Humillados y ofendidos, por Gregorio Morán
Si ustedes quieren saber cómo se humilla a un pueblo fíjense bien en lo que están haciendo con los griegos. Aparquen sus obviedades sobre Grecia. Su historia, de Pericles a los turcos, con Byron disfrazado de sultán. Olvídense de nuestros helenistas de secano, que reverencian al Partenón y llenan de cagarrutas nuestro patrimonio. También de los profesores homéricos que no conocen Ítaca y de los poetas que emulan a Cavafis sin visitar la espantosa Alejandría. No tengan en cuenta la resistencia, ni su guerra civil, más larga que la nuestra. Ni los golpes de Estado de sus coroneles que les montaban en Washington y aquellas películas francesas con fondo musical de Theodorakis.
Conozco algo de Grecia. Subí a los monasterios de Meteora. Viví en el territorio sagrado de Athos. Incluso gocé de las islas y el azul que imita su bandera. A mí, Grecia y su Partenón me importan un carajo; sé que vivirán siempre por más que sean las ruinas más tópicas del planeta. Las que sus usureros admirarán extasiados y ampliarán sus saberes con los textos de Lledó y las traducciones de García Calvo.
Pero, ¿y los griegos? Los que están fuera del museo de la historia, los residuos que quedaron de Kazantzakis y el rebético, los que sin ser Zorba el tramposo, ni cantantes de cabaret tronado, vivían en una país sufrido pero amable. La gente que cumplía. ¿Qué es de ellos? ¿Asumirán el papel que les han asignado de trabajar gratis durante décadas como los ilotas antiguos? Ya no les quedará ni la posibilidad de marcharse a Roma y hacerse preceptores de los nuevos ricos. Esa imagen del ministro de Economía alemán, Wolfgang Schäuble, rellenando un crucigrama mientras se debate el futuro de los griegos vale un potosí.
Dentro de ese papel de orquestina del Titanic que tenemos reservados los periodistas españoles, me gustaría que alguien me explicara quién se quedó con los créditos, por qué se falsearon durante muchos años las cuentas del Estado, por qué nadie con posibles pagaba a Hacienda, por qué la Iglesia griega, segundo hacendado del país, está exenta. Una economía falseada no es una sociedad tramposa, sencillamente es una torre de clases, donde unos se benefician mucho y los otros callan. La corrupción griega es un chiste comparada con la italiana o con nuestros paraísos autóctonos. ¿Hablamos de la Caja de Ahorros del Mediterráneo? ¿De la Valencia de Camps donde lo único disculpable, por frivolidad, eran esos trajes de petimetre que se gastaba?
Bueno, hemos llegado a la conclusión de que la crisis económica que padecemos la han provocado los parados y la clase media funcionarial. Lo leo todos los días y por más que se me dispare la perplejidad no logro encontrar algún medio que explique la gran estafa. Alguien se quedó con los dineros que habremos de pagar todos, empezando por los griegos. ¿Cómo se puede humillar a un pueblo de esa manera? Son pocos, es verdad, apenas once millones, pero la gente olvida que hubo una guerra mundial porque se echó sobre los alemanes unas deudas que habían contraído sus clases dirigentes. Una práctica de usureros. Castigar al débil, para que escarmienten los demás. No son los griegos un pueblo suficientemente tupido de personal como para provocar un conflicto exterior, pero no se confíen. La ira que provoca la humillación tiene siempre respuestas de onda larga.
¿Y qué hacemos nosotros? Sufrir y acojonarnos. La orquestina del Titanic, que somos nosotros, precisa que debemos apretarnos el cinturón hasta hacernos daño. ¿Y ustedes creen que la gente va a aguantar? Bertolt Brecht tiene unos versitos muy complejos, como él, en los que dice que cuando el pueblo no responde a las expectativas de los dirigentes, lo que se debe hacer es cambiar de pueblo. En esas estamos. Liquidado el PSOE por manifiesta incompetencia, por usar el término más leve, hay quien cree que la vida va a seguir igual; que los de abajo se conformarán porque no hay alternativa. Y en verdad que no la hay, pero la gente no tarda en inventársela. Lo que sucede es que no resultará a gusto del canon.
Creen tenerlo todo tan a mano que hasta catalogan cómo deben ser las protestas, como en aquellas escenas memorables de Adivina quién viene a cenar estar noche. No somos racistas, pero los negros deben comportarse como blancos educados. Esa es la condición. Pero me temo que la cosa no va a ir por ahí. Los derechistas conversos, que aseguraban vivir en el mejor de los mundos posibles, tendrán que pelear como hienas para mantener sus privilegios. No se puede humillar a un pueblo con la CAM, la SGAE, el honorable Millet y familia, pobres, que están sufriendo el acoso mediático. Y Javier de la Rosa. ¿Se acuerdan de aquel estafador, que los malvados de Madrid llamaban “el banquero catalán”? Me lo encontré en una cafetería, tan tranquilo, al fin y al cabo lo peor ya ha pasado. (Yo prefiero el estilo protestante de la Alemania del norte, más que la desvergüenza de la Sicilia del sur. Cuando alguien es basura social. Un estafador, por ejemplo, conviene ser discreto; la arrogancia ha sido uno de los acicates para las atrocidades de nuestro pasado.)
¿Cómo podemos pedirle a la gente que sea responsable de los recortes sin que se nos caiga la cara de vergüenza? Nadie, que yo sepa, puso condiciones a las subvenciones de los bancos, ni siquiera obligó a esos señores a que repusieran el dinero, a cuenta de sus suculentos salarios. La ley del embudo no es legislable y cuando se impone provoca consecuencias que luego lamentamos. Tenemos dos opciones, o considerar que estamos sobre un barril de pólvora o sobre una poza de mierda.
Cualquiera que sea la opción, habrá que hacer algo y asumir riesgos. Es decir, que cuando un alto responsable de la CEOE sostiene que nadie tiene derecho a rechazar un trabajo en Laponia, ese mismo señor tiene que admitir que cuando yo llegue a lugar tan singular me encontraré al veterano presidente en la CEOE, Díaz Ferrán, delincuente probado, que está trabajando a destajo en las industrias pesqueras laponas. Y soy benévolo, porque este reo de la justicia debería haber sido destituido inmediatamente como representante del gremio hoy llamado, creo que sarcásticamente, “emprendedor”. Si somos duros, lo somos para todos, no sólo para los de abajo. La golfería no es delito pero conlleva un castigo social. A menos que nos rijamos por el código mafioso.
La mafia norteamericana se “dignificó” y blanqueó sus negocios gracias a Las Vegas. Está en los manuales. Ya puestos a ponerles las cosas tan fáciles a empresarios norteamericanos dentro de toda sospecha para que instalen casinos y casas de prostitución en Madrid o Barcelona, deberíamos evitar el despilfarro y entrar en negociación con las mafias que operan en España. Pedirían menos y están más adaptadas a nuestra legislación y costumbres.
Estamos en ese momento en el que a la orquestina del Titanic empiezan a faltarle las partituras. Por eso quisiera aprovechar para corregir un error aparecido en el anterior artículo, donde coloqué a Marina Vladi allí donde sólo podía estar Alida Valli. La memoria es ingrata, porque a ella dediqué una sentida necrológica en mayo de 2006, “La mirada de Alida Valli”. Cuando algo no está claro hay que echarle las culpas al abuelo Freud. ¿Quizá el efluvio de Orson Wells, que trabajó con las dos, me incitó al desvarío?
De todas maneras este error me sirvió para detectar algo entrañable; nunca había recibido tantas llamadas como en esta ocasión, para advertirme de la pifia, lo cual es de agradecer, y me anima a que si alguna vez me baja el tesón provocaré una equivocación poniendo a Robert Mitchum, que es un actor para gente aviesa, en el lugar de Gregory Peck, al que ningún bien nacido dejará de adorar. Los escritores de opinión no tertulianos tenemos la impresión de mandar mensajes en una botella. Algo así como el clarinete de la orquestina del Titanic, que se puede ir a tomar vientos sin que se note para nada en el vals de las olas, o en la sinfonía de los adioses.