Clases y partidos en la Revolución Francesa, por Angel J. Cappelletti
La burguesía llevaba un plan claro y definitivo, que tendía a establecer, en lo político, un Estado unitario (con la eliminación de los privilegios feudales y de las autonomías locales) y una monarquía constitucional, sujeta a la vigilancia del parlamento (integrado por propietarios y burgueses), y, en lo socio-económico, el absoluto laissez faire, es decir, «libertad entera de las transacciones para los patronos y estricta prohibición de coaliciones entre los trabajadores» (Kropotkin, La gran revolución). El pueblo, en cambio, no tenía un proyecto definido, aunque sus ideas eran claras respecto a lo que debía destruir. Se fundaban en el odio a la aristocracia ociosa, al clero justificador de la opresión, a las instituciones del Antiguo Régimen. Tenían sus raices «en la desesperación del campesino, cuando el hambre reinaba en las villas y en las aldeas» (Kropotkin, op. cit.). Ahora bien, sin esas ideas deletéreas y sin ese odio alimentado por la secular opresión, la burguesía nunca hubiera conseguido derribar la monarquía y poner fin al feudalismo. En los Estados Generales, las clases populares no tuvieron casi representación alguna. La burguesía se atribuyó el papel de portavoz de las mismas, pero al mismo tiempo evitó cualquier planteamiento tendiente a satisfacer sus esenciales aspiraciones, como el otorgamiento de la tierra a las comunidades de trabajadores agrarios. Todo lo que tuvo alguna importancia en las resoluciones de la Asamblea del Tercer Estado se debió a la presión de las clases bajas, sin las cuales los «valerosos» representantes de la burguesía no hubieran conseguido vencer su timidez. En los meses previos a la toma de la Bastilla se delineaban con toda claridad dos corrientes revolucionarias, que representaban los ideales y las aspiraciones de clases diferentes: el movimiento político de la burguesía y el movimiento popular. «Ambos se daban la mano en ciertos momentos, en las grandes jornadas de la Revolución, por una alianza temporal, obteniendo grandes sobre el Antiguo Régimen. Pero la burguesía desconfiaba siempre de su aliado del día, el pueblo. Así se caracterizaba lo ocurrido en julio de 1789. La alianza fue concluida sin buena voluntad por la burguesía y por lo mismo, ésta se apresuró el día 15 y aún durante el movimiento a organizarse para sujetar al pueblo rebelde» (Kropotkin, op. cit.).
Es evidente que la emergente burguesía utilizó a las clases bajas en su lucha contra el absolutismo y la aristocracia, pero es igualmente claro que en ningún momento dejó de sentir hacia aquellas clases una profunda desconfianza y un temor no injustificado, ya que el propósito de las mismas no era otro que el de hacer efectivas la libertad y la igualdad proclamadas por la revolución, lo cual suponía acabar también con toda expectativa de predominio burgués. En el proyecto de la burguesía se contemplaba la instauración de una monarquía constitucional (al estilo inglés) más bien que la de una república democrática. Cuando los campesinos exigieron la total abolición del derecho feudal (ya en 1789), los burgueses reaccionaron con miedo y, tras una aparente prudencia legislativa, escondieron su temor a la igualdad social. Con frecuencia se armaron y combatieron contra los campesinos: «El pánico se apoderó de los burgueses y se esperaba a los "bandidos". Se habían visto "seis mil" avanzando para saquear todo, y la burguesía se apoderaba de las armas existentes en el Ayuntamiento o en las armerías, y organizaba su guardia nacional, temiendo mucho que los pobres de la ciudad, haciendo causa común con los "bandidos", atacasen a los ricos» (Kropotkin, op. cit.).
La historiografía liberal suele ignorar esta confrontación, no pocas veces violenta, entre la burguesía (ansiosa por apoderarse de los bienes de la nobleza y del clero y por asumir los cargos importantes del gobierno y la administración) y el pueblo rural y urbano. Jean Jaurés la señaló ya en su Historia socialista de la Revolución francesa, pero la historia oficial nada dice de las milicias creadas por la burguesía para aplastar a los aldeanos inconformes y de las duras leyes que los diputados burgueses votaron en la Asamblea para reprimir sus protestas. Es claro que a estos hechos no se debe aludir en las celebraciones gubernamentales y diplomáticas ni en los homenajes «centenarios» (organizados por mandatarios «socialistas»).
La Revolución francesa, a diferencia de la inglesa (1648-1657), no se contentó con afirmar la libertad religiosa, sino que estableció las bases de la igualdad social y hasta llegó, como dice Kropotkin, a «proclamar los grandes principios del comunismo agrario, que veremos surgir en 1793». En Inglaterra la burguesía accedió al poder político y logró una gran prosperidad comercial e industrial, aunque no sin verse obligada a compartir el uno y la otra con la aristocracia. Pero, aunque ésta era también la meta de la alta burguesía de Francia, aquí la revolución «fue sobre todo un levantamiento de los campesinos: un movimiento del pueblo para entrar en posesión de la tierra y librarla de las obligaciones feudales que pesaban sobre ella; y aunque había en esto un poderoso elemento individualista —el deseo de poseer la tierra individualmente— había también el elemento comunista: el derecho de toda la nación a la tierra, derecho que veremos proclamar altamente por los pobres en 1793» (Kropotkin, op. cit.).
Mientras la burguesía entendía la proclamada «igualdad» como igualdad ante la ley, el pueblo la interpretaba como igualdad social y económica y se esforzaba por llegar al nivel de la realidad concreta lo que no era sino una abstracción jurídica. La «Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano», basada en la «Declaración de la Independencia» de los Estados Unidos y redactada por representantes de la burguesía, seguía considerando «inviolable y sagrado» el derecho de propiedad. El célebre abate Siéyes, vocero de esa burguesía, proponía por entonces una división general de la población de Francia en ciudadanos activos, es decir, propietarios (con derecho a elegir para el gobierno) y ciudadanos pasivos, esto es, proletarios (sin derechos políticos). Poco después, la Asamblea, dominada por representantes de la burguesía, acogía esta dicotomía como principio esencial de la Constitución, con lo cual la igualdad, «apenas proclamada, era —como dice Kropotkin— vilmente violada» (op. cit.). Desde entonces, los usufructuarios (ya que no los únicos protagonistas, como se pretende) de la Revolución, interpretaron el principio de igualdad anunciando que «todos los hombres son iguales, pero algunos son más iguales que otros». La lucha de clases durante la Revolución francesa se desarrolló entre tres contendientes principales:
1. La aristocracia y el alto clero, que poseían la mayor parte de las tierras útiles, apoyaban a la monarquía absoluta y eran apoyados por ella.
2. La burguesía, nueva clase emergente, que aspiraba a sustituir a la aristocracia en el gobierno y en la propiedad territorial, contraria al feudalismo y al absolutismo real, y proclamaba la libertad individual y la igualdad ante la ley.
3. El pueblo urbano y rural, formado por artesanos, obreros, peones, soldados, campesinos sin tierra, etc., que apoyaba, en principio, la lucha contra el feudalismo y la monarquía; que aspiraba a una igualdad real (social, política y económica) y a una libertad efectiva, y que fue quien vertió su sangre por la Revolución.
La burguesía, con ayuda del pueblo, venció a la aristocracia. Pero se quedó con los bienes y aun con los privilegios de ésta, y para defenderlos se vio obligada a sostener una lucha, mucho más dura y cruel que la primera, contra el pueblo mismo sobre cuyas espaldas se había encaramado.
Las clases sociales en pugna tenían sus órganos políticos que, si no eran partidos en el sentido actual de la palabra, asumían el papel de éstos en los cuerpos legislativos, en los poderes públicos, en el periodismo, etc.
1. Los aristócratas y el clero formaban el partido del absolutismo, que luchaba por la defensa del statu quo y por la conservación de los privilegios feudales. En un momento dado (durante el Terror), este partido se tornó enteramente clandestino. De hecho, llegó a ser el partido de los «emigrados», víctimas compadecidas y mimadas por las cortes alemanas y por el Papa. Este partido representaba obviamente la extrema derecha, que no careció de ideólogos brillantes como De Maistre.
2. En el seno ya de los enemigos del absolutismo, la burguesía estaba representada por diversos grupos o partidos que, de derecha a izquierda, eran:
a) Los monárquicos constitucionales (admiradores de las instituciones inglesas).
b) Los girondinos, partidarios de una república moderada.
c) Los jacobinos, que proponían una lucha radical contra la monarquía y el feudalismo, y aspiraban a la total liquidación del poder de la nobleza y del clero. Dentro del partido jacobino se dieron diferencias ideológicas importantes, que configuraron tendencias contrapuestas. Robespierre, pese a su personalidad de censor y de verdugo, fue un moderado, que consideraba postergable el planteamiento de la cuestión agraria y de los problemas sociales. Más hacia la izquierda se situaba Marat y más todavía Hebert, el cual se inclinaba ya hacia las ideas comunistas, aunque seguía considerando la conquista del poder político más importante que cualquier cambio en el régimen de la propiedad.
Constituye un grave error la exaltación del jacobinismo como la «izquierda» de la revolución. Los jacobinos fueron, en realidad, la izquierda de la burguesía. El terror que instauraron estaba ideológicamente vinculado con su concepción centralista del Estado, con su idea de la «dictadura democrática», con su propósito de utilizar al pueblo antes que de serle útil. En este error incurrieron muchos historiadores marxistas-leninistas, como A. Soboul (La Revolution francaise), que, aun reconociendo el papel de la masa popular en la gesta revolucionaria, trataron de minimizar, con óptica rigurosamente estalinista, los intentos de autogestión y de democracia directa, puestos de relieve, en cambio, por D. Guérin y, ya antes, en alguna medida, por M. Aulard.
Más allá del jacobinismo, aunque originadas en él, surgieron las sociedades secretas comunistas, promovidas desde 1794 por Babeuf y Buonarroti, que postulaban la nacionalización de la tierra. Pero más allá de este comunismo centralista (llamado a desembocar en Blanqui y en Lenin), hay todavía un comunismo abierto y popular, muchas veces libertario y federalista, desarrollado en calles y plazas y predicado en las secciones de barrios, cuyos exponentes fueron, entre otros, Varlet, Chalier, Leclerc, Jacques Roux («el cura rojo») (M. Dommanget, Jacques Roux. Le curé rouge, 1948), Dolivier (cura de Mauchamp y autor de un Ensayo sobre la justicia primitiva), Boisel (que escribió el Catecismo del género humano), L’Ange (a quien Michelet considera como un predecesor de Fourier). Pero también el redactor del célebre Manifiesto de los Iguales, Sylvain Maréchal, rechaza tanto la propiedad privada como cualquier forma de gobierno (M. Dommanget, Sylvain Maréchal L’egalitaire, 1950). Ésta era la ideología de las clases populares; ésta era la verdadera izquierda de la revolución. «No más propiedad individual de las tierras: la tierra no es de nadie. Reclamamos y queremos el disfrute común de los frutos de la tierra: los frutos son de todo el mundo», dice Maréchal en el Manifiesto. Pero también declara allí que, «al instaurarse la comunidad de bienes, desaparecerá toda diferencia entre gobernantes y gobernados, y afirma tácitamente la abolición del Estado». Maréchal no fue el único anarquista de la revolución, aunque sí el más representativo, como dice Leo Valían («La genesi dell’ anarchismo», en Anarchici e anarchia nel mondo contemporaneo, 1971). De hecho, en 1793, los burgueses girondinos y aun jacobinos solían llamar a los oradores y periodistas populares, cuyas voces eran oídas en las secciones comunales, «anarquistas».
Un balance de los hechos e ideas que conformaron «la Gran Revolución» nos obliga, pues, a afirmar que en ella el papel protagonista correspondió al pueblo más que a la burguesía (aunque ésta lograra capitalizar para sí sus éxitos militares); que desde el comienzo se advirtió una poderosa tendencia al comunismo (que se puede encontrar inclusive en filósofos como el girondino Condorcet); que los municipios y las secciones barriales, es decir, los organismos de base, tuvieron un papel fundamentalísimo; que en los hechos revolucionarios pesó más la acción espontánea del pueblo que la planificada estrategia de los partidos burgueses; que la extrema izquierda de la revolución no la configuraron los jacobinos de Robespierre, de Saint-Just, de Marat o de Hebert, ni siquiera los «iguales» de Babeuf y Buonarroti, sino los «anarquistas» como el cura Roux, L’Ange, Maréchal y congéneres, cuyas fortalezas eran las secciones y clubes de barrio.
En el campo —y no debe olvidarse ni por un momento, frente al protagonismo de París, que la Francia de 1789 era aún mayoritariamente rural— los aldeanos exigieron la abolición de los privilegios feudales y despojaron a los aristócratas de aquellas tierras que en los siglos anteriores le habían sido arrebatadas a la comuna. Al mismo tiempo, luchaban contra la influencia del clero, protegían a los descamisados y detenían a los nobles que regresaban de la emigración para atentar contra la República. Más aún, lograban detener al rey fugitivo y a su familia.
En París y en las ciudades la Comuna llegó a ser el instrumento de los descamisados contra la monarquía, los aristócratas conspiradores y los reaccionarios príncipes alemanes. En un momento dado, emprendió inclusive la tarea de nivelar las fortunas. Fue el verdadero agente de la deposición del rey y bien puede decirse que a ella, y no a la Asamblea de los diputados burgueses, se debe el fin de la monarquía. A partir del 10 de agosto constituyó la verdadera fuerza de cambio y no cabe duda de que la Revolución mantuvo su ímpetu y su vigor mientras la Comuna siguió viva. Ella fue el alma de la Revolución. En su seno floreció la verdadera izquierda del momento, cuyas aspiraciones y proyectos, un tanto vagos e imprecisos sin duda, iban más allá de todos los planes jacobinos y trascendían de hecho, en muchos aspectos, el programa de Babeuf y los iguales.
La Comuna no constituía un cuerpo ni sus miembros habían surgido de una elección popular, precisamente porque era el pueblo mismo, en su función de autogobierno. La fe en la democracia representativa, que la burguesía supo imponer al pueblo, todavía no había arraigado en él. De tal modo, la Comuna, a través de sus secciones de barrio y de sus «tribus» (como se las llamaba), formaba otros tantos órganos de administración popular, en los cuales ni por un momento dejaba de tener activa y directa participación del pueblo revolucionario (Kropotkin, op. cit.).
Varias pruebas del arraigo de la Comuna, como órgano directo de los trabajadores urbanos y rurales y como instrumento revolucionario en las coyunturas de cambio, se encuentran en la historia de Francia. En la Edad Media, la agrupación de comunas (de gremios, de guildas, etc.) originó la ciudad libre, que opuso exitosamente su estructura esencialmente horizontal al verticalismo de la sociedad feudal. Al ser invadida Francia en 1871 por los ejércitos germanos, se levantó no sólo contra el Imperio Prusiano sino también contra el Imperio Napoleónico y contra la República burguesa, la gloriosa Comuna de París (H. Koechlin, Ideologías y tendencias en la Comuna de París, 1965).
Cuando se inició la Revolución francesa, el pueblo se dio una organización espontánea, pero no por eso menos firme, para enfrentar la lucha contra la reacción monárquica y, sin duda, también contra las pretensiones hegemónicas de la burguesía emergente. Ésta, que veía en la democracia representativa, cuyo amplio margen de manipulación la favorecía, el único medio para lograr sus fines, había dividido la ciudad de París en sesenta distritos que debían nombrar los electores de segundo grado. Tales distritos, una vez hecha la elección, debían desaparecer. Y, sin embargo, no lo hicieron. Por obra del pueblo, es decir, de las bases militantes que constituían, al margen de todos los clubes políticos girondinos o jacobinos, la auténtica izquierda de la revolución, siguieron viviendo. Más aún, se auto-organizaron y llegaron a constituirse, por la acción espontánea pero consciente de sus miembros, en órganos permanentes de la administración urbana, con plena autonomía, pero no sin una coordinación que a todos les vinculaba para el logro de los fines comunes. Se hicieron cargo así de las funciones que correspondían hasta entonces a la judicatura y a los diferentes ministerios.
De tal manera, la Comuna comenzó a organizarse con un movimiento de abajo hacia arriba, a partir de la libre iniciativa popular, bajo la forma de una liga o federación de organismos barriales o de distritos. La oposición ideológica y la lucha de clases se manifestaba en aquel momento como renuncia de los diputados burgueses de la Asamblea Nacional (que representaban toda la gama ideológica, desde los monárquicos constitucionales hasta los republicanos jacobinos) a discutir la Ley Municipal, mientras por otra parte las bases populares (los militantes de las secciones y los barrios, que poco se cuidaban de la República burguesa, y que constituían una izquierda afecta a la democracia directa), pretendían conservar, por encima de todo, la autonomía barrial y comunal, y preservar la federación de las secciones en lugar de cualquier forma de Estado centralizado.
Este principio de federación y libre asociación, cuyos fundamentos podrían encontrarse en enciclopedistas como Helvetius, era de hecho la piedra de toque de la izquierda en la Revolución francesa y la mejor aspiración del pueblo frente a la burguesía, que intentaba ocupar el sitial de la antigua aristocracia. El principio se extendió a toda Francia. Las ciudades del interior se vincularon entre sí y con la Comuna de París, a través de lazos enteramente ajenos al parlamentarismo y a la representatividad burguesa. Y esto confirió una fuerza irresistible a la Revolución (Kropotkin, op. cit.). Ya Michelet señalaba con agudeza el vigor de la acción directa del pueblo frente raquitismo de la acción burguesa parlamentaria, pretendido símbolo de la unidad nacional republicana. A. Aulard, Henri See y, más recientemente, Daniel Guérin, han demostrado que fue la acción popular, centrada en las secciones y en los barrios (es decir, la acción de la Comuna, autogestionada) la que promovió, más allá de la prudencia, de la pusilanimidad o de los oscuros intereses de los representantes burgueses, todo cuanto hubo de verdaderamente revolucionario en la Gran Revolución Francesa.
Este texto (Caracas, 1989), está incluido en el libro "Ensayos libertarios" (1994).