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El egoista

Published on: sábado, 22 de octubre de 2022 // ,


Por George Woodcock

La penetración de los sistemas de pensamiento anarquista en la edad que siguió a la Revolución francesa y que estableció tanto el sistema capitalista de producción como el estado centralizado moderno, se demuestra, firmemente, en los distintos e independientes puntos de partida de autores de muchos países que le condujeron a similares puntos de destino libertarios. Godwin, como ya hemos visto, llegó a rechazar el gobierno a partir de la tradición de los disidentes ingleses modificada por la Ilustración francesa. Josiah Warren en los Estados Unidos y Pierre-Joseph Proudhon en Francia alcanzaron, independientemente, el anarquismo durante la década de 1840, sobre todo, criticando las doctrinas socialistas utópicas, especialmente las de Charles Fourier y Robert Owen. Durante la misma década en Alemania, Max Stirner en su única obra importante, El único y su propiedad (Der Einzige und sein Eigentum), partía del hegelianismo hacia un cambio completo de una doctrina que negaba todos los absolutos y todas las instituciones y se basaba a sí misma, solamente, en la “propiedad” del individuo humano. Es cierto que Stirner había estudiado las primeras obras de Proudhon, pero –como Proudhon mismo hizo al rechazar a Godwin– no advirtió la similitud entre sus propias conclusiones y las que se contenían en los escritos del anarquista francés. Sus argumentos, y el individualismo extremo a que le condujeron, pueden, por lo tanto, considerarse razonablemente como consecuencia independiente de una tendencia general de aquel tiempo.

A primera vista, la doctrina de Stirner parece muy diferente de la de otros pensadores anarquistas. Estos tienden, como Godwin, a concebir algún tipo de criterio moral absoluto al que el hombre debe subordinar sus deseos en nombre de la justicia y la razón. O, como Kropotkin, a postular alguna fuerza innata que una vez que la autoridad haya sido derrocada induzca a los hombres a cooperar naturalmente en una sociedad gobernada por invisibles leyes de ayuda mutua. Stirner, por otra parte, se aproxima al nihilismo y al existencialismo en su negación de todas las leyes naturales y de una humanidad común. Establece como su ideal el egoísta, que se realiza a sí mismo en conflicto con la colectividad y con otros individuos, que no rehuye utilizar cualquier medio en “la guerra de cada uno contra todos”, que juzga cada cosa fríamente desde el punto de vista de su propio bienestar y que habiendo proclamado su “propiedad”, puede entonces, entrar –con individuos que piensen de modo semejante– a formar una “unión de egoístas”, sin reglas ni órdenes para resolver aquellos asuntos de conveniencia común.

No hay necesidad de señalar el parecido entre el egoísta de Stirner y el superhombre de Nietzsche. El mismo Nietzsche consideraba a Stirner como una de las mentes más creadoras e injustamente olvidadas del siglo XIX. Sin embargo, hay elementos en el pensamiento de Stirner que le llevan claramente a la tradición anarquista y que le dan una influencia considerable en círculos libertarios durante el siglo XX. Tanto como cualquiera de los pensadores anarquistas más típicos, Stirner critica la sociedad existente por su carácter autoritario y antiindividual, postula una condición deseable a la que puede llegarse sólo con la caída de las instituciones gubernamentales. Aboga por la igualdad entre egoístas, aunque la vea en términos de la tensión creada por un equilibrio del poder. Y sugiere –aunque vagamente– medios insurreccionarios por los cuales pueda realizarse el cambio en la sociedad. Al mismo tiempo, han existido pocos anarquistas tan extremados como Stirner en la adoración de la fuerza, o tan jubilosos en su concepción de la vida como un perpetuo y amoral conflicto de voluntades.

Sin embargo, advertimos un curioso aspecto interior del carácter de los extremistas teóricos cuando observamos a este fanático del individualismo que llegó a alarmar incluso a algunos de los anarquistas, como por ejemplo a Kropotkin por la ferocidad de sus enseñanzas. El gran egoísta, el poeta del conflicto perenne que alabó el delito y exaltó el asesinato, era en la vida real, cuando publicó El único y su propiedad, en 1843, un profesor apacible y sufrido en la academia berlinesa de Madame Gropius para señoritas jóvenes. Se llamaba Johann Kaspar Schmidt. El seudónimo con que sustituyó su vulgar apellido hace referencia a su extraordinario desarrollo frontal. Stirn en alemán significa frente, y Max Stirner puede traducirse razonablemente como Max el “frontudo”.

De la misma forma que Schmidt tomó un nuevo nombre para publicar su libro, parece ser que creó una nueva personalidad para escribirlo, por lo menos que apeló a algún otro yo violento, no familiar, sumergido en su existencia diaria. Porque en la infeliz, desafortunada y desordenada carrera del tímido Schmidt no hay nada del emancipado egoísta que crea la apasionada quimera de Max Stirner. El contraste entre el hombre y su obra parece proporcionarnos el ejemplo clásico del poder de la literatura como quimera compensatoria.

Los hechos conocidos de la vida de Schmidt, reunidos dificultosamente por el poeta individualista John Henry Mackay en la década de 1890, son escasos y patéticos. Schmidt era bávaro, nacido en 1806 en Bayreuth, entonces una ciudad oscura y carente de la fama que Wagner y Richter le traerían más tarde. Salido de un hogar pobre, su padre murió siendo él joven y el segundo matrimonio de su madre le condujo a un período de vagabundeo por Alemania septentrional, interrumpido por enfermedades intermitentes. Más tarde, cuando la familia regresó a Bayreuth, Johann Kaspar siguió sus estudios en el instituto local, embarcándose luego en una larga, interrumpida y poco brillante carrera universitaria.


Casa en Bayreuth (Baviera, Alemania) donde nació Johann Kaspar Schmidt, “Max Stirner”


Desde 1826 a 1828, estudió filosofía en la Universidad de Berlín, donde asistió a las clases de Hegel, el primer héroe intelectual contra quien reaccionaría, decisivamente, más tarde. Siguió luego un semestre en Erlangen y su matriculación en Kónigsberg, donde no asistió a una sola clase. Posteriormente fue llamado a Kulm para cuidar a su madre víctima de la demencia. Sólo tres años más tarde, en 1832, pudo regresar a la Universidad de Berlín, donde por fin consiguió pasar, con apuros, el examen que le proporcionaría un certificado para dar clase en institutos prusianos.

Durante año y medio Schmidt trabajó como profesor a prueba, sin salario, en la Berlin Kónigliche Realschule, y al final de dicho período, el gobierno prusiano no quiso nombrarle para una plaza asalariada. Schmidt no protestó; ciertamente este período de su vida estuvo caracterizado por una apatía resignada que parecía impedir cualquier esfuerzo serio para tratar de superar sus desgracias. Y éstas continuaron. A pesar de carecer de empleo, Schmidt se casó con la hija de su casera en 1837; ella murió meses después al dar a luz. Schmidt reasumió entonces la tarea de cuidar a su madre loca y tuvo que esperar casi dos años antes de que finalmente hallara empleo como profesor en la escuela de Madame Gropius, donde permaneció durante cinco años dando clases satisfactoriamente.

Fueron éstos los años menos desgraciados de la vida de Stirner, la época en que se relacionó con algunas de las inteligencias más vitales de Alemania. Bajo su estímulo, emergió del estancamiento de su vida para escribir El único y su propiedad, un libro que, pese a sus fallos, jamás se puede criticar por falto de fuerza y ardor.

El medio ambiente que catalizó estas calidades inesperadas de la hasta entonces, improductiva mente de Johann Kaspar Schmidt, fue la taberna de Hippel en la Friedrichstrasse donde, durante los primeros años de la década de 1840, los jóvenes hegelianos de Berlín se reunían para discutir, corregir e incluso refutar las enseñanzas del maestro. Se denominaban a sí mismos Die Freien –los Libres– y formaban una especie de sociedad de debates irregular bajo el liderato de los hermanos Bruno y Edgar Bauer. Marx y Engels, y los poetas Herwegh y Hoffman von Fallersleben, fueron visitantes ocasionales. Los debates eran brillantes, extravagantes y ruidosos. Se trataba irrespetuosamente a los dignatarios visitantes y una tarde Arnold Ruge, que se había constituido a sí mismo en una especie de sumo sacerdote entre los hegelianos de izquierda, se enzarzó en una enconada disputa con el grupo de Berlín, lo que Engels celebró con un boceto a lápiz, boceto que se ha conservado. Ruge, grueso y fatuo, aparece chillando encolerizado contra los berlineses entre un tumulto de sillas patas arriba y papeles pisoteados. Mientras, ajeno a la refriega, una figura solitaria de ancha frente, con gafas, fumando displicentemente un cigarrillo, contempla la escena con gesto irónico. Se trata de Stirner, captado en el papel silencioso y desvinculado que desempeñó en la compañía de los Libres, el papel del oyente sonriente y crítico, en buenas relaciones con todos pero amigo de ninguno.

Sólo en una ocasión cayó la armadura de su desapego y fue después de la llegada, procedente de Medenburgo, de una mujer joven, guapa, brillante y superficialmente emancipada llamada Marie Dahnhardt, que frecuentaba la taberna de Hippel y fue aceptada por los Libres como una buena camarada que podía apurar su vaso de vino y fumar un cigarro como el mejor de ellos. Stirner vio en Marie una esperanza para recuperar la felicidad que había perdido en la vida y en 1843 se casaron. La ceremonia, que tuvo lugar en el apartamento de Stirner, fue bohemia y caótica, ya que cuando llegó el pastor encontró al novio y los testigos jugando a las cartas en mangas de camisa. La novia llegó tarde, con ropa de diario, y como que nadie se había acordado de comprar alianzas, la ceremonia tuvo que completarse con los anillos de cobre del portamonedas de Bruno Bauer. El único y su propiedad se publicó durante el primer año de su matrimonio.

No fue ésta la primera obra de Stirner que se publicó; Karl Marx ya había hecho imprimir en la Rheinische Zeitung un ensayo de aquél sobre métodos educativos. Pero fue el libro lo que condujo a Stirner a la fama, breve y escandalosa. En sus páginas no abogaba simplemente por un egoísmo y una amoralidad repugnante a la mayoría de las mentalidades del siglo XIX, sino que atacaba también el espectro total del pensamiento contemporáneo. No sólo Hegel, sino también Feuerbach, Marx y Proudhon –ya un anarquista confesado– fueron rechazados. Los habituales de la taberna de Hippel y especialmente Bruno Bauer, fueron condenados con el resto. Stirner se aplicó a demoler no solamente todas las creencias religiosas, sino también cualquier doctrina política, social o filosófica que le pareciera capaz de iniciar de nuevo todo el proceso religioso al postular cualquier cosa ajena al individuo, ya fuese un principio absoluto o un partido o incluso una abstracción colectiva como el hombre. El extremismo de sus argumentos provocó que celebridades como Feuerbach y Moses Hess le replicaran en letra impresa.


Segunda edición de El único y su propiedad (1845)


Pero el éxito de Stirner fue tan insustancial como la mayoría de los que proceden de la notoriedad. Su libro desapareció rápidamente de la atención pública y sólo cincuenta años más tarde, después de que la moda por Nietzsche hubiera preparado a los lectores para el culto de la propia voluntad ilimitada, tuvo lugar una resurrección popular de El ego y su propiedad. Durante la década de 1890 y la era eduardiana, fue muy leído, tanto dentro, como fuera de los círculos anarquistas. Algo había en el indisciplinado vigor del libro, que llamaba la atención especialmente a los rebeldes autodidactas de aquel tiempo, los adictos de los Institutos Mecánicos. Todavía en la década de 1940, pude encontrar un grupo de obreros anarquistas en Glasgow para los que el libro constituía aún un evangelio.

Esta moda, no obstante, tuvo lugar mucho después de la muerte de Stirner, y su efímero éxito fue seguido por renovada mala suerte. Abandonó la escuela de Madame Gropius. Aunque no se conoce la causa de su marcha, se debió probablemente al descubrimiento de que el dulce Herr Schmidt tenía por alter ego al terrible Herr Stirner que recomendaba la rebelión y glorificaba la violencia. Para ganarse la vida inició una serie de traducciones de economistas franceses e ingleses y publicó varios volúmenes de J. B. Say y Adam Smith. Era ésta una tarea ardua y poco remuneradora y, en un desesperado intento por conseguir rápidamente algún dinero, invirtió lo que quedaba de la dote de su esposa en una lechería, que a su vez fracasó por su falta de experiencia comercial. Hacia 1847, Marie Dahnhardt estaba tan harta de la inexperiencia y de los golpes que la vida daba a Stirner que le abandonó, marchándose, primero a Inglaterra y más tarde a Australia. Mucho tiempo después, en Londres, durante la década de 1890, John Henry Mackay la visitó encontrando que el recuerdo de aquellos días, medio siglo atrás, aún permanecía. Ella no quiso hablar de Stirner sino para decir que era “muy pícaro” y de una egolatría imposible.

Solo, Stirner se hundió progresivamente en la pobreza y la oscuridad. Vivió en una serie de antros, ganándose la vida miserablemente, organizando arreglos entre pequeños comerciantes, y publicando una Historia de la reacción cuya pedestre estupidez lleva la marca de Johann Kaspar Schmidt y no la de Max Stirner. Dos veces ingresó en prisión por deudas, y los últimos años de su vida, hasta que falleció en 1856, los pasó principalmente tratando de eludir a sus numerosos acreedores.

Era ésta la carrera de un hombre cuya tendencia al fracaso procedía claramente de algo más personal que simple mala suerte. De algún fallo de la voluntad que da a su único libro importante, visto contra el trasfondo gris de su vida, el aspecto de un violento esfuerzo para liberarse de una apatía natural y sofocante. La apatía se cernió de nuevo sobre Johann Kaspar Schmidt, el hombre, y finalmente lo engulló Max Stirner, el escritor, sobrevivió por la completa desesperación que da a su protesta su vigor peculiar.

Lo que llama la atención en El único y su propiedad es su antiintelectualismo apasionado. En contraste con el acento que puso Godwin en la razón, Stirner habla de la voluntad y los instintos. Trata de surcar todas las estructuras del mito y la filosofía, todas las construcciones artificiales del pensamiento humano, hasta el ego elemental. Niega la realidad de conceptos abstractos y generalizados, como el de hombre y humanidad. El ser humano es la única cosa de lo que tenemos un cierto conocimiento, y cada individuo es único. Es esta individualidad lo que cada hombre debe cultivar. El ego es la única ley, y no hay obligaciones para ningún código, credo o concepto fuera de él. No existen los derechos; hay sólo el poder del ego dispuesto para el combate. Incluso, conceptos godwinianos como el deber y las leyes morales inmutables, Stirner los niega completamente. Sus propias necesidades y deseos le proporcionan la única regla de conducta para el individuo autorrealizado.

Incluso la libertad, el gran objetivo de la mayoría de los anarquistas, es en opinión de Stirner, superada por la individualidad o “propiedad”. Stirner ve la libertad como una condición de estar exento de ciertas cosas, pero señala que la misma naturaleza de la vida hace de la libertad absoluta un imposible.

Uno consigue liberarse de muchas cosas, pero no de todas. Interiormente se puede ser libre a pesar de la condición de esclavitud, aunque, también, se es libre sólo de algunas cosas, no de todas. Pero uno no puede ser libre, como esclavo, del látigo o del carácter dominante del amo. “¡La libertad vive tan sólo en el reino de los sueños!”. La propiedad, por el contrario, es mi ser y mi existencia totales, es yo mismo. Soy libre de aquello de lo que estoy exento, dueño de aquello que tengo en mi poder o que yo controlo. Me pertenezco en todo momento y en cualquier circunstancia, si sé cómo poseerme a mí mismo y no sacrificarme en vano por los demás. Ser libre es algo que no puedo querer realmente, porque yo no puedo serlo, no puedo crearlo. Sólo puedo desearlo y aspirar a ello ya que no es más que un ideal, una quimera. Los grilletes de la realidad son causa continua de las mayores llagas en mi carne. Pero yo me sigo perteneciendo.


Dibujo de Friedrich Engels de una reunión en Berlín de los Freier (los Libres), que contiene la única imagen conocida de Johann Kaspar Schmidt, “Max Stirner”, realizada durante su vida.


No obstante, en su lucha por la “propiedad”, Stirner se halla a sí mismo enfrentado con el mismo enemigo que el anarquista en su lucha por la libertad: el estado.

El estado y yo somos enemigos. Yo, el egoísta, no me preocupo del bienestar de esta “sociedad humana”. No sacrifico nada a ella. Sólo la utilizo: pero para poder utilizarla completamente necesito transformarla en mi propiedad y mi criatura: esto es, debo aniquilarla y constituir en su lugar la Unión de los Egoístas.

El estado, ya sea despótico o democrático, es la negación de la voluntad individual. Está basado en la adoración del hombre colectivo. Además, sus propios sistemas de legislación y promulgación de leyes conducen a una estabilización, a una congelación de la acción y la opinión, que no puede tolerar el hombre que desea pertenecer a sí mismo. Por lo tanto, la lucha entre el egoísta y el estado es inevitable.

Para el estado es indispensable que nadie tenga una voluntad propia. Si alguien la tuviera, el estado se encargará de excluirle, encerrarle o desterrarle. Si la tuvieran todos, conseguirían destruir el estado. No puede concebirse el estado sin dominio y sin esclavitud; ya que el estado quiere ser señor de todo lo que abarca. A esta voluntad se la llama la “voluntad del estado”... Mi propia voluntad es el destructor del estado; por lo tanto, el estado la estigmatiza como “auto voluntad”. La propia voluntad y el estado son poderes en lucha a muerte, entre los cuales no es posible “paz eterna”

En el vacío dejado por el estado aniquilado surge el mundo de los egoístas. Un mundo que Stirner caracteriza de modo alarmante por el uso liberal de palabras como fuerza, poder y potencia, palabras que la mayoría de los anarquistas usan tan sólo en un sentido peyorativo. Como ya he observado, Stirner opone estas palabras al derecho.

No pido ningún derecho; por lo tanto no tengo que reconocer ninguno. Lo que puedo obtener por la fuerza así lo obtengo. Si no puedo obtenerlo por la fuerza es que no tengo derecho a ello, ni debe importarme demasiado. Ni me consuelo hablando de mi derecho imprescriptible [...] Con títulos o sin ellos, eso no me concierne; yo sólo soy poderoso, me he dado poder a mí mismo, y no necesito que nadie me de poderes ni derechos.

La accesión de cada hombre a su poder, que implica su individualidad, no sugiere, sin embargo, para Stirner un reino de rapacidad universal y matanza perpetua. Ni significa, tampoco, esgrimir el poder contra los demás. Cada hombre defiende por la fuerza su propia individualidad, pero una vez alcanzada la autorrealización del verdadero egoísmo no necesita ser agobiado con más posesiones que las que requiere. Reconoce que gobernar a los demás destruiría su propia independencia. “Aquel que, para mantener su propiedad debe contar con la ausencia de voluntad en los otros, es una hechura de esos otros, como el dueño es una hechura del esclavo. Si cesara la sumisión se terminaría de una vez con el dominio”.

En el mundo de Stirner no existirían amos ni esclavos, sino sólo egoístas y el mismo hecho de la retirada de cada hombre a su individualidad impediría el conflicto antes que agravarlo.

Como individuo, tú no tienes nada en común con los demás, por lo tanto, nada divisivo u hostil. No buscas tener razón contra él ante un tercer partido, y contiendes con él no “en base al derecho”, ni tampoco sobre ningún otro terreno común. La oposición se desvanece en completa división o simplicidad. Esto puede considerarse como un nuevo punto en común o una nueva paridad. Pero aquí la paridad consiste precisamente en la disparidad.

El egoísmo no niega la unión entre los individuos. Ciertamente, puede llegar a incitar a la unión genuina y espontánea. “El individuo es único, no como miembro de un partido. Se une libremente y se separa después”. Stirner, que rechaza lo práctico y siempre prefiere el aforismo al argumento, no entró en muchos detalles sobre la forma de la organización social que debería producir la Unión de Egoístas. Desde luego, algo lo suficiente estático, como para ser definido con una palabra como “organización”, existe fuera de la perspectiva stirneriana. Y él, claramente, se opone a la sociedad, tanto como al estado, porque la considera como una institución basada en una concepción colectiva del hombre, en la subordinación del individuo al conjunto. A la sociedad todo lo que Stirner opone es una unión basada en la libre reunión de egoístas, que utilizan su “relación” o “comercio” para su propio provecho y los abandonan tan pronto como han dejado de serles útiles.

Tú llevas a una unión tu entero poder, tu competencia y te haces valer a ti mismo. En una sociedad eres empleado, con tu poder de trabajo. En la primera vives egoísticamente, en la segunda humanamente, es decir, religiosamente, como “miembro en el cuerpo del Señor”. A una sociedad debes cuanto tienes y estás ligado a ella por deberes, estás poseído por “deberes sociales”. En cambio, tú utilizas una unión y la rechazas, sin ningún deber y sin deberle ninguna fidelidad cuando ya no ves forma de utilizarla. Si una sociedad es más que tu, entonces es más para ti que tú mismo. Una unión es sólo tu instrumento, o la espada con la que puedes agudizar y aumentar tu fuerza natural. La unión existe para ti y a través de ti, la sociedad, por el contrario, te reclama para sí misma y existe aun sin ti. En resumen, la sociedad es sagrada, la unión tu propiedad; la sociedad te consume a ti, tú consumes a la unión.


UN ÉXITO INTERNACIONAL: Traducciones de El único y su propiedad al inglés, francés e italiano. En Alemania ha sido el libro anarquista más leído de la historia, siendo reeditado constantemente.


Si en la vida real pudiera conseguirse el mundo de los egoístas stirnerianos, ese libre intercambio de seres únicos, cada uno acastillado en su poder, adquiriría una forma similar a la Utopía subterránea que Bulwer Lytton describe en The Coming Race, donde cada individuo posee poder en forma de energía mortal llamada vril. Se establece una suerte de equilibrio basado en el respeto mutuo, y la hermandad, paradójicamente, surge del peligro de la destrucción mutua. Por lo tanto, los gobiernos ya no son necesarios, y nada tienen que hacer frente a esta unión de lo poderoso.

Pero el mundo en que reinará la Unión de Egoístas no puede conseguirse sin lucha. Mientras permanezca el estado, afirma Stirner, el egoísta debe luchar contra él con todos los medios a su alcance, y la idea de esta lucha constante, llevada a cabo fuera de todas las concepciones de moralidad, le conduce a una rapsódica glorificación del crimen. “En el crimen el egoísta se ha afirmado a sí mismo y se ha burlado de lo sagrado; la ruptura con lo sagrado, o más bien de lo sagrado, puede hacerse general. Una revolución nunca compensa, pero un crimen poderoso, atrevido, desvergonzado, sin conciencia y orgulloso ¿no retumba en distantes truenos y no veis cómo el cielo se hace silencioso y lúgubre?”.

Stirner puede no haber tenido influencia directa sobre los criminales orgullosos y atrevidos cuya presencia oscureció el movimiento anarquista en los países latinos durante las décadas de 1880 y 1890, pero con frecuencia, se anticipa a ellos notablemente. Anticipó también la idea anarquista posterior del alzamiento espontáneo del pueblo, como una conjunción de individuos rebeldes, mejor que una insurrección de masas.

Al mismo tiempo, Stirner ataca a los socialistas y a los comunistas por su creencia de que la cuestión de la propiedad puede resolverse de modo amistoso. Será necesaria la fuerza. Cada hombre, declara Stirner, debe poseer y obtener aquello que necesita, y esto significa “la guerra de cada uno contra todos”, ya que “el pobre se hace libre y poderoso sólo cuando se levanta”. Aquí Stirner hace una distinción fundamental desde su punto de vista entre la revolución y la rebelión. Como Albert Camus en nuestra propia generación, niega la revolución y exalta la rebelión y sus razones van estrechamente unidas a su concepción de la unicidad individual.

No debe considerarse a la revolución y a la rebelión como sinónimos. La primera consiste en un trastrueque de las condiciones, de la condición establecida, o status, el estado o la sociedad, y es por lo tanto un acto político o social. La segunda tiene, ciertamente, como inevitable consecuencia una transformación de las circunstancias, sin embargo, no arranca de ahí, sino del descontento de los hombres consigo mismos. No es un alzamiento armado, sino un alzamiento de individuos, un levantamiento sin mirar las consecuencias que de él puedan derivarse. La revolución apunta a nuevos arreglos; la rebelión nos libera de estar sujetos a arreglos, nos lleva a arreglarnos a nosotros mismos y no pone ninguna esperanza deslumbrante en las “instituciones”. No es una lucha contra lo establecido, ya que, si ésta prospera, lo establecido muere por sí mismo...

Como mi objetivo no es derrocar ningún orden establecido, sino mi elevación sobre él, mi propósito y mis acciones no son políticos ni sociales, sino egoístas. La revolución le fuerza a uno a hacer arreglos; la rebelión pide que uno se alce o se ensalce a sí mismo.

Desde Godwin, que ponía su fe en leyes morales inmutables y veía la discusión racional como los medios mejores para cambiar la condición del hombre, hasta Stirner que exaltó al individuo amoral y abogó por la rebelión egoísta y autoafirmadora, el camino puede parecer largo. Sin embargo, termina para ambos en una sociedad de individuos orgullosos, cada uno seguro de su integridad y cooperando con otros individuos sólo en la medida que le convenga. Trabajando aislado, y separado de la corriente histórica principal del anarquismo, uno de ellos desarrolló la conclusión lógica y el otro la apasionada del pensamiento anarquista. Es significativo que estos dos pensadores tan diferentes hayan llegado, por caminos distintos, al mismo punto de destino.

Es cierto que El único y su propiedad es un libro altamente personal, un producto del descontento de Stirner, gritando desaforadamente contra todo lo que en la vida subyugara o destruyese su voluntad. Sin embargo, cuando uno ha meditado sobre él y ha soportado la terrible verborrea con que la sustancia de un brillante ensayo fue desmesurada hasta convertirla en el más tedioso de todos los clásicos libertarios, queda expreso un punto de vista que pertenece claramente a un extremo del variado espectro de la teoría anarquista.

De la teoría anarquista, pero no del movimiento anarquista. Como Godwin, Stirner no iba a ser descubierto por escritores libertarios hasta después de que el anarquismo asumiera una forma definitiva como credo de su tiempo. Incluso entonces su influencia afectó sólo a unos pocos y pequeños grupos marginales de individualistas. A Stirner se le debe un lugar en la historia del anarquismo como el rapsoda solitario de la individualidad de cada ser humano.

Este artículo es parte de un dossier sobre Max Stirner publicado en el número 66 de Desde el Confinamiento, que puede descargarse en formato PDF aquí. Una introducción puede leerse aquí.

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