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El imperialismo verde, por Juan Manuel Olarieta

Published on: miércoles, 13 de mayo de 2020 // ,


La ecología es una ciencia de la que muy pocos han leído alguna vez algún manual, pero el ecologismo se ha instalado en nuestro subconsciente haciendo de cada uno de nosotros un partisano, un militante en favor de la ecología y de la defensa del medio ambiente. ¿Cómo podemos defender algo que ignoramos? ¿Qué estamos defendiendo exactamente?

Para responder a estas preguntas hay que recorrer los 40 años de ideología ecologista: no de la ciencia de la ecología, que es más antigua, sino del movimiento verde. ¿Por qué nace el ecologismo como movimiento? ¿Quién lo crea?

Siempre ha habido movimientos ecologistas, pero antes tenían un alcance local, estaban ligados al paisaje inmediato, al disfrute de las peculiaridades locales, a la defensa de lo autóctono. Sin embargo, hoy el ecologismo es un movimiento marcadamente internacional e internacionalista, que desborda no sólo el ámbito de lo local sino incluso el marco de un Estado concreto. Crear un movimiento con una cierta homogeneidad a escala mundial no es una tarea nada fácil; requiere poderosos medios que sólo están a disposición de los grandes monopolios internacionales. El movimiento ecologista, pues, es una creación del imperialismo en defensa de la hegemonía de las grandes potencias. Más allá de las variaciones peculiares de cada grupo verde en concreto, lo que hoy les identifica es participar de esa ideología difundida por el imperialismo a partir de la década de los setenta del siglo pasado.

En aquellos años el movimiento de descolonización estaba en su apogeo y el imperialismo, después de décadas de guerras infructuosas para impedirlo, tuvo que acabar por resignarse: los pueblos del Tercer Mundo acabarían independizándose. Pero eso no era lo peor: cabía sospechar que, además, esas nuevas naciones querrían desarrollarse, salir del estado de postración en las que el imperialismo las había mantenido. El desarrollo económico era la materia de moda en las facultades de economía hasta aquel momento; hoy es un tema tabú. Ante una pretensión que hoy calificaríamos despectivamente como “desarrollista”, las potencias hegemónicas promovieron un movimiento de oposición sobre la base de que en el planeta no hay sitio para que todos los países escapen de la miseria, es decir, para que los países del Tercer Mundo dejen de ser los terceros.

El ecologismo nace, pues, como una ideología que fomenta el subdesarrollo, como un intento de mantener a aquellos países jóvenes como lo que siempre habían sido: reservas de materias primas y de mano de obra barata para las grandes potencias. Había que oficializar la creación de esos parques bajo la forma de lo que se llamó “reservas de la naturaleza” o de la biosfera, como ya habían logrado en Estados Unidos con las poblaciones indígenas. Conocidas organizaciones como WWF (World Wildlife Forum) fueron creadas por el imperialismo para convertir a los países del Tercer Mundo en un destino turístico para disfrutar de la vida salvaje en su estado prístino, con sus montañas, sus lagos, sus elefantes y sus inocentes pobladores, que nos llevan las mochilas a cuestas y nos sirven de sherpas en nuestros apasionantes safaris, en los que participamos con la inmensa inocencia de un momento pleno en comunión perfecta con el ambiente local.

El núcleo de la falacia ecologista es que vivimos en un planeta finito y cerrado en el que no hay sitio para todos, sobre todo si “todos” pretenden vivir tan estupendamente como en los países más desarrollados. Según los propagandistas del imperialismo eso es materialmente imposible. A partir de este equívoco que, pese a su falsedad, parece de sentido común, se abren dos líneas divergentes que también están en la esencia de los diversos movimientos ambientalistas. Uno de ellos es la teoría de la explosión demográfica, según la cual hay un exceso absoluto de población en el mundo, pero especialmente en el Tercero, justificando de ese modo las guerras, las esterilizaciones y demás políticas antinatalistas puestas en práctica desde la posguerra que, por lo demás, son las mismas que ya puso en práctica Estados Unidos con su propia población autóctona.

El segundo son las distintas catástrofes planetarias con las que amenazan a la humanidad a cada paso, extraídas del Evangelio de San Mateo: “El sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán” (versículos 24,29). En términos modernistas, el apocalipsis bíblico se ha convertido en esa doble tesis según la cual al mismo tiempo que la población aumenta los recursos se agotan. El panorama es, pues, aún más alarmante, si cabe.

LA CULPA ES DEL TERCER MUNDO


En la economía burguesa esa tesis adopta la forma de ley del decrecimiento y, también ahí la evidencia es tan clara, está tan introducida en nuestro subconsciente, a fuerza de repetición, que es falsa. Por ejemplo, un tópico señala que el consumo de petróleo aumenta cada día pero las reservas de combustible se agotan o se agotarán indudablemente. La culpa es de los países del Tercer Mundo, como India y China, que tienen la absurda pretensión de escapar del destino que le tenían preparado las grandes potencias y en sus faraónicos proyectos de desarrollo industrial demandan demasiados hidrocarburos, lo cual tiene, además, el inconveniente añadido de que el destrozo de la naturaleza crecerá exponencialmente: más desarrollo económico significa más contaminación y más desastres ambientales.

Estamos abducidos por una ideología lineal e inexorable de la decadencia según la cual la naturaleza, como la misma sociedad, marcha hacia una hecatombe segura. La ley del decrecimiento nació a principios del siglo XIX dentro de la economía burguesa pero su éxito lo obtuvo medio siglo después cuando Rudolf Clausius lo incorporó a la física. ¿Cómo podemos poner en duda una ley de la termodinámica? Sólo Engels se atrevió, pero no fue suficiente para que la ideología dominante diera un giro completo a lo que desde la Grecia antigua había sido el hilo conductor del pensamiento occidental, a saber, que el universo marcha del caos al cosmos. Por el contrario, hoy se ha generalizado la absurda teoría de que el universo marcha justamente en la dirección opuesta, hacia el caos, siguiendo indudables leyes que son a la vez físicas, ecológicas y económicas.

A través de la teoría del caos, el decrecimiento y las catástrofes de diverso tipo, el imperialismo transmite una concepción lúgubre en la cual la naturaleza es hermosa pero la humanidad es una especie despreciable. El progreso no ha existido ni existirá jamás. Desde su mismo origen la humanidad lo único que ha logrado es destrozar el entorno. Odiemos, pues, al hombre pero respetemos los ecosistemas silvestres. Aunque muera, el ser humano no importa porque hay mucha abundancia y cualquier desaparición de seres humanos es un alivio; lo importante es que se conserven las demás especies tal cual las conocemos ahora. La humanidad ha demostrado una brutalidad ecocida y exterminadora; acabará con la biodiversidad convirtiendo al planeta en un desierto estéril. Es preferible que se acabe el hombre antes que la naturaleza.

Para transmitir su tenebrosa ideología, el imperialismo ha dispuesto de poderosos tentáculos, alguno de los cuales los ha levantado para no dejar rastro de quiénes son los verdaderos autores de esta patraña. Así, a través de una serie de tinglados burocráticos, la ONU se ha convertido en el portavoz más autorizado de los riesgos ambientales que acechan a la humanidad, entre ellas la superpoblación, el calentamiento, la biodiversidad, la polución, etc. Pero quizá nada ha disimulado mejor que la constelación de movimientos verdes la verdadera naturaleza de clase de la ideología ambientalista. Por su permeabilidad intelectual, la pequeña burguesía ha servido de correa de transmisión para que una ideología imperialista arraigue entre las masas explotadas del mundo entero. Sus ademanes alternativos nos han acercado unos mensajes catastrofistas hasta el punto de lograr intimar con ellos, hacerlos nuestros, convertirlos en parte de nuestra protesta. Los rojos nos hemos pintado de verde o, por lo menos, somos rojiverdes. Es la señal de que no nos hemos quedado anclados en una antigüedad remota, en el viejo movimiento obrero del siglo XIX: somos ecosocialistas, no queremos un socialismo con malos humos, como sucedió con los planes desarrollistas de la Unión Soviética.

Eso es lo que creemos de nosotros mismos; quizá seamos ecologistas pero lo cierto es que no defendemos ni el socialismo ni la ecología. Nos hemos convertido en vasallos del imperialismo. También aquí nos han dado gato por liebre, nos han ganado la partida. Lo peor de todo es que eso nos llena de satisfacción: aún podemos ir de safari al Tercer Mundo. El paraíso no está en el socialismo, como habíamos imaginado, sino en el Serengueti.

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