede admitirse absolutamente que cualquier locura sea calamitosa. No decía otra cosa Horacio al hablar de que «soy juguete de una amable locura» (52), ni Platón hubiera colocado (53) entre las delicias más preeminentes de la vida el arrebato de los poetas, los adivinos y los amantes, ni aquella sibila hubiese calificado de loca la empresa de Eneas (54). Hay, pues, dos especies de locura: Una es la que las crueles furias lanzan desde los infiernos, como serpientes, para encender en los pechos de los mortales el ardor de la guerra, o insaciable sed de oro, o amor indigno y funesto, o el parricidio, el incesto, el sacrilegio o cualquier otra calamidad, y también cuando hacen sentirse al alma culpable y contrita enviando contra ella furias y fantasmas.
Pero hay otra locura muy diferente de ésta, que mana directamente de mí y que es digna de ser deseada en grado sumo por todos. Se manifiesta por cierto alegre extravío de la razón, que libera al alma de cuidados angustiosos y la perfuma con múltiples voluptuosidades. Tal extravío de la razón es el que deseaba Cicerón como magno beneficio de los dioses, según carta escrita a Ático (55), para perder la conciencia de tantos males. Tampoco lo lamentaba aquel ciudadano de Argos que había estado loco y se había pasado todos los días sentado solo en el teatro riendo, palmoteando, divirtiéndose, porque creía contemplar admirables tragedias, aunque de hecho no se representaba nada. Todo ello, al tiempo que se conducía correctamente en los deberes de la vida y era «agradable a los amigos, complaciente con la mujer, indulgente con los siervos y no se encolerizaba porque le destapasen una botella». Comoquiera que le librase la familia de la enfermedad a fuerza de medicamentos, dijo así a los amigos, cuando hubo vuelto del todo a sus cabales: «Por Pólux, que me habéis matado, amigos. Nada me habéis favorecido arrebatándome así aquel placer y extirpando a viva fuerza aquel gratísimo error de mi mente» (56).
Y hasta razón tenía, puesto que eran los demás los equivocados y quienes más necesitaban del eléboro por haber creído necesario disipar con drogas, como si fuese enfermedad, una locura tan feliz y agradable.
Sin embargo, no he querido con esto afirmar que se deba calificar de locura a cualquier extravío de la razón o de los sentidos, ni que esté loco aquel legañoso que confunda a un mulo con un asno, o aquel que admire una poesía pedestre como si fuese magistral. Pero si yerra no sólo el sentido, sino también el juicio de la razón de modo constante y más allá de lo normal, será lícito considerar a éste próximo a la locura, como lo estaría aquel que escuchase rebuznar a algún asno y creyese estar oyendo a una orquesta prodigiosa, o aquel pobrecillo, nacido en ínfima cuna, que se figurase ser el rey Creso de Lidia.
Tal género de locura, empero, si se inclina hacia lo deleitable, según ocurre con frecuencia, reporta no mediano placer tanto a los que están poseídos por él como a aquellos que lo presencian, sin que éstos tengan que estar locos por ello. Pues tal especie de locura está mucho más extendida de lo que cree el vulgo: El loco se ríe del loco y se proporcionan mutuo placer, y no será raro que veáis que el más loco se burle con mayores ganas del que lo está menos.
Capítulo XXXIX
A juicio de la Estulticia, cuanto más estulta es una persona tanto más feliz es, con tal que se contenga en esta especie de locura que nos es peculiar y que, además, está tan extendida, que no sé si en el conjunto de todos los mortales podría encontrarse a alguien que se mantuviese cuerdo a todas horas y no estuviese poseído de alguna especie de locura. La diferencia entre una y otra locura radica en que la gente llama loco a aquel que imagina que una calabaza es una mujer, puesto que ello les sucede a poquísimas personas. En cambio, aquel que ensalza a su mujer, a la que tiene en común con muchos otros, como si fuese Penépole y la ensalza en tono mayor, se engaña dulcemente y no habrá nadie que le llame loco, puesto que ésta es cosa que les ocurre en general a los maridos.
También pertenecen a este grupo aquellos que lo desprecian todo ante la caza mayor y afirman recibir un placer espiritual increíble cuando oyen el grosero sonido del cuerno y el aullido de los perros. Hasta llego a creer que cuando huelen los excrementos de los perros, les parece que se trata de cinamomo. Además, ¿qué placer puede haber en despedazar una fiera? El descuartizar toros y carneros es cosa de la plebe, pero la fiera no puede ser hecha cuartos sino por mano de un noble. Éste, con la cabeza al aire, hincado de rodillas y provisto del cuchillo destinado a esto, porque hacerlo con uno cualquiera no se consiente, procede a cortar con ciertos gestos ciertos miembros del animal observando determinado orden ritual. Se asombra, mientras tanto, como de cosa nueva la silenciosa tropa de circunstantes, a pesar de que aquel espectáculo lo ha contemplado más de mil veces. Además, aquel a quien haya tocado degustar un pedazo de la bestia lo considera como prenda de no poca nobleza. Así, pues, como esta gente no entiende de otra cosa que de perseguir y devorar afanosamente a las fieras, van degenerando hasta ser casi otras fieras, aunque entretanto crean darse vida de reyes. También es muy semejante a éstos aquel género de personas que arden en insaciable afán de edificar, y cambian tan pronto las cosas redondas en cuadradas como las cuadradas en redondas. Y lo hacen sin término ni método hasta verse reducidos a la pobreza más extrema y no quedarles donde vivir ni que comer. Pero ¿qué les importa, si entretanto han pasado unos cuantos años con sumo placer?
Me parece que les son muy próximos aquellos que, por medio de las nuevas ciencias y de las ocultas, se esfuerzan en transformar las especies de las cosas y van por tierra y mar a la caza de cierta quintaesencia. Les sustenta la dulce esperanza hasta el punto de que nunca les duelen los trabajos ni los dispendios y con admirable ingenio siempre están ideando algo en que, aunque tengan que engañarse de nuevo, les sea grato el error, hasta que, después de haberlo gastado todo, ya no les queda nada que echar al hornillo. Sin embargo, no renuncian a soñar placenteras ilusiones y animan a los demás a gozar de la misma felicidad. Cuando se ven ya abandonados de toda esperanza, les queda aún una frase de la que extraen gran consuelo: «Las grandes cosas, con quererlas basta» (57). Luego echan la culpa a la brevedad de la vida que no basta a la magnitud del asunto.
Dudo un poco de si se deberá admitir a los jugadores en nuestro colegio. Sin embargo, es un espectáculo absolutamente necio y ridículo que veamos algunos de ellos tan devotos del juego, que tan pronto oyen el cubileteo de los dados, al punto les salta y les palpita el corazón. Después, seducidos por la esperanza de ganar, hacen que la nave de sus riquezas naufrague y se estrelle en el escollo del juego, no menos temible que el cabo Malea. Pero apenas han salido desnudos a flote, engañan a todo el mundo, menos a quien les ganó, con ánimo de que no se les tenga por hombres de poca formalidad. ¿Qué os parecen cuando están viejos y casi ciegos y siguen jugando con los anteojos puestos? Por último, cuando la merecida gota les paraliza los dedos, ¿no pagan sueldo a un ayudante para que les eche los dados en el cubilete?
Lo cual sería agradable si no ocurriese, como suele, que este juego en frenesí degenera y por ello corresponde a las Furias y no a mí.
Capítulo XL
Queda otro estilo de hombres el cual, sin duda alguna, pertenece por entero a nuestra grey. Se complace en escuchar o explicar falsos milagros y prodigios y nunca se cansa, por maravillosas que sean, de recordar fábulas de espectros, duendes, larvas, seres infernales y otros mil portentos semejantes, los cuales cuanto más se apartan de la verdad, con tanto mayor placer son creídos y hacen titilar los oídos con afán más deleitoso. Y ello no lo emprenden solamente para matar el tedio de las horas, sino también a fin de ganar lucro, singularmente para los sacerdotes y los predicadores.
Parientes suyos son quienes profesan la necia, pero agradable persuasión de que si ven una talla o una pintura de San Cristóbal, esa especie de Polifemo, ya no se morirán aquel día, o que si saludan con determinadas palabras a una imagen de Santa Bárbara, volverán ilesos de la guerra, o que si visitan a San Erasmo en ciertos días, con ciertos cirios y ciertas oracioncillas, se verán ricos en breve.
De la misma manera que en San Jorge han encontrado a otro Hércules, lo propio han hecho con San Hipólito, cuyo caballo casi llegan a adorar, teniéndolo devotamente adornado con jaeces y gualdrapas. A menudo se concitan los favores del santo con alguna ofrendilla y tienen por digno de reyes el jurar por su casco de bronce.
¿Y qué diré de estos que se ilusionan halagadoramente con fingidas compensaciones de los pecados y, por encima de todo error, miden, como con una clepsidra, los tiempos del Purgatorio, los siglos, los años, los meses, los días y las horas, a modo de una tabla matemática? de aquellos que, valiéndose de ciertos signos y ensalmos que algún piadoso inventor ideó para bien de las almas o para su propio lucro, se lo prometen confiadamente todo, riquezas, honores, placeres, harturas, salud y perpetuamente próspera, vida longeva, lozana vejez y, en fin, la estrecha vecindad con Cristo en los cielos, cosa la última que no quieren que ocurra sino lo más tarde posible, es decir, cuando emigran a su pesar de los placeres de esta vida, a los que se aferran con los dientes: entonces es cuando quieren sustituirlos por las delicias celestiales.
A este lugar correspondela especie de negociantes, de militares o de jueces que, por haber apartado una vez de tantas rapiñas una menuda ofrenda, creen ya purificada la hidra de su conducta y redimidos como por contrato tanto perjurio, tanta libidinosidad, tanta embriaguez, tanta riña, tanto crimen, impostura, perfidia y traición, y redimidos de suerte que les es lícito reanudar de arriba abajo todo un mundo de delitos.
¿Quiénes, empero, más necios ni más felices que estos que, por recitar diariamente aquellos siete versículos de los Sagrados Salmos, se prometen aún más que la suprema felicidad? Se cree, por cierto, que estos versículos mágicos le fueron indicados a San Bernardo por cierto demonio bromista, pero más frívolo que astuto, como que el pobre salió mañosamente trasquilado (58).
Estas cosas tan estultas, que casi a mí misma me avergüenzan, son, sin embargo, aprobadas no sólo por el vulgo, sino también por los que declaran la religión. ¿Pues qué? A lo mismo corresponde el que cada región reivindique algún santo peculiar y que cada uno posea cierta singularidad y se le tribute culto especial, de suerte que éste auxilia en el dolor de muelas, aquél socorre diestro a las parturientas, el otro restituye las cosas robadas, el otro socorre benigno en los naufragios, estotro preserva a los ganados, y así sucesivamente, pues detallarlos todos sería latísimo. Los hay que valen para varias cosas, sobre todo la Virgen Madre de Dios, a la que el vulgo casi tiene más veneración que a su Hijo.
Capítulo XLI
Y a estos santos, ¿qué les piden los hombres sino cosas que tocan a la necedad? Entre tantos exvotos que veis por todas las paredes de ciertos templos y aun cubren la bóveda, ¿habéis encontrado alguna vez el de alguien que se haya curado de la necedad o que haya adquirido siquiera un adarme de sabiduría? Uno ha salido ileso a fuerza de nadar; otro, aun atravesado por el hierro enemigo, conserva la vida; otro huyó valerosa y felizmente de la batalla mientras los demás peleaban; el de más allá, estando ya colgado de la horca, por obra del favor de cierto santo amigo de los ladrones, se desprendió de ella y pudo seguir descargando a los abrumados por riquezas mal adquiridas; aquél violentó su cárcel y logró huir; otro curó de la fiebre, con indignación del médico; unos, tras haber ingerido un veneno, no sintieron sino que les soltó el vientre y les sirvió, pues, de purga, no de muerte, y no con ninguna satisfacción de la esposa que perdió el dinero y el trabajo; otro, a pesar de habérsele volcado el carro, volvió a casa con los caballos ilesos; al otro se le derrumbó encima una obra y sobrevivió; uno logró escapar de un marido que le había capturado. Pero ninguno da gracias por haberse librado de la necedad, pues el no atinar en nada es cosa tan placentera, que los mortales rezan para librarse de todo menos de la estulticia.
Mas ¿por qué me meto en este piélago de supersticiones? «Aunque tuviese cien lenguas y cien bocas, férrea voz, no podría glosar todas las especies de necios y recorrer los nombres de la estulticia» (59). La vida entera de los cristianos todos está tan llena de esta especie de delirios, que los sacerdotes las admiten y fomentan no de mal grado, puesto que no ignoran cuánto suelen crecer sus gajes con ello.
Si en medio de estas gentes surgiese uno de esos sabios odiosos y proclamase, como es verdad: «No morirás mal si has vivido bien; redimirás los pecados si añades a la ofrenda lágrimas, vigilias, oraciones, ayunos y cambias todo el estilo del vivir; tal santo te protegerá si emulas su vida». Si tal sabio, repito, se desgañitase con estas y parecidas razones, ¡mira de cuánta felicidad privaría súbitamente a las almas y en qué confusión las pondría!
Al mismo colegio pertenecen los que en vida establecen tan celosamente las pompas que desean en los funerales, que llegan a prescribir por menor cuántas hachas, cuántos mantos de luto, cuántos cantores y cuántas plañideras ha de haber en ellos, como si pudiese ocurrir que les alcanzase alguna sensación del espectáculo, o como si los difuntos sintiesen vergüenza de que su cadáver no sea enterrado con magnificencia; animados, en suma, de tanto afán como si les hubiesen nombrado ediles encargados de los espectáculos y banquetes.
Capítulo XLII
Aunque tenga un poco de prisa, no puedo, empero, pasar en silencio ante aquellos que no se diferencian en nada de un ínfimo remendón, pero que se lisonjean increíblemente con la posesión de un título de nobleza vana. Uno vincula su linaje con Eneas, otro con Bruto, el de más allá con el rey Arturo; por todas partes muestran los retratos esculpidos y pintados de sus mayores; enumeran los bisabuelos y tatarabuelos y sus antiguos apellidos, pero en realidad no difieren mucho de estas mudas estatuas, excepto en ser de peor aspecto que los retratos que muestran. A pesar de ello, viven felizmente merced al dulcísimo Amor Propio. No faltan tampoco necios que miran a esta colección de bestias como a dioses.
Pero ¿por qué hablo de uno u otro género de necedad, como si el Amor Propio no dispusiese por doquier de prodigiosos medios para hacer felices a muchos, como en el caso de este que, más feo que un mico, se cree un Nireo? Otro se cree un Euclides por saber trazar tres líneas con el compás; aquel «asno tañedor de lira» y cuya voz es más desagradable que la de la gallina cuando pide marido, se figura ser otro Hermógenes. Sin embargo, existe una especie de locura que es con mucho la más placentera, por obra de la cual muchos se envanecen de lo suyo, sea cual fuere su valor, y se glorían de ello precisamente por ser suyo.
Tal era la de aquel rico doblemente feliz de que habla Séneca (60) que, cuando tenía que contar algún cuentecillo, tenía siervos a mano para que le apuntaran las palabras y a los cuales no hubiera dudado de hacer bajar a la palestra a luchar por él, pues era hombre de tanta poquedad, que vivía con el único consuelo de tener en casa muchos y notablemente robustos siervos. ¿Y qué se podrá decir de los cultivadores de las artes? A todos ellos les es tan peculiar el Amor Propio, que sería más fácil de encontrar quien renunciase a la herencia paterna que a la fama de talento, sobre todo entre los actores, cantores, oradores y poetas, entre los cuales cuanto más ignorante es cada cual, tanto más se complace arrogantemente en sí mismo y se pavonea y se exalta más. Y encuentran tipos de su calaña hasta el extremo de que aquel más inepto es el que se granjea más admiradores, puesto que lo peor siempre es celebrado por la mayoría, dado que la máxima parte de los mortales, según hemos dicho, es esclava de la Estulticia. Por ende, si el más torpe es aquel más satisfecho de sí y el rodeado de mayor admiración, ¿quién preferirá la verdadera sabiduría, que cuesta tanto trabajo adquirir, que vuelve luego más vergonzoso y más tímido y que, en suma, complace a mucha menos gente?
Capítulo XLIII
Pues tengo por cierto incluso que la naturaleza, al modo que a cada uno de los mortales, proporcionó a las naciones y casi a las ciudades un cierto amor propio común. De aquí viene que los británicos recaben para sí, por encima de cualquier otra prenda, la hermosura, el arte de la música y la buena mesa. Los escoceses blasonan de nobleza y de entronque con la realeza, y de sus argucias dialécticas. Los franceses se atribuyen la cortesía en el trato. Los parisienses se arrogan de modo particular la gloria de la ciencia teológica por encima de todos los demás. Los italianos se reservan las letras y la elocuencia, y con tal fundamento se lisonjean satisfechos de ser los únicos mortales que no son bárbaros. Los romanos tienen la primacía en este estilo de complacencia y sueñan aún con delicia en la vieja Roma. Los vénetos son felices con la fama de nobleza. Los griegos, a fuer de inventores de las ciencias, se enorgullecen con los títulos antiguos de sus famosos héroes. Los turcos y toda la camada de los bárbaros, se atribuyen mérito por la religión y se ríen de los cristianos como supersticiosos. Los judíos, con mucha mayor complacencia, esperan incesantemente a su Mesías y se aferran con uñas y dientes a su Moisés aún hoy. Los españoles no ceden a nadie la gloria militar y los alemanes se envanecen de la prestancia de sus cuerpos y de su conocimiento de la magia.
Capítulo XLIV
Y para no seguir por menor cada caso particular, considero que ya advertís cuánta satisfacción proporciona por doquier el Amor Propio a todos y cada uno de los mortales. De él es casi hermana gemela la Adulación, pues el Amor Propio no consiste sino en que uno se lisonjee a sí mismo; si esto lo hace con otro, se tratará de la Adulación.
En el día ésta tiene bastante de infame, aunque ello ocurra sólo ante los ojos de quienes se pagan más de las palabras que de las cosas en sí. Consideran éstos, que la Adulación no cuadra con la fidelidad, pero se aproximarían más a la verdad si se dieran cuenta del ejemplo de los animales. ¿Hay algo más adulador que un perro? Y, sin embargo, ¿quién más fiel? ¿Hay algo más simpático que una ardilla? ¿Y quién es más amiga del hombre que ella? No, en verdad, a menos que se entienda que los crueles leones, los feroces tigres y los iracundos leopardos se avienen mejor con la condición humana.
Sin embargo, existe cierta especie de adulación que es absolutamente perniciosa; de ella se valen los pérfidos y los burlones para llevar a la ruina a los incautos. Sin embargo, mi estilo de adulación nace de la bondad y del candor del carácter y está mucho más cerca de la virtud que aquella su contraria, la cual es de grosera y torpe aspereza e inoportunidad, según dice Horacio.
Ésta levanta los ánimos abatidos, consuela a los tristes, estimula a quienes languidecen, despabila a los torpes, alivia a los enfermos, aplaca a los feroces, concilia afectos y, una vez formados, los mantiene. Presta aliciente a los niños para que estudien letras; alegra a los viejos; aconseja y enseña a los príncipes, sin ofensa, bajo la pantalla de la alabanza. En suma, logra que cada cual se tenga a sí mismo en mayor aprecio y cariño, lo cual es, en verdad, el fundamento de la felicidad.
¿Habrá cosa más complaciente que el rascarse mutuamente dos mulos? No hará, pues, falta que afirme que la adulación constituye gran parte de la elocuencia más celebrada; la mayor del arte médico y la máxima del pórtico; es, en fin, el almíbar y la sazón de todo trato humano.
Capítulo XLV
Dirán algunos, sin embargo, que el equivocarse es lamentable; más lo es el no equivocarse. Yerran a más no poder quienes creen que la felicidad del hombre radica en las cosas mismas. En realidad, depende de la opinión que nos formamos de ellas, pues es tan grande la oscuridad y la variedad de las cosas humanas, que nadie las puede conocer de modo diáfano, según dijeron acertadamente los platónicos, los menos presuntuosos entre los filósofos.
Pero aunque se llegue a saber algo, ello suele redundar en detrimento de la alegría de la vida, pues el espíritu humano está moldeado de tal manera, que aprehende mucho mejor lo ficticio que lo verdadero. Si alguien solicita una prueba manifiesta y obvia de tal cosa, acuda a la hora del sermón en una iglesia y verá que si se está hablando de algo serio, todos dormitan, bostezan y se asquean; en cambio, si el vociferador (me he equivocado, quise decir el orador), comienza, según hacen con frecuencia, a explicar alguna historieta asnal, se despabilan todos, prestan atención y escuchan con la boca abierta. Del mismo modo, si se celebra algún santo orlado de fábulas y poesías -como, si me pedís ejemplos, lo son Jorge, Cristóbal o Bárbara-, veréis que se les venera con mucha más devoción que a San Pedro, San Pablo o al mismo Jesucristo. Pero tales cosas no son propias del lugar.
¡Cuán poco cuesta esta consecución de la felicidad! Al paso que el conocimiento de las cosas en sí significa muchas veces voluminosa labor, aunque sean de tan poca monta como la gramática, las opiniones son de muy fácil adoptar y conducen igual, si no con mayor holgura, a la felicidad. Decid, pues: Si alguien come una salazón podrida ni cuyo olor siquiera puedan soportar los demás, y a él le sabe a ambrosía, ¿qué le impide sentirse feliz? Por el contrario, si a uno le produce náuseas el esturión, ¿de qué le sirve para la felicidad? Si alguien tiene una mujer de egregia fealdad, pero que en opinión del marido puede rivalizar hasta con la misma Venus, ¿acaso no será lo mismo para él que si fuese realmente hermosa? Si alguien contempla una tabla pintarrajeada de rojo y amarillo y se admira persuadido de que la ha pintado Apeles o Zeuxis, ¿no será acaso más feliz que aquel que ha comprado por alto precio un cuadro a un gran pintor y que quizá siente menos placer al contemplarlo?
Conozco a cierto sujeto que se llama como yo (61), el cual regaló a la novia al casarse ciertas piedras falsas, convenciéndola, con lo bromista y alegre que era, de que no sólo eran verdaderas y auténticas, sino también de precio singular e inestimable. Pregunto yo, ¿qué podía importarle a la joven la burla, si deleitaba igual los ojos y el espíritu y las guardaba junto a sí como eximio tesoro? En tanto, el marido no sólo se había ahorrado el gasto, sino que se divertía con el engaño de su mujer, a la que no tenía menos obligada que si la hubiese obsequiado con grande costa.
¿Qué diferencia veis entre aquellos que se admiran en la caverna de Platón (62) de las sombras y figuras de diversas cosas, sin ansiar nada ni pavonearse, y el sabio que, salido de la caverna, contempla las cosas en su realidad? Porque si aquel Micilo de Luciano hubiese podido soñar perpetuamente que era rico y continuar su áureo ensueño, no tenía por qué desear otro bien.
Por tanto, no hay diferencia entre estultos y sabios o, si las hay, es favorable a los primeros, primeramente porque su felicidad les cuesta muy poco, ya que consiste en una modesta persuasioncilla, y luego, porque la comparten con la mayoría de las personas.
Capítulo XLVI
No hay goce de las cosas buenas como no sea en compañía, ¿y quién ignora cuán grande es la escasez de sabios, si es que alguno hay? Los griegos en tantos siglos llegaron a contar sólo siete y aun, ¡Por Hércules!, si se les escudriña con más rigor, me juego la cabeza a que no se encontraría medio sabio en total, ni siquiera la cuarta parte. Por lo cual, entre las muchas alabanzas que se ofrecen a Baco, es la principal la de que posee la cualidad de ahuyentar los pesares, pero solamente por exiguo tiempo, pues en cuanto se duerme la papalina, vuelven al galope las intranquilidades. Mis beneficios son más completos y mucho más duraderos, pues yo proporciono al alma embriaguez constante, alegría, delicia y placer sin egoísmo. Distribuyo mis favores sin exceptuar a nadie, mientras que las mercedes de los demás dioses solamente se conceden a ciertos favoritos. No nace en todas las tierras ese vino generoso y dulce que espanta las penas y atrae la fecunda esperanza; Venus prodiga a pocos la gracia de su hermosura y Mercurio aun a menos sus dones de elocuencia. Pocos son los que logran la riqueza que reparte Hércules, y el poder que concede Júpiter no se da a cualquiera. Con frecuencia Marte deja las batallas indecisas y muchos se apartan desconsolados del trípode de Apolo. El hijo de Saturno hiende la tierra a menudo con el rayo; Febo a veces lanza sus flechas, que extienden la peste a lo lejos, y Neptuno aniquila más de los que salva. Y no quiero hablaros de divinidades maléficas, Plutones, Atés, penas, fiebres, y otras de la misma especie, que más bien que dioses parecen verdugos. Yo, la Estulticia, soy la única que reparto indistintamente entre todos con magnífica liberalidad tan preciosos beneficios.
Capítulo XLVII
No exijo voto alguno ni me encolerizo solicitando la expiación de haber sido omitida alguna ceremonia de mi culto, ni trastorno cielos y tierra cuando alguno, tras haber invitado a los dioses todos, me deja a mí en casa, sin admitirme a oler el humo de los sacrificios. Pues los otros dioses son tan quisquillosos, que casi es preferible, y más seguro, no hacerles caso que venerarles. Con ellos ocurre como con esas personas tan iracundas y propensas a ofender, que sería preferible tenerlas muy lejos que en la intimidad. Se dirá que nadie hace sacrificios a la Estulticia ni le levanta templos. En verdad que extraño tanta ingratitud, pero según mi bondad de ánimo, la considero como un bien, y ni siquiera los deseo. ¿Para qué voy a exigir el incienso, el pan, el macho cabrío o el cerdo, cuando por todas partes los hombres me rinden el culto que los teólogos proclaman como más plausible? No puedo tener envidia de Diana porque se le sacrifique sangre humana. Mucho más fervorosamente adorada me juzgo al ver que todos me llevan en el corazón, me confiesan con la conducta y me imitan en la vida. Por cierto que no es éste el género de culto más frecuente, ni aun entre los cristianos. ¡Cuántos de éstos ofrecen a la Virgen Madre de Dios una vela encendida en pleno mediodía, que es cuando no le hace falta alguna! Y, sin embargo, ¡cuán pocos los que se esfuerzan en imitarla en su castidad, su modestia y su amor divino! Éste sería, sin embargo, el culto verdadero y, con mucho, el más agradable al cielo.
¿Y para qué quiero yo templos, si el mundo entero es templo mío y el más espléndido, si no me equivoco? En él no han de faltar nunca fieles dondequiera que haya hombres. No soy tan necia que desee que me erijan estatuas de piedra pintarrajeada; acaso ello perjudicaría mi culto, pues la gente es tan grosera y torpe, que adora las representaciones en lugar de los dioses mismos. Pudiera ser entonces que me sucediera a mí lo que a aquellos a quienes los sustitutos expulsan de sus cargos. Bien puedo creer que hay tantas estatuas erigidas en mi honor como hombres existen, porque éstos llevan ante sí mi verdadera imagen, aunque sea a pesar suyo.
De modo que nada tengo que envidiar a los otros dioses porque en tal o cual rincón del mundo les rindan culto en determinados días, como le sucede a Febo, en Rodas; a Venus, en Chipre; a Juno, en Argos; a Minerva, en Atenas; a Júpiter, en el Olimpo; a Neptuno, en Tarento, y a Príapo, en Lampsaco, con tal que a mí me ofrezcan diariamente por todo el mundo sacrificios más valiosos.
Capítulo XLVIII
Si a alguien le parece que lo que digo es más presuntuoso que veraz, quiero que examinemos un poco la vida de los hombres, y entonces se manifestará claramente cuánto me deben y el aprecio que grandes y pequeños hacen de mí. No vamos a pasar revista, una por una, a todas las vidas, porque esto sería interminable; sino solamente a las de relieve, y por ellas podremos juzgar con facilidad de las demás. ¿De qué aprovecha que os recuerde la plebecilla y el vulgo cuando sin disputa alguna me pertenecen por completo? Abundan en él tantas clases de estulticia y todos los días inventa tantas nuevas, que aun no bastarían mil Demócritos para reírse de todas ellas y sería necesario otro para que se burlara de los demás Demócritos.
Son increíbles las risas, la alegría y los regocijos que los míseros humanos procuran diariamente a los inmortales. Éstos se dedican las sobrias horas de la mañana a celebrar asambleas escandalosas y luego, escuchando los votos deliberan. Cuando ya están embriagado por el néctar y no tienen gana de ningún asunto serio, se van a sentar a la parte más alta del cielo y, bajando la frente, miran lo que hacen los hombres. No hay espectáculo que les sea más grato. ¡Dioses inmortales, qué teatro, qué variedad en esa turbamulta de necios!... Yo también de vez en cuando acudo a sentarme entre las filas de los dioses de los poetas. Uno se muere por cierta mujercilla, a la que ama con mayor pasión a medida que menos caso le hace ella; el otro se casa con una dote y no con una esposa; el otro prostituye a su misma mujer; el de más allá, celoso, vigila como un Argos; aquél, de luto, ¡oh!, cuántas necedades dice y hace! Parece un actor que represente un papel de duelo. Aquel otro llora ante la tumba de la madrastra (63); éste le da al vientre todo lo que logra ganar, a costa de morirse de hambre poco después; el otro considera que no hay cosas más agradables que el sueño y la holganza. Los hay que se agitan afanosamente en el desempeño de los asuntos ajenos y olvidan los propios; que derrochan velozmente el dinero prestado y se creen ricos mientras tienen caudales ajenos. Otro no ve dicha comparable a la de vivir pobremente a fin de enriquecer a un heredero; aquél, para ganar un lucro exiguo e incierto, revolotea por todos los mares, confiando a las olas y a los vientos la vida, que ninguna riqueza, podría reparar (64). Uno prefiere buscar riquezas en la guerra, a disfrutar de seguro sosiego en el hogar. Hay quien cree que no hay medio más cómodo de enriquecerse que captar la voluntad de los viejos, ni faltan tampoco quienes prefieren conseguir lo mismo haciendo el amor a las viejecitas ricas. Los dioses, empero, se complacen magníficamente cuando ven, en ambos géneros, que éstos acaban siendo burlados astutamente por aquellos a quienes sedujeron.
La clase de los comerciantes es la más estulta y sórdida de todas, porque tratan los asuntos más mezquinos que hay y lo hacen, además, del modo más miserable que cabe imaginar, pues a pesar de que van mintiendo a todas horas, perjurando, robando, defraudando, engañando, se creen a la cabeza de la humanidad por el mero hecho de llevar los dedos llenos de sortijas de oro. No les faltan frailecillos aduladores que les miran con admiración y les llaman en público «venerables» sólo con el fin de que les alcance alguna porcioncilla de sus bienes mal adquiridos. En otras partes podrás ver a ciertos pitagóricos a quienes todas las cosas les parecen ser comunes, de suerte que apenas encuentran alguna mal guardada se la apropian con la misma tranquilidad que si les viniese por herencia. Los hay que son tan ricos en deseos y se forjan unos ensueños tan agradables, que con ello se dan por contentos. Algunos gozan al hacerse pasar por potentados fuera de casa y se mueren de hambre en ella. Otro se apresura a derrochar lo que posee, mientras hay quien se procura bienes por todos los medios. Este ególatra busca la popularidad y los honores, en tanto que aquél se solaza junto al hogar. Una buena parte promueve procesos que se hacen eternos y donde se contiende a porfía, mientras se enriquecen el juez aficionado a dilatar los asuntos y el abogado felón. Uno trata afanosamente de renovarlo todo y otro mueve un proyecto magno, y, en fin, los hay que emprenden una peregrinación a Jerusalén, a Roma o a Santiago, donde no tienen nada que hacer, y, en cambio, dejan abandonados la mujer, la casa y los hijos.
En suma, si, como antaño Menipo, pudieseis contemplar desde la Luna el tumulto inmenso del género humano, creeríais estar viendo un enjambre de moscas y mosquitos peleando entre sí, luchando, tendiéndose asechanzas, robándose, burlándose unos de otros, y naciendo, enfermando y muriendo sin cesar. Nadie podría imaginar el bullicio y las tragedias de que es capaz un animalito de tan corta vida, pues en una batalla o en una peste se aniquilan y desaparecen en un instante millares de seres.
Capítulo XLIX
Pero yo misma sería necia a más no poder y merecería las carcajadas de Demócrito si pretendiese enumerar todas las formas de necedad y de locura del vulgo. Me limitaré, pues, a tratar de aquellos mortales que gozan reputación de sabios y, según los que les rodean, han alcanzado los laureles, entre los cuales descuellan los gramáticos, casta que sería sin disputa la más mísera, afligida, y dejada de la mano de los dioses si yo no acudiese a mitigar las desdichas de tan sórdida profesión con la ayuda de una dulce locura. No sólo han caído sobre ellos las cinco furias, es decir, las cinco ásperas calamidades de que habla el epigrama griego (65), sino mil, pues siempre se les ve famélicos y harapientos en sus escuelas, o pensaderos (66) o, mejor dicho aún, obradores, y rodeados de verdugos en figura de un montón de chicos que les hacen envejecer antes de tiempo a fuerza de cansancio y que les aturden con sus gritos, amén de los hedores que exhalan; pero a pesar de esto, gracias a mí, se estiman por los primeros entre los hombres. Se pavonean así ante la aterrada turba y se dirigen a ella con voz y cara tenebrosas; luego con la palmeta, las disciplinas, o la varilla abren las carnes a los desdichados y con razón o sin ella, les hacen víctimas de su arbitrariedad, imitando al asno de Cumas. Pero, mientras tanto, la suciedad les parece pulcritud; los hedores, aromas de ámbar, y su esclavitud miserable, un trono, de suerte que no cambiarían su tiranía por la de Fálaris o Dionisio.
Pero cuando su dicha llega al colmo es cuando creen haber descubierto alguna doctrina nueva, porque, aunque no hagan sino atiborrar a los niños de extravagancias, ¡oh dioses propicios!, desprecian a su lado a cualquier Palemón o Donato. No sé con que argucias logran que las madres tontas y los ignorantes padres les crean tales como ellos se presentan. Únase a esto la satisfacción que reciben cuando en algún carcomido pergamino encuentran el nombre de la madre de Anquises o hallan una palabreja desconocida del vulgo, como «bubsequa», «bovinator» o «manticulator»; si logran desenterrar un cacho de piedra antigua con alguna mutilada inscripción, ¡oh Júpiter, qué alegría, qué triunfo, qué encomios, como si hubiesen conquistado el África o tomado a Babilonia! Y cuando recitan sus versos, insulsos y absurdos por demás, y nunca falta quien se los celebre, creen de buena fe que el espíritu de Virgilio ha reencarnado en su pecho. Pero nada hay más divertido que ver a estos desdichados cuando se prodigan mutuas alabanzas y admiraciones y se rascan recíprocamente; pero si uno de ellos por descuido se equivoca en alguna palabreja y el otro, más listo, tiene la suerte de cazársela, ¡por Hércules, qué drama, qué pelea, qué de injurias y denuestos!... Y si falto a la verdad, que caiga sobre mí la colera de todos los gramáticos.
Conozco a un omnisciente helenista, latinista, matemático, filósofo, médico y otras cosas más, y cuando ya era sexagenario, lo arrumbó todo para dedicarse sólo al conocimiento de la gramática, con la que se atosiga y tortura desde hace casi veinte años. Y sería feliz, dice, si pudiera vivir hasta haber claramente establecido cómo se han de distinguir las ocho partes de la oración, cosa que nadie entre los griegos y los latinos ha logrado hacer de manera definitiva. Como si fuera caso de guerra el que se confunda una conjunción con un adverbio. Y como hay tantas gramáticas como gramáticos, o, por mejor decir, más, pues sólo mi querido Aldo (67) ha dado más de cinco diferentes, no pueden dejar de exprimir y recorrer ninguna, aunque sea oscura y bárbara, para no tener que envidiar a cualquiera que se tome, siquiera sea torpemente, tales trabajos, puesto que temen que les arrebaten su gloria y les inutilicen tantos años de labor.
¿Cómo preferís que se llame a esto, estulticia o locura? Poco importa, con tal que se reconozca que gracias a mis beneficios el animal más infeliz de todos goza de tal dicha, que no trocaría su suerte por la de los reyes de Persia.
Capítulo L
Menos me deben los poetas, a pesar de pertenecer también a mi facción de modo categórico, pues como dice el proverbio, son espíritus libres cuya ocupación única consiste en regalar los oídos de los estultos con frivolidades y fábulas ridículas. Es admirable, empero, cómo con sus composiciones no solamente quieren hacerse inmortales y semejantes a los dioses, sino conseguirlo también para los demás. De todos mis deudos son éstos los más estrechamente emparentados con el Amor Propio y la Adulación y los que me rinden culto más sincero y constante.
En cuanto a los retóricos, aunque algunos prevariquen para entenderse con los filósofos, forman también parte de los nuestros, y la mejor prueba, entre otras muchas, de lo que digo está en que, aparte de otras tonterías, han redactado con cuidado tantas reglas del género festivo. Hasta el que escribió acerca del arte de hablar; dedicándolo a Herenio, sea quien fuere, no olvidó incluir a la Estulticia entre los medios de echar las cosas a broma. Quintiliano, que es con mucho el príncipe de este grupo, compuso sobre la risa un capítulo más largo que la Ilíada. Tanta es la importancia que conceden a la Estulticia, porque con frecuencia lo que ningún argumento oratorio puede deshacer, la risa lo desbarata. Y nadie ha de negarme que el arte de hacer reír con dichos graciosos me pertenece a mí.
De idéntica calaña son los que corren tras de fama imperecedera publicando libros; todos ellos me deben mucho, y especialmente aquellos que emborronan papel con meras majaderías. Los que escriben doctamente para agradar a un corto número de eruditos, y que no rechazarían para críticos suyos a Persio y Lelio, me parecen más dignos de lástima que felices, puesto que viven en continua tortura: añaden, modifican, quitan, vuelven a poner, rehacen, aclaran, aguardan nueve años, nunca se dan por satisfechos. Todo ello para la fútil recompensa de las alabanzas; alabanzas, además, de unos cuantos, pagadas a costa de tantas vigilias, del sueño, la más agradable de todas las cosas, y de fatigas, sudores y trabajos infinitos. Añádanse la pérdida de la salud, la ruina del cuerpo, la debilidad de la vista y hasta la ceguera, la pobreza, la envidia, la privación de placeres, la vejez anticipada, la muerte prematura y otros innumerables sufrimientos. Males todos de gran magnitud, que el sabio cree compensar con la aprobación de unos pocos legañosos como él. Por el contrario, el escritor que me pertenece es tanto más dichoso cuanto más disparata, porque sin lucubración alguna escribe todo lo que se le ocurre, todo lo que le viene a los puntos de la pluma, o lo que sueña, sin más gasto que un poco de papel, y no ignora que cuan mayores tonterías escriba, más aplaudido será de la mayoría, es decir, por los ignorantes y por los necios. ¿Qué le importa que tres sabios le desprecien si aciertan a leerle? ¿Y qué representa el parecer de tan pocos ante tan inmensa muchedumbre que le aclama?
Pero quienes verdaderamente saben lo que hacen son los que dan a la luz obras ajenas como propias y espiando hacen suya la gloria ganada por los demás con gran trabajo. Aunque saben que se les acusará de plagio algún día, mientras llega se aprovechan. Vale la pena de ver el pisto que se dan cuando se ven ensalzados por el vulgo; cuando la multitud les señala con el dedo diciendo: «Éste es aquel hombre tremendo» (68); cuando ven sus obras en las librerías y cuando en la portada de sus libros ponen títulos solemnes, muy a menudo extravagantes, que parecen de magia, y que, dioses inmortales, no son sino palabrería. Pocas personas saben descifrarlos en todo el vasto mundo y menos aún habrá que los aprueben, pues también hay diversidad de gustos entre los indoctos. En general, aquellos títulos se inventan o proceden de los libros antiguos. Así, uno gusta de llamar a su libro Telémaco; otro, Esteleno o Laertes; aquél, Polícrates, y el de más allá, Trasímaco, y como no tienen nada que ver con estos nombres, daría lo mismo que se llamasen Camaleón o Calabaza, o bien, como suelen decir los filósofos, Alfa o Beta.
Resulta chistoso sobremanera verlos alabarse unos a otros con epístolas, poesías y encomios, donde un tonto adula a otro tonto y un indocto replica a otro indocto. Éste es superior a Alceo, dice aquél; y aquél es más que Calímaco, dice éste. Aquél, según el parecer de éste, es mejor que Cicerón, y éste para aquél, más sabio que Platón. Otras veces se buscan un adversario con objeto de aumentar la reputación rivalizando con él. Así, «incierto el vulgo opina contradictoriamente», hasta que uno y otro dan por bien reñida la batalla, y se retiran ambos victoriosos y en triunfo. Los sabios se ríen juzgando todo esto, según lo es, el colmo de la sandez. ¿Quién podrá negarlo? Pero entretanto, gracias a mí, estas gentes están satisfechas y no cambiarían sus glorias por las de los Escipiones. Aunque los sabios, que se ríen de esto a mandíbula batiente y que tanto gozan con la insensatez ajena, me deben también grandes favores y no podrán por menos de reconocerlo, si no son ingratos más que nadie.
Capítulo LI
Los jurisconsultos pretenden el primer lugar entre los doctos y no hay quien esté tan satisfecho de sí como ellos, cuando, a la manera de nuevos Sísifos, ruedan su piedra sin descanso, acumulando leyes sobre leyes, con el mismo espíritu, aunque se refieran a cosas distintas, amontonando glosas sobre glosas y opiniones sobre opiniones y haciendo que parezca que su ciencia es la más difícil de todas, pues entienden que cuanto más trabajosa es una cosa más mérito tiene. Añadámosles a los dialécticos y los sofistas, gente más escandalosa que los bronces de Dodona (69) y capaz cualquiera de ellos de competir en charlatanería con veinte comadres escogidas. Más felices serían si además de habladores no fueran pendencieros, pues lo son hasta el punto de que por un quítame allá esas pajas vienen empeñadísimamente a las manos, y, mientras están enredados en la porfía, la verdad se les escapa. Sin embargo, su amor propio les hace felices; pertrechados con tres silogismos, arremeten atropelladamente contra cualquiera y es tanta su pertinacia, que les hace invictos aunque les enfrentéis con el mismo Estentor.
Capítulo LII
Después de éstos vienen los filósofos, cuya barba y amplia capa les hace venerables, los cuales se tienen por los únicos sabios y al resto de los mortales consideran sombras errantes. Con qué manso delirio construyen infinitos mundos, se entretienen en medir como a pulgada y con un hilo el Sol, la Luna, las estrellas y los planetas; explican las causas del rayo, del viento, de los eclipses y de todos los demás fenómenos inexplicables, sin ninguna vacilación, como si fuesen secretarios del artífice del mundo y hubiesen acabado de llegarnos del consejo de los dioses. En tanto, la naturaleza se ríe en grande de ellos y de sus conjeturas, pues nada absolutamente saben con certeza, y buena prueba de ello son esas disputas interminables que sostienen acerca de los asuntos más sencillos. Aunque nada sepan, creen saberlo todo y no se conocen a sí mismos, ni ven la fosa abierta a sus pies, ni la roca en que pueden tropezar, sea a les veces porque son cegatos y otras porque tienen la cabeza a pájaros. Ello no les impide afirmar que ven claras las ideas, los universales, las formas abstractas, las quididades, los primeros principios, las ecceidades, y, en fin, conceptos tan sutiles, que el mismo Linceo no llegaría a percibir, según creo.
Desprecian al vulgo profano, porque ellos se sienten capaces de trazar triángulos, rectángulos, círculos y semejantes figuras geométricas superpuestas las unas a las otras y en forma laberíntica o rodeadas de letras puestas como en formación y repetidas en diversas filas, con cuyas tinieblas oscurecen a los indoctos. Entre estos filósofos se cuentan también los que anuncian lo porvenir tras consultar los astros y prometen prodigios más que mágicos, y todavía tienen la suerte de encontrar a quienes lo creen.
Capítulo LIII
Quizá sería mejor pasar en silencio por los teólogos y no remover esta ciénaga ni tocar esta hierba pestilente, no sea que, como gente tan sumamente severa e iracunda, caigan en turba sobre mí con mil conclusiones forzándome a una retractación y, caso de que no accediese, me declaren en seguida hereje. Con este rayo suelen confundir a todo el que no se les somete. No hay, ciertamente, otros protegidos míos que de peor gana reconozcan mis favores, a pesar de serme deudores de grandes beneficios, pues lisonjeándose con su amor propio puede decirse que habitan en el tercer cielo, desde cuya altura consideran a los demás mortales como un ganado despreciable y digno de lástima que se arrastra sobre la tierra. Se hallan tan fortificados con definiciones magistrales, conclusiones, corolarios, proposiciones explícitas e implícitas y tan bien surtidos de subterfugios, que no serían capaces de prenderles ni las mismas redes de Vulcano, pues lograrían escurrirse a fuerza de estos distingos que cortan los nudos con la misma facilidad que el acero de Tenedos; hasta tal punto están provistos de palabras recién acuñadas y de vocablos prodigiosos. Además son capaces de explicar a su capricho los misterios más profundos: cómo y por qué fue creado el mundo; por qué conducto se ha transmitido la mancha del pecado a la descendencia de Adán; cómo concibió la Virgen a Cristo, en qué medida y cuánto tiempo le llevó en su seno; y de qué manera en la Eucaristía subsisten los accidentes sin sustancia.
Pero esto ya es harto manido. Hay otras cuestiones más dignas de los grandes teólogos, los iluminados, como ellos dicen, las cuales, cuando se plantean, les llenan de agitación: «¿Existe el verdadero instante de la generación divina?»; «¿Existen varias filiaciones de Cristo?»; «¿Es admisible la proposición que dice: «Pater Deus odit filium»; «¿Habría podido tomar Dios la forma de mujer, de diablo, de asno, de calabaza o de guijarro?» Y, «una calabaza, ¿cómo hubiera podido predicar, hacer milagros y ser crucificada?» «Si Pedro hubiese consagrado durante el tiempo que Cristo permaneció en la cruz, ¿qué habría consagrado?» «¿Se comerá y se beberá después de la resurrección de la carne?» ¡Como si se precaviesen ya contra la sed o el hambre!
Hay innumerables sutilezas aún más tenues acerca de las nociones, las relaciones, las formalidades, las quididades, las acceidades, que se escapan a la vista y que sólo podrían distinguir ojos como los de Linceo, cuya mirada veía entre densas tinieblas las cosas que no existen siquiera. Añadamos aún aquellas sentencias tan paradójicas, que comparadas con ellas, los oráculos de los estoicos llamados «paradojas» parecen cosa grosera y propia de charlatanes callejeros. Por ejemplo: «Es un delito menos grave matar mil hombres que coser en domingo el zapato de un pobre»; «Es preferible dejar que perezca el mundo con todos sus atalajes, como suele decirse, a decir una sola mentirijilla».
Estas sutilezas sutilísimas se convierten en doblemente sutiles con tantos sistemas escolásticos, de suerte que es más fácil salir del Laberinto que de la confusión de realistas, nominalistas, tomistas, albertistas, occamistas, escotistas, y aún no he dicho sino unas cuantas sectas, sólo las principales. En todas ellas es tan profunda la doctrina y tanta la dificultad, que tengo para mí que los Apóstoles precisarían una nueva venida del Espíritu Santo si tuvieran que habérselas con estos teólogos de hoy.
San Pablo pudo ser un admirable defensor de la Fe, pero mostrose poco magistral al definirla diciendo solamente que «La Fe es el fundamento de las cosas que se esperan y la convicción de las que no se ven» (70). Así como practicó la caridad de modo admirable, acreditó ser poco dialéctico en la división y en la definición que hace de ella en el capítulo XIII de su primera Epístola a los corintios. Los Apóstoles, que sin duda consagraban con devoción, si se les hubiera interrogado acerca de los términos «a quo» y «ad quem», o sobre la Transustanciación, o de cómo el mismo cuerpo puede a la vez ocupar dos lugares distintos, o de las diferencias que pueden hallarse en el cuerpo de Cristo, ora cuando está en el cielo, ora en la cruz, ora en el sacramento de la Eucaristía, o en qué momento preciso se verifica la Transustanciación -ya que las palabras en cuya virtud se realiza, como cantidad discreta, se pronuncian sucesivamente-, no es posible que sus respuestas alcanzasen a la agudeza de los escotistas en la definición y explicación de todo lo que he dicho. Conocieron a la Madre de Cristo, pero ¿cuál de ellos hubiera demostrado tan filosóficamente como nuestros teólogos de qué modo la Virgen fue preservada del pecado original? Pedro recibió las llaves y las recibió de Aquel que no las hubiera confiado a indigno, pero no sé, empero, si entendió y, desde luego, no llegó a la sutileza de saber cómo un hombre puede llevar las llaves de la Ciencia careciendo en absoluto de ella. Estos Apóstoles bautizaban por todas partes y, sin embargo, jamás explicaron la causa formal, material, eficiente y final del bautismo, ni hay mención alguna de ellos de su carácter deleble e indeleble. Adoraban a Dios en espíritu, sin atender más que a las palabras del Evangelio: «Dios es espíritu y en espíritu y en verdad se le debe adorar» (71), pero no consta que les fuese revelado entonces que se deba adorar del mismo modo una mala imagen de Cristo pintada con carbón en una pared, a condición de que tenga dos dedos extendidos, larga cabellera y una aureola con tres rayas sobre el occipucio. ¿Quién podrá darse cuenta de ello sin haber pasado por lo menos treinta y seis años estudiando la física y la metafísica de Aristóteles y Escoto?
Del mismo modo los Apóstoles enseñaron lo que es la gracia, pero nunca establecen distinción entre la gracia «gratis data» y la gracia santificante. Exhortaron a hacer buenas obras, pero no discernieron la obra operante y la obra operada. No cesaron de inculcar la caridad, pero no separaron la infusa de la adquirida, ni explicaron si era accidente o sustancia, cosa creada o increada. Aborrecieron el pecado, pero me apuesto la cabeza a que no supieron definir científicamente qué cosa sea lo que llamamos pecado, a menos que supongamos quizá que les ilustró el espíritu de los escotistas.
No puedo inclinarme a creer que San Pablo, según cuya erudición puede estimarse la de todos los demás, hubiese condenado las cuestiones, controversias, genealogías y, como él mismo las llama, logomaquias (72), si hubiese estado versado en tales argucias, sobre todo si se mira que las disputas y luchas de aquel tiempo eran rústicas y groseras en comparación con las sutilezas más que crisípeas (73) de nuestros maestros.
Aunque fuesen gente modestísima y quizá algo de lo que escribieron los Apóstoles sea tosco y poco académico, los teólogos no lo condenan, sino que lo interpretan con benevolencia, tanto para tributar honor a la Antigüedad como por deferencia al nombre apostólico. Por Hércules, hubiera sido poco equitativo pedir a los Apóstoles cosas tan sublimes de las cuales no oyeron nunca a su Maestro decirles una sola palabra. Pero si encuentran semejantes expresiones en San Crisóstomo, San Basilio, o San Jerónimo, entonces se limitan a anotar al margen: «Esto no se admite.»
Los Apóstoles impugnaron a los paganos, a los filósofos y a los judíos, gente esta última de naturaleza obstinadísima, pero lo hicieron más por medio de la vida y de los milagros que con silogismos, pues entre aquellos a quienes se dirigían no había nadie capaz de meterse en la cabeza un solo «quodlibet» de Escoto. En cambio, hoy, ¿qué hereje o qué pagano no cedería en seguida ante tan delicadas sutilezas, a no ser que fuese tan torpe que no pudiera entenderlas, tan irreverente que las silbase o tan acostumbrado a las mismas añagazas, que en esta lucha batallaran iguales contra iguales, como mago contra mago? El diestro en las armas pelearía con otro diestro, de suerte que no se haría otra cosa que tejer y destejer la tela de Penélope.
En mi opinión, obrarían cuerdamente los cristianos si en lugar de estas copiosas cohortes de soldados que, con resultado indeciso de mucho tiempo a esta parte, mandan contra los turcos y los sarracenos, enviasen allá a los vociferadores escotistas, a los tozudísimos occamistas y a los invictos albertistas, junto con toda la turba de sofistas, pues creo que se ofrecería el más chistoso de los combates y una victoria nunca vista. Pues ¿quién sería tan frío que no le inflamasen sus aguijonazos? ¿Quién tan estúpido que no le excitasen sus agudezas? ¿Quién tan clarividente que no le sumergiesen en profundísimas tinieblas? Pero parecerá que os digo estas cosas por modo de burla. No lo extraño, puesto que entre estos mismos teólogos los hay más doctos que se asquean de las que llaman frívolas sutilezas teológicas. Los hay que execran como una especie de sacrilegio y lo toman a suprema impiedad, que de cosas tan secretas, más propias para ser adoradas que explicadas, se hable con lengua tan sucia, se dispute con argumentos tan profanos, se defina con tanta arrogancia y se mancille la majestad de la divina teología con tan necias y miserables palabras y opiniones.
Mientras tanto, empero, ellos están satisfechísimos de sí mismos y aun se aplauden; es más, ocupados de día y de noche con estos lisonjeros romances, no les queda el menor ocio para hojear siquiera una vez los Evangelios o las Epístolas de San Pablo. Al tiempo que se entretienen con estas bromas en sus escuelas, se figuran que la Iglesia universal se vendría abajo si no le proporcionasen ellos los puntales de sus silogismos, de la misma manera que, según los poetas, Atlas sostiene el cielo sobre los hombros.
Ya podéis imaginaros la felicidad que les produce el moldear y remoldear a capricho, como si fuesen de cera, los pasajes más arcanos de las Escrituras, el pretender que sus conclusiones, suscritas por algunos de los de su escuela, sean tenidas por superiores a las leyes de Solón y dignas de pasar delante de los decretos pontificios; y, como si fuesen censores del mundo, el obligar a retractarse a quienquiera que no se conforme ciegamente con sus conclusiones explícitas e implícitas y decretar como un oráculo que «Esta proposición es escandalosa», «Ésta poco reverente», «Ésta huele a herética», «Estotra es malsonante», de suerte que ni el bautismo, ni el Evangelio, ni San Pedro y San Pablo, ni los Santos Jerónimo o Agustín, ni siquiera Santo Tomás, el más aristotélico, bastan al cristiano, que ha de ganarse también la aprobación de los bachilleres, pues tan grande es la sutileza de sus juicios.
¿Quién había de pensar, si esos sabios no lo hubiesen enseñado, que dejaba de ser cristiano quien supusiese equivaler estas dos frases: «Bacín, apestas» o «El bacín apesta», o también «Hacer hervir la olla» o «Hacer hervir a la olla» (74)?. ¿Quién hubiera librado a la Iglesia de tan grande tiniebla de errores, que sin duda, nadie habría advertido, de no salir éstos con grandes sellos de la Universidad a denunciarlos? Y harto felices son al hacerlo.
Además, describen con tanto detalle las cosas del infierno como si hubiesen pasado muchos años en esta república. Incluso fabrican a capricho nuevos mundos, añadiendo uno vastísimo y lleno de hermosura para que las almas de los bienaventurados no echen en falta donde pasear cómodamente, celebrar banquetes o jugar a la pelota (75).
Y de tal manera estas y otras mil estupideces atiborran e hinchan sus cabezas que imagino no había de estarlo tanto la de Júpiter cuando para dar a luz a Minerva pidió su hacha a Vulcano. No os asombréis, pues, cuando en las reuniones públicas veáis sus venerables cráneos tan cuidadosamente cubiertos con el birrete, porque de no hacerlo así, tal vez estallaran.
Con frecuencia yo misma suelo reírme de ellos, cuando considero que pasan por más teólogos cuanto más bárbara y duramente hablan; balbucean con tal oscuridad, que nadie sino los tartamudos mismos pueden comprenderlos, y reputan por conceptos ingeniosos todo lo que el vulgo no entiende. Dicen que es indigno de las Sagradas Escrituras someterse a las normas de la gramática. Singular privilegio el de los teólogos si sólo a ellos estuviera concedido hablar incorrectamente, pero lo tienen que compartir con muchos míseros remendones.
En fin, se creen semidioses cuando son saludados casi devotamente con las palabras de «Magister noster», que representa para ellos algo esotérico, como el «tetragrámmaton» de los judíos. Creen así que aquella frase debe escribirse con mayúsculas, y si alguno invierte las palabras y dice: «Noster magister», esto sólo basta para arruinar de un golpe la majestad del prestigio teológico.
Capítulo LIV
Parecidos en felicidad a éstos son los que se hacen llamar vulgarmente religiosos y monjes, nombres impropios a más no poder, pues buena parte de ellos está apartada de la religión, y no hay a quién más se encuentre por todas partes (76).
No sé quién sería más desdichado que esta gente si no acudiese yo en su auxilio de mil maneras. Tan aborrecido de todos es este gremio, que el encontrárselos casualmente por la calle se tiene por cosa de mal agüero, lo cual no les impide tenerse a sí mismos en alto concepto.
En primer lugar, estiman como suprema perfección estar limpios de toda clase de conocimientos, tanto, que no saben ni leer. Cuando en la iglesia cantan con voz asnal los salmos, con ritmo, pero sin sentido, creen de veras halagar placenteramente los oídos de Dios. Algunos de ellos explotan ventajosamente los harapos y la suciedad berreando por las puertas para que les den un trozo de pan, sin dejar posada, carruaje y barco que no recorran, con grave perjuicio de los demás mendigos. Estos hombres lisonjeros, con su suciedad, su ignorancia, su rusticidad, pretenden desvergonzadamente representarnos a los Apóstoles.
¿Habrá algo más chusco sino que todas las cosas las hagan según preceptos, como si se sujetasen a reglas matemáticas, cuya omisión significase sacrilegio? Se ha determinado el número de nudos de la sandalia, el color del cinturón, la forma de los vestidos, de qué género, forma y clase ha de ser el cíngulo, el corte y tamaño de la cogulla, cuántos dedos ha de tener de grande la tonsura y las horas que han de dormir. Pero ¿quién no comprende la desigualdad de esta igualdad, en tan gran variedad de cuerpos y temperamentos? Pues a causa de estas nimiedades no sólo tienen en poca estima a los demás, sino que se desprecian entre sí y aunque han hecho profesión de caridad apostólica, se lanzan a enormes tremolinas contra los que llevan cinturón distinto del suyo o hábito de color un poco más oscuro.
Verás también algunos que son tan rígidos observantes, que llevan el cilicio exteriormente y debajo ropa finísima milesia; otros, al contrario, llevan debajo lana y encima lino. Algunos evitan el contacto del dinero, como si se tratase de veneno; pero no, en cambio, el del vino y el de las mujeres. En resumen, que todo su afán es no hacer nada que esté acorde con la vida. Su ambición no es imitar a Cristo, sino no parecerse entre ellos, razón por la cual constituyen una de sus mayores satisfacciones los apodos: Unos se pavonean llamándose franciscanos, y dentro de ellos los hay recoletos, menores y mínimos o bulistas; otros se llaman benedictinos, bernardinos, brigidenses, agustinos, guillermitas y jacobitas, como si no les bastase el nombre de cristianos. La mayor parte de ellos conceden tanta importancia a sus ceremonias y tradicioncillas, que piensan que el Paraíso no es bastante recompensa para tanto merecimiento, sin tener en cuenta que Cristo, despreciando todo esto, solamente les exigirá su precepto de la caridad.
El uno hará ostentación de no haber comido nunca más que pescado; el otro volcará cien azumbres de salmos; el de más allá enumerará sus mil ayunos, correspondientes a otros tantos días en que no ha hecho más que una comida, pero con esta sola habrá cargado el estómago casi hasta reventar; aquél exhibirá un montón de ceremonias que siete barcos no serían suficientes para transportar; quién se gloriará de que en sesenta años no rozaron sus manos una moneda de plata, sin llevarlas doblemente enguantadas; otro presentará su cogulla tan sucia y grasienta, que no se atrevería a ponérsela ni un marinero. Otro recordará que durante más de once lustros vivió como una esponja sin moverse del sitio; otro mostrará su ronquera a causa de cantar; otro dirá que, a consecuencia de la soledad, se ha embrutecido; otro achacará la torpeza de su lengua al silencio.
Pero Cristo, cuando vea que no lleva traza de acabar esta lista de méritos, les interrumpirá exclamando: «¿De dónde ha salido esta nueva casta de judíos? En verdad os digo que yo no conozco más que mi ley, y es la única cosa de que no he oído ni una palabra. En aquel tiempo, prometí de modo manifiesto y sin cobertura de parábola alguna, el reino de mi Padre, no a las cogullas, ni a los votos, ni a los ayunos, sino a las obras de caridad. No reconozco a los que estiman tanto sus propios méritos y quieren pasar todavía por mejores que Yo. Vayan, si quieren, al paraíso de los abraxistas (77), o que les concedan uno de estos nuevos cielos que han inventado, ya que antepusieron sus despreciables tradiciones a mis mandamientos.» Cuando escuchen todo esto y contemplen que lo marinos y los cocheros son preferidos a ellos, ¡con qué cara se mirarán unos a otros!... Pero mientras tanto, les hago dichosos gracias a la esperanza que reciben de mí.
Aunque estén apartados del siglo, nadie se atreve a despreciar a esta gente, sobre todo si se trata de los mendicantes, porque gracias a la confesión están al tanto de todos los secretos. Tienen por ilícito descubrirlos, fuera de cuando beben y quieren deleitarse con historietas ligeras; entonces los cuentan dando indicios de la realidad, pero callando los nombres. Si alguien molesta a alguno de estos zánganos, se dan por agraviados en el púlpito, aludiéndole en el sermón con ciertas indirectas que sólo dejaría de comprender quien fuese rematadamente tonto. No dejan de ladrar hasta que les echan a las fauces su torta de miel.
Ved si hay comediante o sacamuelas que pueda compararse con estos retoricastros que imitan risible pero taimadamente en sus sermones las reglas del arte de la elocuencia que fijaron los maestros. ¡Oh dioses inmortales, cómo gesticulan cómo cambian mañosamente la voz, qué tonillo, cómo se pavonean, cómo se vuelven ahora a una parte y luego a otra del auditorio, qué gritos! Esta manera de predicar se la enseña directamente un frailecico a otro con tanto misterio, que yo no he podido desentrañarla, pero por indicios diré algo de ella.
En primer lugar, hacen una invocación, lo cual han tomado de los poetas luego, como exordio, si van a hablar de la caridad, comienzan con el Nilo de Egipto; si de los misterios de la Cruz dan feliz comienzo a la peroración con Bel, el dragón de Babilonia si se refieren al ayuno, empiezan por los doce signos del Zodiaco, y si de la Fe, principian con interminable introducción acerca de la cuadratura del círculo.
Yo misma oí una vez a un eminente sandio, he querido decir sabio, que en un sermón muy señalado tenía que explicar el misterio de la Santísima Trinidad, y, queriendo dar prueba de que su erudición era notable y halagar las orejas de los teólogos, embocó un camino nuevo: Discurrir sobre las letras, las sílabas y las partes de la oración y después sobre la concordancia del sujeto con el verbo y del adjetivo con el sustantivo. Muchos de los oyentes estaban asombrados y algunos musitaban aquel dicho de Horacio: «¿A qué viene tanta monserga?» (78). De allí vino a deducir que la imagen entera de la Trinidad se halla manifiestamente significada por los rudimentos de la gramática, de suerte que matemático alguno no daría más exacta representación de ella con sus figuras. Durante ocho meses estuvo este gran teólogo sudando para componer su sermón y hoy está más ciego que un topo, porque toda la sutileza del ingenio se le subió a la cúspide del talento y a pesar de todo, no le entristece mucho la ceguera y supone que la gloria le ha salido barata.
También oí a un octogenario tan profundo teólogo, que en él habrías dicho que estaba Escoto redivivo. Para explicar el misterio de la palabra Jesús, demostró con sutileza admirable que en las letras de este nombre se encierra todo cuanto pueda decirse de Él. En efecto, como únicamente tiene tres casos de declinación, es evidente símbolo de la Santísima Trinidad. Además, como la primera terminación es Jesús en «s»; la segunda Jesum en «m», y la tercera Jesu «u», dedúcese de esto el inefable misterio que se encierra en ello, porque cada una de estas letras nos dice que Jesús es lo sumo, lo medio y lo último.
Pero aún quedaba un misterio más recóndito en todo esto: Dividió matemáticamente la palabra Jesús en dos partes iguales, quitando la «s» que está en su centro; dijo luego que a esta letra los hebreos la llamaban «syn», que «syn» significa en escocés, según creo, «pecado» y que, por tanto, bien claramente se demostraba que Jesús quitaba los pecados del mundo. Esta demostración tan nueva los dejó a todos con la boca abierta de admiración, pero muy especialmente a los teólogos, que a poco quedan convertidos en piedra, como le sucedió a Niobe, y en cuanto a mí, me dio tal risa, que por poco me ocurre lo que a aquel Príapo de madera de higuera, que tuvo la desdicha de ser testigo de los nocturnos sortilegios de Canidia y Sagana (79). Y en verdad que hubiera habido motivo, porque, ¿cuándo se ha visto proposición semejante en Demóstenes el griego en el latino Cicerón? Tenían éstos por inadecuado todo exordio extraño al asunto, advertencia que guardan, sin otra maestra que la naturaleza, hasta los porqueros. Pero éstos creen que sus preámbulos, que así los llaman, han de ser más sublimente retóricos porque no tengan relación alguna con el resto de la peroración, de modo que el oyente, maravillado, murmure para sí: «¿Adónde irá a parar con todo esto?» (80).
El tercer aspecto es que si citan del Evangelio, lo comenten aprisa y corriendo, cuando en realidad debiera tratarse sólo de ello. El cuarto aspecto, cambiando de casaca, es que aborden una cuestión teológica, que a veces nada tiene que ver con el cielo ni con la tierra, cosa que ellos, sin embargo, consideran artística. Aquí ponen un teológico entrecejo y llenan los oídos repitiendo los nombres magníficos de doctores solemnes, doctores sutiles, doctores sutilísimos, doctores seráficos, doctores querubíneos, doctores santos y doctores irrefragables. Entonces viene el arrojar al vulgo ignaro silogismos mayores, menores, conclusiones, corolarios, suposiciones tontas y otras necedades superescolásticas. Queda aún el quinto aspecto, que es aquel en que al orador le conviene mostrarse consumado maestro. Para ello refieren alguna fábula estúpida y vulgar extraída del Speculum historiale o de las Gesta romanorum (81) y la interpretan alegórica, tropológica y anagógicamente. Y de este modo rematan su monstruo, al cual no se acercó ni Horacio cuando escribió aquello de «Humano capiti», etc (82).
Oyeron decir a no sé quién que convenía que el comienzo de la oración fuese tranquilo y nada estrepitoso y, de esta suerte, comienzan los exordios sin oírse ni a sí mismos, como si se propusieran que nadie entienda lo que dicen. Oyeron también que había que usar exclamaciones para atraerse los ánimos, y por ello de repente levantan la voz a un furioso clamor, aunque ninguna falta haga. Lo que sí la haría sería el eléboro, pero no conseguirás nada por mucho que clames aconsejándoselo. Oyeron asimismo que es preciso que el sermón vaya caldeándose progresivamente, y por ello, después de haber recitado normalmente el principio de cada parte, de repente se valen de un prodigioso chorro de voz, aunque el asunto sea de lo más trivial, y así acaban como si hubiesen perdido el aliento. Por último, aprendieron de los retóricos a acudir a la risa, y por ello tratan de desparramar algunos chistes que, ¡oh amada Afrodita!, están tan llenos de gracia y tan en su sitio como el asno tocando la lira.
A veces son mordaces, pero de tal modo, que en vez de herir hacen cosquillas y nunca son más aduladores que cuando quieren que pase porque hablan con el corazón en la mano.
En suma, que toda su actuación es tal, que se juraría que han aprendido de los charlatanes de mercado, que les son muy superiores, aunque son ambos tan afines que nadie podría aclarar si éstos han enseñado su retórica a aquéllos, o aquéllos a éstos.
Y, sin embargo, se encuentra gente, gracias a mí, que, al oírles, cree escuchar a verdaderos Demóstenes y Cicerones. Entre ellos sobresalen los mercaderes y las mujercillas, a quienes se esfuerzan más en agradar, porque si la adulación es oportuna, suelen compartir con ellos algunas migajas de sus bienes mal adquiridos. Las mujeres, entre otras muchas razones, favorecen a los frailes porque suelen confiar a su seno las quejas que tienen contra sus maridos.
Comprendéis perfectamente cuánto me deben estos hombres que con sus ridículas ceremonias, sus gritos y sus necedades, ejercen una especie de despotismo entre los mortales y se creen unos San Pablo y San Antonio.
Capítulo LV
Pero dejemos ya en buena hora a estos histriones; son tan ingratos disimulando los beneficios que de mí reciben como deshonestos al fingir devoción.
Hace ya rato que deseaba deciros algunas palabras sobre los reyes y los príncipes que me rinden sincero culto, y voy a exponeros este asunto con la libertad de toda persona libre. Si alguno de éstos tuviera sólo media onza de sentido común, ¿habría existencia más triste y más merecedora de ser rehuida que la suya? En verdad que no creerían que valiese la pena de adquirir el poder por una traición o un parricidio, ya que es una carga inmensa la que se echa sobre los hombros quien quiere proceder como verdadero rey. El que toma las riendas del gobierno no debe ocuparse en sus asuntos propios, sino en los públicos; debe únicamente interesarse por el interés general, no apartarse ni lo ancho de un dedo de las leyes que él ha promulgado y de las que es ejecutor, y responder de la integridad de todos los funcionarios y magistrados. Expuesto a las miradas del pueblo, puede ser como un astro benéfico que procura la máxima dicha de sus súbditos, o como maléfica estrella que acumula los mayores descalabros. Los vicios de los demás ni se advierten ni se divulgan tan vastamente, pero él está en posición tal, que si en algo se aparta de la honestidad, ello se extiende a muchedumbre de personas como funesta peste. Los reyes están, además, tan expuestos por su sino a encontrar al paso mil cosas que les suelen desviar de la rectitud, como son placeres, independencia, adulación y lujo, que han de agravar la vigilancia y redoblar el esfuerzo para mantenerse al margen de ellos y no dejar, engañados, de cumplir con el deber. En suma, para no hablar de asechanzas, odio y otros peligros y temores, sobre sus cabezas hay otro Rey verdadero que les pide estrecha cuenta de sus más pequeñas acciones con tanto mayor severidad cuanto más grande haya sido su poderío.
Si reflexionase sobre estas cosas, y muchas más del mismo orden, y reflexionaría, si fuese sensato, no tendría sueño ni banquete deleitable. Pero con mi ayuda dejan en manos de los dioses todos esos cuidados, no se ocupan sino en vivir muellemente y sólo dejan llegar a sus oídos a quienes saben hablar de cosas divertidas para que no sea turbado por un momento su ánimo. Se imaginan que cumplen intachablemente el deber real con cazar constantemente, tener hermosos caballos, vender en beneficio propio los cargos y las magistraturas y aplicarse a encontrar medios nuevos de apoderarse del dinero de los vasallos y llevarlo a su tesoro. Así, para cubrir con la máscara de la justicia sus iniquidades, resucitan viejos títulos y de cuando en cuando añaden algún halago al pueblo para tenerlo en su favor.
Imaginaos un hombre como son a veces los reyes, desconocedor de las leyes, enemigo, o poco menos, del bien público, atento a su provecho, dado a los placeres, hostil al saber, a la libertad y a la verdad; desinteresado por completo del bienestar de su Estado y que lo mide todo a tenor de sus caprichos y liviandades. Si se le coloca collar de oro, emblema de la coherencia de todas las virtudes; enjoyada corona, que represente que debe sobrepasar a todo el mundo por el brillo de sus acciones; el cetro, símbolo de justicia y de rectitud de ánimo, y, en fin, el manto de púrpura, insignia de vivo amor a su pueblo y el monarca confronta lo que representan estas insignias y su verdadera conducta, yo os digo que habrían de abochornarle tales atributos y viviría en el temor de que algún malicioso hiciese burla y risa de todo ese aparato teatral.
Capítulo LVI
¿Qué he de recordaros de los cortesanos? Nada hay más servil, más rastrero, más necio y más despreciable que muchos de ellos y se tienen por los primeros en todo. Solamente en una cosa son modestos: se contentan con cubrirse de oropel, de pedrería, de púrpura y las demás insignias de la virtud y la sabiduría, dejando a los otros poner en práctica estas cualidades. Son felices pudiendo llamar al rey «señor», saludar debidamente, saber usar los tratamientos de «Serenidad», «Majestad», o «Excelencia», tener siempre expresión imperturbable y jocosidad aduladora, pues éstas son artes convenientes a los cortesanos y a los nobles. Pero si nos fijamos de más cerca en su manera de vivir, no son sino unos verdaderos feacios y vanos pretendientes de Penélope, y... ya sabéis lo que falta del verso (83), puesto que Eco os lo podrá repetir mejor que yo. Duermen hasta mediodía; casi acostados aún, oyen la misa que de prisa y corriendo les dice el capellán que tienen a sueldo; en seguida desayunan y, apenas han terminado, ya piden la comida; luego se entretienen con los dados, el ajedrez, los juegos de azar, las bufonadas, los cómicos, las mujeres galantes, las chocarrerías y los chistes y de cuando en cuando toman un tentempié. Llega luego la cena y tras ella las libaciones, y, ¡por Jove, que no son pocas! Y de esta manera, libres del menor cansancio de la vida, pasan las horas, los días, los meses, los años y los siglos. Yo misma, al contemplar en ciertas ocasiones a estos vanidosos, siento náuseas, principalmente cuando entre esos fanfarrones veo a una ninfa que se cree más próxima a los dioses cuanto más larga es la cola que arrastra, o esos próceres que se abren paso a codazos, para situarse más cerca de Júpiter, y, en fin, esa serie de individuos cuyo engreimiento crece conforme al peso de la cadena que llevan al cuello, ostentando no sólo opulencia, sino vigor físico.
Capítulo LVII
Los pontífices, cardenales y obispos, sucesores de los Apóstoles, imitan de tiempo inmemorial la conducta de los príncipes y casi les llevan ventaja. Pero si alguno reflexionase que su vestidura de lino de níveo blancor simboliza una vida inmaculada, que la mitra bicorne, cuyas puntas están unidas por un lazo, representa la ciencia absoluta del Antiguo y del Nuevo Testamento; que los guantes que cubren sus manos le indican que deben estar protegidas del contacto de las humanas cosas e inmaculadas para administrar los Sacramentos; que el báculo es insignia de vigilancia diligentísima para con la grey que se le ha confiado; que el pectoral que pende de su pecho representa la victoria de las virtudes sobre las pasiones; si uno de éstos, digo, meditase sobre todo ello, ¿no viviría lleno de tristeza e inquietud? Pero nuestros prelados de hoy tienen bastante con ser pastores de sí mismos y confían el cuidado de sus ovejas o a Cristo, o a los frailes y vicarios. No recuerdan que la palabra «obispo» quiere decir, trabajo, vigilancia y solicitud. Sólo si se trata de coger dinero se sienten verdaderamente obispos y no se les embota la vista (84).
Capítulo LVIII
De la misma manera si los cardenales reflexionasen que son sucesores de los Apóstoles y que deben guardar la misma conducta que éstos observaron; que no son dueños, sino administradores de los bienes espirituales, de todos los cuales han de dar pronto exacta cuenta; si filosofasen un poco sobre sus vestiduras y reflexionasen: «Este albo sobrepelliz, ¿no representa la pureza de costumbres? Este manto de púrpura, ¿no simboliza el ardentísimo amor a Dios? Esta capa tan amplia que cubre completamente la mula de Su Reverencia y que bien pudiera tapar a un camello, ¿no significa extensísima caridad que debe llegar a ayudar a todos, es decir, a enseñar, exhortar, consolar, reprender, amonestar, evitar las guerras, resistir a los malos príncipes derramando para ello no sólo las riquezas, sino la propia sangre en beneficio del rebaño de Cristo? Además, ¿se precisan las riquezas para imitar a los Apóstoles en su existencia?» Si todo esto recordasen, no ambicionarían tal posición y dejándola de buen grado, llevarían vida laboriosa y prudente, como fue la de los discípulos de Jesús.
Capítulo LIX
Si los Sumos Pontífices, que hacen las veces de Cristo en la Tierra se esforzaran en imitar su vida, su pobreza, trabajos, doctrina, su cruz y desprecio del mundo; si pensasen en que el nombre de «Papa» quiere decir «Padre» y advirtieran el título de «Santísimo», ¿quién habría tan desdichado como ellos? ¿Quién querría alcanzar este honor a tal precio y conservarlo por medio de la espada, el veneno y todo género de violencias? ¡Cómo tendrían que privarse de sus placeres si alguna vez se adueñase de ellos la sabiduría...! ¿He dicho la sabiduría? Sería suficiente un granito de sal, según recuerda Cristo. ¡Tantas riquezas honores, triunfos, poder, cargos, indulgencias, tributos, caballos, mulos, escoltas y comodidades! Ya veis cuántas vigilias, cuánto trabajo y cuánta riqueza he resumido en pocas palabras. Todo esto habrían de trocarlo por vigilias, ayunos, lágrimas, preces, sermones, estudios, penitencias y otras mil pesadumbres.
Pero no hay que olvidar lo que sería entonces de tantos escribanos, copistas, notarios, abogados, promotores, secretarios, muleros, caballerizos, recaudadores, proxenetas, y alguno más vergonzoso agregaría, pero temo que resulte ofensivo para el oído. En suma, tan ingente muchedumbre onerosa, me he equivocado, he querido decir honrosa, para la Sede romana, se vería reducida al hombre, y esto, verdaderamente, sería cruel y abominable; pero todavía sería más aborrecible que los supremos príncipes de la Iglesia y lumbreras del mundo volvieran al cayado y al zurrón.
En nuestros días todo lo que significa sacrificio se lo encomiendan a San Pedro y San Pablo, a los que les sobra tiempo para ello, pero si algo hay que signifique esplendor y regalo, lo guardan para sí. Y así, merced a mi cuidado, no hay hombres que lleven vida más voluptuosa y menos sobresaltada, a fuer de convencidos de que Cristo está satisfecho de su sagrada y casi escénica, de esas ceremonias, de los títulos de «Beatitud, Reverencia y Santidad», y de cómo actúan de obispos repartiendo anatemas y bendiciones.
Hacer milagros es antiguo, pasado de moda e impropio de nuestro tiempo, enseñar al pueblo es penoso, interpretar las Sagradas Escrituras es cosa de escolásticos; rezar es ocioso; llorar es de pobres y de mujeres, la pobreza es sórdida y el obedecer es vergonzoso y poco digno de quienes apenas conceden a los reyes más poderosos el honor de besar sus santos pies; morir es espantoso y la crucifixión infamante.
Las únicas armas que les quedan hoy son esas dulces bendiciones de que habla San Pablo (85) y que ellos prodigan benignamente, y las interdicciones, suspensiones, agravaciones, anatemas, pinturas odiosas (86) y ese terrible rayo que con solo su fulgor precipita las almas de los mortales más allá del Tártaro. Los Santísimos Padres en Cristo, vicarios suyos en la Tierra, a nadie apremian con más vigor que a quienes, tentados por Satanás, osan aminorar y menoscabar el patrimonio de San Pedro, pues aunque este Apóstol dijo en el Evangelio: «Todo lo hemos dejado para seguirte» (87), se reúnen bajo el nombre de Patrimonio de San Pedro tierras, ciudades, tributos y señoríos. Encendidos de amor a Cristo, combaten con el fuego y con el hierro, no sin derramar sangre cristiana a mares, entendiendo que así defienden apostólicamente a la Iglesia, esposa de Cristo, cuando han exterminado sin piedad a los que llaman sus enemigos. ¡Cómo si hubiese peores enemigos de la Iglesia que esos pontífices impíos que con su silencio coadyuvan a abolir a Cristo, en tanto que alcahuetean con su ley, la adulteran con caprichosas interpretaciones y le crucifican con su conducta infame!
Pero aduciendo que la Iglesia cristiana fue fundada con sangre, cimentada con sangre y con sangre engrandecida, resuélvenlo todo a punta de espada, como si no estuviera Cristo para proteger a los suyos, según es, propio de Él, Aunque la guerra es tan cruel, que más conviene a las fieras que a los hombres; tan insensata, que los poetas la representan como inspirada por las Furias; tan funesta, que trae consigo la ruina de las públicas costumbres; tan injusta, que los criminales más depravados son los que mejor la practican, y tan impía, que no guarda el menor nexo con Cristo, los Papas lo olvidan para practicarla (88). Por eso vemos a ancianos decrépitos que demuestran un ardor juvenil y no les arredran los gastos, no les rinde la fatiga, ni nada les detiene para trastornar leyes, religión, paz y todas las cosas humanas. Además, no les faltan aduladores cultos que den a esta manifiesta insensatez el nombre de celo, piedad y valor, pensando que sea posible esgrimir el hierro homicida y hundirlo en las entrañas de sus hermanos sin perjuicio de la caridad perfecta, la cual, según el precepto de Cristo, debe todo cristiano a su prójimo.
Capítulo LX
No sé si con estas cosas dieron ejemplo, o quizá lo tomaron, a ciertos obispos alemanes que, renunciando por completo al culto, bendiciones y ceremonias, viven como verdaderos sátrapas, creyendo que es una cobardía indigna de un obispo entregar el alma a Dios como no sea en un campo de batalla. Y la masa de los sacerdotes cree pecaminoso desdecir de la santidad de sus prelados, y así, ¡vive Dios!, con cuán belicoso ardor les vemos luchar defendiendo sus diezmos con espadas, dardos, piedras y toda clase de armas. ¡Qué vista ton aguda tienen para extraer de los viejos escritos algo que aterre a las gentes sencillas y las convenza de que deben pagar algo más que el diezmo! Pero no, mientras tanto, no les viene a la mente lo mucho que por todas partes aparece escrito acerca de la obligación que tienen de proteger al pueblo. Su tonsura ni siquiera les recuerda que deben estar exentos de las ambiciones de este mundo y pensar sólo en las cosas del cielo. Pero a fuer de gente de buena condición, creen cumplir perfectamente con sus deberes rezongando las oraciones de cualquier modo, y hay que preguntarse, ¡por Hércules!, si Dios les oye o les entiende, ya que ellos mismos casi ni oyen ni comprenden, a pesar de que las relinchan a voz en cuello.
Una cosa tienen, empero, en común, los sacerdotes y los laicos, que es que todos vigilan la prosperidad de sus ingresos y no ignoran ninguna de las leyes referentes a ellos, pero si se trata de alguna carga, la echan hábilmente sobre las espaldas ajenas y la vuelven a otros como si fuera una pelota. Así como los príncipes delegan los asuntos de la administración en sus ministros y éstos en los suyos, de la misma manera los sacerdotes, por modestia, dejan al pueblo las atenciones devotas. El pueblo las encomienda sobre los que llama eclesiásticos, como si él nada tuviera que ver con la Iglesia y como si nada significasen los votos bautismales; a su vez, los sacerdotes que se llaman seculares, como si estuviesen iniciados para el mundo y no para Cristo, descargan su obligación sobre los regulares; los regulares sobre los frailes; los frailes de ancha conciencia sobre los más rigurosos; todos ellos, a la vez, sobre las órdenes mendicantes, y éstas sobre los cartujos, entre quienes dicen se oculta la devoción, y tan oculta está, que apenas aparece.
De la misma manera, los pontífices, diligentísimos para amontonar dinero, delegan en los obispos los menesteres demasiado apostólicos; los obispos, en los párrocos; los párrocos, en los vicarios; los vicarios, en los monjes mendicantes y, por fin, éstos lo confían a quienes se ocupan de trasquilar la lana de las ovejas.
Conste que no está en mi ánimo el escudriñar la vida de los pontífices y de los sacerdotes, para que no crea alguien que en vez de estar recitando un elogio, urdo una sátira, ni suponga nadie que censuro a los príncipes buenos y, en cambio, alabo a los infames.
Lo que llevo tratado en pocas palabras tiene por objeto demostrar que ningún hombre puede vivir dichoso si no está iniciado en mis misterios y no le concedo protección.
Capítulo LXI
¿Y cómo puede ser de otro modo, si esta Némesis que siembra la dicha entre los hombres, está de acuerdo conmigo de tal modo que siempre ha sido irreconciliable enemiga de los sabios, y, por el contrario, a los estultos les colma de beneficios hasta cuando duermen? Sin duda recordáis a Timoteo, que dio origen a este nombre y a la frase «Durmiendo llena la red»; también sabréis el refrán que dice: «La lechuza es funesta» (89), y viene a propósito para los sabios lo que se dice de: «Ha nacido con mala estrella» (90). Pero dejémonos de refranear para que no parezca que estoy entrando a saco en los comentarios de mi querido Erasmo, y volvamos a lo nuestro.
La Fortuna ama a las personas poco sensatas, a los audaces, a los que se complacen en decir: «Todo me lo juego a una carta». La sabiduría hace a las personas tímidas, por lo cual veis fácilmente a los sabios en la pobreza, en la estrechez y en la oscuridad, despreciados, desconocidos y olvidados. En tanto a los estultos afluye el dinero, tienen en las manos la gobernación del Estado y, en fin, prosperan de todos modos. Pues si alguno cifra la felicidad en ser grato a los príncipes y en moverse en el trato de estos mis dioses enjoyados, ¿habrá cosa que le sea más inútil que la sabiduría y que más reprobada esté por tal género de personas? Si se trata de obtener riquezas, ¿qué lucro podrá hacer el comerciante que, siguiendo los dictados de la sabiduría, se encalle en un perjurio, se sonroje si le sorprenden en mentira y comparta en lo más pequeño los escrúpulos de los sabios ante los hurtos y la usura? Poco será, sin duda. Por lo mismo, quienquiera que ambicione honores y riquezas eclesiásticos, llegará a ellos antes más bien como asno o como buey que como sabio. Si perseguís el placer, las muchachas protagonistas de esta comedia son enteramente devotas de los estultos y se horrorizan y huyen del sabio como del escorpión. En suma, quien se dispone a vivir con un poco de alegría y optimismo, empieza por excluir de su compañía al sabio y prefiere admitir a cualquier otro animal.
En resumen, adondequiera que vuelvas los ojos, entre pontífices, príncipes, jueces, magistrados, amigos, enemigos, mayores o menores, todos se desviven por los bienes materiales, los cuales, como el sabio los desprecia, es lógico que acostumbren con fijeza a huir de él.
Aunque mis alabanzas no tienen freno ni fin, es preciso que la declamación acabe alguna vez. Así, pues, voy a terminar, pero antes demostraré en pocas palabras que no faltan graves autores que me han celebrado tanto de palabra como de obra, para que así no parezca que me envanezco estúpidamente y los leguleyos no me calumnien diciendo que no alego nada en mi apoyo. A ejemplo de éstos, traeré alegatos que no tengan nada que ver con el tema.
Capítulo LXII
Todo el mundo sabe un popular proverbio que: «Dime de lo que alardeas y te diré de lo que careces». Por ello se enseña acertadamente a los niños que «Fingir estulticia oportunamente es el colmo de la sabiduría». Ya veis, pues, vosotros mismos cuán grande sea la virtud de la Estulticia, que hasta su engañosa imagen e imitación merecen tanta estima de los sabios. Aquel lustroso y orondo cerdo de la piara de Epicuro (91) aconseja con la mayor franqueza que se mezcle «la sandez con el buen juicio» (92), y añade, no con mucho acierto, que éste se haga sólo en pequeña proporción. En otro lugar dice: «Amable cosa es tontear en su momento» y agrega más adelante que «preferible es pasar por insensato y bobo a ser sabio y rechinar de dientes» (93). Homero, que de tantas maneras elogió a Telémaco, le llama algunas veces «tontuelo», nombre con que los autores trágicos llamaban a los niños y a los jóvenes, por considerarlo de buen augurio. ¿Qué contiene el divino poema de la Ilíada sino las pasiones de reyes y pueblos estultos? Además, ¿qué elogio más rotundo que el de Cicerón cuando dijo: «El mundo está lleno de estultos» (94)?. ¿Y quién ignora que es tanto mayor el bien cuanto más extenso?
Capítulo LXIII
Como acaso éstos gocen de poca autoridad entre los cristianos, voy, si os place, al testimonio de las Sagradas Escrituras, según es costumbre de personas eruditas, para apoyar y fundar mis alabanzas. Solicitaremos primero el permiso de los teólogos, y luego entraremos en la ardua tarea. Quizá no sería discreto llamar a las Musas del Helicón por segunda vez para camino tan largo, siéndoles, además, la materia ajena. Así, como voy a hacer de teólogo y entrar en este laberinto, será mejor que el espíritu de Escoto abandone un instante la Sorbona y se traslade a mi pecho; luego este tal, más espinoso que un puerco espín y un erizo, podrá irse adonde se le antoje, aunque sea al cuerno. ¡Ojalá pudiese cambiar de rostro y vestir traje teológico! Porque estoy temiendo que alguien al verme tan profundo saber teológico me acuse de hurto, como si hubiera registrado a escondidas los papeles de nuestros maestros, aunque ello a nadie debe asombrar, pues para eso he vivido mucho tiempo con ellos en la intimidad y así he adquirido algo de su ciencia, al modo que Príapo, el dios de madera de higuera, llegó, en fuerza de escuchar a su dueño cuando leía, a observar y retener algunas palabras griegas; y el gallo de Luciano, tras largo trato de los hombres, pudo hablarles con agilidad. En fin, vamos a entrar en materia, en buena hora.
Está escrito en el Eclesiastés, capítulo primero, lo siguiente: «Infinito es el número de los tontos». Siendo este número infinito, ¿no indica el común de los hombres, exceptuando un pequeñísimo número de ellos que no sé si nadie podrá apreciar? Jeremías lo declara de modo más explícito, cuando dice, en el capítulo X: «Estulto se ha vuelto el hombre a causa de su misma sabiduría». Atribuye este profeta la sabiduría a Dios y deja para los hombres la estulticia, pues poco antes había dicho también: «No se glorifique el hombre de su saber». ¿Por qué, excelente Jeremías, no quieres que el hombre se pague de sabiduría? «Pues -respondería él-, porque no tiene tal sabiduría».
Volvamos al Eclesiastés. Cuando allí se exclama: «Vanidad de vanidades y todo vanidad», ¿qué se entiende sino, según dijimos, que la vida humana no es otra cosa que la comedia de la Estulticia? Así se aprueba la frase de Cicerón, por la cual es justísimamente ensalzado y que poco ha mencionamos: «Todo está lleno de locos». Y estas otras sabias palabras del Eclesiastés: «El estulto es variable como la Luna y el sabio permanece como el sol», lo que indica que todos los hombres son estultos y que sólo a Dios está reservado el nombre de sabio, porque la Luna representa la humana naturaleza, y el Sol, manantial de toda luz, a Dios.
Hay que añadir a esto que el mismo Cristo en el Evangelio dice que nadie puede llamarse bueno más que Dios (95), y, por tanto, si, según testimonio de los estoicos, el que no es sabio es estulto, y el bueno es también sabio, es preciso deducir que la estulticia abraza a todos los mortales.
Afirma Salomón en el capítulo XV que: «La estulticia es la alegría del estulto», o, lo que es lo mismo, manifiesta claramente que sin esta sandez nada hay grato en la existencia. A lo mismo se refiere el pensamiento siguiente: «Quien añade ciencia añade dolor y en el mucho entendimiento hay mucho sufrimiento». El mismo egregio predicador manifiesta lo propio en el capítulo VII: «En el corazón de los sabios reside la tristeza y en el de los estultos la alegría». Y quizá por esto no se contentó con conocer la sabiduría, sino que quiso también tratarme a mí. Por si en ello no me dais crédito, ved sus palabras en el capítulo primero: «Dediqué mi corazón a conocer la prudencia y la sabiduría, los errores y la estulticia». Fijándose bien en este pasaje se ha de comprender como alabanza para la sandez, ya que el autor la puso en último lugar y el Eclesiastés dice, y ya sabéis que tal es el ceremonial de la Iglesia, que el primero por su mayor dignidad ha de ser el último, recordando fielmente el precepto evangélico.
Que la estulticia es superior a la sabiduría, el autor del Eclesiastés, sea el que fuere, lo demuestra claramente en el capítulo XLIV, cuyas palabras, ¡por Hércules!, no quiero citar sin antes preguntaros, para que con vuestra respuesta me ayudéis en la introducción, como hacen en Platón los que discuten con Sócrates, ¿Qué es lo que debe guardarse mejor, las cosas raras y valiosas o las vulgares y viles? ¿Os calláis? Aunque disimuléis, responderá por vosotros el adagio griego que dice: «Dejad el cántaro a la puerta». Y nadie lo rechace temerariamente, porque lo cita Aristóteles (96), el dios de nuestros maestros. ¿Hay alguno de vosotros bastante estulto que deje en la calle las joyas y el dinero? Me parece que no, ¡por Hércules! Los escondéis en el sitio más recóndito, y más aún en el rincón más secreto de fortísimos cofres, en tanto que lo que no vale nada lo dejáis a la vista; luego si lo que tiene valor se guarda recóndito y lo vil se deja expuesto, es evidente que la sabiduría, que se prohíbe esconder, es inferior a la estulticia, que se aconseja ocultar. Observad el testimonio de las palabras literales: «Más vale el hombre que oculta su estulticia que el que esconde su sabiduría (97).
A más, las Sagradas Escrituras otorgan al estulto la pureza de alma y se la niegan al sabio, porque éste no considera a nadie igual a él. Así interpreto lo que el Eclesiastés dice, en su capítulo X: «El estulto, como es insensato, piensa que todos los que encuentra en el camino son estúpidos como él». ¿Y no es sin par pureza de alma igualar a todos los hombres consigo mismo y reconocer en ellos, a pesar de que cada individuo se tenga en gran opinión, que son de tu mismo mérito? Por eso tan gran rey no se avergonzó nunca del dictado de estulto y dijo en el capítulo XXX: «Yo soy el más estulto de todos los hombres». Y San Pablo, el doctor de los gentiles, escribiendo a los corintios, acepta de buen grado el título de estulto: «Hablo a lo necio -exclama- porque soy más que nadie», como si fuese deshonroso que nadie le aventajase en tontería.
Pero salen a atajar lo que voy diciendo algunos de esos helenistas que están siempre acechando a los teólogos, con cien ojos y luego con sus anotaciones, como si fuesen humoradas, ofuscan a los demás, de cuyo gremio, mi querido Erasmo, a quien con frecuencia nombro para honrarle, si no es el alfa es la beta. «¡Donosa cita -exclamarán-, verdaderamente digna de la Estulticia! En nada se parece el pensamiento del Apóstol a lo que tú imaginas». Ni con esa frase quiso dar a entender que fuese más estulto que los demás, ya que lo que dijo fue: «Ministros de Cristo son ellos y yo también», como quien tiene a honra hacer notar que en esto era lo mismo que ellos; y todavía enmendó: «Y yo más», pues sabía que no sólo era igual a los demás Apóstoles, sino que en algo les superaba. Para que esta afirmación que él consideraba verdad no ofendiese por arrogante los oídos, se cubrió con el pretexto de la sandez, diciendo: «Hablo como el menos sabio», precisamente porque sabía que es privilegio de los estultos decir la verdad sin causar ofensa.
Les dejo que discutan lo que San Pablo quiso verdaderamente decir al escribir esto. En cuanto a mí, me atengo al parecer de nuestros grandes y crasos teólogos, prestigiosísimos a ojos del vulgo, con los cuales, ¡por Jove!, prefiere la mayoría de nuestros doctos engañarse, a estar en lo cierto con los sabios trilingüistas. Pues ninguno de estos helenistillas hace más de lo que puede hacer una cotorra, sobre todo un insigne teólogo cuyo nombre callo para que mis loros no lancen contra él el epigrama griego de «El asno tocando la lira» (98); el cual ha explicado magistral y teologalmente el pasaje en cuestión y, al llegar a la frase: «Hablo como estulto porque lo soy más que nadie», hace capítulo aparte, y además, no sin profunda dialéctica, añade un pedazo para interpretarla así. Transcribo sus propias palabras, así en forma como en esencia: «Hablo a lo estulto», o sea: «Si os parezco necio porque me comparo a los falsos apóstoles, más os lo he de parecer cuando veáis que me considero superior a ellos». Y poco después, como olvidándose de ello, pasa a otra cosa.
Capítulo LXIV
Pero ¿por qué escuetamente he de emplear sólo un ejemplo para apoyarme? Es derecho común de los teólogos que todos pueden estirar como una piel las Sagradas Escrituras. En San Pablo, algunos pasajes de las Sagradas Escrituras ofrecen contradicciones que no existen en su lugar original y, si hemos de dar crédito a San Jerónimo, que hablaba cinco lenguas, cuando el Apóstol estuvo en Atenas vio por casualidad un ara votiva y violentó la inscripción para convertirla en argumento en favor de la fe cristiana; suprimió todo lo que le estorbaba y no conservó más que las palabras finales, aunque también un tanto alteradas: «Al Dios desconocido». A pesar de ello, la inscripción decía: «A los dioses de Asia, de Europa y de África; a los dioses desconocidos y extranjeros.» Siguiendo su ejemplo, a lo que me parece, los teólogos rebuscan en uno y otro lado unos cuantos fragmentos y, si les hace falta, los mixtifican a tenor de la conveniencia, sin tener en cuenta que lo anterior o lo que sigue guarde relación con el caso y a veces hasta lo contradice, método de tan afortunada desvergüenza que muy a menudo lo copian los jurisconsultos.
¿Y qué será lo que no les salga bien después de que aquel gran... -casi se me escapa el nombre, pero le tengo temor al proverbio griego- dio un significado a las palabras de San Lucas que se acomoda al pensamiento de Cristo como el fuego al agua? Cuando un grave peligro amenaza, en tal momento los buenos vasallos suelen más estrechamente unirse a su señor, porque saben cuánto vale la unión para luchar. Por eso Cristo quiso que los suyos no se acostumbraran a buscar auxilio, y les preguntó (99) si de alguna cosa habían carecido desde que les había enviado a anunciar el Evangelio, sin ayuda ninguna, sin calzado que defendiera sus pies de las espinas y de las piedras y sin alforjas contra el hambre; y como ellos le respondieron que nada les había faltado, dijo: «Pues ahora el que tenga un zurrón, lo abandone y el que no lo tenga venda la túnica y compre una espada.» Como quiera que la doctrina entera de Cristo no enseña otra cosa que la dulzura, la indulgencia y el desprecio de la vida, ¿a quién puede ocultarse el sentido de este pasaje? Quiere, para más desarmar a sus enviados, que vayan exentos no sólo de zapatos y de alforjas, sino también que se despojen de su túnica, a fin de que, desnudos y libres, emprendan la predicación del Evangelio sin llevar sino su espada, espada no como aquella con que se lucran ladrones y parricidas, sino la espiritual que traspasa hasta el fondo del corazón y que de un solo tajo cercena todas las pasiones para no dejar en ellos más que la piedad. Pues ved ahora de qué manera nuestro célebre teólogo retorció este texto: La espada supone la defensa contra las persecuciones; la alforja, una buena cantidad de víveres para el camino; es decir, cual si Cristo, al darse cuenta de que había enviado a sus predicadores equipados poco suntuosamente, se retractara de sus instrucciones. Como si olvidase cuanto les había dicho de que alcanzarían el cielo sufriendo injurias, afrentas y suplicios; prohibiéndoles que se revolviesen contra la adversidad; que fuesen dulces y humildes, y no feroces; olvidando, repito, haberles señalado que debían tomar ejemplo de los lirios y de los pajaritos, no quisiese ahora que partiesen sin espada, que habían de vender la túnica para comprar, y prefiriese que fuesen desnudos que desarmados. Y así como, bajo el nombre de espada comprendía todos los procedimientos de rechazar la violencia, la alforja resume todo aquello que concierne a las necesidades de la vida humana. Luego quiere el intérprete del pensamiento divino enviar a los Apóstoles a predicar al Crucificado armados de lanzas, ballestas, hondas y bombardas; les carga de cajas, maletas y fardos, quizá para que no se expongan a salir de la posada sin comer. No impresiona al teólogo que acerca de esta espada que tanto recomienda comprar Jesucristo, había mandado poco antes que estuviese en la vaina y nunca se ha oído que los Apóstoles usasen espadas y escudos contra las violencias de los gentiles, como sin duda hubieran hecho si Cristo hubiera tenido la intención que se le atribuye.
Otro doctor que no quiero nombrar por respeto (100), a la frase de Habacuc: «Las tiendas de la tierra de Madián serán turbadas», convierte en la piel de San Bartolomé desollado.
No hace mucho asistí a una disertación teológica, como lo hago a menudo, y uno preguntó en qué lugar de la Escritura se ordena castigar a los herejes por el fuego en vez de convencerlos por la persuasión. Un anciano grave, cuyo ceño declaraba francamente que era teólogo, respondió con gran indignación que ese pasaje era del apóstol San Pablo, el cual dijo: «Evita al hereje después de haber intentado repetidamente disuadirle de su error.» Y como lo dijese reiteradamente y a grandes voces, muchos se preguntaron qué le sucedía a aquel hombre, y acabó por explicar que hay que apartar «de vita» al hereje. Unos se rieron, pero no faltaron quienes encontraron el argumento completamente teológico, y algunos de los demás protestaron con vehemencia. Entonces, un abogado tremendo y autor irrefragable dijo: «Está escrito que 'no dejéis que viva el malvado'; y como todo hereje es malvado, resulta...», etc. Maravillados se quedaron todos los presentes del genio del hombre y aprobaron esta opinión. A nadie se le ocurrió que la palabra «malvado» en esta ley se refiere a los brujos, encantadores y hechiceros, a quienes los hebreos designaban con el nombre de «mekaschephin», pues de otro modo, sería preciso también penar con la muerte a la lascivia y a la ebriedad.
Capítulo LXV
Pero estoy persiguiendo tontamente casos tan innumerables, que no cabrían en los volúmenes que escribieron Crisipo y Dídimo. Solamente voy a hacer constar que ya que a estos divinos maestros se les toleró, a mí, que soy una teóloga de pacotilla, también puede permitírseme igual derecho a no formular citas con entera exactitud. Vuelvo a San Pablo: «Soportad con paciencia a los sandios», ha dicho hablando de sí mismo, y añade luego: «Recibidme como a un ignorante», y «No hablo inspirado por Dios, sino sumido en el desconocimiento». Y todavía agrega: «Por Jesucristo somos estultos» (101). Ya habéis visto qué elogio de la Estulticia y qué labios lo pronuncian. Además la recomienda como la cosa más necesaria y útil: «El que de vosotros -dice- se crea sabio, vuélvase estulto para encontrar la verdadera sabiduría» (102) Y San Lucas dice que Jesús llamó necios a dos de los discípulos cuando los encontró en el camino (103). Admirable es aún que San Pablo atribuya algo de estulticia al mismo Dios, porque ha dicho: «Lo estulto de Dios es más sabio que los hombres» (104), si bien Orígenes en su comentario dice que no hay analogía entre el concepto humano y esta estulticia, pues es la misma a que se refiere este otro texto: «La palabra de la Cruz estulta para los que se condenan» (105).
Y, en fin, ¿para qué atormentarme en reunir tantos testimonios que apoyen mis convicciones cuando en los Sagrados Salmos vemos que Cristo dice claramente a su Padre: «¿Tú conoces mi ignorancia?» (106) Luego no es disonante que le complazcan en extremo los necios, al modo que los poderosos príncipes tienen por sospechosos y desagradables a los hombres demasiado sensatos -como Julio César, que desconfió de Bruto y Casio, y que, sin embargo, no tenía temor del beodo Antonio; Nerón de Séneca y Dionisio de Siracusa de Platón- y se deleiten, por el contrario, con los espíritus sencillos y rústicos. Así Cristo detesta a los sabios que se ufanan de su prudencia, y les condena, como atestigua San Pablo, claramente: «Dios escoge precisamente lo que el mundo tiene por estulto», y «Dios ha querido salvar al mundo por medio de la Estulticia» (107), ya que por la sabiduría no podría ser salvado. El mismo Dios abiertamente lo declara por boca del Profeta: «Confundiré la sabiduría de los sabios y condenaré la prudencia de los prudentes» (108), y cuando se gloria de haber ocultado a los sabios el misterio de la salvación y haberlo revelado francamente a los párvulos, esto es, a los estultos, y a los pobres de espíritu; porque en griego la palabra «párvulo» significa lo contrario de «sabio». A esto corresponde el que en todo el Evangelio Cristo ataque insistentemente a los fariseos, a los escribas y a los doctores de la Ley, en tanto que protege a la multitud de indoctos. ¿Qué, si no, significa: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos!»? Igual que si dijese: ¡Ay de vosotros, sabios! Y se le ve deleitarse con los niños, mujeres y pescadores, del mismo modo que entre todos los animales agradan más a Cristo los que más se apartan de la astucia de la zorra. Por eso quiso cabalgar en asno, cuando, si hubiese querido, hubiese podido hacerlo sin peligro en el lomo de un león; por eso descendió el Espíritu Santo tomando forma de paloma, y no de águila o milano; por eso las Sagradas Escrituras hablan constantemente de ciervos, corzos y corderos, y, además, Jesús llama ovejas a aquellos destinados a la vida eterna, pues ningún otro animal hay más simple que éste. Así lo prueba Aristóteles (109) cuando dice: «alma de cordero», frase que se dice por modo de insulto contra los estúpidos y torpes, fundándose en la estolidez de la grey; y, sin embargo, Cristo se declara pastor de este rebaño; y ciertamente que el nombre de «cordero» le agradaba, como que San Juan le anunció: «Éste es el cordero de Dios», lo cual aparece después muchas veces en el Apocalipsis.
¿Qué proclama todo esto sino que todos los hombres son estultos, incluso los piadosos? El mismo Cristo, que aun siendo «la sabiduría de su Padre», socorrió a la estulticia de los mortales, tuvo en cierto modo que hacerse estulto cuando se revistió de carne mortal, de la misma manera que se transformó en el pecado para redimir el pecado. Y quiso hacerlo por medio de la locura de la Cruz y de Apóstoles simples a quienes insiste en recomendar la sandez, apartando la sabiduría, y les da como ejemplo los niños, los lirios, el grano de mostaza y los pajarillos, seres sencillos, sin inteligencia, que viven según el instinto, exentos de preocupación y cuidado.
Además les prohíbe que se preocupen de lo que vayan a responder delante de los tribunales y les veda que aprovechen las ocasiones y las circunstancias, es decir, que no se fíen de su prudencia, sino que descansen en él enteramente. Por la misma razón, Dios, eximio arquitecto del orbe, ordenó que no se degustase del árbol de la ciencia, como si ésta fuese el veneno de la dicha. San Pablo abiertamente la reprueba como vanidad y perdición; San Bernardo sigue esta opinión y pretende que el lugar donde puso sus reales Lucifer se llame montaña de la sabiduría.
Quizá no parezca tampoco argumento para pasarlo por alto el de que la estulticia goce de los favores del cielo, ya que suele conceder a ésta el perdón de sus faltas, que al sabio niega rotundamente; y de aquí viene que los que han pecado con conocimiento busquen protección y pretexto en la estulticia. Si mal no recuerdo, Aarón, en el libro de los Números, implora el perdón para su hermana diciendo a Moisés: «Te suplico, Señor, que no tomes en cuenta este pecado que hemos cometido estultamente.» Saúl se excusa con David: «He obrado como estulto» (110), y el mismo David apacigua así al Señor: «Te ruego, Señor, que no tomes en cuenta mi infamia, porque obramos estultamente» (111), como si no pudiera alcanzar perdón sino pretextando estolidez e ignorancia. Pero es más apremiante el que Cristo en la Cruz misma al pedir por sus enemigos con estas palabras: «Padre, perdónalos», sin ofrecer otra excusa que la ignorancia, añadió: «porque no saben lo que hacen». De la misma manera escribe San Pablo a Timoteo: «Pero la misericordia de Dios me ha acogido, porque he obrado ignorante dentro de la incredulidad.» ¿Y qué es obrar como ignorante sino dejarse conducir por la sandez más que por la maldad? ¿Y qué otra cosa significan las palabras «la misericordia de Dios me ha acogido» sino que no la habría alcanzado sin la sandez? Y viene también en nuestro favor un pasaje del Salmista, que no me he acordado de citar en su oportuno lugar: «Señor, no os acordéis de las altas de mi juventud ni de mis errores» (112). Ya veis qué excusas da: La juventud, de la que soy inseparable compañera, y los errores, cuyo número denota una gran intensidad de estulticia.
Capítulo LXVI
Pero para no continuar en un tema inacabable y hablar concisamente, diré que parece que toda la Religión cristiana tenga algún parentesco con cierta especie de estulticia, y que, en cambio, no tiene la menor armonía con la sabiduría. Si deseáis pruebas de ello, advertid que los niños, los viejos, las mujeres y los necios gozan con las cosas de la religión mucho más que los demás y que están siempre rondando los altares, guiados solamente por un impulso natural. Además, veréis que aquellos primeros fundadores de la Religión fueron gente de extrema simplicidad y enemigos encarnizados de las letras. Por último, que no hay necios que disparaten mas que aquellos a quienes arrebata por completo el ardor de la piedad cristiana, pues llegan a malversar sus bienes, pasar por alto las injurias, tolerar ser engañados, no distinguir entre amigos y enemigos, aborrecer la voluptuosidad, complacerse en el hambre, la vigilia, las lágrimas, los trabajos y las ofensas, aburrirse de la vida, desear únicamente la muerte y, en suma, parecer ciegos para el sentido común, como si tuvieran el alma errante y no dentro del cuerpo. ¿Qué otra cosa es esto sino la locura? Por ello no parece cosa de admirarse que los Apóstoles fuesen tomados por beodos y que San Pablo le pareciese loco al juez Festo.
Pero ya que me vestí con la Diel del león, quiero continuar mostrándoos que la felicidad de los cristianos, que buscan a costa de tanto esfuerzo, no es sino una especie de locura y de estulticia, y no se vea animadversión en mis palabras, sino búsquese su sentido.
Primeramente, los cristianos convienen poco más menos con los platónicos en que el alma está oculta y ligada por los vínculos corporales y que esta grosería la impide contemplar y gozar las cosas verdaderas. Por ello se define la filosofía como meditación de la muerte, porque, merced a ella, la mente se separa de las cosas visibles y corpóreas, que es lo mismo que hace la muerte. De este modo, en tanto cuanto el espíritu hace uso discreto de los órganos del cuerpo, se le llama sensato, pero cuando, rotos estos vínculos, trata de procurarse la libertad, como si proyectase la fuga de la cárcel, se le califica de loco. Y si ello acontece por enfermedad o deficiencia del organismo, no hay quien discrepe de que ello es locura. Y, sin embargo, vemos a tal especie de hombres predecir las cosas futuras, y saber lenguas y letras que hasta entonces nunca habían aprendido, y presentar en sí algo que es absolutamente divino. No cabe dudar de que ello procede de que la mente, al estar algo más libre del contacto del cuerpo, empieza a poner por obra su facultad natural. La misma causa, según creo, debe de tener el que a los moribundos les ocurra algo parecido, como si dijesen ciertas cosas prodigiosas por inspiración. Aunque esto ocurra también en el celo piadoso, acaso no es el mismo género de sandez, pero sí tan parecido, que la mayor parte de los hombres lo consideran vulgar locura, sobre todo en el caso de unos pocos hombrecillos que viven en pugna con la vida mortal toda. Así suele ocurrirles lo propio de la fábula de Platón, acerca de aquellos que vivían encadenados en el fondo de una caverna contemplando las sombras de las cosas, y si uno de ellos salía, a su regreso al antro aseguraba haber visto los objetos tales como eran en sí, y entonces sus compañeros suponían que se equivocaba de medio a medio, ya que fuera de las vanas sombras no podían creer que existiese nada más. El sabio les compadece y deplora su estulticia que les hace víctimas de tan grosero error, pero ellos a su vez se burlan de él como extravagante y le rehuyen. El común de los mortales se siente especialmente atraído por las cosas totalmente materiales, y cree que son las únicas que pueden existir; pero los devotos, por el contrario, desprecian tanto más lo que mayor vínculo tiene con el cuerpo y se dan por entero a la contemplación de las cosas invisibles. Aquéllos colocan en primer lugar las riquezas, en el segundo las satisfacciones de los sentidos y relegan el espíritu al último puesto, y aun hay muchos que niegan su existencia por ser invisible. Los devotos viven sólo para Dios, el ser más sencillo entre todos, y después para el alma, que es lo que más se le acerca; desdeñan los cuidados corporales, repugnan el dinero como inmundo, lo rehuyen, y si se ven obligados a manejarlo, lo hacen con disgusto y asco, y lo tienen como si no lo tuvieran, y lo poseen como si no lo poseyeran.
Existe profunda diferencia entre éstos en todas las cosas. Las facultades humanas tienen todas relación con el cuerpo, y, sin embargo, hay algunas más groseras, como el tacto, el oído, la vista, el olfato y el gusto. Otras, como la memoria, el entendimiento y la voluntad, parecen más independientes de la materia. En aquellas a las que el alma tienda será donde adquiera mayor fuerza. Los devotos, al dirigir toda la fuerza del espíritu a las cosas más extrañas a los sentidos, terminan por quedarse como entorpecidos y atónitos, en tanto que el vulgo, usando sólo de éstas, prevalece en ellos y no sirve para las otras. Ésta es la causa de que algunos santos varones bebiesen aceite creyéndolo vino.
Además, entre las pasiones hay algunas que tienen más palpable afinidad con el cuerpo, como la lujuria, la gula, la pereza, la ira, la soberbia y la envidia, a las que los devotos hacen implacable guerra, en tanto que el vulgo no sabe vivir sin ellas. Hay también movimientos del espíritu comunes y naturales, como el amor a la patria, el cariño a los hijos, a los padres, a los amigos, a los que el vulgo concede cierta importancia, pero los devotos se esfuerzan por desarraigarlos de su corazón o más bien por elevarles a la región más alta del espíritu, y así, cuando aman al padre, no lo aman como padre que sólo les dio su parte física, y aun esto se lo deben a Dios, sino como varón justo, en el que ven brillar una imagen de la divina mente que llaman Sumo Bien, fuera del cual nada hay para ellos digno de ser amado o anhelado. Este mismo criterio aplican a todos los sentimientos en la vida, de suerte que si no desprecian absolutamente todo lo visible, lo postergan a lo invisible.
Establecen en los Sacramentos y aun de los deberes de piedad un aspecto espiritual y otro corporal. Así, en el ayuno, conceden poca importancia a la abstinencia de carne y de cena, que es lo que el vulgo considera absoluto ayuno, a no ser que al mismo tiempo repriman lo más posible las pasiones refrenando cólera y orgullo, a fin de que el alma, más aliviada de su carga corporal, pueda elevarse al goce y delicia de los bienes celestiales. De manera semejante razonan respecto de la Misa y, aunque no desdeñan la liturgia, no obstante, le conceden poco interés y la consideran perjudicial si aparece como obstáculo para penetrar en lo espiritual, que es lo representado con aquellos signos visibles. Se representa allí la muerte de Cristo, la cual deben imitar los mortales domando, extinguiendo, y sepultando, por decirlo así, sus pasiones para resucitar como Él a una nueva vida y unirse con Cristo y con todos los hermanos. Así piensa y se conduce el creyente.
En contra, el vulgo cree que el sacrificio de la Misa consiste sólo en plantarse ante el altar lo más próximo posible al sacerdote, escuchar a los que cantan y contemplar las ceremonias. No sólo en los ejemplos dichos, sino en todas las demás ocasiones de la vida, el devoto evita todo lo concerniente al cuerpo para elevarse hacia lo eterno, lo espiritual y lo invisible. Por lo cual, como tan enorme diferencia separa a unos y otros, se tachan de locos mutuamente. Esta palabra, a mi ver, mejor encaja en los devotos que en el vulgo.
Capítulo LXVII
Ello se verá más claro si, según os lo he prometido, demuestro brevemente que esa suprema felicidad a que aspiran los creyentes no es sino una especie de locura.
Observad que Platón vislumbró algo de esto cuando escribió que el delirio de los amantes era el más feliz de todos (113). En efecto, el que ama ardientemente no vive en sí, sino en el objeto amado, y cuanto más se aparta de su propio ser para acercarse a ese objeto, su gozo crece más y más. Cuando el espíritu procura separarse del cuerpo de modo que ya no usa apropiadamente de sus órganos, evidentemente es que se produce el delirio. ¿Qué otro sentido tienen si no las expresiones vulgares de «está fuera de sí», «vuelve en ti» y «ya ha vuelto en sí»?. Ahora bien: cuanto más intenso es el amor, más profundo y feliz es el delirio que produce. Por tanto, ¿qué puede ser esa vida celestial a la que las almas tan fervientemente aspiran?
El espíritu, como más fuerte y poderoso, absorberá al cuerpo más fácilmente cuanto que éste ha sido ya preparado para tal transformación por el ayuno y la penitencia. A su vez el espíritu será después absorbido por la esencia divina, que es más potente por mil motivos, y así, cuando el hombre esté por completo fuera de sí mismo, podrá alcanzar la felicidad, porque estará despojado de su materialidad y vivirá de modo inefable en el Sumo Bien, que atrae hacia sí a todas las cosas.
Es verdad que la dicha no puede ser perfecta hasta que el alma haya recuperado su antiguo cuerpo y le dé la inmortalidad, pero como la vida devota no es más que una meditación de esta existencia y como una sombra de ella, son algunas veces recompensados como con una especie de goce y aroma de ella.
Aunque es solamente una gota en comparación con la fuente de la divina felicidad, vale más que todas las delicias humanas juntas. ¡Tanto aventajan los deleites espirituales a los corporales y los invisibles a los visibles! El profeta anunció así a los elegidos que: «No ha visto el ojo, ni oído el oído, ni sentido el corazón jamás lo que Dios guarda para los que le aman» (114). Y esto es una parte de la necedad, a la que no destruye la muerte, sino que la perfecciona al pasar a mejor vida. Los pocos a quienes les es dado gustar estos placeres experimentan algo muy parecido a la locura; dicen cosas poco coherentes y diversas de la costumbre humana; hablan sin sentido y cambian súbitamente de cara; tan pronto están alegres como tristes; lloran, ríen o sollozan; y, en fin, están verdaderamente fuera de sí mismos. Luego, cuando recobran el conocimiento, no saben si estuvieron dentro del cuerpo o no, ni si están dormidos o despiertos; ni recuerdan más que como a través de un sueño lo que han oído, visto, dicho y hecho; de lo único que están seguros es de que han sido profundamente dichosos durante su éxtasis, por lo cual lamentan el haber recobrado la razón, tanto que nada desean más que gozar sin interrupción de su especial locura. Tal es una ligera degustacioncilla de la futura felicidad.
Capítulo LXVIII
Pero noto que me he olvidado de que estoy traspasando los límites convenientes. Si alguien considera que he hablado con demasiada pedantería o locuacidad, pensad que lo he hecho no sólo como Estulticia, sino como mujer. Recordad, además, el proverbio griego que dice: «Los locos a veces dicen la verdad», a menos que penséis que este refrán no reza con las mujeres.
Veo que estáis aguardando el epílogo; pero os erráis si imagináis que me acuerdo de una sola palabra de todo este fárrago que acabo de soltar... Vaya este adagio antiguo: «No me gusta el convidado que tiene buena memoria.» Y yo invento éste: «Detesto al oyente que se acuerda de todo.» Por todo ello, ¡salud, celebérrimos devotos de la Sandez, aplaudid, vivid y bebed!
NOTAS
(1) En este punto, conviene repetir las reiteradas salvedades que ha inspirado a los traductores españoles la versión del título original. Bonilla y San Martín indicó a tal respecto: «Debe traducirse 'Stultitia' por 'Estulticia' y no por 'Locura'. Si Erasmo hubiese querido expresar esto último, habría escrito 'Insania', en vez de 'Estulticia'.» Lebrija había traducido «Stultitia» por «aquella bobería y poco saber». El hecho de que hayamos optado por seguir el parecer de Bonilla no significa que hagamos cuestión de gabinete de la defensa del mismo y que repudiemos otras traducciones aceptables. El lector advertirá en el curso de nuestro trabajo que, en cuanto ello ha sido posible, hemos traducido cada vocablo latino por el castellano más próximo y semejante; nuestra interpretación del encabezamiento no es sino otra manifestación de este criterio.
(2) Acerca del oráculo de Trofonio en Lebadea, en el cual el devoto recibía los mensajes del más allá durante su inmersión en una corriente que recorría rápidamente un antro subterráneo, dice Pausanias que de él se salía «helado de miedo, sin conciencia de lo que os pasa ni de quienes os rodean» (IX, 39) Bouché-Leclerq, Histoire de la divination, t. III, págs. 323-327, afirma que, como vemos en Erasmo, eran proverbiales la melancolía y la conmoción nerviosa de quienes habían visitado al oráculo.
(3) Mwroso/fouj en el original, palabra creada por Luciano, Alex, 40, para designar a los sabios que desbarran.
(4) Conocida es la comedia que escribió Aristófanes con este título, donde se caricaturiza a Pluto, dios de la riqueza, y se analiza su supuesta injusticia en el reparto de bienes.
(5) Ovidio, en Metamorf., VI, 333-4, habla de la flotante y errabunda isla de Delos, asilo de Latona, amante de Júpiter: Erratica Delos -orantem accepit tum cum levis insula nabat.
(6) Expresión homérica. Cfr. Odisea, IX, 109
(7) Plinio, en Hist. Nat., II, 5.
(8) Locución tomada del Apocalipsis, 1, 8: Ego sum Alpha et Omega, principium et finis, etc.
(9) Este poeta latino da comienzo a su De rerum natura con la invocación de Venus, a la que considera origen de todo bien.
(10) Lo insensato para el mundo es sensato para la Estulticia.
(101) En el Ayax, v. 554.
(12) Expresión virgiliana. Cfr. Eneida, VI, 715: Lethaei ad fluminis undam... securos latices et longa oblivia potant.
(13) Cfr. Mercator, II, 2, 33.
(14) Cfr. II, I, 249; III, 152.
(15) Expresión homérica. Cfr. Odisea, XVII, 218.
(16) Dafne fue metamorfoseada en árbol, según refiere Ovidio, en el 1. I, 452-567 de la Metamorf.; Ceyx, en ave, según el 1. XI, 410-742; Titón, en cigarra, en III, 98 y Cadmo, en serpiente, en IV, 571-603.
(17) Expresión horaciana. Cfr. Epist., 1, 4, 15.
(18) Hoc ouder, hoc botter Hollander (Cuanto más viejo es el holandés, más tonto).
(19) El córdax era una danza lasciva y descompuesta; la gymnopaidía era de origen espartano. Las atelanas eran unas groseras farsas que se representaban en los albores del teatro romano.
(20) Las imágenes de este dios, vinculado con el Horus egipcio, le representaban frecuentemente con ademán de recomendar silencio.
(21) No sabemos que Platón pasase en sus censuras contra el género femenino más allá de afirmar, como lo hace en el libro V de la República, que son diversas las aptitudes de los sexos y por lo general se advierte cierta inferioridad de la mujer respecto del hombre.
(22) En su traducción de Horacio, don Lorenzo Riber anota la oda IV del libro I indicando: «En los banquetes el simposiarca o el maestro y rey de la mesa era designado por la suerte. Era él quien señalaba el número de copas que cada uno había de beber; designaba a los que habían de cantar y dirigía las conversaciones.»
(23) Se trata de las famosas serpientes del templo de Esculapio en Epidauro, a las que menciona Aristófanes en el Pluto, v. 690 y 733. Todo el espíritu de estos párrafos de Erasmo, la alusión que acabamos de comentar y otras muchas expresiones proceden de la tercera sátira del libro primero de Horacio.
(24) Símbolo por antonomasia de agudeza de visión. En Ovidio, Metamorf., I, 625: Centum luminibus cinctum caput Argus habebat; inde suis vicibus capiebant bina quietem.
(25) Putiditas, en el original, palabra al parecer inventada por Erasmo, ya que no consta en otra parte. Nuestra versión es, por ende, pura conjetura.
(26) Locución proverbial.
(27) En Virgilio, Eneida, VIII, 2.
(28) Cfr. Platón, Apología, Georgias y Fedón, y Jenofonte, Memorias.
(29) El original dice miratur, por lo cual los traductores han solido verter «se asombraba», pero lo que hizo Sócrates, según Aristófanes, Nubes, v. 157, fue investigar y estudiar (rimatur) este sonido. Trátase, pues, indudablemente de un error perpetuado por la posteridad.
(30) No consta este incidente en biografía alguna del célebre orador y sí en diversos lugares su elocuente facilidad.
(31) República, V.
(32) El emperador Cómodo (180-192), hijo de Marco Aurelio.
(33) Personaje de Luciano, ejemplo de misantropía inmortalizado por Molière en su comedia de este nombre.
(34) Estos calificativos inusitados pertenecen a la Tebaida de Estacio, IV, 340.
(35) En Horacio, Epístola a los Pisones, v. 392 y sigs.: «El sagrado Orfeo, oráculo de los dioses, apartó de la vida y de las costumbres sanguinarias a los hombres salvajes. Así dijeron que amansaba tigres y leones corajudos. Y así se dijo del fundador de la Acrópolis de Tebas, Anfión, que movía las piedras al son de su laúd.» (Traducción de don Lorenzo Riber.)
(36) Ilíada, XVII, 32
(37) Virgilio, Eneida, I, 471.
(38) Uno de los argonautas, cuya clara vista se exageró proverbialmente, quizá por haberla emparentado con la del lince.
(39) La fábula mitológica suponía que había hecho al hombre de barro.
(40) Pluto, v. 266-7
(41) En el Fedro.
(42) Efectivamente dai/monej (de donde procede el castellano demonios) tiene dos significados: "divinidades" (sobre todo en Homero, posteriormente expresa un tipo de divinidad inferior) y "sabios" (que también puede puede adoptar la forma dah/monej). Erasmo considera que el primer significado procede del segundo, etimología propuesta por Platón en Crátilo 398b. El texto original presenta el incorrecto damh/noaj. Lo corregimos y mantenemos la forma en acusativo plural (N. del E.).
(43) Homero, Ilíada, XI, 514.
(44) La traducción exacta del scrinium original sería «escriño», o caja cilíndrica destinada a guardar papeles. En alguna versión española está traducido por tintero.
(45) Tema desarrollado en un diálogo de Luciano.
(60) En el Banquete.
(47) Baquis, v. 369.
(48) En el Reso, comedia seudoeuripídea, v. 394.
(49) Alusión a la fábula de un sátiro, acogido en casa de un labrador, y que vio asombrado como éste se soplaba las puntas de los dedos porque hacía frío y soplaba luego la sopa, porque estaba caliente.
(50) Los estoicos, llamados así por Platón, en el Tecteto.
(51) En el Banquete.
(52) Odas, III, 4, 5.
(53) En el Fedro.
(54) Eneida, VI, 133-135: Quod si tantus amor menti, si tanta cupido est -bis Stygios innare lacus, bis nigra videre -Tartara et insano juvat indulgere labori.
(55) Epíst., II, 13, 2. El mal a que se refiere es la instauración del triunvirato.
(56) Horacio, Epíst., II, 2, 133 y 138.
(57) Propercio, II, 10, 6.
(58) El demonio se jactaba ante San Bernardo de conocer siete versículos de los Salmos que tenían la virtud de asegurar la salvación eterna si se les recitaba diariamente. Como no quisiese indicar al santo cuáles eran, éste le manifestó que a partir de entonces leería a diario todo el salterio.
(59) Práfrasis de Virgilio, en Eneida, VI, 625-7.
(60) Epíst., XVII, 5.
(61) Alusión a Tomás Moro.
(62) En la República, 1, VII.
(63) Expresión proverbial.
(64) Es interesante comparar con este testimonio de aversión al mar, aquello de nuestra Epístola moral a Fabio.
«Piensas acaso tú que fue criado el varón para el rayo de la guerra para surcar el piélago salado?»
Y también con la frase de Gracián, en el Criticón, «Una nave no es otro que un ataúd anticipado.» La Vida de Estebanillo González (Clásicos Castellanos, II, pág. 242), dice a propósito de lo mismo: «Acabé de confirmar por insensatos a los hombres que pueden caminar por tierra... y se ponen la inclemencia de los vientos, al rigor de las ondas, a la fiereza de los piratas, y finalmente ponen sus vidas en la confianza de una débil tabla.»
(65) Este epigrama de Páladas, que está en su Antología, IX, 173, parodia el comienzo de la Ilíada y dice en su primer verso: ¹Arxh\ grammatikh=j penta/stixo/j e)sti kata/ra.
(66) Erasmo usa la palabra frontioth/risij, empleada humorísticamente por Aristófanes en Las nubes, v. 94, para caracterizar a la escuela de Sócrates. Nada más prudente que verterla por «pensadero», como indicó don Federico Baráibar en la traducción de este autor griego, y alejarse de las fantasías a que ha solido dar lugar la versión de este vocablo.
(67) Famoso humanista e impresor italiano relacionado con Erasmo.
(68) Frase tomada de la Ilíada, XI, 654.
(69) En el templo de Júpiter, en este lugar del Epiro, había varios cuencos de bronce dispuestos de modo que al golpear uno de ellos sonaban todos sucesivamente.
(70) Epíst. a los hebreos, XI, 1.
(71) Los escotistas lo explicaban diciendo que basta con la autoridad y la facultad de discernir, que son compatibles con la ignorancia.
(72) Ev. Juan, IV, 24. Epíst. a Timoteo, II, 2, 23; I, 6, 20; II, 2, 16; I, 1, 4; I, 6, 4, y Epíst. a Tito, III, 9.
(73) De Crisipo de Cilicia el más sutil e ingenioso de los estoicos.
(74) Cuestiones debatidas antaño en Oxford, cuya sustancia no se acaba de ver clara hoy. La primera frase es, sin duda, una parodia de la trascendencia que se daba al orden de las palabras en determinadas frases. La segunda ha sido diversamente interpretada y traducida y nuestra versión, muy meditada, no es sino otra hipótesis. Rodríguez Bachiller traduce el original Ollae fervere et ollam fervere por «La marmita hierve» y «hierve la marmita».
(75) A los siete cielos tradicionales añadieron otros tres, de los cuales el décimo, o Empíreo, se destinaba a los bienaventurados.
(76) La palabra «monje» deriva de monaxo/j, que significa solitario. Conviene tener en cuenta en este y en los capítulos siguientes, henchidos de envenenado apasionamiento y por ello fundamentalmente injustos y erróneos, el rencor que producía a Erasmo su nacimiento ilegítimo y el recuerdo de los amargos años juveniles pasados, contra su voluntad, en el monasterio de Steyn.
(77) Basílides, contemporáneo del emperador Adriano, enseñaba que existían 365 cielos, figurados por la palabra mágica «Abraxas», el valor de cada una de cuyas letras, al sumarse según la numeración griega, daba aquella cantidad. Así: A, 1; B, 2; P, 100; A, 1; C ' 60: A, 1: S ´ 200.
(78) Sat., II, 7, 21.
(79) Horacio, Sat., I, 8.
(80) Virgilio, Buc., III, 19.
(81) El Speculum historiale es una recopilación compuesta por el dominico Vicente de Beauvais ( 1264). Las Gesta romanorum parecen haberse escrito en Inglaterra a finales del siglo XIII y principios del siglo siguiente.
(82) Conocido verso inicial de la Epístola a los Pisones, donde se reprende, entre otros defectos, la disparidad de los elementos que entren en una obra literaria.
(83) Dice Horacio en la segunda epístola del libro primero de la que forma parte el v. 28 aludido: «Holgazanes como los pretendientes de Penélope, o la corte juvenil de Alcinoo, cuidadosa de pulirse el cutis más de lo que sería razón.»
(84) Juego de palabras entre e)pi/skopoj y a)laoskopi/h vocablo homérico (Ilíada, X, 515; XIII, 10 etc.), que significa "vigilancia vana".
(85) Epíst. a los romanos, XVI, 18.
(86) Alusión a las representaciones infernales de las hopas y corozas de los condenados a muerte.
(87) Ev. Mat., XIX, 27.
(88) Generalización malévola de la necesidad de acudir a la guerra en que se vio el Papa Julio II (1503-1513), para defender los Estados de la Iglesia, aliado con las armas españolas del Gran Capitán, en contra del expansionismo francés en Italia.
(89) La lechuza era símbolo de sabiduría.
(90) Sigue en el original el proverbio Equum habet Sejanum et aurum Tolosanum, que no sabemos traducir.
(91) Así se califica a sí mismo Horacio en Epíst., I, 4, 16.
(92) Odas, IV, 12, 27-8.
(93) Epíst., II, 2, 126.
(94)Epíst. a Fam, IX, 22, 4.
(95) Ev. Mat., XIX, 17.
(96) Retórica, 1, 6.
(97) Esta sentencia está en el Eclesiastés, XX, 33, y no en el XLIV, como dice Erasmo.
(98) Se refiere a Nicolás de Lira ( 1310), anotador de las Sagradas Escrituras.
(99) Ev. Luc, XXII, 35 y 36.
(100) Parece que se trate del agustino Jordanes de Sajonia (1380). La confusión padecida en la frase viene de que la palabra pellis equivale a tienda de campaña de cierto tipo y a la piel humana.
(101) Epíst. a los corintios, II, 11, 19; 16, 17, y I, 4, 10.
(102) Ibíd, III, 18.
(103) Ev. Luc., XXIV, 26.
(104) Epíst. a los corintios, I, 1, 25.
(105) Ibíd., I, 1, 18.
(106) LXVIII, 6.
(107) Epíst. a los corintios, I, 27 y 21.
(108) Isaías, según la cita de San Pablo, en Epíst. a los corintios. I, 1, 19.
(109) Hist. Anim., IX, 4
(110) Reyes, I, 26, 21.
(111) Ibíd., II, 24, 10.
(112) XXIV, 7.
(113) En el Fedro.
(114) Epíst. a los corintios, I, 2, 9, citando a Isaías.