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Noticias Amor y Rabia

Animal Laborans: ERROR 404

Published on: miércoles, 24 de mayo de 2023 // ,

Por Jonathan Pérez Fernández

 

10 de mayo de 2022


De niño, pasaba los veranos en Palacios del Pan, un pueblo de Zamora donde vive mi abuela. La casa vieja lindaba con el ayuntamiento, donde jugaba con los amigos cuando el alguacil se olvidaba de echar la llave. El edificio tenía dos plantas unidas por una escalera de mármol. En el descansillo, encima de una palmera artificial, había un cuadro en el que se veía un campo castellano, a punto de cosecha, con un lema escrito en el cielo: “Del trabajo de los hombres, nace la grandeza de sus pueblos”. Intuíamos la solemnidad de aquella frase en el mundo de los mayores. Mi amigo Iván carraspeaba y decía con voz grave: “del trabajo de los hombres, nace la grandeza de sus pueblos”.


Pronto descubrimos que la valía de una persona se correspondía con las horas dedicadas a enriquecerse o con el dinero y las propiedades acumuladas. En las comidas familiares, se decía “ese no ha dado un palo al agua”; “ese trabajó hasta que no pudo más”; “esa ha vivido del cuento”; “esa tiene el cielo ganado”. Merecía aplausos quien recibía una pensión por haber migrado en su juventud a Alemania. Quien se había jubilado anticipadamente era indigno.


Hoy, a la hora de comer, les he preguntado: ¿por qué habéis trabajado tanto? Ellos han dicho que es lo que toca, que gracias a eso yo puedo estudiar, que trabajan menos que la generación anterior, aunque si miro desde fuera, constato cómo la ambición, traducida en número de horas laborales, ha ido creciendo hasta llegar a mi padre, quien ha asegurado que “uno no puede estar sin trabajar”.


No se refiere a que haya que trabajar para comer, sino a que hay que trabajar para estar bien con uno mismo. Hay tres personas de mi familia con depresión. Mi padre encuentra la causa en el exceso de horas libres, que, sumado a la falta de empleo, provoca que uno tenga “demasiado tiempo para pensar”. He creciendo viendo al ocioso como alguien desgarbado, ojeroso, con problemas digestivos, alguien que pasaba las tardes en un sillón con las persianas bajadas.


17 de mayo de 2022


Me gustaría —solo durante estas páginas— ser filósofo y haber desarrollado un sistema que hiciera trizas aquel lema pintado en el cielo de Castilla. Pero solo escribo, zigzagueo, reflexiono para impugnar la idea del trabajo como elemento constitutivo del ser humano. Una idea que mi bisabuelo legó a mi abuelo, mi abuelo a mi padre y mi padre a mí: asumo el privilegio de haber recibido una educación que ellos no tuvieron, sí, y me niego a tomar el relevo, a correr con la mercancía averiada en la mano.


“Uno no puede estar sin trabajar”. Esa frase también la acaba de utilizar mi amigo Carlos. Asegura que no coge un mes entero de vacaciones, sino que lo parcela en semanas a lo largo del año, para no tener demasiado tiempo libre. El día es un día invertebrado si no hay hora de entrada y de salida. ¿Por qué?


Según Pascal, en el siglo XVII el número de creyentes había disminuido porque la gente ya no iba tanto a misa. Es decir, si voy a misa todos los domingos y participo en el ritual, las probabilidades de creer en Dios serán mayores. Si de los dieciséis a los veinticuatro años, hubiera pasado ocho horas al día en una fábrica de neumáticos, como mi amigo Carlos, hoy estaría pensando en comprar una casa con lo ahorrado y quizá me sentiría un poco inútil si no dedicase ocho horas al día, de lunes a viernes, a producir material para vehículos.


El individuo al que da forma el capitalismo tardío, al que necesita, “no es el hombre religioso o el hombre de bien, sino el consumidor que se siente feliz de serlo”, como indicaba Passolini. Carlos, además de ahorrar para comprar una casa, gasta el dinero en accesorios de la moto, en plataformas de series y películas, en tabaco, en pizzas gourmet del Mercadona o en ropa de usar y tirar de Primark.


El animal laborans contemporáneo, como ya señaló Javier Saavedra, construye su identidad muy precariamente por medio de la adquisición de identidades mediante el consumo. De la fábrica al centro comercial. Somos un trabajo, un coche nuevo, unas zapatillas bonitas, la marca del tabaco que fumamos, lo que dicen las etiquetas de nuestras camisetas y nuestros posts, una cafetera de cápsulas, el crucero al que nos subimos para estar confinados después de una pandemia. El primer eslabón, el más importante, no solo a nivel material sino también metafísico es el trabajo, la varita mágica que convierte al ser humano en ciudadano digno. El colectivo Krisis, en su Manifiesto contra el trabajo, afirma: “Los sacerdotes de la religión del trabajo siempre han predicado que el hombre, según su supuesta naturaleza, es un animal laborans. No se hace hombre hasta que, cual Prometeo, somete la materia natural a su voluntad y se realiza en sus productos”.


La dulce inercia que nos empuja a convertirnos en seres útiles, en cuerpos productivos que consumen, es aún más despiadada en los márgenes. Veamos.


El sociólogo Jamie McCallum hizo un estudio en un Work Ethic Camp (1) de Estados Unidos. Allí, se utiliza la ética del trabajo para enderezar a los delincuentes. Reinserción social y laboral van unidas. Los entrevistados por McCallum aseguraban que “es tan importante creer en el trabajo como trabajar” o “es una cárcel, pero también una escuela; la cárcel enseña y no hay nada más importante que aprender a trabajar”. El proceso de normalización, de resocialización, que se lleva a cabo en las instituciones penitenciarias usa el empleo como incentivo: quien produce, quien trabaja durante la “estancia” en prisión, saldrá antes.


He usado el estudio de McCallum porque es más probable conseguir una buena instantánea del poscapitalismo en las cárceles, los no-lugares de Foucault, que en la plaza pública, donde el sistema se disfraza, los lemas meritocráticos tiñen de rosa el aire y las frases que azuzan una libertad mentirosa son como luces estroboscópicas que nos atontan. En las cárceles, el Estado enseña al individuo a perfeccionarse, a dejar atrás los malos hábitos a través de un empleo. El buen preso acabará encajando con lo que se espera del sujeto contemporáneo. La nueva regla monástica: Consume et labora. El ocio del animal laborans ya no es tiempo libre sino tiempo de consumo. Un tiempo que es oro, moneda, dígito.


Aristóteles aseguraba que el ocio, no el negocio, es la esfera de la vida donde los seres humanos pueden acercarse a sus verdaderos “yoes”, donde han de luchar para alcanzar la virtud. A día de hoy, hay quien busca “sentirse realizado” en el trabajo, como si la oficina fuera el lugar que viene a completar al individuo. Se concibe el ámbito laboral como un espacio en el que el individuo llega a ser, se perfecciona, adquiere una identidad, encuentra una respuesta no vergonzante a las preguntas “y tú, ¿qué eres?; ¿qué haces ahora?”. Soy abogado, rider, agente inmobiliario. Defiendo a quien me paga, reparto a domicilio, vendo casas. ¿Y tú, el que se esconde en la esquina y mira al suelo? Yo no trabajo, no hago nada.


El “sentirse realizado” tiene que ver con la vinculación emocional entre empleado y empleador. Se busca unir la ganancia de la empresa al crecimiento profesional y personal —buen abogado, mejor persona— del asalariado. El empleado, además de vender su fuerza de trabajo, hoy ha de tener una actitud jovial, mostrarse agradecido. Proactividad. Mi compañero de piso trabaja en el McDonalds y le congelaron el sueldo hace dos años. Ahora bien, McDonalds lo obliga a rellenar unas preguntas tipo test para fingir que conoce su estado emocional y le da consejos prefabricados a través de una app de psicología. La ética del trabajo erige al empleador en un pater familias de cartón-piedra, en un tutor negligente que cuida al tutelado solo para la foto.


Cuando estalló la pandemia de covid-19, cayó la máscara de la vinculación emocional. Se pudo ver que la “preocupación” por el bienestar del trabajador no era algo esencial, sino un lujo prescindible. El ambiente aparentemente beatífico fue sustituido por el sálvese quien pueda. La desvinculación emocional fue una de las causas de la Gran Renuncia: más de cincuenta millones de estadounidenses dejaron su empleo en el año 2021 (2).


Iván, amigo del pueblo, me ha hablado hoy de la Gran Renuncia en una terraza de La Latina. Me cuenta que él también se ha ido del bufete en el que estaba por falta de motivación, por horas extra no pagadas, y también me dice que ahora cobra más, aunque el agobio no ha ido a menos. Son las ocho de la tarde, ya ha cumplido con su tarea, pero cada poco revisa el móvil para ver si le han llegado mails del jefe. El negocio es el negocio, me dice, cuando le pregunto si le merece la pena la conexión non stop. El móvil vibra, reclama atención: interrumpe hasta tres veces nuestra charla. Iván, como yo, viene de una familia de pastores y ganaderos; el abuelo presume con orgullo ante los amigos del pueblo: mi nieto tiene un puesto en el edificio más alto de Madrid. Iván trabaja en una de las cuatro torres y dice ahora, después de disculparse por haber deslizado el dedo por la pantalla (actualización: ningún email nuevo), que los lunes y viernes le está permitido ir a un work café. Un ambiente más distendido. No te miran mal si te levantas dos veces al baño en una hora.


El negocio es el negocio. Las palabras dicen mucho del espíritu de una época. Negocio viene del latín nec otium, no ocio. Para hablar de la actividad remunerada, un romano del siglo III debía nombrar el ocio y después negarlo. El empleo era “lo otro”, lo que no es ocio. Hoy, el trabajo ha colonizado el tiempo libre y la lengua da cuenta de ese fenómeno: hablamos de work cafés, de comidas en azoteas para practicar el networking o de la desconexión. Frente a la partícula negativa nec, el des. Frente al “ocio” como elemento clave, la “conexión”. Lo que antes era principal, ahora es accesorio. Por cierto, la palabra trabajo viene del latín tripalium: un yugo hecho con tres (tri) palos (palus) con que amarraban a los esclavos para azotarlos.


Otro síntoma lingüístico: se habla, más que de ética en el trabajo, de la ética del trabajo. Existe la creencia de que empleo y beneficio moral van unidos. Según el artículo 35 de la Constitución española: “todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo”. No “en”, sino “a través de”.


El ocioso alicaído no podrá “desarrollarse personalmente”, no promocionará, no alcanzará la virtud sino después de la firma del contrato que lo saque del paro y lo ponga en el lugar digno, la plaza pública por la que transitan quienes producen y consumen. Hablar de “desarrollo personal” —concepto que también acaba de usar Iván después de aflojarse la corbata— implica hablar de un individuo que solo puede avanzar gracias a un puesto remunerado. Jorge Freire, en el ensayo Agitación, considera que la ética del trabajo se ha difundido en el poscapitalismo como nuevo dogma de fe. El ser humano no puede vivir sin creencia. El tedio es la falta de mitología, decía Pessoa. La ética del trabajo promete al individuo que si se esfuerza, es proactivo y lucha cada día se verá recompensado en el más acá. Desde que el cielo está vacío y no rezamos, otras formas de autoengaño han arraigado en nosotros. Todo esfuerzo tiene su recompensa. Del trabajo de los hombres nace la grandeza de sus pueblos.


Toni Morrison, después de salir del colegio, iba a limpiar casas para ganar dinero. Era una niña a la que le gustaba sentirse útil, ocupar una posición relevante en el hogar. “Tenía que hacer algo de mí misma”, escribe, “y trabajar era la forma de conseguirlo”. Yo también trabajé de niño, pocas veces, en las tierras de mi padre. Mi tarea consistía en recoger patatas o en quitar piedras para que el arado del tractor no se averiase al labrar el campo. Íbamos ocho o nueve familiares y pasábamos el día bajo el sol, con un bocadillo de chorizo y una botella de agua. Recuerdo aquellas tardes polvorientas como algo desagradable, aunque también había una sensación positiva: la de ser uno más, con tanto derecho como los mayores a opinar y hablar en voz alta. El trabajo nos igualaba. Mis manos pequeñas eran tan necesarias como los dedos torcidos de mi abuela. Iván me dice que él también fue de pequeño a escardar fincas y a adecentar las parras de su tío abuelo. Ha dejado la corbata en la mesa, encima del móvil. No aguantaré mucho así, dice. Le digo que lo entiendo, que toca ganarse la vida y que probablemente su situación será mejor en unos meses. No es la primera vez que consuelo a un amigo con una mentira. Cada vez me siento menos culpable.


Jamie McCallum, en el estudio mencionado anteriormente, indica que “la ideología no es lo que impulsa las experiencias del día a día, sino el producto de esas experiencias; nuestro compromiso ideológico con el trabajo es el resultado de una incesante y repetida actividad”. Iván, con quien ceno hoy en La Latina, aquí, en esta mesa, dice ahora que después de dos años en un bufete, antes del nuevo trabajo, estuvo dos meses sin hacer nada. Lo pasó mal. No hay rutina sin trabajo, asegura. Le contesto que no hay rutina sin esfuerzo, pero que el esfuerzo puede consistir en leer a Virginia Woolf, regar el huerto, ir al teatro o sembrar una hilera de pinos. El animal laborans no concibe una rutina si no hay horas productivas, tiempo de vida canjeable por monedas.


Bertrand Russell, en Elogio de la ociosidad, indica que el goce del tiempo libre es fruto de la cultura y la civilización. Iván fue el primero de su familia en ir a la Universidad, los profesores de allí asfixiaron una curiosidad omnívora que yo envidiaba, aprendió a estudiar para sacar dieces, dejó de leer ensayos y novelas, después aprendió a rendir en el trabajo (¿y qué hay que sea más importante?) y ahora se aburre si está dos meses sin ir a la oficina.


El hijo del obrero a la universidad, gritaban en las manifestaciones de los noventa. Suerte tuvo el hijo del obrero que fue a la universidad y encontró el trabajo para el que había estudiado. Ya no suerte, sino un billete de lotería premiado, tuvo aquel a quien animaron a sentir amor por el arte, a fraguar un espíritu crítico. Ni tú, ni yo, Iván, salimos de la Universidad siendo los intelectuales que creíamos que íbamos a ser con dieciocho años. Le comento esto y él niega que en algún momento haya querido alcanzar el puesto de “intelectual”. Tú y yo, Iván, salimos de la Universidad con el diploma de graduado en derecho. Hasta aquí lo que le digo en voz alta.


Lo que pienso: y tú, ahora, has seguido la senda marcada por el orgullo del abuelo y el engranaje del sistema, te has formado para vigilar los balances de grandes empresas, estás rodeado de analfabetos funcionales que saben mucho de leyes caducas y nada más, ya no cuestionas, ya no hablamos de la belleza en Yerma ni de los hallazgos verbales en María Zambrano, tu entusiasmo por el conocimiento se ha convertido en un sueldo y una corbata. Tampoco le digo que me duele constatar lo inarticulado de sus frases, los lugares comunes, la derrota asumida.


Los placeres de las poblaciones urbanas, escribía Russell, han llegado a ser en su mayoría pasivos: ver películas, presenciar partidos de fútbol, escuchar la radio etcétera. El animal laborans agota toda su energía activa en el puesto de trabajo. Incluso las novelas o los ensayos, que exigen una actitud atenta, inquisitiva, indagadora, pueden consumirse hoy como audiolibros.


Hemos acabado el postre: una tarta de queso requemada. Dejamos de hablar de novias y novios y volvemos al asunto de este ensayo. Me dice que “es legítimo vender una cantidad de tu tiempo por mucho dinero”. Asegura, además, que “lo que no es legítimo es la explotación, pero que yo gane cuarenta mil euros al año por trabajar ocho horas al día sí es legítimo”. Le vibra el móvil; la pantalla se enciende. Lo pone boca abajo. Le contesto que él trabaja más de ocho horas al día, y él se consuela porque “mi jefe es el último que se va y él gana casi doscientos mil al año”.


El colectivo Krisis, en su manifiesto, indica: “ninguna casta dominante de la historia ha llevado una vida tan esclava y deplorable como los acosados directivos de Microsoft o Sony. Cualquier noble medieval los hubiese menospreciado profundamente. Porque mientras éste se podía entregar al ocio y dilapidar más o menos orgiásticamente su fortuna, las élites de la sociedad del trabajo no se pueden permitir ni una pausa. El ocio, el amor al conocimiento y el placer de los sentidos les son a ellos tan ajenos como a su material humano”.


El ídolo trabajo es la concepción del empleo como fin en sí mismo, como virtud o elemento constituyente del ser humano. El directivo ejemplar solo puede desconectar después de hacer una genuflexión. Le digo esto y él se ríe.


Las cifras suben. Dice que su jefe gana más de doscientos mil al año. Nuestro debate es ahora como La contrata de mozos de Claudio Rodríguez: ¿A qué hemos venido aquí sino a vendernos? Él cree que en algún momento (quinientos mil; setecientos noventa mil) le diré que sí está justificado emplear un tercio de tu vida en trabajar a cambio de X dinero. No se da cuenta de que mi argumento es cualitativo, no cuantitativo. El trabajo no dignifica.


Si la posmodernidad es la era de la automatización, ¿por qué el trabajo ocupa hoy más horas que nunca? El individuo posmoderno se ahoga en un pozo de angustia si no tiene hora de entrada y de salida, le digo. Lo que dignifica es el esfuerzo, el salir de la cama todos los días y tejer jerséis de lana, cuidar a una madre inválida, levantar una construcción para habitar en ella y no para especular, organizar un foro para politizar al vecino. Él contesta que eso es, en esencia, trabajar. Y yo le digo ¿no cabe el esfuerzo sin trabajo?.


Contesta que no.


Lo entiendo, porque las ocho horas que pasa en la oficina son las que dan sentido a sus días, las que materializan la prosperidad que ofrece a su abuelo, envuelta en papel de regalo, cuando vuelve a casa.


25 de mayo de 2022


Hoy, antes de coger el tren a Madrid, he ido a comer con mi abuela a Palacios del Pan. Me llamó ayer para que fuera un poco antes de las dos y le hiciera un recado. Papeles de tierras y subvenciones que hay que darle al secretario. Cuando he llegado, la he visto azuzando el carbón de la estufa. Después del mini-verano que San Isidro ha traído bajo el brazo, las temperaturas han bajado mucho. Veintidós de máxima y siete de mínima.


Creía que se me había olvidado andar en bici. He ido al ayuntamiento y no se me ha salido la cadena. Donde antes estaba la palmera artificial, en el descansillo de la escalera de mármol, ahora hay un hueco: una pared blanca manchada de verde. O la palmera no era artificial, o el sol derritió el plástico y manchó la pintura. Encima de la mancha, agrietado, un poco desteñido, estaba el cuadro con el lema: del trabajo de los hombres, nace la grandeza de sus pueblos.


Le he dado los papeles al secretario, un joven guapete, que me ha pedido que firmara y yo he firmado sin leer nada, emulando el garabato de mi abuela, por si acaso. Al bajar, he descolgado el cuadro del campo de Castilla.


He aparcado la bici en el corral, he ido a la caseta de las herramientas y he usado el hacha para dividir el cuadro en ocho partes desiguales. Me he inventado que una gallina se había escapado. Abuela, ven, he gritado. Te dejo buscándola, que voy al servicio, le he dicho.


He entrado al salón. Pues habrá vuelto a su sitio ella sola, me ha dicho al volver, no he visto nada. Será eso, le he contestado. Nos hemos sentado a comer. El campo de Castilla y su lema triunfal caldeaban la habitación.


NOTAS

(1) Campo de ética del trabajo. Una institución similar en España serían los trabajos en beneficio de la comunidad.

(2) Causa número 6: ¿Sabes qué es la Gran Renuncia?.


Fuentes


Antes de redactar el ensayo, he leído Elogio de la ociosidad, de Bertrand Russell, y Manifiesto contra el trabajo, del Grupo Krisis. El experimento del Work Ethic Camp aparece en How the work ethic became a substitute for good jobs, de Jamie McCallum (Aeon, 2021).

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