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Noticias Amor y Rabia

Covid-19, autoritarismo e izquierda confinada

Published on: miércoles, 9 de diciembre de 2020 // ,



José R. Loayssa

Médico de familia. Trabaja en urgencias del Servicio Navarro de Salud. Ha tenido amplias actividades y responsabilidades docentes e investigadoras.

Ariel Petruccelli

Profesor de Historia en la Universidad Nacional del Comahue (Argentina). Autor de “Ciencia y Utopía” y “El marxismo en la encrucijada”.

27 de octubre, 2020

Si la izquierda consecuente no saca lecciones de su incapacidad para postular un modelo alternativo en la gestión de esta grave crisis, el futuro será desolador.

En muchos países se ha establecido, con distinta intensidad, una censura a cualquier opinión crítica ante la gestión de la pandemia del Covid-19 y de las medidas tomadas por los gobiernos. Las personas críticas con estas políticas son a menudo acusados de 'negacionistas' y pseudocientíficos. Esos términos han sido repetidos en los medios como fórmula para hurtar un debate necesario, tanto a nivel científico como político. Se llega a acusar de negar no solo la gravedad del SARS-CoV-2 sino la propia existencia del virus. A esto se añade otro calificativo: «cospiranoicos». Tomando como prueba manifestaciones aisladas de algunas personas, se generalizan imputaciones a quienes se oponen a las restricciones autoritarias, como si uniformemente defendieran que el virus ha sido creado en laboratorio, o que la pandemia es en realidad el resultado de una conspiración dirigida por élites internacionales y en la que participan, según las versiones, diferentes agentes del mundo de los medios de comunicación, los gobiernos y las élites económicas. Todo a través de una acción coordinada y secreta.

Por razones de espacio y de los límites lógicos de la paciencia del lector, no vamos a abordar en detalle el atractivo y la profusión de las razones del negacionismo o de las teorías conspiracionistas. El, en ocasiones, mal llamado negacionismo se apoya en la abundante evidencia de la manipulación informativa en que incurren con frecuencia Gobiernos y medios de comunicación. Divulgan informaciones poco exactas y ello hace que tanto gobiernos como medios gocen, en general, de poca credibilidad. Por otra parte, las teorías conspiracionistas tienen un evidente atractivo: presentan explicaciones sencillas, claras y contundentes a fenómenos complejos y difíciles de entender, y conectan con el modo de razonar en la vida cotidiana y en nuestro marco explicativo habitual. Tenemos una tendencia atribucionista y achacamos la responsabilidad de los eventos a la acción de las personas, obviando el decisivo papel de los contextos sociales e institucionales. Por otra parte, también existe una tendencia hacia el funcionalismo: lo que causa algo es aquello que se beneficia de su existencia (el criminal es quien se beneficia del delito). Acusar de conspiración no implica ningún compromiso con la demostración de su existencia, porque el propio hecho de que exista esa conspiración supone que los «conspiradores» tienen los medios necesarios para evitar que sus maniobras queden expuestas. Las imputaciones quedan como sospechas e insinuaciones que contaminan el debate, pero no lo favorecen. La conspiración no invita a la búsqueda de argumentos y datos empíricos que respalden las aseveraciones, ya que se apoya en pruebas circunstanciales y coincidencias fortuitas, y no se acompaña con análisis de su verosimilitud, confrontación de pruebas, ni contraste con explicaciones alternativas.

Pero, sobre todo, no subscribimos esas posturas aplicadas al Covid-19 porque creemos que no hay razones suficientes para pensar que el virus fue artificialmente creado, que la respuesta a su difusión estuviera diseñada y constituyera un plan previo de ninguna camarilla poderosa. Creemos que todo fenómeno político social se tiene que analizar como tal, tomando en cuenta la fuerzas y factores que lo originan, condicionan su evolución y lo transforman. Por supuesto que hay personas, grupos e instituciones con intereses y objetivos propios, pero creer que pueden controlar el desarrollo de acontecimientos tan amplios como la pandemia del Covid-19 y las medidas que toman la casi totalidad de los gobiernos es insensato… y solo se puede traducir en impotencia. Esto no significa que haya que olvidar la capacidad de los poderes económicos y políticos para aprovechar cualquier situación, no solo para vender mascarillas, sino para establecer climas intimidatorios y autoritarios, o propiciar reconfiguraciones de gran calado en las relaciones sociales, laborales, sanitarias o escolares.

Un autoritarismo más contagioso que el virus

Nuestra impresión es que, inicialmente, los gobiernos entraron en la lógica del autoritarismo, la represión y la desinformación alarmista debido a su propio pánico. Los políticos no quisieron aparecer como responsables por omisión, e interpretaron que los excesos para «salvar vidas» serían juzgados con benevolencia. Luego fueron devorados por el propio discurso que habían articulado: no hubo forma de modularlo o modificarlo, bajo la presión de unos medios de comunicación de masas dispuestos a hacer negocio con el lado truculento de la pandemia. ¿Qué responsable político o sanitario se atreve a decir «exageramos un poco la dimensión de la pandemia», cuando las medidas tomadas ya han tenido consecuencias terribles? Como ha dicho Ioannidis: la reacción de los gobiernos se puede describir con la imagen de un elefante que, asustado porque confunde un gato doméstico con una pantera, salta a un precipicio. Es verdad que no estamos ante un gato doméstico, pero tampoco ante una pantera.

Cuatro factores parecen haberse conjugado para que la inmensa mayoría de los países adoptaran medidas de confinamiento, de una intensidad y magnitud sin antecedentes históricos, ante un problema sanitario importante pero en modo alguno catastrófico. El primero es que las medidas adoptadas inicialmente por China sentaron un precedente. Pero se obvió que China ya ha recurrido a cuarentenas en epidemias pasadas, y se omitió que el confinamiento no fue en todo el país, sino en un única provincia (no implica el mismo esfuerzo ni se requieren los mismos recursos para confinar una parte que una totalidad). El segundo es el tremendismo sin parámetros ni parangón con que los medios masivos de comunicación manejaron la información, y que fue replicado y amplificado por las redes sociales. El tercero es que una serie de textos, sobre todo el de Neil Ferguson y el de Tomás Pueyo, presentaron previsiones modeladas que entrañaban un escenario de catástrofe con millones de muertos, y convocaron implícitamente a una estrategia de supresión del virus que carecía de precedentes. El cuarto es que, desbordadas por la situación dramática en Lombardía, las autoridades italianas, que no sabían muy bien qué hacer, decidieron confinar a todo el mundo, desencadenando de allí en más un efecto cascada: los gobiernos asumieron que pagarían políticamente caro dar muestras de indecisión o tibieza, y que cualquier exceso en nombre de la salud pública les sería perdonado. Y era una buena manera de ocultar, en nombre de lo inmediato, la decadencia de los sistemas sanitarios públicos, víctimas de recortes presupuestarios implementados, en mayor o menor medida, por autoridades de todos los signos políticos en los últimos lustros.

Pero ha habido una enorme desproporción entre la amenaza y la reacción. Y una confianza infundada en la eficacia de las cuarentenas indiscriminadas, así como una ceguera ante las consecuencias de las mismas. Pero, sobre todo, ha faltado un debate público sereno e informado. Un manto de irracionalidad cubrió la discusión de la pandemia, tanto entre los pronosticadores de catástrofes apocalípticas partidarios de confinamientos de un alcance y magnitud sin antecedentes, como entre los «conspiranoicos» negacionistas de la existencia del virus. Las autoridades se cubrieron las espaldas con comités de expertos, a la vez que actuaba dominadas por un pánico irracional. En uno de los documentos que ha tenido mayor impacto político, Ferguson previó hasta 40 millones de muertos en el mundo y abogó por una estrategia de supresión del virus asentada en estrictos confinamientos. En ese mismo texto, estimaba que el confinamiento debería producirse por unos 18 meses, tiempo mínimo en el que estimaba podría estar disponible una vacuna, aunque alertando que posiblemente al principio no fuera del todo efectiva. Los gobiernos asumieron el escenario de catástrofe y se plegaron a la medida (cuarentena), pero omitieron —en un reflejo de perversa inteligencia— decir que el encierro debería durar quizá un año y medio. La población podía aceptar un encierro por dos o tres semanas, ¿pero hubiera aceptado esa medida sabiendo que debería durar acaso 18 meses? Y aún queriendo: ¿era viable sostener un encierro por un tiempo tan prolongado y en el mundo entero? En medio del pánico, estas incómodas preguntas fueron dejadas a un lado, y quienes criticaron la viabilidad de las medidas draconianas y alertaron de las consecuencias nocivas de las mismas fueron ignorados o despachados con descalificaciones ad hominem: «eso es lo que dicen Trump y Bolsonaro».

Su reacción desmesurada —y no asumir ninguna autocrítica— vino de la mano de la negación de cualquier debate y de cualquier contraste sobre la interpretación y las consecuencias prácticas que los datos que la evolución de la pandemia iban aportando (así como los conocimientos sobre el fenotipo y el genotipo del virus y su dinámica de transmisión). La deslegitimación de las críticas por «conspiranoicas y negacionistas», ha servido, y sirve, para evitar la discusión científica. Así se han arrinconado las discusiones sobre la morbilidad y letalidad del virus, o la importancia epidemiológica del contagio por asintomáticos.

La efectividad de los confinamientos y cuarentenas, cuestión relacionada con la morbimortalidad del virus, debería también estar sujeta a debate. No existen pruebas de que las medidas tomadas en la primavera boreal hayan sido efectivas, aunque haya trabajos que lo afirmen. Podríamos añadir otros aspectos en los que existe debate científico, pero nos limitaremos a añadir uno más, de gran importancia por su repercusión: el uso de la mascarilla al aire libre. En realidad, las pruebas en este caso se inclinan claramente en contra de su efectividad. Su potencial de evitar contagios es irrisorio, teniendo en cuenta además que toda la información disponible reafirma que los contagios se producen básicamente en espacios cerrados.

En cualquier caso, a estas alturas ya está claro que la estrategia de supresión ha fracasado: el virus continúa circulando tras siete meses de restricciones. La mismísima OMS ya considera que el SARS-CoV-2 podría volverse endémico. Sólo en un sitio en que el virus circuló comunitariamente pudo ser suprimido: Wuhan. Pero, incluso en China, comienzan a aparecer nuevos contagios. Hay países que han logrado aislarse del virus, o que no circule profusamente, pero en tales casos, la clave ha residido en la detección temprana y el aislamiento selectivo de enfermos, y no en el encierro generalizado (que en algunos casos no se aplicó, y que en otros ya se suspendió en gran medida, como en Uruguay).

No olvidemos que se ha evitado la entrada del virus gracias al cierre de fronteras. ¿Qué sucederá en esos países cuando se abran? Para que la supresión realmente funcione como estrategia es necesario que todos los países (y no sólo algunos) sean capaces de eliminar la cadena de contagios. Un objetivo imposible ante un virus de alta contagiosidad, porque es imposible mantener a la totalidad de la población casi sin contactos entre sí (incluso por períodos breves). Incapaz de suprimir el virus, el gran encierro devino, de hecho y sobre la marcha, en estrategia de mitigación. Pero como tal se reveló funesta: entraña todas las consecuencias negativas de las acciones draconianas en términos psicológicos, políticos, laborales y educativos, sin alterar significativamente (a largo plazo) la cantidad de contagios y decesos producidos por el Covid-19. Demora el proceso sin modificarlo radicalmente. Más aún: puede empeorar la situación sanitaria, por tres razones. La primera es la desatención de otras enfermedades. La segunda es que la prolongación excesiva del proceso disminuye las defensas de la población: ni la falta de sol ni el estado generalizado de stress ayudan al sistema inmunológico, y cuanto más dure la pandemia menos probable es proteger eficientemente a la población vulnerable, que sí debería mantener cierto aislamiento importante (pero voluntario). La tercera es que un encierro demasiado estricto facilita ulteriores rebrotes, al quedar demasiada población susceptible de ser contagiada. Esto es algo que muestra muy bien la comparación actual de España con Suecia, por ejemplo. Pero, curiosamente, en su estudio comparativo de las medidas adoptadas por diferentes ciudades estadounidenses durante la pandemia de 1918, el propio Ferguson había mostrado que los mejores resultados los obtuvieron aquellas ciudades que adoptaron medidas moderadas, y no aquellas que tomaron medidas más radicales, sólo para verse expuestas a segundas olas.

Invocar a la Ciencia, traicionar su método

Desde el principio de la pandemia, los responsables políticos han afirmado una y otra vez, que las medidas se tomaban en función de las recomendaciones científicas y de lo que proponían los «científicos». Lo hicieron con un tono y de una manera que eran una apuesta implícita por la tecnocracia, por el «gobierno de los expertos». Apelación peligrosa, porque implica negar la esencia de la propia política, que supone conflictos de perspectivas e intereses. Estas peticiones de «gobernanza» de los técnicos sintonizan con el desprestigio de los partidos del sistema y de los políticos, y favorecen salidas autoritarias, cuando no fascistas. Los políticos estimulan esa reacción, cuando se cubren bajo el paraguas de los técnicos para decisiones que, como luego veremos, son más explicables desde sus propios intereses. Que personas críticas con el capitalismo hayan asumido acríticamente la sumisión ante las «expertas» (pieza basal del neoliberalismo), es todo un signo de los tiempos.

Pero es que, además, se invoca la opinión de la comunidad científica cuando hay notorias faltas de consenso. Desde el primer momento, hubo variedad de análisis y propuestas —de instituciones o de científicos individuales—, a la que la mayoría de la ciudadanía no accedió debido al bloqueo informativo. En consecuencia, la mayoría de la población ha aceptado la versión gubernamental de la pandemia, asumiendo los sacrificios y consecuencias de unas medidas draconianas que han destruido la economía y la vida social en buena parte de los países del globo, y que han producido daños ingentes en la salud física y mental que supuestamente trataban de proteger.

Porque si algo necesita la ciencia, es debate y dialogo. La información científica no son dogmas religiosos ni verdades indiscutibles. Sus conclusiones se basan en datos que pueden tener diferentes grados de veracidad. Su interpretación no es unívoca: requiere análisis, críticas y discusión. A pesar de que tenga todavía credibilidad ante la mayoría de la población, las contradicciones afloran, y cada vez es más difícil ocultar que hay científicos discrepantes a los que difícilmente cabe acusar de negacionistas. Es verdad que todavía se silencian las voces críticas, como ha ocurrido con 300 profesionales y científicos franceses cuyo llamamiento ha sido censurado en un periódico de gran tirada y que solamente Mediapart ha difundido. Sin embargo, empiezan a trascender opiniones críticas. Estos días hemos conocido un nuevo manifiesto encabezado por tres autoridades de Salud Pública y Epidemiología. Revistas prestigiosas han hecho llamamientos a la necesidad de un debate científico sobre las medidas a tomar. Y la apuesta por una estrategia dirigida a la protección de la población vulnerable tiene cada día más seguidores, una estrategia que ya en mayo fue propuesta en el BMJ por epidemiólogos como David Spiegelhalter.

Pero nuestros Gobiernos no aceptan la necesidad de ese debate científico. Ni quieren cambiar de guión, ni aportan argumentos sólidos. Así, los responsables gubernamentales se han convertidos en «negacionistas». Tras las proclamas de que se han salvado miles de vida, no hay evidencias contrastables. Niegan una y otra vez un balance costo-beneficio de las medidas tomadas y no justifican su proporcionalidad. Se reconocen las consecuencias económicas del confinamiento y de la paralización económica y social pero no se quiere discutir si realmente eran inevitables. Se soslayan las consecuencias del clima social que se ha creado, los enfrentamientos entre la población y los progromos contra jóvenes que, en muchos casos, han perdido un año de sus estudios, han tenido la vida educativa, social y cultural clausurada durante meses, y ahora se mueven en la penumbra vital.

Las verdaderas razones de una gestión autoritaria

En un repaso a las medidas tomadas por los diferentes Gobiernos y su grado de impacto, se ha sugerido que existe una asociación entre el alcance de las restricciones impuestas y el grado de deslegitimación de la «clase política» y las teóricas instituciones representativas de la ciudadanía. Se ha pretendido restaurar la aceptación de los representantes políticos subrayando su papel como «salvadores de vidas». Se ha promovido que la población acosada por el miedo buscara resguardo bajo el paraguas de la autoridad.

El autoritarismo se ha apoyado también en los argumentos de que no se puede confiar en la responsabilidad individual o colectiva: la ciudadanía necesita ser guiada con palo y la zanahoria, y acepta el castigo si se «porta mal». Precisamente, la negativa al debate público se justifica en que la población no está preparada y necesita instrucciones. Esta visión infantilizada de la ciudadanía exige que el Gobierno no muestre debilidad, que no muestre dudas o incertidumbres. En el caso de España, enlaza con esa cultura franquista basada en que el pueblo necesita mano dura. No faltan comentarios racistas sobre el sentido de la responsabilidad en la Europa meridional, supuestamente menor que el de otras latitudes.

En suma, se ha mantenido el discurso del miedo a pesar de su enorme costo y de que genera un estrés psicológico masivo que mata directa e indirectamente. La desinformación es constante, se ocultan los datos y opiniones contrarias a mantener el «estado de excepción». Se difunden informaciones sobre la probable transmisión del virus por aerosoles (sólo segura en circunstancias muy concretas, como los ambientes cerrados y hacinados), con el ánimo de crear sensación de vulnerabilidad. Se juega constantemente con las palabras y sus significados. Se habla de contagios refiriéndose a los PCR, cuando sabemos que existe un porcentaje no despreciable de falsos positivos. En los primeros momentos de la pandemia, se hablaba también de contagios cuando se trataba de casos, es decir de personas con síntomas y además significativos, lo suficientemente graves como para acudir al hospital (único lugar de España donde se realizaron pruebas de PCR durante los meses de marzo y abril). En consecuencia, los contagios de ahora (personas asintomáticas o con síntomas leves) no son los mismos que entonces, cuando representaban la punta del iceberg.

La realización indiscriminada de PCR sirve para justificar la idea de que estamos en la misma espiral, y de que nos acercamos al precipicio de la saturación de servicios. Hay que recordar que en España ni siquiera en primavera existió un desbordamiento inusual (la temporada gripal llena las UCIs y los pasillos de camas en muchas ocasiones), salvo en momentos puntuales y en lugares concretos. Lo mismo puede decirse de Argentina, aunque la cronología es un poco posterior.

Hasta hace no hace mucho, Argentina era ejemplar para los defensores del «talibanismo sanitario»: confinamiento severo y muy temprano. Aunque la pobreza se disparara, el desempleo aumentara y los niños se quedaron sin clases, por un tiempo, Argentina ofreció cifras de contagio y de mortalidad absolutamente menores que, por ejemplo, España o Brasil. Pero ya no. O no tanto. Los muertos por millón se aproximan a España y a Brasil, el «vecino irresponsable» con el que se la comparaba cuando la comparación era favorable. Hace tres meses Argentina tenía 15 veces menos de muertos por millón que Brasil; hoy alcanza las dos terceras partes de los guarismos brasileños, y acercándose. El Gobierno argentino responsabiliza a la población, que ya no respeta el aislamiento. ¿Pero a quién se le puede ocurrir que la población entera de un país puede permanecer encerrada en sus casas durante siete meses? A los estrategas del confinamiento se les olvidó pensar que un encierro total sólo puede ser breve. Afrontaron, contra toda lógica y probabilidad, una epidemia de virus respiratorio como si fuera una tormenta de arena. 

No obstante, aunque en cifras de muertos por millón atribuidos al Covid-19 Argentina posea cifras parecidas a las de España, en exceso de mortalidad no es así. De hecho, hasta el momento, la suma de decesos por Covid-19 y por otros virus respiratorios no supera a la del año pasado, cuando no había pandemia. En buena medida, los decesos por Covid-19 de este año han reemplazado a los de enfermedades tipo influenza y neumonía. La población argentina vive aterrorizada por una epidemia que dista de haber incidido severamente en su mortalidad, y que se halla lejos del impacto que tuvo en España, en parte porque la población mayor de 65 años es mucho menos numerosa. Uruguay, con restricciones ya muy leves y casi sin casos ni fallecimientos por covid-19, permanece sin embargo todavía presa del miedo. Recientemente, un grupo de padres y madres de una organización en defensa de la escuela pública, conocida por apoyar las reivindicaciones y huelgas docentes, se ha movilizado en favor de la plena presencialidad en las escuelas (en España también se ha percibido un estado de ánimo similar entre muchos padres y madres). Pero muchos trabajadores y trabajadoras de la educación son reticentes, a pesar de que todos los estudios indican que los niños se contagian poco, casi no contagian a otras personas y, en general carecen de síntomas o los tienen muy leves: el pánico no sabe de razones ni proporciones.

Las consecuencias y la ceguera de la izquierda

La gestión política de la pandemia ha mostrado que los poderes económicos no pueden definir de forma precisa e inmediata la acción de las instituciones públicas, aunque si condicionarla decisivamente a medio y largo plazo.

Entretanto, las élites empresariales han jugado su papel. Tanto en España como en Argentina han bloqueado iniciativas progresistas y han puesto límites para garantizar sus intereses frente a los gobiernos. Y, en paralelo, las fuerzas del «capitalismo digital» y del «capitalismo de la vigilancia» han dado pasos firmes. Mientras la población del planeta continúa aterrorizada por una pandemia cuya amenaza ha sido exagerada hasta lo indecible, las corporaciones digitales colonizan a paso redoblado la educación, el ocio, el comercio, y las relaciones sociales. Raquel Varela no exagera cuando afirma que el teletrabajo es contrarrevolucionario.

En España, las nacionalizaciones están fuera de la agenda, y el plan de reconstrucción encaja en una óptica neoliberal. El PSOE es el gran beneficiado, de momento, en términos de apoyo de la opinión pública, Unidas-Podemos ha sufrido un eclipsamiento notable. En Argentina, luego de un breve momento de gloria, el Gobierno de Alberto Fernández se muestra cada vez más débil, con una economía en severa recesión, millones de puestos de trabajo perdidos según las propias cifras oficiales, el colapso educativo y sin poder mostrar buenos índices en el manejo de la pandemia. A su vez, el macrismo ha impuesto el aislamiento social allí donde gobierna, aunque hace rato que sectores de la derecha se movilizan contra de las restricciones. Las fuerzas de izquierda, por su parte, aunque críticas de los excesos autoritarios del confinamiento y de los abusos patronales, no han sido capaces de oponer otro abordaje a la crisis sanitaria.

Desde el momento en que las fuerzas de izquierda no supieron oponerse frontalmente a la estrategia sanitaria dominante, y asumieron el discurso de que estamos ante una epidemia cataclismática frente a la que hay que adoptar medidas extraordinarias, la defensa de las libertades ciudadanas fundamentales se vio debilitada. No faltaron voces que, como el secretariado unificado de la IV internacional, apoyaron sin reservas una imposible estrategia de supresión del virus y llamaron genocidas y «socialdarwinistas» a quienes planteaban que había que aceptar que no «todas» las vidas son salvables sin condenar a otras muchas a sufrir y a morir por otras causas. Bolsonaro y Trump fueron tomados como coartada para alinearse con la mayoría respetable de los representantes políticos del capital internacional, del que ambos son bufones útiles. Se practicó una suerte de campismo: el enemigo principal son esas figuras odiosas, no el establishment político en conjunto. De manera sorprendente, no faltaron quienes acusaron a los que denunciábamos las consecuencias sociales y económicas que entrañaría el confinamiento de anteponer la economía a la vida. Pero no se puede confundir las consecuencias económicas con la defensa de los beneficios del Capital. Se trata, más bien, de poner en consideración la tragedia que representa poner en riesgo el sustento material de las clases populares. Porque al final, es probable que el confinamiento salve unas pocas vidas de la clase media, pero hundirá aún más a los sectores desfavorecidos: muchas otras vidas se perderán, aunque sea sin el certificado de defunción del covid.

La amenaza real del virus no justificó nunca tamaño tremendismo. Con tanto horror difundido día y noche parece difícil de creer, pero lo cierto es que el 99,8 % de los infectados por el SARS-CoV-2 sobreviven, como revela un reciente estudio de John Ioannidis. La propia OMS, aunque continúe insuflando temor a diestra y siniestra, reconoce que sus mejores estimaciones indican que ya pudo haberse contagiado el 10% de la población del planeta. En tal caso, la tasa de letalidad del Covid-19 sería del orden del 0,14 %, a años luz del 3,5 % que postuló la misma organización allá por marzo.

Que salvo contadas excepciones (Suecia sobre todo) la inmensa mayoría de los Estados hayan implementado severas restricciones puede dar algún consuelo a quienes analizan los sucesos en clave nacionalista («nos equivocamos, pero todos hicieron lo mismo»)… y no ven más allá del capitalismo. Pero para quienes quieran mirar más allá del actual sistema, y hagan un análisis de clase, la gran uniformidad de la respuesta de las autoridades de los Estados capitalistas dice otras cosas y no proporciona ningún consuelo. Puede entenderse que la burguesía y las clases acomodadas se sintieran especialmente vulnerables ante un virus que las afectaba de manera directa y difícilmente controlable. Hace años que los amos del mundo sueñan con vencer a la muerte. Sus médicos-ideólogos se empeñan en considerar a la muerte como un «problema técnico», que la ciencia podrá arreglar en breve, y sus filósofos de cabecera especulan con que en un futuro inmediato la inmortalidad será una posibilidad para los ricos.

Quienes lean estas líneas podrán pensar que la búsqueda de la inmortalidad es una tontería. Y sin duda tendrán razón. Pero es una búsqueda en la que está empeñada mucha gente de la clase dominante. Son los nuevos alquimistas. Quizá parezca extravagante y, sin duda, lo es, lo cual no quita para que sean creencias influyentes en círculos económica y políticamente poderosos. En una conversación pública de 2015 entre Yuval Harari y Daniel Kahneman, que no son precisamente dos ignotos «conspiranoicos», sino un escritor de best sellers y un Premio Nobel de Economía, el primero dice con pesaroso fatalismo que para la gran mayoría, la mejor opción ante una vida sin valor y sin sentido, será una combinación de drogas y videojuegos. Para las elites, en cambio, el futuro es la inmortalidad.

A esas elites que se creían a las puertas de solucionar el «problema técnico» de la muerte, la aparición de un virus como el SARS-CoV-2 las enloqueció. Literalmente. Pero que su perspectiva haya sido asumida por las clases trabajadoras (expuestas regularmente a problemas sanitarios más graves que el Covid-19) muestra la hegemonía de los valores y creencias burgueses y la escasa autonomía de las clases populares. En los últimos meses se denunciaron negacionismos y negacionistas de todos los colores. Pero hubo un negacionismo del que casi nadie ha hablado: el negacionismo de la muerte, el horror a morir.

Que la izquierda radical haya sido en general presa del pánico al igual que la derecha, el centro y la izquierda reformista, asumiendo además la hipótesis de la eficacia y viabilidad del encierro, es un indicio de falta de autonomía ideológica. Que se haya descartado la posibilidad de proteger a la población vulnerable como cosa imposible, creyendo al mismo tiempo que sería posible proteger a toda la población, habla bastante a las claras de la pobreza intelectual franciscana y de la carencia de toda lógica en el debate público contemporáneo. Que la creencia en que la vacuna será la solución a la pandemia se haya impuesto con tan pocas críticas muestra la eficacia de la propaganda de los laboratorios, la expropiación de la salud por el capital y la escasa independencia de la izquierda en términos de política sanitaria (indispensable el reciente escrito de Juan Gérvas). Que algunas fuerzas de izquierda defiendan abiertamente la política de confinamiento resulta especialmente incomprensible: los segmentos más pobres de la población carecen de viviendas adecuadas para confinarse; los «trabajadores esenciales» deben continuar con sus labores (a diferencia del grueso de las clases alta y media). La pérdida de clases afecta más a los pobres que a los ricos, y el encierro aumenta el desempleo, la miseria y las desigualdades.

Aunque sería exagerado decir que las organizaciones de izquierda apoyaron sin reservas la estrategia de «supresión del virus» y las cuarentenas masivas, lo cierto es que, en general, no se opusieron de manera frontal. Criticaron sus excesos o algunas facetas, no su naturaleza. El hábito tacticista de tratar de acompañar las demandas de las masas, dejó al grueso de las organizaciones de izquierda desarmadas cuando lo imperioso fue cuestionar el «sentido común». Y el retroceso generalizado de la cultura de izquierda dificultó la elaboración de una comprensión propia e independiente de los problemas sanitarios: en el fondo, son problemas en los que nunca habían pensado demasiado. Por ello, se optó por lo que parecía la «vía más segura». Pero en las grandes crisis, las vías «más seguras» suelen ser contraintuitivas.

Nos jugamos mucho. Porque contrariamente a lo que pudiera parecer, la ideología no se sustenta en el adoctrinamiento de los medios de comunicación sino en las prácticas sociales que reflejan la forma de ver el mundo (eso es el fetichismo de la mercancía de Marx). En esta pandemia la población puede «aprender» que necesitamos gobiernos y Estados fuertes, que el ejército está para proteger la salud de la población, que cualquier semejante puede ser un peligro y un largo etcétera. La desconfianza y las tendencias individualistas y anticomunitarias se pueden reforzar. Las élites dominantes no van a dejar de tomar notas de las potencialidades del uso de la biopolítica (la pulsión a aferrarse a la vida como mero pálpito biológico), el estado de excepción y la manipulación del miedo colectivo. 

Y si la izquierda consecuente no saca lecciones de su incapacidad para postular un modelo alternativo en la gestión de esta grave crisis, el futuro será desolador.

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