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El atroz régimen católico de Croacia

Published on: domingo, 7 de abril de 2019 // ,


JOHN CORNWELL

Pacelli [el papa Pío XII] y los funcionarios de la Secretaría de Estado estaban convencidos, al igual que los gobiernos de toda Europa, de que la guerra entre Alemania y la Unión Soviética era sólo cuestión de tiempo. Dadas las posibilidades de que Europa cayera bajo la bota de Stalin, y las abundantes pruebas de la intención soviética de suprimir las iglesias cristianas, la campaña de Mussolini en el Balcanes en octubre de 1940 se consideró entre algunos miembros de la curia con cierto optimismo, ya que en ese contexto Yugoslavia aparecía como un último baluarte para Italia y el Mediterráneo. El fracaso de Mussolini en derrotar a los griegos obligó no obstante a Hitler a acudir en su ayuda. Para conseguir el acceso a Grecia había que convencer a Yugoslavia de que se uniera al Eje. El pacto entre Alemania, Italia y Yugoslavia se firmo en Viena el 25 de marzo de 1941. Dos días después, un grupo de nacionalistas serbios tomaban el poder en Belgrado, abolía la regencia y anunciaban que Yugoslavia se unía a las democracias occidentales. Churchill declaró desde Londres que los yugoslavos habían recuperado su «alma».

Como represalia, Hitler invadió Yugoslavia el 6 de abril como parte de su ofensiva contra Grecia, bombardeando la ciudad abierta de Belgrado y matando a cinco mil civiles. Cuando la Wehrmacht entró en Zagreb el 10 de abril permitió que los fascistas croatas declararan la independencia de Croacia. Al día siguiente, Italia y Hungría (otro Estado fascista) unían sus fuerzas a las de Hitler para repartirse el pastel yugoslavo. El 12 de abril Hitler expuso su plan de división del país, garantizando un estatus «ario» a la Croacia independiente dirigida por Ante Pavelic, los ustachas (del verbo ustati, «alzarse»), se había opuesto a la formación del reino eslavo del sur tras la Primera Guerra Mundial, proyectando su subversión y sabotaje desde el refugio seguro de Italia; el propio Pavelic planeó el asesinato del rey Alejandro en 1934. Mussolini le había concedido el uso de campos de entrenamiento en una isla remota de Eolia y el acceso de Radio Bari para emitir al otro lado del Adriático.

Éste era el contexto de la campaña de terror y exterminio llevado a cabo por los ustachis en Croacia contra dos millones de serbios ortodoxos y número menor de judíos, gitanos y comunistas entre 1941 y 1943. Fue una auténtica campaña de «limpieza étnica» antes de que esa espantosa expresión se pusiera de moda, un intento de crear una Croacia católica «pura» mediante conversiones forzosas, deportaciones y exterminios masivos. Tan terribles fueron los actos de tortura y asesinato que hasta las encallecidas tropas alemanas expresaron su horror. Incluso en comparación con la reciente sangría en Yugoslavia cuando escribimos estas páginas, la acometida de Pavelic contra los serbios ortodoxos sigue siendo una de las masacres civiles más horribles registradas en la historia.

La relevancia de estos acontecimientos para este relato está en relación con tres consideraciones: el conocimiento que el Vaticano tenía o pudiera tener de esas atrocidades; la abstención de Pacelli, quien no hizo uso de sus buenos oficios para frenar el exterminio, y la complicidad que representó en la Solución Final planeada desde el norte de Europa.

El legado histórico en que se apoyaba la formación de la NDH (Nezavisna Drzava Hrvatska), o Estado Independiente de Croacia, consistía en una combinación de antiguas lealtades al Papado que se remontaban a trece siglos atrás, y un resentimiento ardiente contra los serbios por sus injusticias presentes y pasadas. Los nacionalistas croatas alimentaban un gran rencor contra la hegemonía serbia, que les había privado del acceso a ciertas profesiones e impedido iguales oportunidades educativas. Los serbios eran culpables, tal como lo percibían los croatas, de favorecer la fe ortodoxa, de alentar el cisma entre los católicos y de colonizar sistemáticamente áreas católicas con serbios ortodoxos. Tanto serbios como croatas establecían una equivalencia entre la identidad étnica y la religiosa: serbios ortodoxos frente a croatas católicos. Al mismo tiempo, los judíos de la región se veían discriminados sobre la base de prejuicios raciales, así como por sus lazos con la masonería y el comunismo y su supuesta permisividad frente al aborto.

Pacelli había apoyado calurosamente el nacionalismo croata y había confirmado la idea que los ustachis se hacían de la historia en noviembre de 1939, cuando una peregrinación nacional llegó a Roma para promover la causa de la canonización de un mártir franciscano croata, Nicola Tavelic. El primado croata, arzobispo Alojzije Stepinac, encabezaba a los peregrinos y pronunció un discurso en presencia del Papa. En su respuesta, Pacelli utilizó un calificativo con el que el papa León X había caracterizado a los croatas: «las avanzadillas de la cristiandad», como si los serbios, ortodoxos escindidos de Roma, no tuvieran derecho a considerarse cristianos. «La esperanza de un futuro mejor parece sonreíros —les dijo Pacelli en un discurso que retrospectivamente parece terrible—, un futuro en el que las relaciones Iglesia-Estado en vuestro país se regularán armoniosamente en ventaja de ambos.»

Las fronteras del nuevo Estado abarcaban Croacia, Eslavonia, Bosnia-Herzegovina y gran parte de Dalmacia. De una población de unos 6,7 millones de habitantes, 3,3 millones eran croatas (es decir, católicos), 2,2 millones serbios ortodoxos, 750 mil musulmanes, 70 mil protestantes y unos 45 mil judíos. La existencia de una minoría protestante alemana no representaba un problema para la administración ustachi, ni tampoco, por extraño que pudiera parecer, el gran enclave de musulmanes. Pero los serbios ortodoxos se enfrentaban a «soluciones radicales», al igual que los judíos, que fueron inmediatamente marcados para su eliminación.

El 25 de abril de 1941, Pavelic decretó que cualquier publicación, privada o pública, en alfabeto cirílico (utilizado por los serbios ortodoxos) quedaba prohibida. En mayo se aprobaron leyes antisemitas, definiendo a los judíos en términos racistas, prohibiéndoles el matrimonio con «arios», y poniendo en marcha la «arianización» de la burocracia, las profesiones liberales y el capital judío. El mismo mes fueron deportados los primeros judíos de Zagreb a un campo de concentración en Danica. En junio se cerraron las escuelas primarias y los jardines de infancia serbios.

En esta peligrosa y nueva situación para los serbios se planteó el siguiente dilema: si la vida se hace insoportable sólo para mantener la fe ortodoxa, ¿por qué no convertirse al catolicismo? A las pocas semanas de la fundación del Estado Independiente de Croacia, los sacerdotes católicos comenzaban a recibir a serbios ortodoxos en la Iglesia católica. El 14 de julio de 1941, sin embargo, anticipando su política selectiva de conversiones y el objetivo final del genocidio, el ministro croata de Justicia instruía a los obispos de la nación afirmando que el gobierno que «el gobierno croata no piensa aceptar en la Iglesia católica sacerdotes, maestros de escuela ni, en pocas palabras, a nadie de la intelligentsia —incluidos los ricos comerciantes y artesanos ortodoxos—, por lo que pronto se promulgarán órdenes específicas para ellos, de forma que no puedan dañar el prestigio del catolicismo». El destino no explicitado de esos ortodoxos serbios, rechazados de antemano en el inminente plan de conversiones forzadas, era la deportación y el exterminio. Pero en las enloquecidas matanzas que se anunciaban, ni siquiera el bautismo católico aseguraba la inmunidad.

Desde un comienzo, los actos públicos y las declaraciones acerca de la limpieza étnica, así como los programas antisemitas, eran conocidas por el episcopado católico y la Acción Católica, asociación laica tan vigorosamente promovida por Pacelli cuando era nuncio papal en Alemania y como cardenal secretario de Estado. Esas medidas racistas y antisemitas eran por tanto conocidas también por la Santa Sede y por Pacellli cuando felicitó a Pavelic en El Vaticano. Cabe señalar además los lazos diplomáticos clandestinos que se establecieron entre Croacia y la Santa Sede. Una característica destacada de aquella guerra religiosa fue la apropiación por los católicos de las iglesias ortodoxas abandonadas o requisadas; este asunto fue discutido por la curia y se establecieron ciertas reglas de conducta.

Pero desde el primer momento se produjeron otras atrocidades cuyas noticias se extendieron rápidamente de boca en boca. Pavelic, como pronto se hizo notorio, no era exactamente una réplica de Himmler o Heydrich, con los que no compartía su aptitud y sangre fría para la planificación burocrática del asesinato sistemático en masa; bajo su dirección, los ustachis se lanzaron a la masacre con una barbarie tan cruel e indiscriminada que es difícil encontrar paralelos en la historia.

El escritor italiano Carlo Falconi fue encargado a principios de los años sesenta de recopilar la historia de la masacre cometida por los croatas sobre serbios, judíos y otras minorías. Sus investigaciones en los archivos yugoslavos y en lo que se podía consultar entonces de los archivos vaticanos fueron extremadamente concienzudas, descubriendo los siguientes ejemplos de atrocidades cometidas en Croacia a partir de la primavera de 1941:

El 28 de abril, una banda de ustachis atacó seis aldeas del distrito de Bjelovar y detuvo a 250 hombres, incluidos un maestro de escuela y un sacerdote ortodoxo. Las víctimas fueron obligadas a cavar una zanja y después fueron atadas con alambres y enterradas vivas. Pocos días más tarde, en un lugar llamado Otocac, los ustachas hicieron prisioneros a 331 serbios, entre los que se encontraban el sacerdote ortodoxo del pueblo y su hijo. Las víctimas fueron de nuevo obligadas a cavar sus propias fosas antes de ser despedazadas con hachas. Los asaltantes dejaron al sacerdote y a su hijo para el final. Aquél fue obligado a rezar las oraciones por los moribundos mientras cortaban en trozos a su hijo. Luego torturaron al sacerdote, arrancándole el pelo y la barba y reventándole los ojos. Finalmente lo despellejaron vivo.

El 14 de mayo, en un lugar llamado Glina, cientos de serbios fueron conducidos a una iglesia para presenciar una ceremonia de acción de gracias por la constitución de la NDH. Una vez dentro de la iglesia, entró en ella una banda de ustachis con hachas y cuchillos. Pidieron a todos los presentes que mostraran sus certificados de conversión al catolicismo. Sólo dos de ellos tenían allí esos documentos y les permitieron salir; entonces cerraron las puertas y asesinaron al resto.

Cuatro días después de la masacre de Glina, Pavelic, al que llamaban Poglavnik (el equivalente en croata del término Führer), llegó a Roma para firmar (bajo presión de Hitler) un tratado con Mussolini que garantizaba a Italia enclaves en los distritos y ciudades croatas en la costa dálmata. En esa misma visita, Pavelic mantuvo una «devota» audiencia con Pío XII en el Vaticano, y el Estado Independiente de Croacia recibió así el reconocimiento de facto de la Santa Sede. Ramiro Marcone, abad del monasterio benedictino de Montevergine, fue nombrado inmediatamente delegado apostólico en Zagreb. No hay pruebas de que Pacelli o el secretario de Estado estuvieran por entonces al tanto de las atrocidades que ya habían comenzado en Croacia, y parece evidente que rápido reconocimiento de facto (el Vaticano evitaba nuevos reconocimientos de Estados en tiempo de guerra) se debía más a la posición de Croacia como bastión contra el comunismo que a su política asesina. Sea como sea, se sabía desde el principio que Pavelic era un dictador totalitario, un títere de Hitler y Mussolini, que había hecho aprobar una serie de leyes racistas y antisemitas, y que promovía la conversión forzosa de los ortodoxos al catolicismo. Sobre todo, Pacelli era consciente de que el nuevo Estado era, como ha escrito Jonathan Steinberg, «no el resultado de un heroico alzamiento del pueblo de Dios, sino de la intervención extranjera». El Estado Independiente de Croacia, como todo el mundo sabía, era el resultado de la violenta e ilegítima invasión y anexión del reino de Yugoslavia (que mantenía relaciones diplomáticas con el Vaticano) por Hitler y Mussolini; y aquí estaba Pacelli dando la mano a Pavelic y concediéndole su bendición papal.

A la Santa Sede le llevó tiempo darse por enterada de las atrocidades. Pero detalles de la masacre de los serbios y de la virtual eliminación de judíos y gitanos estuvieron desde un comienzo a disposición del clero católico croata y de su episcopado. De hecho, los clérigos católicos asumieron a veces un papel dirigente en esas atrocidades.

Las cifras son increíbles. Según los más recientes y fiables recuentos, 487.000 serbios ortodoxos y 27.000 gitanos fueron asesinados entre 1941 y 1945 en el estado Independiente de Croacia. Además de ellos, murieron unos 30.000 de los 45.000 judíos: de 20.000 a 25.000 en los campos de la muerte ustachas, y otros 7.000 deportados a las cámaras de gas. ¿Cómo es que, a pesar de la relación de poder estrictamente autoritaria entre el Papado y la Iglesia local —una relación de poder que le propio Pacelli se había esforzado tanto en establecer—, no se hizo ningún intento desde el centro vaticano para frenar los asesinatos, las conversiones forzadas, la requisa de las propiedades ortodoxas? ¿Cómo es posible que cuando las atrocidades se hicieron de dominio público en El vaticano, como mostraremos más adelante, Pacelli no se distanciará y disociara a la Santa Sede inmediatamente y sin dilación de las acciones ustachis y condenara a quienes las cometían?

Croacia y la conciencia del Vaticano

El arzobispo de Zagreb, Alojzije Stepinac (beatificado por Juan Pablo II en Croacia el 3 de octubre de 1998), estuvo desde un comienzo completamente de acuerdo con los objetivos generales del nuevo Estado croata, y se esforzó porque fuera reconocido por el Papa. Llamó personalmente a Pavelic el 16 de abril de 1941 y le escuchó decir que no «mostraría tolerancia hacia la Iglesia Ortodoxa serbia, porque en su opinión no se trataba de una Iglesia sino de una organización política», como el propio anotó en su diario, señalando que le dio la impresión de que «el Poglavnik era un católico sincero». Aquella misma noche, Stepinac ofreción una cena a Pavelic y a los demás dirigentes ustachis para celebrar su regreso del exilio. El 28 de abril, el mismo día en que 250 serbios eran masacrados en Bjelovar, se leyó desde los púlpitos católicos una Carta Pastoral de Stepinac llamando al clero y a los fieles a colaborar con los esfuerzos del líder máximo.

¿Por qué exagerada candidez no llegaba a comprender Stepinac lo que podía significar «colaborar»? A principios de junio de 1941, el general alemán plenipotenciario en Croacia, Edmund Glaise von Horstenau, declaraba que, según informes fiables de los observadores militares y civiles alemanes, «los ustachis se han vuelto locos de furia». El mes siguiente, Glaise informaba del apuro de los alemanes, que «con seis batallones de soldados de infantería» contemplaban impotentes «la ciega y sangrienta saña de los ustachis».

Sacerdotes, siempre franciscanos, participaron activamente en las masacres. Muchos de ellos se paseaban armados y llevaban a cabo con extraordinario celo sus acciones asesinas. Un cierto padre Bozidar Bralo, conocido por la metralleta que le acompañaba permanentemente, fue acusado de bailar en torno a los cuerpos de 180 serbios masacrados en Alipasin-Most. Otros franciscanos mataron, prendieron fuego a casas, saquearon pueblos y arrasaron los campos bosnios a la cabeza de bandas ustachis. En septiembre de 1941, un periodista italiano escribía que había visto al sur de Banja Luka a un franciscano arengando a una banda de ustachis con su crucifijo.

En el archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores italiano se guarda registro fotográfico de algunas de esas atrocidades. Mujeres con los pechos cortados, ojos reventados, genitales mutilados… así como de los instrumentos de la carnicería: cuchillos, hachas, ganchos de colgar carne…

¿Y cuál era la actitud y la reacción de las fuerzas italianas presentes en la región? Semejante en algunos aspectos a la de las tropas de las Naciones Unidas en Yugoslavia en la historia más reciente (aunque con obvias diferencias), de consternación y desaliento. Obligado por su alianza con la Alemania nazi y las circunstancias de la guerra mundial, el ejército italiano contaba con un escaso margen de maniobra para actuar. Aún así, se estima que hasta el 1 de julio de 1943 los italianos habían ofrecido protección a 33.464 civiles en su esfera de influencia yugoslava, de los que 2.118 eran judíos. Falconi ha especulado con la idea de que el comportamiento humanitario de los italianos a este respecto podría haberse debido a presiones del Vaticano, aunque reconoce que las pruebas son «incompletas y vagas». La extensa investigación y evaluación de Jonathan Steinberg de la reticencia italiana a implicarse en la deportación y exterminio descartaría esta idea. En un resumen conmovedor del complejo fenómeno del humanitarismo italiano en Yugoslavia entre 1941 y 1943, Steinberg asegura: «Un largo proceso, iniciado con la reacción espontánea de algunos oficiales jóvenes en la primavera de 1941, que no se resignaban a contemplar de brazos cruzados cómo los carniceros croatas despedazaban a hombres, mujeres y niños serbios y judíos, culminó en julio de 1943 con una especie de conspiración nacional para frustrar la mucho mayor y más sistemática brutalidad del Estado nazi […] Se apoyaba en ciertas ideas acerca de lo que significaba ser italiano.»

Mucho se ha hablado en los años de la posguerra acerca de la santidad personal del arzobispo Stepinac, el primado católico romano de Croacia, y de sus protestas finales contra la persecución y las matanzas. Pero incluso si se le considera inocente de estimular el odio racista asesino, está claro que él mismo y el episcopado respaldaron un desprecio por la libertad religiosa equivalente a la complicidad con la violencia. Stepinac escribió una larga carta a Pavelic acerca de la cuestión de las conversiones y las masacres, que el escritor Hubert Butler tradujo en Zagreb en 1946. Cital as opiniones de sus hermanos obispos, todas ellas favorables, incluida una carta del obispo católico de Mostar, doctor Miscic, que expresaba los históricos anhelos que el episcopado croata mantenía con respecto a las conversiones en masa al catolicismo.

El obispo comienza declarando que «nunca hubo una ocasión tan esplendida como ahora para que ayudemos a Croacia a salvar incontables almas». Comenta entusiásticamente las conversiones en masa. Pero después dice que deplora las «estrechas opiniones» de las autoridades que atacan incluso a los convertidos y «los cazan como si fueran esclavos». Señala algunas matanzas conocidas de madres, chicas y niños de menos de ocho años, que llevan a las montañas «y arrojan vivos […] a profundas simas». Luego hace esta sorprendente manifestación: «En la parroquia de Klepca, setecientos cismáticos de las aldeas cercanas fueron asesinados. El subprefecto de Mostar, señor Bajic, musulmán, declaró públicamente (como empleado del Estado debería refrenar su lengua) que sólo en Ljubina, setecientos cismáticos habían sido arrojados a un foso.»

La carta revela la fractura moral implícita en el comportamiento de los obispos, que aprovechan la derrota de Yugoslavia frente a los nazis para incrementar el poder y alcance del catolicismo en los Balcanes. Un obispo tras otro respaldan la promoción de las conversiones, aun concediendo que no tiene sentido arrojar vagones de cismáticos a los pozos de minas abandonadas. La incapacidad de los obispos para distanciarse del régimen, denunciarlo, excomulgar a Pavelic y a sus cómplices, se debía a su deseo de aprovechar las oportunidades ofrecidas por aquella «buena ocasión» para construir una potente base católica en los Balcanes. La misma renuencia a desperdiciar la oportunidad para conseguir una influencia católica en el Este predominaba en El Vaticano, y en definitiva en el mismo Pacelli. De hecho, era la misma reticencia a perder una oportunidad de «evangelización» única que condujo a Pacelli en 1913-1914 a presionar a favor de la firma del Concordato Serbio, con la esperanza de crear un enclave del rito latino en la cristiandad oriental, fueran cuales fueran las repercusiones y eventuales peligros.

Pacelli estaba mejor informado de la situación en Croacia que en cualquier otra región de Europa, aparte de Italia, durante la Segunda Guerra Mundial. Su delegado apostólico, Marcone, iba y venía de Zagreb a Roma cuando quería, y se pusieron a su disposición aviones militares para viajar a la nueva Croacia. Los obispos, algunos de los cuales se sentaban en el Parlamento croata, se comunicaban mientras libremente con El Vaticano, y podían hacer regularmente sus visitas ad limina a Roma. Durante esas visitas, el Pontífice y los miembros de la Curia podían preguntar acerca de las condiciones de vida en Croacia, y con seguridad lo hicieron.

Pacelli contaba además con medios personales de información, entre ellos las emisiones cotidianas de la BBC, que eran fielmente seguidas y traducidas para él durante toda la guerra por Osborne. Hubo frecuentes emisiones de la BBC sobre la situación en Croacia, de las que entresacamos como ejemplo la del 16 de febrero de 1942: «Se están cometiendo las peores atrocidades en los alrededores del arzobispado de Zagreb [Stepinac]. Por las calles corren ríos de sangre. Los ortodoxos están siendo convertidos por la fuerza al catolicismo, y no oímos la voz del arzobispo oponiéndose. Se informa que por el contrario participa en los desfiles nazis y fascistas.»

El flujo de directrices enviadas a los obispos croatas desde la Congregación para las Iglesias Orientales de la Santa Sede, que tenía a su cargo a los católicos de rito oriental de la región, indica que El Vaticano estaba al tanto de las conversiones forzadas desde julio de 1941. Los documentos insisten en que debía rechazarse a los potenciales conversos al catolicismo cuyas razones fueran patentemente equivocadas. Esas razones equivocadas eran (los documentos no lo decían, pero no era difícil adivinarlo) el terror y el deseo de evitar la muerte.

El 14 de agosto, el presidente de la Unión para la Comunidad Israelita de Alatri escribió al secretario de Estado Maglione, pidiéndole ayuda en nombre de muchos miles de judíos croatas «residentes en Zagreb y otras ciudades de Croacia, que han sido detenidos sin ninguna razón, privados de sus posesiones y deportados». Proseguía describiendo cómo seis mil judíos habían sido abandonados en una isla yerma, sin medios para protegerse de las inclemencias del tiempo, comida ni agua. Todos los intentos de acudir en su ayuda habían sido «prohibidos por las autoridades croatas». La carta imploraba una intervención de la Santa Sede ante los gobiernos italiano y croata. No existen datos acerca de una eventual respuesta o iniciativa por parte de la Santa Sede.

El 30 de agosto de 1941, el nuncio papal en Italia, monseñor Francesco Borgongini Duca, escribió a Maglione acerca de una curiosa conversación que había mantenido con el agregado cultural croata ante el Quirinal y dos franciscanos de la misma nacionalidad. Hablaban de los cien mil ortodoxos convertidos al catolicismo, y el nuncio les preguntó por las protestas que había oído contra las «persecuciones inflingidas a los ortodoxos por los católicos». El agregado cultural intentó desmentir tales historias, «mientras los clérigos asentían repetidamente», insistiendo en que «el Papa continúa aconsejando al clero y a los fieles que sigan las enseñanzas de Nuestro Señor y propaguen la verdadera fe utilizando medios de persuasión y no la violencia».

Al mes siguiente, el embajador especial de Pavelic, padre Cherubino Seguic, llegó a Roma para desmentir lo que se decía de su régimen y los «rumores» desfavorables. En sus memorias se queja de las «calumnias» que se oían en Roma acerca de Croacia, y declara que «todo está distorsionado o inventado. Nos presentan como una banda de bárbaros o caníbales». Habló con Giovanni Montini (el futuro Pablo VI), quien le «pidió informaciones concretas acerca de los acontecimientos en Croacia. No fui parco en palabras. Escuchó con gran interés y atención. Las calumnias han llegado al Vaticano y deben ser convincentemente desmentidas». Así pues, las atrocidades, o «calumnias», eran de dominio público en Roma en el verano de 1941, y la Santa Sede poseía canales a través de los cuales Pacelli podía contrastar los acontecimientos e influir sobre ellos.

El delegado apostólico Ramiro Marcone, elegido por Pacelli para actuar como representante personal suyo en Croacia, era un aficionado que parece haber atravesado sonámbulo toda aquella época sedienta de sangre. Monje benedictino de sesenta años de edad, no tenía ninguna experiencia en tareas diplomáticas y pasó gran parte de su vida adulta enseñando filosofía en el Colegio de San Anselmo en Roma. Su ámbito propio eran el claustro y el aula. Su estancia en Croacia se repartió entre ceremonias, cenas, desfiles y fotografías junto a Pavelic. Había sido claramente seleccionado para sosegar y dar ánimos.

Los representantes de la parte croata en El Vaticano eran Nicola Rusinovic, médico que trabajaba en un hospital de Roma, y quien debía sustituirle, un chambelán papal en El Vaticano, llamado príncipe Erwin Lobkowicz (de origen bohemio). Esos acuerdos eran semisecretos, ya que la Santa Sede seguía manteniendo oficialmente lazos diplomáticos con el gobierno yugoslavo en el exilio. En marzo de 1942, pese a las abundantes pruebas de asesinatos en masa, la Santa Sede pretendió convertir a los representantes croatas en embajadores oficiales. Montini le dijo a Rusinovic: «Recomiende tranquilidad a su gobierno y a los círculos gubernamentales, y nuestras relaciones se consolidarán. En tanto se comporten correctamente, esas relaciones se mantendrán al más alto nivel.» El 22 de octubre de 1942, Pacelli recibió en audiencia al príncipe Lobkowicz. Según éste, Pacelli, «con sus acostumbradas frases benevolentes, me dijo que esperaba recibirme pronto en calidad de embajador».

Mientras, el Congreso Mundial Judío y la comunidad israelita suiza habían hecho llegar a la Santa Sede una petición de ayuda para los judíos perseguidos en Croacia a través de monseñor Filippo Bernadini, nuncio apostólico en Berna. En unas notas fechadas el 17 de marzo de 1942, menos de dos meses después de la Conferencia del Wansee en la que se diseño la Solución Final, los representantes de esas organizaciones exponían documentalmente las persecuciones que sufrían los judíos en Alemania, Francia, Rumania, Eslovaquia, Hungría y Croacia. Pretendían que el Papa utilizara su influencia en los tres últimos países, ligados por fuertes lazos diplomáticos y eclesiásticos a la Santa Sede (en Eslovaquia, por ejemplo, en aquel momento era presidente un sacerdote católico). El apartado sobre Croacia decía lo siguiente: «Varios miles de familias han sido deportadas a islas desiertas de la costa dálmata o encarceladas en campos de concentración […] todos los varones judíos han sido enviados a campos de trabajo donde se les ha destinado a labores de drenaje y limpieza, y donde han perecido en gran número. […] Al mismo tiempo, sus mujeres e hijos fueron enviados a otro campo dnde también están sufriendo horrendas privaciones.»

Ese documento, cuyo manuscrito se guarda en los Archivos Sionistas en Jerusalén, ha sido publicado por Saul Friedländer en su obra sobre Pacelli y el Tercer Reich. En octubre de 1998, Gerhard Riegner, firmante superviviente del memorándum, revelaba en sus memoria, publicadas con el título Ne jamais désespérer, que El Vaticano lo había excluido de los once volúmenes de documentos de la época de guerra hechos públicos recientemente, lo que indica que, más de medio siglo después de concluida la guerra, El Vaticano sigue sin reconocer francamente todo lo que sabía acerca de las atrocidades en Croacia y de las primeras medidas de la Solución Final, y de cuándo lo supo.

Las tres cabezas de la Secretaría de Estado vaticana —Maglione, Montini y Tardini— confesaron en más de una ocasión que conocían esa protestas y peticiones de ayuda, pero pese a todo, como Falconi ha probado con abundante documentación, prosiguieron sus entrevistas con Rusinovic y Lobkowicz, siguiendo el invariable modelo de «ataque simulado, escucha paciente y generosa rendición». Así pues, los representantes diplomáticos secretos de Croacia ante la Santa Sede se sentían más que satisfechos de la forma en que se desarrollaban esos exámenes: «Lo arreglé todo —escribía Rusinovic tras una entrevista con Montini— exponiendo la propaganda enemiga bajo su verdadera luz, y en cuanto a los campos de concentración, le dije que sería mejor que obtuviera esa información de la Delegación Apostólica en Zagreb. […] Se invito a periodistas extranjeros a visitar los campos de concentración y […] cuando los abandonaron declararon que eran del todo adecuados para vivir en ellos y que satisfacían las exigencias higiénicas.» Al final de la entrevista, cuando Rusinovic comentó que ahora había cinco millones de católicos en el país, Montini dijo: «El Santo Padre les ayudará, esté seguro de ello.»

El conocimiento que El Vaticano tenía del verdadero estado de los asuntos croatas a principios de 1942 puede deducirse además de una conversación de Rusinovic con el cardenal francés Eugène Tisserant, experto eslavófilo y ahora hombre de confianza confidente de Pacelli, pese a sus reservas iniciales en el cónclave. «Yo sé —dijo Tisserant al representante croata el 6 de marzo de 1942— que los propios franciscanos, por ejemplo el padre Simic de Knin, han participado en los ataques contra la población ortodoxa, llegando a destruir sus iglesias, como sucedió en Banja Luka. Sé que los franciscanos de Bosnia y Herzegovina han actuado de forma abominable, y eso me duele. Tales actos no deben ser cometidos por gente instruida, culta y civilizada, y mucho menos por sacerdotes.» Durante una entrevista posterior, el 27 de mayo del mismo año, Tisserant dijo a Rusinovic que, según las evaluaciones alemanas. «350.000 serbios han desaparecido» y que «en un solo campo de concentración hay 20.000 serbios».

Pacelli, por su parte, no dejó nunca de mostrarse benevolente con los líderes y representantes del régimen de Pavelic. Es significativo un listado de sus audiencias, aparte de las ya mencionadas. En julio de 1941 recibió a un centenar de miembros de la policía croata encabezados por el jefe de policía de Zagreb. El 6 de febrero de 1942 concedió audiencia au grupo de las juventudes ustachis que se encontraba de visita en Roma. Saludo asimismo a otra representación de las juventudes ustachis en diciembre del mismo año.

Así seguían las cosas en 1943, cuando Pacelli, hablando con Lobkowicz, «expresó su complaciencia con la carta personal que había recibido de nuestro Poglavnik [Pavelic]». En otro momento de la conversación, Pacelli confesó que se sentía «disgustado porque a pesar de todo, nadie quiere reconocer al único, real y verdadero enemigo de Europa; no se ha iniciado una auténtica cruzada militar común contra el bolchevismo».

¿Pero no había lanzado Hitler esa cruzada en el verano de 1941? En el raciocinio tortuoso de Pacelli sobre el tema del comunismo, el nazismo, Croacia y la evangelización católica del Este, comenzamos a comprender —aunque no a perdonar— sus reticencias a condenar las masacres croatas.

El Papa de Hitler
(1999)

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