¿Cuándo se jodió el sistema de atención primaria?, por Juan Antonio Gómez Liébana
La atención primaria tenía que haber tenido un papel básico en el enfrentamiento a esta pandemia, pero, desgraciadamente, ha sido utilizada de carne de cañón para alimentar el hospital.
Los políticos nunca creyeron en la atención primaria. Ningún político. Podemos decir que la creación del modelo de atención primaria, a finales de los 80 del siglo pasado y que sustituyó al tercermundista modelo de “cupo”, fue en parte el resultado de Alma Ata [Conferencia internacional de atención primaria de salud, en septiembre de 1978], pero, sobre todo, lo fue de las movilizaciones del post franquismo. Cuando el Estado, sobrepasado en muchas ocasiones por cadenas de huelgas salvajes y asamblearias, se vio obligado a soltar cuerda. Cuando aún no se contaba con la brida de CCOO y UGT (en aquel momento sin fuerza para controlar a los trabajadores). Y permitió la creación de ciertos servicios para los sectores obreros. El caso Scala, montaje policial contra el único sindicato no domesticado de la época (CNT), vino a cerrar el círculo.
Esa lucha en la calle es la que permitió algunos avances. En educación se construyeron centenares de escuelas para sustituir a los barracones. En vivienda se forzaron los planes de realojamiento para reducir el chabolismo. Y en sanidad se promulgó la Ley General de Sanidad (LGS), que ya nació amputada respecto a los primeros borradores. En éstos se llegaron a plantear: planificación estratégica, farmacia pública, salud bucodental y mental integrales, que en el texto definitivo desaparecieron. Una vez promulgada, los escasos artículos “progresistas” de la LGS que escaparon del quirófano nunca fueron desarrollados. Un solo ejemplo: en farmacia hoy día podrían distribuirse los medicamentos más prescritos en el sistema sanitario desde los propios centros, en las cantidades exactas, ahorrando hasta un del 60% del gasto [Artículo 103.1]. Gasto que podría dedicarse, por ejemplo, a prevención. Lo mismo pasó posteriormente con la Ley General de Salud Pública, nunca se desarrolló. En síntesis, estamos en manos de los que estamos. Sin presión desde las calles, hasta las leyes más progresistas se quedan en papel mojado.
En estas tres décadas, la atención primaria ha ido volcándose cada vez más en lo clínico (necesario pero no suficiente) y se ha puesto anteojeras para lo social, la prevención de la salud colectiva. Los propios equipos de atención primaria están obligados, en teoría, a realizar el diagnostico de salud de su zona básica [Real Decreto 137/1984, de 11 de enero, sobre estructuras básicas de salud. Artículo 5.d], lo que, en la práctica, ha sido imposible. En parte por desidia de los profesionales centrados en la actuación sobre los síntomas, en parte por trabas de la propia administración sanitaria. Olvidando las causas, la enfermería, que podría haber sido la infantería para la acción contra los productores de enfermedad, fue dirigida hacia el enfrentamiento con el sector médico en pos de buscarse un “espacio propio” dentro de los equipos. Así se inventaron los “diagnósticos de enfermería” y otras estupideces que les mantienen entretenidos en clicar en decenas de pestañas del programa informático de turno, huyendo de las causas sociales de la enfermedad.
A pesar de que la propia LGS establece la intervención sobre los “productores de enfermedad” [Capítulo V. De la intervención pública en relación con la salud individual colectiva], en realidad nunca se plantea [artículo 26]. Hacerlo sería revolucionario, ya lo predijo Iván Illich hace casi 50 años. Otro ejemplo: sabemos la mortalidad provocada por ciertas industrias, con nombre y apellidos. Más de un centenar de puntos negros que producen enfermedades crónicas, dolor y muerte que luego permiten justificar la compra de tratamientos oncológicos de hasta 60.000 euros por persona… Y alargar un mes y medio la esperanza de mala vida. Es decir, más gasto sanitario. Esas industrias toxicas deberían haber sido cerradas, o cuanto menos trasladadas. Y aun así no se garantizaría todo, dado que la difusión de sus productos tóxicos puede alcanzar decenas de kilómetros. Conociendo los puntos, teniendo identificadas las industrias que producen dolor, muerte y gasto sanitario, ninguna administración o centro sanitario de la zona ha hecho absolutamente nada. Simplemente actuar sobre ellas sería haber realizado prevención de la enfermedad y, por tanto, promover la salud. Pero ello impide vender fármacos o realizar técnicas diagnósticas. No hace crecer el PIB, sino lo contrario.
En la pandemia actual del coronavirus, la atención primaria tendría que haber tenido un papel fundamental: localizar a los positivos y sus contactos mediante test para aislarlos individualmente (no en aislamiento domiciliario), poner en cuarentena a sus contactos y cortar en seco la propagación. Simplemente cortafuegos. Se necesitan pocos medios y poco dinero: test suficientes, atención primaria reforzada y alojamientos de aislamiento durante unas semanas.
En cambio, los políticos pusieron a Burgueño, ideólogo de la privatización madrileña, a dirigir el timón sanitario. A su hija le correspondería la gestión de lo sociosanitario. Para echarse a temblar. Y lógicamente se decidió lo contrario de lo que indica el sentido común: respiradores, fármacos carísimos, espectáculo mediático y mucho, mucho dinero. De nuevo, hospitales. Antes fueron los del modelo “infantas” o colaboración público-privada, ahora el “hospital de guerra” del Ifema, UCIs desbordadas, pacientes por los suelos... Y lo que vendrá: unas listas de espera terroríficas, más de lo que ya lo eran, cuando pase esta crisis. Y los que no lo verán: los miles de muertos evitables que podíamos habernos ahorrado actuando a tiempo.
El Summa, desmontado para atender las noches del hospital de guerra, dejó de poder atender las urgencias domiciliarias, dando lugar a situaciones dantescas: familias llamando infructuosamente durante seis días al cabo de los cuales solo les quedó la amargura del familiar fallecido sin atención.
Atención primaria, atada de pies y manos, también fue desmontada —algunos días han estado cerrados hasta el 30 % de los centros de Madrid—. Para alimentar también al hospitalcentrismo del Ifema o atendiendo y sedando a los terminales en sus domicilios para evitar el colapso hospitalario. Los centros que se mantuvieron intentan, como pueden, hacer seguimiento y apoyo presencial o telefónico de los aislados domiciliarios (otra fuente de contagio, la intradomiciliaria, muy importante en estos días y sobre la que los epidemiólogos deberían opinar si era prevenible). La atención primaria tenía que haber tenido un papel básico en el enfrentamiento a esta pandemia, pero, desgraciadamente, ha sido utilizada de carne de cañón para alimentar el hospital. El culmen de la estupidez.
Enfermedades infecciosas, enfermedades oncológicas, ambas “técnicamente” prevenibles, en parte desde la atención primaria. Pero el sistema eligió lo peor, pero lo más mediático. Así, en la práctica, la prevención y la promoción comunitaria no pasaron de algunos libros de texto de la facultad. Y ahora lo estamos pagando con nuestros muertos. Si a esta pérdida de sentido de los fundamentos de la atención primaria le sumamos los recortes económicos de la última década, tenemos el cóctel perfecto. Seguimos actuando sobre los síntomas, no sobre las causas. Y lo hacemos obstinadamente y olvidándonos de la máxima: “Prevenir lo que no sabemos curar”.