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Charles Darwin (obituario)

Published on: jueves, 25 de noviembre de 2021 // ,


por Piotr A. Kropotkin

Le revolté (1882)

La humanidad acaba de perder en la persona de Charles Darwin a un sabio que no solo dio una dirección verdaderamente científica y racional a las investigaciones sobre la ley del desarrollo de los seres organizados, sino también a aquel que contribuyó más eficazmente, quizá sin quererlo, a derribar los prejuicios religiosos y que ejerció una mayor influencia sobre el desarrollo del espíritu crítico y de demolición de nuestro siglo.

En su obra El Origen de las especies y en toda la serie de trabajos que la siguieron, Darwin demostró y estableció científicamente que la inmensa variedad de formas animales y vegetales que podemos observar sobre nuestro globo terrestre no es la obra de un creador que se habría divertido en crear hoy un polípero, mañana un pez y pasado mañana un mono o un hombre. Darwin demostró que toda esta variedad de formas fue el resultado natural de la acción de las fuerzas físicas actuando durante miles y millones de siglos, primero sobre las células más simples, después sobre las aglomeraciones de células y más tarde sobre los vegetales y los animales —simples al principio y cada vez más complejos conforme pasaban los siglos—, diversificándose según los diversos climas y medios en los que vivían y se propagaban.

Darwin demostró que el hombre, que siempre ha querido situarse fuera y por encima del mundo animal, ha tenido exactamente el mismo origen que el resto de los animales. La especie humana no es más que una especie de animales perfeccionados en relación con sus antepasados —no siendo este perfeccionamiento sino una mejor adaptación al medio ambiente y un desarrollo de facultades y de estructuras favorables en la lucha por la existencia—. Durante un período de muchos centenares de siglos, el hombre y el mono tuvieron por antepasado común una especie animal que, al desarrollarse en direcciones diferentes, desembocó por un lado en el mono y por otro en el hombre. De este modo, el hombre y el mono son primos hermanos como lo son el caniche y el terranova. Pero lo que el arte ha logrado realizar con estas dos razas de perro lo ha hecho el desarrollo natural al producir estas otras dos especies: el hombre y el mono.

Hace veinte años, cuando los ateos discutían con los creyentes, estos últimos formulaban una pregunta que resultaba muy difícil de responder recurriendo a la ciencia. ¿Cómo es posible explicar que los animales y las plantas estén tan admirablemente adaptados al medio que habitan? ¿Cómo es posible que la garza esté tan bien hecha para habitar las marismas, el águila para la caza, el camello al desierto, el pez al agua, etc.? Darwin demostró que esta organización, adaptada al medio, es una consecuencia de la «selección natural», ayudada por la «lucha por la existencia». La influencia del medio produce primero ciertos cambios de organización; estos cambios se transmiten luego a las crías y en ellos se acentúan. La gacela que es un poco más ágil que las otras, el águila que tiene un ojo un poco más preciso o el camello un poco más capaz de soportar la sed tienen más posibilidades de sobrevivir en la lucha por la existencia y de dejar una descendencia que, al heredar sus cualidades, las desarrollará más ampliamente. Si hoy en día el camello está tan bien hecho para el desierto y la garza para la marisma es porque todos los que nacen mal adaptados al medio ambiente perecen o tienen menos oportunidades de dejar descendencia, mientras que los mejor adaptados sobreviven y dejan a sus pequeños, que se les parecen. El espíritu de un creador o de la naturaleza no tiene ningún papel aquí. Es el simple resultado de causas naturales.

La burguesía ha buscado convertir la «lucha por la existencia» en un argumento contra el socialismo. Es comprensible: suele hacer leña de todo árbol caído. Pero —sin entrar en desarrollos que el formato de Le Revolté no admite— baste decir que los hechos establecidos por Darwin son absolutamente contrarios a las teorías que pretende sostener la burguesía. «Los mejor adaptados al medio son aquellos que mejor sobreviven en la lucha por la existencia» dice la ciencia. Pero ¿quién está mejor adaptado al medio? ¿El que lo produce todo, el que inventa, el que es capaz de trabajar con sus manos y la cabeza, de dominar su existencia y desarrollarse —el obrero, en una palabra—, o bien ese ser abyecto que no sabe hacer otra cosa que reproducirse, que desprecia el trabajo, que no sabe hacer otra cosa que despilfarrar lo que otros han producido? Este ser está condenado por la naturaleza a morir, y morirá, ya está muriendo. Esto es lo que dice la ciencia.

Por otra parte, si bien Darwin no lo dijo él mismo, otros, aplicando sus métodos y desarrollando sus ideas, han demostrado que las especies son sociables, en las que todos los individuos son solidarios los unos con los otros, son precisamente las que más prosperan, se desarrollan y se propagan, mientras que las especies que viven del robo, como por ejemplo el halcón, están en decadencia en toda la superficie del globo. La solidaridad y el trabajo solidario es lo que consolida a las especies en la lucha que deben mantener contra las fuerzas hostiles de la naturaleza para asegurar su existencia. Esto es lo que nos dice la ciencia. Las investigaciones de Darwin y sus sucesores, lejos de justificar la explotación —lo cual les resultaría imposible—, son por el contrario un excelente argumento para demostrar que el mejor modo de organización de una sociedad animal es la organización comunista-anarquista.

Como sabio y como inglés, Darwin no llegó por sí mismo hasta las últimas consecuencias de sus investigaciones. Pero otros han desarrollado sus ideas y han explicado su auténtica significación, y sus ideas han dado un nuevo empuje al movimiento ateo. En Rusia ha contribuido poderosamente (en la medida en que una idea científica puede contribuir) al desarrollo del movimiento revolucionario y a conformar el espíritu crítico del nihilismo.

Analizar la influencia de Darwin sobre el desarrollo de las ciencias naturales no es nuestro campo. Sin embargo, aún nos quedan dos hechos que dar a conocer en nuestra pequeña nota.

El primero concierne a la influencia nociva de los «sabios» oficiales sobre la ciencia. Cuando Darwin publicó su libro en 1859, todos los sabios (con muy pocas excepciones) se pusieron en su contra; mientras que todo el público, la gran masa, se puso a su favor. Durante diez, quizá quince años, los sabios no dejaron de decir: «Las hipótesis del señor Darwin son muy ingeniosas, pero no tiene base científica». Las academias rechazaban abrirle sus puertas. Sin embargo la masa, el público, los jóvenes, obligaron a los sabios a aceptar las ideas de Darwin. Hoy sería difícil encontrar a diez de ellos que dudasen de la exactitud de sus ideas.

Darwin fue un gran trabajador. Al comprobar la inmensidad de las investigaciones que llevó a cabo, se comprende que tuvo que indagar duramente durante toda su vida para reunir ese acervo formidable de hechos sobre los cuales basó sus teorías. No en vano, tardó treinta años en recogerlos antes de publicar su obra. En la sociedad del futuro, cuando todo el mundo tenga la educación que Darwin tuvo al comienzo de sus estudios y la posibilidad de dedicarse a la ciencia, cuando cualquiera pueda concebir una hipótesis y necesite recoger grandes cantidades de datos para verificarla, este trabajo podrá llevarse a cabo en pocos años gracias a los esfuerzos colectivos. En una sociedad comunista no pasarán treinta años entre la enunciación de una hipótesis y su constatación científica mediante pruebas necesarias: se logrará en dos, tres años. Y la idea, lanzada al mundo, encontrará millones de cerebros dispuestos a hacerse con ella, a desarrollarla, a hacerla dar sus frutos.

Una última observación. Tenemos la vieja costumbre de decir: «Teoría de Darwin». Designar las teorías por el nombre de su autor refleja la pervivencia de un lenguaje surgido del régimen de la propiedad privada. En efecto, sería un gran error que fue el cerebro de Darwin el que descubrió la bella teoría de la «selección natural». Como todo gran descubrimiento, esta teoría estaba ya en el ambiente de nuestro siglo. Los sabios de la Francia revolucionaria del siglo pasado la habían previsto, y en el mismo momento en que Darwin publicaba su libro, otro sabio, Wallace, publicaba una obra sobre el mismo tema y Spencer llegaba a conclusiones análogas por otras vías. Lo que debemos a Darwin es haber elaborado esta teoría bajo todos sus aspectos, haber elucidado hechos que parecían contradictorios y haber acumulado formidables masas de pruebas para apoyarla. Pero la teoría sobre el origen de las especies no es la obra de un solo individuo, es la obra del siglo XIX.


Este texto es parte de el número 48 de la revista Desde el Confinamiento, que contiene un dossier sobre la teoría evolutiva que puede descargarse gratuitamente aquí. Una introducción puede leerse aquí.



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