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Albert R. Parsons, un héroe americano, por Ángel J. Cappelletti

Published on: sábado, 2 de mayo de 2020 // ,


De los siete obreros condenados el 20 de agosto de 1886, en Chicago, por los sucesos de Haymarket (4 de mayo del mismo año) sólo uno era americano por ascendencia y por nacimiento: Albert R. Parsons. Junto con tres de sus compañeros fue ejecutado el 11 de noviembre de 1887. En el momento de morir pronunció estas palabras: «¡Dejad que se oíga la voz del pueblo!».

Mientras esperaba en la cárcel su sentencia primero y su ejecución después, escribió un libro, más tarde editado por su esposa, que se titula La anarquía, su filosofía y sus bases científicas.

Albert R. Parsons

«El juicio de los anarquistas ha sido considerado una farsa por muchos observadores imparciales que de ninguna manera estaban vinculados con el movimiento anarquista y resulta difícil leer las actuaciones del caso sin llegar a la conclusión de que fue la mayor parodia de justicia perpetrada jamás en una corte americana», dice Morris Hillquit (History of Socialism in the United States, New York, 1971, pág.227). El capitalismo y su brazo ejecutor, el Estado norteamericano, que tantos millones de víctimas habían de dejar esparcidos en el mundo, comenzaron sin duda por derramar la sangre de sus compatriotas rebeldes. Asesinaron a muchos obreros inmigrantes, pero también a no pocos de sus conciudadanos. Y entre ellos destaca, como figura por muchas razones prototípica, Albert R. Parsons, obrero, escritor, orador, mártir.

Explosión en Haymarket, Chicago

Nacido en 1844 en Montgomery, en el sureño y esclavista estado de Alabama, perdió a sus padres cuando tenía aún pocos años. Un hermano, W. R. Parsons, general del ejército de la Confederación, lo llevó consigo a Texas. En una escuela de Waco recibió alguna educación, aunque es seguro que su cultura fue sobre todo la de un autodidacta. A los quince años aprendió (como aquel gran autodidacta P. J. Proudhon) el oficio de tipógrafo. Trabajo en el Galveston News y, al estallar la guerra civil, se enroló en el ejército confederado y sirvió allí como artillero bajo el mando de su hermano. Pero pronto sus lecturas y sus experiencias posteriores a la contienda lo llevaron a abrazar con firmeza la causa antiesclavista. En 1886 publicó, con el propósito de difundir sus convicciones, un periódico desde el cual defendían los derechos de los negros. En realidad no hacía sino proclamar lo que en 1862 había dicho el presidente Lincoln: «Al dar la libertad al esclavo, aseguramos la libertad a los que son libres». Se afilió al Partido Republicano, que había sido el de Lincoln, y obtuvo posiciones importantes dentro del que era, por entonces, el partido político promotor del antiesclavismo. El Espectador, periódico que había fundado en Waco, se convirtió en tribuna de la igualdad de razas y de todas las causas liberales del momento.

Llegó a ocupar varios cargos públicos en Austin y fue secretario de la cámara de senadores de Texas. Pero, sin duda, sus ideas, que no eran todavía sino las de un liberal consecuente, resultaban intolerables para sus conciudadanos (y, ante todo, para su hermano, el general esclavista). El ambiente se hizo para él irrespirable en medio de los «libres» ciudadanos del Sur. Su liberalismo honrado lo llevaba, sin esfuerzos, al socialismo y al anarquismo. Comenzaba a advertir que el sentido cabal de la frase de Lincoln iba más allá de lo que el propio Lincoln pensaba y quería, y no tenía otra interpretación honesta más que en la idea de Bakunin, para quien la libertad de cada uno no existe sino en la libertad igual de todos los demás y para quien una libertad sin igualdad es una abstracción y, más aún, una farsa. Debió huir de Texas y en Chicago pasó a integrar las filas del proletariado, al tener que ganarse la vida como tipógrafo. Desde entonces su lucha contra el esclavismo del Sur se convierte en lucha contra la explotación obrera del Norte. En ningún país del mundo los cambios sociales y económicos son tan rápidos, durante el siglo XIX, como en los Estados Unidos. Esto explica como un mismo hombre puede dedicar la primera parte de su vida a pelear contra la esclavitud y la segunda a luchar contra la explotación de proletariado industrial. (De hecho, no fueron pocos los socialistas que se enrolaron en el Ejército de la Unión. Entre ellos hay que contar a August Willich, miembro de la Liga Comunista de Londres, junto a Marx y Engels).

Los mártires de Chicago, antes de ser ejecutados

El 4 de julio de 1874 varias secciones desprendidas de la Internacional junto con algunos grupos obreros radicales de Nueva York y Filadelfia habían organizado el «Social Democratic Workingmen’s Party of North America». Sus fundadores provenían en buena parte, como dice Hillquit, de la escuela de LaSalle y concedían a la acción política una importancia mayor que los miembros de la Internacional. Albert R. Parsons se afilió a este Partido al año siguiente. Del viejo Partido Republicano, que representaba entonces la ideología liberal (por oposición al Partido Demócrata, conservador y, en el Sur, fuertemente esclavista), pasaba así Parsons a un Partido Socialista. Es preciso tener en cuenta, sin embargo, que se trataba de un socialismo reformista que, si bien incluía en su plataforma «la lucha y la organización de todos los trabajadores unidos» y manifestaba su «simpatía por los trabajadores de todos los países que peleaban por obtener sus mismos objetivos», aspiraba a «obtener el poder público, como prerrequisito para la solución del problema social». En 1876 Parsons, incansable luchador, organizó en Chicago la «Asamblea de los Caballeros del Trabajo». Fue nombrado «Maestro» del Distrito 24 de esta organización y presidió durante tres años las asambleas de oficio. En 1879 el Partido lo propuso como candidato a la presidencia de los Estados Unidos, pero la nominación no fue legalmente aceptada por no haber cumplido aún Parsons los treinta y cinco años exigidos por el precepto constitucional. Poco a poco, a través de la acción sindical y del estudio de los autores socialistas, se fue alejando del reformismo estatista de los lasalleanos. Su pensamiento se radicalizó.

En 1880 adhirió, entre los primeros, al
Partido Social-Revolucionario. El cambio era tan importante como el que diera al pasar del Partido Republicano al Social Demócrata, o tal vez más. De hecho, los socialistas revolucionarios en Estados Unidos como en Rusia, estaban bastante cerca de los anarquistas. En el congreso de la Asociación Internacional de Trabajadores realizado en Pittsburgh en 1883, Parsons fue, según parece, el principal inspirador de un programa francamente revolucionario, acorde con la línea bakuninista predominante en los congresos europeos de la Primera Internacional. En 1884 comenzó a publicar el periódico anarquista Alarm, órgano del Grupo Americano de la AIT. «Era un orador elocuente y magnético y un talentoso organizador, y entre 1875 y 1886 se dice que dirigió no menos de mil asambleas de masas y viajó a través de dieciséis estados como organizador del Partido Socialista del Trabajo y, más tarde, de la Asociación Internacional de Trabajadores», dice M. Hillquit (op. cit., pág. 226). Es indudable que «sus continuos servicios a la organización y su actividad incansable, como asimismo su palabra fluida y convincente, hicieron de Albert R. Parsons una de las más importantes figuras» del movimiento obrero en Norteamérica, comenta Ricardo Mella (La tragedia de Chicago, México, 1977, pág.92). El mismo autor transcribe párrafos del discurso que Parsons pronunció ante el tribunal que ya lo había condenado a muerte, los días 8 y 9 de octubre de 1886, hace justamente un siglo.

Monumento en Chicago en recuerdo de los mártires del primero de mayo

De este discurso, que duró en total unas ocho horas, nos parece oportuno citar aquí también algunas partes. Este fue el inicio: «Me preguntáis por qué razones no debe serme aplicada la pena de muerte, o lo que es lo mismo ¿qué fundamentos hay para concederme una nueva prueba de mi inocencia? Yo os contesto y os digo que vuestro veredicto es el veredicto de la pasión, engendrado por la pasión, alimentado por la pasión y realizado, en fin, por la pasión de la ciudad de Chicago. Por este motivo, yo reclamo la suspensión de la sentencia y una nueva prueba inmediata… No podéis negar que vuestra sentencia es el resultado del odio de la prensa burguesa, de los monopolizadores del capital, de los explotadores del trabajo… En los veinte años pasados, mi vida ha estado completamente identificada con el movimiento obrero en América, en el que tomé siempre una participación activa. Conozco, por tanto, este movimiento perfectamente, y cuanto de él diga en relación con este proceso no será más que la verdad, toda la verdad de los hechos. Hay en Estados Unidos, según el censo de 1880, dieciséis millones doscientos mil jornaleros. Éstos son los que por su industria crean toda la riqueza de este país. El jornalero es aquel que vive de un salario y no tiene otros medios de subsistencia que la venta de su trabajo hora por hora, día por día, año por año. Su trabajo es toda su propiedad; no posee más que su fuerza y sus manos… Pues bien, toda esta gente, que es la que crea la riqueza, como ya he dicho, depende de la clase adinerada, de los propietarios. Ahora bien, señores, yo, como trabajador, he expuesto los que creía justos clamores de la clase obrera, he defendido su derecho a la libertad y a disponer del trabajo y de los frutos del trabajo como les acomode. Me preguntáis por qué no debo ser ejecutado y entiendo que esta pregunta implica también que deseáis saber para qué existe en este país una clase de gente que apela a vosotros para que nos concedáis una nueva prueba. Yo creo que los representantes de los millonarios de Chicago organizados, que los representantes de la llamada “Asociación de los Ciudadanos de Chicago” os reclaman nuestra inmediata extinción por medio de una muerte ignominiosa. Ellos de una parte y vosotros de otra. Vosotros os levantáis en medio representando la justicia. ¿Y qué justicia es la vuestra que lleva a la horca a hombres a quienes no se les ha probado ningún delito? Este proceso se ha iniciado y se ha seguido contra nosotros, inspirado por los capitalistas, por los que creen que el pueblo no tiene más que un derecho y un deber, el de la obediencia. Ellos han dirigido el proceso hasta este momento, y como ha dicho muy bien Fielden (otro de los obreros condenados), se nos ha acusado ostensiblemente de asesinos y se acaba por condenarnos como anarquistas». Como diría Kropotkin en una carta dirigida al New York Herald: «Una buena dosis de venganza, pero ningún hecho concreto, es todo lo que se infiere al proceso de Chicago». No se condenó a Parsons y sus compañeros por haber arrojado una bomba (nadie pudo probar nunca que lo hicieran), sino por ser anarquistas. Y este hecho ni Parsons ni ninguno de los condenados lo ocultó jamás. «Pues bien, —dice continuando su discurso— soy anarquista».

Y como el término se prestaba entonces (y se presta aún ahora) a muchos equívocos, provocados por la ignorancia o por la mala fe, Parsons se considera obligado a explicar su significado: «¿Qué es el socialismo o la anarquía? Brevemente definido, es el derecho de los productores al uso libre e igual de los instrumentos de trabajo y el derecho al producto de su labor. Tal es el socialismo. La historia de la humanidad es progresiva: es, al mismo tiempo, evolucionista y revolucionaria. La línea divisoria entre la evolución y la revolución jamás ha podido ser determinada. Evolución y revolución son sinónimos. La evolución es el periodo de incubación revolucionaria. El nacimiento es una revolución; su proceso de desarrollo, la evolución».

Lucy Parsons

Y, a continuación, explica Parsons el surgimiento histórico del capitalismo y de la clase obrera: «Primitivamente la tierra y los demás medios de vida pertenecían en común a todos los hombres. Luego se produjo un cambio por medio de la violencia, del robo y de la guerra. Más tarde la sociedad se dividió en dos clases: amos y esclavos. Después vino el sistema feudal y la servidumbre. Con el descubrimiento de América se transformó la vida comercial de Europa, y a la abolición de la servidumbre surgió el sistema del salario. El proletariado nació en la Revolución francesa en 1789 y 1793. Entonces fue cuando por primera vez se proclamó en Europa la libertad civil y política. Con una simple hojeada a la historia se ve que e siglo XVI fue el siglo de la lucha por la libertad religiosa y de conciencia, esto es, la libertad de pensamiento; que los siglos XVII y XVIII fueron el prólogo de la gran Revolución francesa, que al proclamar la República, instituyó el derecho a la libertad política; y hoy, siguiendo las leyes eternas del proceso y de la lógica, la lucha es puramente económica e industrial y tiende a la supresión del proletariado, de la miseria, del hambre y de la ignorancia. Nosotros somos aquí los representantes de esa clase próxima a emanciparse, y no porque nos ahorquéis dejará de verificarse el inevitable progreso de la humanidad».

La naturaleza de la llamada por entonces «cuestión social» y los fundamentos del socialismo son expuestos a continuación: «¿Qué es la cuestión social? No es un asunto de sentimiento, no es una cuestión religiosa, no es un problema político; es un hecho económico externo, un hecho evidente e innegable. Tiene, sí, sus aspectos emocionales, religiosos y políticos; pero la cuestión es, en su totalidad, una cuestión de pan, de lo que diariamente necesitamos para vivir. Tiene sus bases científicas y yo voy a exponeros, según los mejores autores, los fundamentos del socialismo. El capital, capital artificial, es el sobrante acumulado del trabajo. La función del capital se reduce actualmente a apropiarse y confiscar para su uso exclusivo y su beneficio el sobrante del trabajo de los que crean toda la riqueza. El capital es el privilegio de unos cuantos y no puede existir sin una mayoría cuyo modo de vida consiste en vender su trabajo a los capitalistas. El sistema capitalista está amparado por la ley y, de hecho, la ley y el capital sin una misma cosa. ¿Y qué es el trabajo? El trabajo es un ejercicio por el cual se paga un precio llamado salario. El que lo ejecuta, el obrero, lo vende, para vivir, a los poseedores del capital. El trabajo es la expresión de la energía y del poder productor. Esta energía y este poder han de venderse a otra persona, y en esta venta consiste el único medio de existencia para el obrero. Lo único que posee y que en realidad produce para sí es el jornal. Las sedas, los palacios, las joyas, son para otros. El sobrante de su trabajo no se le paga; pasa integro a los acaparadores del capital. ¡Este es vuestro sistema capitalista!».

Tras esta exposición didáctica, clara, objetiva (aunque evidentemente elemental y esquemática), la Corte levantó la sesión. Al reiniciarse al día siguiente, Parsons se concentró en su propia defensa: «Yo no he violado ninguna ley de este país. Ni yo ni mis compañeros hemos abusado de los derechos de todo ciudadano de esta República. Nosotros hemos hecho uso del derecho constitucional a la propia defensa, nos hemos opuesto a que se arrebatara al pueblo americano aquellos derechos. Pero, los que nos procesado imaginan que nos han vencido porque se proponen ahorcar a siete hombres, siete hombres a quienes se quiere exterminar violando la ley, porque defienden sus inalienables derechos: porque apelan al derecho de la libre emisión del pensamiento y lo ejercitan, porque luchan en defensa propia. ¿Creéis, señores, que cuando nuestros cadáveres hayan sido arrojados al montón se habrá acabado todo? ¿Creéis que la guerra social se acabará estrangulándonos bárbaramente? ¡Ah no! Sobre vuestro veredicto quedará el de pueblo americano y el mundo entero para demostraros vuestra injusticia y las injusticias sociales que nos llevan al cadalso; quedará el veredicto popular Para decir que la guerra social no ha terminado por tan poca cosa».

Más adelante se dedica a demostrar, por fin (como si esto no fuera para él lo más importante), su inocencia personal, es decir, su no participación en el atentado terrorista que se le atribuía y por el cual se lo había condenado a muerte: «Ya he probado cómo fui al mitin de Haymarket sin plan previo y solicitado a última hora por mis amigos. Ya sabéis que me acompañaron mi esposa [Lucy E. Parsons], miss Holmes, otras dos señoritas más y mis dos niños. Y ahora pregunto: ¿es posible que en tales circunstancias y en tales condiciones acudiese a un lugar donde se hubiese de desarrollar la trama de un complot para arrojar bombas de dinamita? Esto es increíble; está fuera de la naturaleza humana creer en la posibilidad de un hecho tan monstruoso».

La defensa de Parsons concluye con la relación de su voluntaria comparecencia ante el tribunal, cuando ya había salido de la ciudad y podía haberse ocultado: «Cuando vi que se había fijado el día de la vista de este proceso, juzgándome inocente y sintiendo asimismo que mi deber era estar al lado de mis compañeros y subir con ellos, si era preciso, al cadalso: que mi deber era también defender los derechos de los trabajadores y la causa de la libertad y combatir la opresión, regresé sin vacilar a esta ciudad». Este rasgo heroico corona una vida al servicio de la justicia y de la libertad. La siguiente frase pone broche de oro a la apología del heroico luchador: «Aún en este momento no tengo por qué arrepentirme».

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