Entre Darwin y Clémenceau, por Lluís Rabell
La salida de la pandemia no será unívoca. Podemos intuirlo ya, cuando aún estamos en los primeros compases de una crisis que modificará el semblante de nuestras sociedades y trastocará el orden mundial. Es una ilusión creer que el dolor nos hermanará y no podremos por menos que salir de ella más civilizados. Como todas las grandes crisis que ha atravesado la humanidad, ésta nos situará ante grandes dilemas, quizás ante una gran bifurcación de la historia. Sin duda, el fracaso del modelo neoliberal de globalización pondrá a la orden del día la necesidad de una gobernanza democrática, basada en la cooperación. Pero la razón no se abrirá paso por sí sola. Las élites que gobiernan el mundo se afanarán por consolidar su dominio al precio de mayores injusticias. Se atisba un convulso período de agitación social y política en la que podría ser una prolongada depresión de la economía mundial. A través de acontecimientos que pondrán en movimiento a millones de seres humanos en todos los países, se confrontarán distintas tendencias, progresistas o reaccionarias, que vemos perfilarse estos días.
La pandemia sigue el surco de las desigualdades sociales, cebándose con mayor intensidad sobre los más desfavorecidos. Esto será así en todas partes, aunque muy especialmente en aquellos países con débiles sistemas públicos de salud. Pero lo que sí va a tener una manifestación fuerte y generalizada es la pulsión darwinista que, desde siempre, late en lo más profundo del capitalismo. Boris Johnson fue uno de los primeros líderes en expresarlo sin tapujos – antes de verse obligado a dar marcha atrás apresuradamente. Lejos de decretar confinamiento alguno – decía -, había que dejar que el contagio se propagara hasta alcanzar la barrera de la inmunidad natural en la masa de la población. Eso comportaría sin duda muchos millares de fallecimientos, pero la economía no detendría su marcha. Sucumbirían sobre todo personas mayores, gente con patologías previas… es decir, colectivos improductivos y necesitados de costosos cuidados. Al cabo, habría un país próspero y saneado. La Reina de Inglaterra, mujer de venerable edad, no pareció muy entusiasmada con la idea. Pero quienes de verdad se echaron las manos a la cabeza fueron epidemiólogos y expertos, alertando del colapso – no sólo de los sistemas sanitarios, sino de toda la producción – que supondría la expansión incontrolada de un virus de tan contagioso.
En cualquier caso, la idea de anteponer beneficios empresariales a costos humanos no tardó en ser replicada con fuerza al otro lado del Atlántico. Lloyd Blankfein, ex-presidente de Goldman Sachs – con una fortuna personal estimada de 1.500 millones de dólares – pedía a Trump que volviesen a trabajar “aquellos que tienen un bajo riesgo de contraer la enfermedad”. Para el presidente, en contra de la opinión de sus asesores científicos, mediados de abril sería una fecha indicada para ello. Patriótico, el vicegobernador de Texas, Dan Patrick, llamaba a la gente mayor a dar su vida para que la economía no se detuviera y prevaleciese el sueño americano. Obscenas declaraciones que encierran una visión profundamente reaccionaria de la condición humana. Según la mentalidad ultra-liberal de estos dirigentes, habitamos un mundo en el que sólo los fuertes triunfan y sobreviven. Y, además, no hay otro posible. Para ellos, una pandemia no es algo demasiado distinto de las crisis cíclicas del capitalismo: al final, habrá un puñado de tipos listos que se forrarán… y un montón de perdedores. Como de costumbre. El virus realizará, a su manera, una suerte de selección natural. Pero nos equivocaríamos al creer que ese tosco darwinismo no es más que el delirio de algunos magnates. Muy al contrario, estos poderosos individuos expresan sin complejos una tendencia sistémica, un impulso que brota de la lógica de acumulación del capital – sobre todo en su actual fase tardía, donde se acentúan sus rasgos parásitos. No necesitamos ir a América para detectarlo. Basta con ver la hecatombe que se está produciendo en las residencias de gente mayor de nuestro país. He aquí un sector insuficientemente atendido por el Estado del bienestar, en que el negocio privado se ha basado en minimizar los costes en personal y en medios de prevención sanitaria. Ante una epidemia como la que estamos padeciendo, esos centros se han convertido en auténticas trampas mortales para cientos, quizás miles de ancianos. Imperceptiblemente, por la vía de hechos que algunos presentan como una fatalidad natural – difuminando así el peso determinante de las opciones políticas -, se propaga en la sociedad el virus de la resignación.
En la mentalidad neoliberal, cada cual tiene lo que se merece. Y, contrariamente a lo que cabría esperar ante la realidad de una pandemia, esos prejuicios se crecen en las actuales circunstancias. Prueba de ello, la actitud insolidaria de los responsables de finanzas de Alemania y Holanda, negándose a compartir esfuerzos a nivel europeo y señalando de algún modo a los países del Sur como culpables del contagio de sus ciudadanos. Eso no pasa en los hacendosos Estados del Norte. Por eso están llamados a mantener una posición preeminente en la Unión Europea. Las crisis ponen a cada cual en el lugar que le corresponde. Darwin y Calvino parecen inspirar a esta nueva Liga Hanseática. Aunque, en estos tiempos en que con tanta frecuencia se recurre a la terminología militar, quizás el pensamiento que mejor resuma el espíritu deshumanizado de esta selección natural de los mercados nos lo proporcione Georges Clémenceau, el férreo jefe del gobierno francés y “padre de la victoria” en la Primera Guerra Mundial: “Los cementerios están repletos de gente insustituible, que fue inmediatamente reemplazada”. El viejo Clémenceau sabía de lo que hablaba. La perspectiva de la izquierda, muy al contrario, se basa en la solidaridad. La humanidad ha progresado a través de la cooperación, los esfuerzos compartidos y los cuidados. Eso será más cierto que nunca cuando la pandemia desemboque en una vorágine social y política. Para entonces, la izquierda tendrá que enfrentarse a unas alternativas cuya crueldad tan sólo empezamos a percibir.