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El fin del liberalismo identitario, por Mark Lilla

Published on: domingo, 26 de abril de 2020 // ,


Es un truismo afirmar que Estados Unidos se ha convertido en un país más diverso. También es una cosa digna de ver. Los visitantes de otros países, en particular los que tienen problemas para la incorporación de diferentes grupos étnicos y religiones, se sorprenden de que logramos salir adelante. No perfectamente, por supuesto, pero sin duda mejor que cualquier nación europea o asiática hoy. Es una historia extraordinariamente exitosa.

Pero esta diversidad ¿cómo le da forma a nuestra política? La respuesta liberal estándar durante casi una generación ha sido que deberíamos tomar conciencia y «celebrar» nuestras diferencias. Lo que es un espléndido principio de pedagogía moral, pero desastroso como base para una política democrática en nuestra época ideológica. En los últimos años liberalismo estadounidense ha caído en una especie de pánico moral sobre identidades raciales, de género y sexuales, que ha distorsionado el mensaje del liberalismo y evitado que se convierta en una fuerza unificadora capaz de gobernar.
Una de las muchas lecciones de la reciente campaña electoral y su repugnante resultado es que debe finalizar la era del liberalismo identitario. Hillary Clinton lucía mucho mejor y mucha más motivadora cuando hablaba de los intereses norteamericanos en los asuntos mundiales y cómo ellos se relacionan con nuestra comprensión de la democracia. Pero cuando en su campaña electoral tocaba los temas de política interna, tendía a perder esa gran visión y caía en la retórica de la diversidad, haciendo un llamado explícito en cada parada electoral a los votantes latinos, a los grupos LGBT y a los afroamericanos. Esto fue un error estratégico. Si usted va a mencionar los diversos grupos en los Estados Unidos, es mejor que los mencione a todos. Si no lo hace, los excluidos se dará cuenta y se sentirán excluidos. Lo que, como muestran los datos, fue exactamente lo que ocurrió con la clase obrera blanca y con quienes tienen fuertes convicciones religiosas. Nada menos que dos tercios de los votantes blancos sin título universitario votaron por Donald Trump, al igual que más del 80 por ciento de los evangélicos blancos.

Es cierto que la energía moral que envuelve la identidad ha tenido muchos efectos positivos. La acción afirmativa ha transformado y mejorado la vida corporativa. La organización «Black Lives Matter» (las vidas negras importan), ha emitido una llamada de atención para todos los estadounidenses con conciencia. Los esfuerzos de Hollywood para normalizar la homosexualidad en nuestra cultura popular ayudaron a normalizarla en las familias y la vida pública.

Sin embargo, la fijación en los temas de la diversidad en nuestras escuelas y en la prensa ha producido una generación de liberales y progresistas narcisistas, que no toman en cuenta las situaciones fuera de sus grupos auto-definidos, e indiferentes a la tarea de comunicarse, de tender la mano a los norteamericanos en todos los ámbitos de la vida. Se está alentando a nuestros hijos,  una edad muy temprana, a que hablen de sus identidades individuales, incluso antes de que ellos la tengan. Para el momento en que llegan a la universidad muchos asumen que el discurso sobre la diversidad agota el discurso político, y sorprendentemente tienen poco que decir sobre cuestiones tan permanentes como la clase, la guerra, la economía y el bien común. En gran parte esto es debido a los planes de estudios de historia en el bachillerato, que anacrónicamente proyectan la política identitaria actual hacia el pasado, creando una imagen distorsionada de las principales fuerzas e individuos que dieron forma a nuestro país. (Los logros de los movimientos por los derechos de la mujer, por ejemplo, fueron reales e importantes, pero no se los puede entender si no se entienden primero las decisiones de los padres fundadores al establecer un sistema de gobierno basado en la garantía de los derechos.)

Cuando los jóvenes llegan a la universidad los grupos estudiantiles les animan a mantener este enfoque en sí mismos, al igual que los miembros de la facultad así como los administradores, cuyo trabajo a tiempo completo es de tratar – y aumentar la importancia de – «los temas sobre diversidad».  Fox News y otros medios de comunicación conservadores disfrutan burlándose de la «locura del campus» que rodea a estas cuestiones, y muy a menudo tienen razones para hacerlo. De lo que se aprovechan demagogos populistas que quieren deslegitimar el aprendizaje a los ojos de aquellos que nunca han puesto un pie en un campus. ¿Cómo explicar al votante promedio la supuesta urgencia moral de dar a los estudiantes universitarios el derecho a elegir los pronombres personales a ser utilizados al dirigirse a ellos? ¿Cómo no reírse, junto con estos votantes, de la historia de un bromista en la Universidad de Michigan que escribió «Su Majestad»?

Esta conciencia de la diversidad de los recintos universitarios  se  ha filtrado durante años en los medios liberales, y no de manera sutil. La acción afirmativa para las mujeres y las minorías en los periódicos y las emisoras de Estados Unidos ha sido un logro social extraordinario – e incluso ha cambiado, literalmente, el rostro de los medios de derecha, con periodistas como Megyn Kelly y Laura Ingraham  ganando protagonismo. Pero también parece haber estimulado la suposición, especialmente entre los periodistas y editores más jóvenes, de que simplemente centrándose en la identidad ya han hecho su trabajo.

Recientemente he realizado un pequeño experimento durante un año sabático en Francia: Durante todo un año únicamente leí publicaciones europeas, no norteamericanas. Mi idea era tratar de ver el mundo como lo hacen los lectores europeos. Pero fue mucho más instructivo volver a casa y darme cuenta de cómo el tema identitario ha transformado el trabajo reporteril en los Estados Unidos en los últimos años. ¿Con qué frecuencia, por ejemplo, la historia más floja en el actual periodismo estadounidense – sobre el  «primer X que hace Y» – se cuenta y se vuelve a contar. La fascinación con el drama de identidad ha afectado incluso la información sobre el extranjero, que es penosamente escasa. Por muy interesante que pueda ser leer, por ejemplo, sobre el destino de las personas transexuales en Egipto, ello no contribuye en nada a educar a los estadounidenses acerca de las poderosas corrientes políticas y religiosas que van a determinar el futuro de Egipto, e indirectamente, el nuestro. Ningún medio de comunicación europeo pensaría en adoptar tal enfoque.

Pero es en el plano de la política electoral que el liberalismo identitario ha fallado más espectacularmente, como acabamos de ver. La política nacional en períodos saludables no trata de la «diferencia», trata de elementos comunes. Y estará dominada por el que mejor capte la imaginación de los estadounidenses acerca de nuestro destino compartido. Ronald Reagan lo hizo con gran habilidad, más allá de lo que uno pueda pensar de su visión. También Bill Clinton, que tomó una página del libro de tácticas de Reagan. Clinton alejó al Partido Demócrata de su ala pro-identidad, concentró sus energías en los programas nacionales que beneficiarían a todo el mundo (como el seguro nacional de salud) y definió el papel de Estados Unidos en el mundo posterior a 1989. Al permanecer en el cargo durante dos mandatos, él fue capaz de lograr mucho para los diferentes grupos de la coalición demócrata.La política de identidad, por el contrario, es en gran parte expresiva, no persuasiva. Es por eso que nunca gana elecciones – pero puede perderlas.

El  casi antropológico interés en el ciudadano blanco furioso, recién descubierto por los medios, revela tanto sobre el estado de nuestro liberalismo como lo hace sobre esta figura muy calumniada, y que antes era ignorada. Una muy conveniente interpretación liberal de la reciente elección presidencial asumiría que el señor Trump ganó en gran parte debido a que logró transformar las desventajas económicas en rabia racial – la tesis «whitelash» (la reacción de los racistas blancos ante los avances del movimiento de derechos civiles, AyR). Ella es conveniente porque sanciona una convicción de superioridad moral y permite a los liberales ignorar lo que los votantes dijeron sobre cuáles eran sus preocupaciones principales. También fomenta la fantasía de que la derecha republicana está condenada a la extinción demográfica en el largo plazo – lo que significa que los liberales sólo tienen que esperar para que el país caiga en sus manos. El porcentaje sorprendentemente alto del voto latino que fue a Trump debería recordarnos que mientras más tiempo los grupos étnicos tengan en el país, se volverán más políticamente diversos.

Por último, la «tesis whitelash» es conveniente, ya que exime a los liberales de tener que reconocer cómo su propia obsesión con la diversidad ha animado a los estadounidenses blancos, rurales y religiosos a pensar en sí mismos como un grupo desfavorecido cuya identidad se ve amenazada o ignorada. Tales personas no están realmente reaccionando en contra de la realidad diversa de nuestra nación (ellos viven, después de todo, en zonas homogéneas del país). Pero ellos están reaccionando contra la retórica omnipresente de identidad, que es lo que identifican con la llamada «corrección política». Los liberales deben tener en cuenta que el primer movimiento identitario en la política estadounidense fue el Ku Klux Klan, que todavía existe. Los que practican el juego de identidad debe estar preparado para perder.

Necesitamos un liberalismo post-identitario, que debería basarse en los últimos éxitos del liberalismo pre-identidad. Tal liberalismo se concentraría en ampliar su base al hacer un llamado a los estadounidenses como estadounidenses ,y haciendo hincapié en las cuestiones que afectan a la gran mayoría de ellos. Le hablaría a la nación como una nación de ciudadanos que están unidos, y que deben ayudarse mutuamente. En cuanto a las cuestiones más controversiales que están altamente cargadas simbólicamente, y que pueden alejar a aliados potenciales, en especial los temas referentes a la sexualidad y la religión, tal liberalismo podría funcionar en calma, con sensibilidad y con un sentido propio de escala. (Parafraseando a Bernie Sanders, Estados Unidos está harto  y cansado de oír hablar de los malditos baños liberales -–en referencia a los de cuartos de baño públicos de EEUU sin distinción de género, AyR).

Los educadores comprometidos con ese liberalismo centrarían la atención en su principal responsabilidad política en una democracia: formar ciudadanos comprometidos conscientes de su sistema de gobierno y de las principales fuerzas y acontecimientos de nuestra historia. Un liberalismo post-identidad también subrayaría que la democracia no es sólo acerca de los derechos; también otorga deberes a sus ciudadanos, tales como los deberes a mantenerse informados y de votar. Una prensa liberal post-identidad comenzaría educándose a sí misma sobre las partes del país que han sido ignoradas, y sobre lo que importa allí, especialmente la religión. Y tomaría en serio su responsabilidad de educar a los estadounidenses acerca de la política mundial y las fuerzas principales que la determinan, en especial su dimensión histórica.

Hace algunos años fui invitado a una convención sindical en la Florida para hablar en un panel sobre el famoso discurso «Cuatro Libertades», de Franklin D. Roosevelt, en 1941. La sala estaba llena de representantes de las filiales locales – hombres, mujeres, negros, blancos, latinos-. Empezamos con el canto del himno nacional, y luego nos sentamos a escuchar una grabación del discurso de Roosevelt. Mientras miraba a la multitud, y vi la gran variedad y diversidad de rostros, me llamó la atención lo concentrados que estaban en lo que compartían. Y escuchando la emotiva voz de Roosevelt mientras  invocaba la libertad de expresión, la libertad de culto, la libertad frente a la necesidad y la libertad frente al miedo – libertades que Roosevelt exigía para «todos los ciudadanos del mundo» – recordé cuáles son los fundamentos reales del moderno liberalismo norteamericano.

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