La UE: dominio alemán, finlandización continental y colonización del sur
Published on: miércoles, 3 de febrero de 2021 //
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En 1990 apareció la edición española del ensayo de Alain Minc “La gran ilusión. La Europa comunitaria y la Europa continental” [1]. La obra fue saludada como “el primer libro polémico inteligente sobre Europa” (Libération) o como “un gran libro en el que se hace un interesante análisis de la evolución alemana” (Le Nouvel Economiste). La ilusión a la que hacía referencia el título no era esperanza, sino engaño: “el mercado único de 1993 es un mito que nos ciega y nos oculta la transición de una Europa atlántica a una Europa continental dominada por Alemania y cada vez más alejada de los Estados Unidos” (Le Point). Esa transición conllevaba el riesgo de descubrir que el futuro que se prometía radiante estuviera, en realidad, cargado de amenazas y que “Europa” pudiera traer consigo desagradables sorpresas.
Desde la primera página del prólogo el autor abandonaba las autocensuras de la corrección política: “dejemos de llamarnos a engaño. No existe ningún problema europeo, lo que se plantea es un problema alemán”. Por debajo de los fastos de 1992, e inadvertida para el europeo común, otra Europa –no la atlántica de la CEE- estaba preparándose para tomar posiciones dominantes en el futuro. Sigilosamente Alemania se preparaba para resurgir como poder centroeuropeo y con ese resurgimiento volvería de nuevo su tradicional proyecto geopolítico de dominación continental, desde el Atlántico hasta los Urales. Si Alemania conseguía llevar hasta el final su evolución habría reunificación, la CEE atlántica sería sustituida por una estructura continental y Europa “no existirá, sino que será en el siglo XXI lo que eran los Balcanes en el siglo XIX”.
Minc advertía de que se estaba usando la quimera de Europa como excusa debilitadora del Estado-nación. “Nuestra pasión por Europa presenta todos los síntomas de una transferencia psicoanalítica: esperamos de un milagro europeo que nos exima de los esfuerzos obligatorios dentro de un marco nacional… Pero esa visión quimérica tendrá el destino de todas las transferencias psicoanalíticas: un bienestar pasajero y un gran engaño”. Minc denunciaba que la retórica ingenua y unánime estaba hurtándoles a los europeos el gran debate: el de qué Europa querían. Mientras la Europa atlántica de la Comunidad Europea se ofrecía como “espacio de ensueño”, la Europa continental que sería dominada por Alemania iba tomando posiciones subrepticiamente. “Una agrada y la otra se identifica con un giro total”. Minc temía a la segunda y avisaba a Francia. “Existen todavía márgenes de maniobra. Ahora bien, dentro de tres o cuatro años habrán desaparecido. Todo es posible todavía; nada está definitivamente perdido, pero la voz de alarma se corresponde con la urgencia”. Minc daba esta voz de alarma en 1989. Sólo un año más tarde Alemania se reunificaba.
La primera parte del ensayo del analista francés, “De la Europa occidental a la Europa continental”, analizaba la sustitución subrepticia de la CEE atlantista por el proyecto geopolítico continental alemán. Esa CEE atlantista era una realidad estratégica producto del Telón de Acero y, como tal, estaba expuesta a desaparecer con él. En los años 50 y 60 “todo parecía sencillo y definitivo. El superpoderío militar norteamericano garantizaba una protección absoluta a Europa occidental (…). Con una Gran Bretaña en funciones de 51º estado de la Unión y una Alemania Federal visceralmente solidaria, los EEUU, conscientes de su superioridad nuclear, garantizaban la paz a la alianza atlántica sin problema alguno. Dentro de un espacio estratégico tan seguro, los prontos franceses poco peso tenían: gratificadores para Francia, irritantes para los EEUU, indiferentes para los demás. Independencia nuclear, defensa contra cualquier agresión venga de donde venga, antiamericanismo ideológico: otras tantas manifestaciones nacionales que tenían lugar –demasiado a menudo se nos olvida- al amparo de un paraguas nuclear protector estadounidense (…) Las veleidades francesas no trastornaron en demasía este equilibrio estratégico”. Esta situación tan cómoda para Europa occidental sólo podía degradarse. Cuando EEUU dejó de ser militarmente omnipotente por los desarrollos armamentísticos de la URSS, y cuando los misiles intercontinentales soviéticos lograron la capacidad de alcanzar su territorio, los gobiernos estadounidenses empezaron a mostrarse reacios a arriesgarse por la Europa occidental, primero, y a correr con todos los gastos de su defensa, después. “Los europeos tardaron años en entender que el desacoplamiento entre los EEUU y Europa estaba en ciernes en la respuesta graduada, es decir, en la negativa de los primeros a arriesgarse a su aniquilamiento nuclear con tal de atender a la salvaguardia automática de la segunda”.
Area geográfica que históricamente ha querido dominar Alemania, con Mitteleuropa en su centro
El desacoplamiento entre la Europa occidental y los EEUU hizo a Alemania salir sigilosamente de su hibernación. “La evolución se ha ido realizando pasito a pasito”, señalaba Minc. “Una relación exclusiva con los EEUU se veía sustituida paulatinamente por una red diplomática compleja de la que la alianza norteamericana constituía la dominante y no ya la base”. El que la presión soviética adoptase una apariencia más amable fue el empujón definitivo. La Alemania Federal empezó a colocarse como el jugador fuerte del centro de Europa. “La Mittel Europa, esa vieja noción de la Europa de las nacionalidades, volvía a hallar de esta suerte una existencia latente”. El desmantelamiento de los misiles Pershing americanos de suelo alemán constituyó “las primicias del sistema de seguridad continental que de ahora en adelante sucede al atlantista. Entramos de lleno en un universo diferente”. Los equilibrios de poder dentro de Europa también se alterarían. “El sistema de ayer suponía el equilibrio de fuerzas entre las grandes potencias europeas; el de hoy postula la aplastante superioridad de uno de los jugadores. Deja de ser un sistema de seguridad para convertirse en un instrumento latente de dominación”. ¿Qué ocurriría? Minc anticipaba el escenario: unos EEUU fuera de juego y tanto más desligados de los asuntos europeos cuanto más progresara el desarme estratégico, una URSS que daría por sentado que se iba a producir ese desacoplamiento, una Centroeuropa donde el telón de acero se iría debilitando y volviéndose permeable y Alemania se iría haciendo cada vez más fuerte, una Francia que vacilaría entre mantener el nexo con los EEUU y el aislamiento estratégico y una Gran Bretaña que, “para que conserve sentido su solidaridad con los EEUU, no jugará la carta de Europa más que de forma selectiva, cogiendo tal aspecto, rechazando tal otro…” Para el resto del continente quedaría la docilidad al superpoderío alemán que se anunciaba y la “finlandización” [2]. Y Minc advertía: “No se trata de unas visiones de pesadilla, sino de la proyección del espacio estratégico tal como va cobrando forma ante nuestros ojos”.
Al analizar la presumible retirada americana de los asuntos europeos, Minc observaba que los activistas antiyanquis del viejo continente nunca habían comprendido la idiosincrasia de los EEUU. “Los han creído expansionistas por naturaleza e imperialistas por vocación, cuando de hecho se encontraban ante una potencia imperial por accidente”. Su modelo libertario-capitalista era más apto para buscar el contagio que el imperium. Y aunque los EEUU han ejercitado ese imperium a menudo con dureza, “tal estado no les es connatural”. Lo probaba el hecho de que, más allá de proteger el territorio patrio, su geopolítica hubiera carecido siempre de la visión de conjunto de toda genuina vocación imperial. Con respecto a la Europa occidental sus movimientos eran claros. Los EEUU estaban obsesionados con eliminar o desplazar la amenaza directa sobre su territorio y una vez que habían dejado de ser invulnerables frente a la URSS, el sistema de seguridad atlántico tenía por fuerza que resquebrajarse. Ese desacoplamiento de Europa se iba a reforzar, señalaba Minc, por importantes cambios internos dentro del país. “Los EEUU que acudían volando en auxilio de las democracias en 1941 eran todavía el hijo predilecto de Europa. Cultura, mentalidad, relaciones económicas, inmigración de primera generación, esnobismo, incluso vínculos sociales: todo los atraía hacia la vieja Europa”. Sin embargo, cuarenta o cincuenta años después, eso había cambiado. Los grandes flujos migratorios ya no eran europeos, sino asiáticos, del mundo negro y de la América hispana. Para todos esos nuevos estadounidenses la vieja Europa no significaba nada especial. La gran burguesía blanca, anglosajona y protestante (los WASP) había perdido, igualmente, el monopolio del poder. “A unos EEUU metamorfoseados, corresponde otra elite”, señalaba Minc. “A esta nueva elite, unos nuevos horizontes. Y a estos nuevos horizontes, otro sistema diplomático y estratégico. Quiérase o no los EEUU han experimentado un cambio de 180º. Su centro de gravedad ya no se encuentra en la costa este”. Para los años venideros Minc pronosticaba una creciente imbricación con México y Canadá y un giro decidido hacia el eje Asia-Pacífico. También un debilitamiento económico que abonaría su retirada de los asuntos europeos. La presencia militar en el viejo continente no desaparecería, pero se reduciría. El repliegue y el desarme eran capítulos obvios de donde ahorrar. “Conviene conocer el precio que esto representa para Europa: cuanto más reduzcan los EEUU su sistema de protección central, tanto menos estarán dispuestos a ponerlo en juego para proteger a un tercero, japonés o europeo”. El ahorro y el desarme agravarían el desacoplamiento. Y la propia opinión pública estadounidense lo consolidaría aplaudiéndolo. “Inclinada mayormente hacia el consumo, hasta el extremo de vivir a crédito, poco sensible a los riesgos de agresión externa, sin cultura ni tradición militares, dicha opinión pública no aceptará, con miras a reforzar la baza estratégica de su gobierno, sufrir con mayor intensidad una recesión que de todas maneras le resultará insoportable. La ingenuidad de la opinión norteamericana, su natural creencia de poderío y su convencimiento de estar a salvo de cualquier amenaza son otras tantas razones que hacen aún más difícil la existencia de una voluntad estratégica”.
Cada centímetro de retirada de los EEUU de los asuntos europeos significaría un nuevo centímetro de avance en el poder continental de Alemania. En 1989, cuando Minc escribe, “Alemania se mueve, y Europa con ella, puesto que, mañana como hoy, hoy como ayer, el problema europeo se reduce, una y otra vez, al problema alemán”. Entre proclamas de respeto a Alemania, Minc observaba, con todo, cuán difícil era señalar lo que estaba pasando porque hablar de las ambiciones de dominio continental de Alemania era una especie de tabú. Cuando se señalaba que Alemania se estaba moviendo en esa dirección, se recibían de inmediato acusaciones de “ceder a los espectros de antaño, caer en la germanofobia de baja estofa” o “negar el milagro europeo”. Y sin embargo, el respeto hacia ese país que Minc decía sentir, “no debe ser sinónimo ni de ceguera ni de ilusiones. Alemania se ha puesto en movimiento y nada la detendrá”.
Al analizar las tendencias alemanas en curso, Minc empezaba por el entonces pujante movimiento alternativo y “verde” que había prendido en los estratos burgueses germanos y había adquirido un enorme respaldo. Dicho movimiento había popularizado en la sociedad alemana unos valores –“la naturaleza, la ecología, la paz”- y una cultura –“una extraña amalgama de anarquía personal, izquierdismo político, mitos de la naturaleza y reflejos pacifistas, todo ello sin el menor atisbo de marxismo”. Aunque las resonancias del culto a la tierra del viejo y temible nacionalismo alemán eran bastante obvias, Minc se cuidaba de expresarlo tan explícitamente. “¿Resurgimiento del antiguo culto germánico a la naturaleza? ¿Reminiscencias de la hipotética alma alemana?”, se preguntaba. Sea como fuere, el movimiento verde sería muy útil para las líneas estratégicas de Alemania con sus “innumerables manifestaciones en los confines de las bases norteamericanas, su rechazo progresivo de los símbolos de los EEUU, el retorno de las referencias a la Mittel Europa y otros tantos indicios de un movimiento de opinión que constituye, de ahora en adelante, el telón de fondo de las posiciones estratégicas del gobierno alemán”. A esa sociedad civil poco le importaba la solidaridad atlántica. “Se niega a que su territorio se convierta en un ’vertedero nuclear’; después de la opción doble cero sólo sueña con la desnuclearización completa; se sentiría más segura sin las bases norteamericanas; en la presencia estadounidense ve un obstáculo para la paz y no ya una protección; aspira a una Europa sin fronteras ni telón de acero, en la que la posibilidad de circular libremente vendría a representar, por sí sola, todas las libertades…” En suma, el clima social idóneo para iniciar desde el poder el gran movimiento geoestratégico.
El mercado único que se anunciaba en la Europa occidental para 1992, obviamente, beneficiaba a Alemania. Este país tenía una economía potente que necesitaba áreas de expansión para sus multinacionales y a la que el mercado interior, sin posibilidades de crecer demasiado y con una demografía en caída libre, no le bastaba. El declive demográfico de la República Federal era otro argumento, si es que hacían falta más, para desear la reunificación y el abrir vías hacia el Este. Ya en 1989, cuando escribía Minc, Alemania estaba trabajando para convertir a Europa oriental en su zona de influencia económica. “Está empeñada en que sus clientes del este se vuelvan solventes, en abastecerlos y en convertirlos asimismo en contratistas subsidiarios con salarios bajos”. Había puesto en práctica, “a la chita callando, un auténtico plan Marshall” para el este. “Sin trámites burocráticos para la concesión de subsidios; sin levantar ningún revuelo sociopolítico, pero con una eficacia temible”. Una eficacia que no excluía, aunque Minc no lo mencionara, el soborno y la corrupción de las élites políticas locales para conseguir que beneficiaran a las empresas y los intereses alemanes. Ha sido esta una estrategia tan sistemática (ahí están los famosos “convolutos” del embajador en España Guido Brunner [3]) que durante años, y hasta hace no tanto, los sobornos corporativos incluso desgravaban a la hora de tributar al fisco alemán [4].
Lo que Minc sí contaba, y con detalle, era el plan de ayuda a la RDA que, ya por entonces, preparaba el terreno para la deseada reunificación. Dicho plan abarcaba multitud de aspectos. Por ejemplo: “la convertibilidad del marco del este en marco del oeste sobre la base de 1 por 1, lo que permite que una moneda de pacotilla disponga artificialmente del mismo poder adquisitivo que una de las monedas más solventes del mundo”. O por ejemplo, “la asunción financiera de los jubilados del este, autorizados a emigrar al oeste, donde quedan cubiertos por la seguridad social de la RFA que sustituye al sistema social de la RDA”. O también, que los productos de la RDA entraban en la CEE sin aranceles, gracias a la libre circulación entre las dos Alemanias. Minc relataba como a través del canal discreto de las Iglesias alemanas y de “las mil y una organizaciones que gravitan en torno a estas” se habían hecho llegar ríos de dinero a los alemanes del este, acrecentando su poder adquisitivo. Otras vías eran más clásicas: préstamos del estado, ayudas a la exportación que permitían que las empresas del oeste vendieran a sus clientes del este “hasta un límite rayano en la insolvencia” o créditos masivos concedidos por bancos de la RFA. Minc exponía la estrategia de dichos bancos: controlar entidades bancarias en Europa occidental y canalizar su recolección de dinero procedente del ahorro en los países del oeste en forma de créditos al este. “Estos bancos rechazarían, por descontado, semejante presentación, explicando que los depósitos no son fungibles, ni los préstamos indiferenciados. ¿Pero acaso no hace eso el Deutsche Bank cuando aumenta sus recursos en Italia, haciéndose con bancos del país, y reduce sus préstamos a todo el mundo excepto al este? De esta forma se pone a operar, sin bombos ni platillos, una bomba de dinero que aspira ahorro del oeste para financiar el consumo del este. Actuando así pocos rivales pueden tener las instituciones financieras alemanas. Además, vinculan la adjudicación de estos créditos a la adquisición de productos alemanes, creando nuevos mercados a sus industriales”. Para 1989 esos mercados estaban ya bien establecidos, hasta el punto de que las grandes empresas del oeste eran incapaces de rivalizar con las alemanas en el oriente europeo. Minc no se privaba de insinuar las cálidas relaciones (aunque sin mencionar la provechosa práctica del soborno) que existían entre las grandes empresas alemanas y los oligarcas políticos del este. “¿Cuántos patronos alemanes frecuentan a los ministros o viceministros soviéticos con motivo de las cacerías invernales en Carelia? ¿Cuántos tienen puerta abierta en el Kremlin?”. El primer extranjero a quien recibió Gorbachov nada más llegar al poder fue un antiguo responsable del Deutsche Bank… En resumen, el Drang nach Osten, la marcha hacia el Este que fue un principio clave en la política prusiana del siglo XIX, era para la Alemania de finales de los ochenta un concepto estratégico, un hecho económico y una realidad sociológica. El “imperio económico del medio” ya estaba creado para cuando llegó la reunificación política.
Minc subrayaba algo importante para entender el despliegue del dominio alemán: que las grandes líneas estratégicas y geopolíticas de Alemania son asumidas como propias y conjuntamente por gobernantes y corporaciones, pero también por todo el espectro político alemán, convirtiéndose así en suprapartidistas. Una situación esta inimaginable en países como España. El autor hacía un repaso por la política alemana del momento. Todos abrazaban la Ostpolitik, todos privilegiaban la “aproximación interalemana” (eufemismo para la reunificación) a la construcción de la Comunidad Europea atlantista, todos querían el alejamiento de los EEUU del viejo continente, todos pedían la desnuclearización de Centroeuropa y todos jugaban la baza del neutralismo y la distensión. Y no estaban solos. Bancos, corporaciones, sindicatos, iglesias, prensa y buena parte del mundo de la cultura los acompañaban en esa misma dirección. La estrategia de reunificación era clara: primero reconstruir el nacionalismo alemán y las conexiones de toda índole entre las dos Alemanias y, tras eso, reconstruir el Estado. “Vivimos prisioneros de imágenes trasnochadas”, decía Minc, “los mártires del Muro, Berlín hemipléjico…”. La realidad era que, antes de la caída del Muro, la frontera entre las dos Alemanias era casi completamente permeable, las comunicaciones casi libres y la emigración del este al oeste estaba autorizada. La Alemania del Oeste lo llevaba con discreción “por temor a que unas relaciones demasiado ostensibles provocaran rechazo”, la del Este lo mismo por la incomodidad de “una práctica cotidiana en oposición con su retórica”. En la URSS “lo miraban desde lejos” y en los gobiernos occidentales “hacían como si no viesen nada”. De ahí el total desfase respecto de la realidad alemana en los ciudadanos corrientes de la Europa atlántica.
La Mitteleuropa, el espacio geoestratégico de esta Alemania de nuevo lanzada al sueño de la dominación continental, se identificaba, según Minc, con cuatro círculos concéntricos. El primer círculo, formado por el territorio –hoy reunificado- de las extintas RFA y RDA. Un segundo círculo “se ajusta a las fronteras de la gran Alemania de antaño”. El tercero englobaba todos los estados de Centroeuropa. Y el cuarto llegaba hasta las regiones occidentales de la URSS. Era a este espacio de cuatro círculos al que se destinó la suerte de Plan Marshall clandestino ya referido. Minc se detenía en algunos territorios del cuarto círculo: el Volga soviético con sus dos millones de alemanes, los estados bálticos influenciados durante mucho tiempo por Prusia y Ucrania, hoy de triste actualidad por el choque geoestratégico entre Rusia y Alemania. Sobre Ucrania Minc señalaba “sus complejos vínculos con la Europa del Centro, sus pulsiones pro-alemanas más ambiguas y su forma de volverse hacia Alemania para resistir a Rusia”. Era a Rusia, a la URSS de entonces, a quién Minc otorgaba la capacidad de determinar si el reposicionamiento alemán como poder continental saldría o no adelante. En aquel momento sus relaciones eran excelentes. La RFA era la sociedad más “sovietófila” de toda la Europa occidental. Y la URSS veía la consolidación de Alemania cual gran poder continental como la mejor manera de conseguir la retirada de los EEUU de los asuntos europeos. Jugar a esa carta tenía sus riesgos, pero al final el reposicionamiento se produjo. Las pugnas por áreas de control y de influencia entre Rusia y Alemania llegarían más tarde: hoy las estamos viendo.
¿Y Francia? Cuando Minc avisaba en el prólogo de que quedaba poco tiempo para maniobrar ante lo que se avecinaba, su preocupación no era la suplantación sigilosa de la CEE por una unión continental muy distinta, sino el papel secundario en el que iba a verse Francia en ese nuevo orden europeo dominado por Alemania. El autor escribía para un público francés, un público minoritario además, el de quienes se interesan por las cuestiones de geoestrategia y de alta política. ¿Qué hacer? Minc estaba convencido de que sólo cabía hacer una cosa: convencer a Alemania de que incorporara a Francia en el ejercicio de su imperium sobre el continente, esto es, hacerla creer en la conveniencia de formar un eje de poder germano-francés. Puesto que Francia era objetivamente más débil sólo podía jugar una baza: su condición de potencia con armamento nuclear. Se trataba de ofrecer a Alemania la protección del paraguas nuclear galo a cambio de que Alemania compartiera con Francia el dominio político continental. “Hace veinte años la República Federal se habría carcajeado de esta protección de pacotilla, por lo muy convencida que estaba entonces de la solidez del paraguas nuclear norteamericano”, decía Minc. Pero a punto de empezar la década de los noventa la situación era completamente distinta. El desacoplamiento estadounidense era un hecho irreversible y las nuevas ambiciones continentales de Alemania también. Minc advertía severamente: “nos quedan tres o cuatro años para jugar esta última baza”, la de ofrecer a Alemania la protección del paraguas nuclear galo a cambio de que Alemania concediera un eje de poder germano-francés sobre el continente. “Pasado este tiempo la suerte estará echada de forma definitiva”. Los políticos franceses estaban ya en ello. Pero Minc les reprochaba indefiniciones y cautelas que podían echar a perder la baza y acabar con Francia arrinconada o en posición subordinada en el nuevo escenario continental que se preparaba. “La batalla de Alemania sería la batalla de Francia”, había proclamado enfáticamente Chirac. ¿Eso que quería decir exactamente? “Que las fuerzas convencionales francesas interviniesen en caso de producirse una agresión contra Alemania, evidente. Que las fuerzas nucleares tácticas fuesen utilizadas a modo de última advertencia según la doctrina oficial, ciertamente. Ahora bien, que Francia utilizase su fuerza disuasoria para defender a Alemania y que el santuario nuclear francés englobase el territorio alemán, ¡nada menos seguro! Los estrategas franceses rechazan una intervención atómica en una frontera concreta. Descartan la automaticidad para amparar la libertad de maniobra del jefe del estado”. En el momento en que escribía Minc esos mismos estrategas distinguían a “Alemania en tanto que territorio aliado y a Francia en tanto que territorio sagrado”. Pero así no se iba a ningún sitio, les advertía el autor. No se cierra una alianza sin saber a qué atenerse y Alemania no tenía en aquel momento garantías ciertas de que Francia estuviera dispuesta a ser su paraguas nuclear con todas las consecuencias. “En esta inmensa partida Francia dispone del comodín de la extensión de su garantía nuclear a Alemania”, señalaba Minc. “Pero de tanto sacarlo sin llegar a jugarlo, de tanto dejarlo ver sin soltarlo, de tanto mostrarlo a medias, al final acabará perdiéndolo, y el día en que por fin lo lance sobre el tapete, cabe la posibilidad de que la partida haya terminado ya”. Francia no podía permitirse que eso sucediera. Esa indefinición tenía que cambiar.
Minc se demoraba entonces por los vericuetos de la política militar francesa, que como las directrices geoestratégicas en Alemania, se caracterizaba por un consenso general dentro del poder político y fuera de él. Era esta política militar una de las claves para apuntalar la grandeur francesa, la ilusión de seguir siendo una gran potencia. Sus fuerzas armadas intentaban ser una réplica a escala reducida de las de los Estados Unidos y la URSS. Poderío nuclear, una fuerza de intervención de calidad allende los mares y unas fuerzas convencionales eficientes. Con ello se buscaba mantener la independencia del ‘santuario nacional’, tener la capacidad de defenderse sin necesitar de otros y, de paso, seguir desempeñando el papel de potencia colonial. La apuesta por este modelo había estimulado la aparición de una pujante industria militar y armamentística francesa. La revolución espacial, lógicamente, se le escapaba a un país del tamaño de Francia. Pero aspiraba a construir con Alemania una política espacial europea orientada fundamentalmente a la ambición civil, aunque sin excluir la preocupación militar. Todo este modelo, señalaba Minc, iba a encontrarse, tarde o temprano, con dificultades financieras. Para consolidar ese eje germano-francés de dominación en Europa Francia iba a tener que ponerle a Alemania sobre la mesa una potencia nuclear al día. Y la concentración del esfuerzo militar en lo nuclear, precio a pagar para jugar a ser una potencia europea, iba a hacer muy difícil conservar una fuerza de intervención exterior de calidad, necesaria para jugar a ser una potencia colonial. Minc recomendaba crear sinergias militares con Alemania: “A aquellos países que no están provistos de armas atómicas les toca equiparse con verdaderos medios convencionales y a Alemania en primer lugar”. El desarme nuclear de la URSS y EEUU en Europa brindaba una “oportunidad formidable” a Francia: la de incrementar el valor estratégico de su armamento nuclear, de su fuerza disuasoria. Esa era la carta clave para lograr el triunfo de participar en el banquete del dominio continental alemán. Y Minc abogaba por jugarla a fondo con “la fusión de las fuerzas convencionales, los armamentos compartidos, la repartición de las tareas, la unidad de mando”. Las elites de poder estaban estudiando esa posibilidad. “El Plan Schmidt contempla una especialización natural, el armamento nuclear para Francia y el convencional para Alemania, una contribución financiera de Alemania para la modernización de la fuerza disuasoria y el mando integrado para Francia, dado que está en juego la utilización del arma suprema: en efecto, lo nuclear no se delega”. A la política del paso a paso en lo militar ya en marcha –instauración del Consejo Francoalemán de Defensa, maniobras militares conjuntas, estandarización de equipamientos- debía sumarse de una vez una voluntad política clara: la de “asumir la defensa del aliado como si de la propia se tratase”. La cristalización de esa estrategia iba demasiado lenta con respecto al ritmo de la nueva deriva alemana y de la retirada de EEUU de los asuntos europeos. “Ya no hay tiempo que perder…”, era el llamamiento imperioso de Minc.
Minc dedicaba, posteriormente, varios capítulos a analizar qué podría traer a la Europa comunitaria el inminente mercado único. El proyecto de Europa que se estaba alumbrando era fundamentalmente materialista y económico. La Europa unida habría podido empezar a existir sobre otros supuestos, observaba Minc, cosa que “se suele olvidar demasiado a menudo”. Por ejemplo, sobre supuestos políticos, “a través de un embrión de organización que habría creado las semillas de una confederación” auténtica de estados soberanos. O sobre supuestos militares, sobre una verdadera comunidad de defensa exclusivamente europea. O sobre supuestos culturales, con iniciativas transnacionales que protegieran y alimentaran la vigencia de la gran herencia cultural europea y acercaran sistemas y programas educativos. O sobre supuestos jurídicos, a través de una armonización de los derechos civil y penal y la estructuración de un espacio judicial europeo. La prioridad dada al supuesto “todo-económico” hacía del mercado único y liberalizado un objetivo tan problemático como ambiguo, porque su dinámica iba a invadir otros ámbitos y a someterlos bajo el pretexto de la economía. La “ciudadanía única” que se estaba diseñando iba a convertir al “homo europeanus” del mercado liberalizado en el “más marxista de los seres”, una criatura convertida en “europea” por la primacía absoluta de lo económico y de los intereses dinerarios más descarnados, no por “su cultura, su arraigo y sus derechos ciudadanos”. Minc señalaba que “únicamente un proselitismo europeo asaz ingenuo puede hacer creer que de la economía surgirá con toda naturalidad una comunidad” fraternal y genuina. La realidad, probablemente, sería muy otra. “El día que los europeos sopesen las ventajas y los costes del gran mercado, el despertar puede llegar a ser brutal”. Cualquier analista sensato podía anticipar las tensiones venideras entre los países ganadores y los países perdedores de ese gran mercado. O entre las capas sociales víctimas de sus efectos y las oligarquías. O el mecanismo insidioso que se esconde, irremediablemente, en los organismos de poder transnacionales y sin controles democráticos. Minc recordaba los poderes “casi soberanos” del FMI y como este se empleaba con dureza inusitada con las naciones en quiebra, mientras no imponía la menor regla de conducta a esas potencias económicas que, a su vez, eran las primeras en demandar rigor con los débiles endeudados con ellas o sus bancos. ¿Quién podría asegurar que Alemania no actuaría del mismo modo en el continente y desde los organismos transnacionales y no electos europeos? “Los más fuertes no tienen ningún interés en que se promulguen reglas destinadas a limitar sus superventajas sobre los más débiles. Si estas reglas forman parte del decorado, se resignan a ellas. Pero si no existen, ¿por qué irían a contribuir a establecerlas?” De ahí el riesgo de que el gran mercado provocara desequilibrios permanentes y sin contrapesos capaces de atenuar los daños.
Minc avizoraba una catástrofe que hoy, veinticinco años más tarde, está trágicamente vigente en los países del sur de Europa. Si los daños sociales y materiales adquirían ribetes dramáticos “la necesidad del Estado acabará imponiéndose. Pero en vez de verla manifestarse a nivel europeo, serán los Estados miembros quienes, al ser interpelados, deberán reaccionar. Sería una verdadera catástrofe. Al verse ellos obligados a subsanar los estragos de la Europa unida, los gobiernos económicamente más débiles sólo podrán optar entre 1) un reflejo antieuropeo, 2) la mendicidad cerca de los estados más opulentos de la comunidad o 3) la amenaza de dar al traste con el sistema. Y esta última hipótesis no sería la peor, pues quizá sería la única capaz de sacudir la inercia comodona de aquellos que habrán ganado en ese juego del gran mercado”. En cualquier caso, era obvio que “los fuertes no podrán volverse más fuertes y los débiles más débiles sin que nada acontezca”. Sin reglas y compensaciones que corrigieran esa situación –por ejemplo, mecanismos de Estado-providencia a nivel europeo- la Europa supranacional estaba llamada a generar y padecer “conflictos insoportables”. El mercado, “sin contrapesos y sin sistema de redistribución, tiene un efecto mecánico: los fuertes se hacen más fuertes y los débiles más débiles”. Minc anticipaba una verdadera “pesadilla darwiniana” en esa Europa continental y liberalizada que estaba por venir y que generaría “considerables desigualdades como telón de fondo”. Y veía muy posible que sólo la amenaza de rebelión de algunas sociedades, en especial de sus sectores maltratados y depauperados, pudiera arrancar la necesaria concesión de un Estado-providencia continental o de sistemas de compensación comunitarios.
En el campo de batalla económico del mercado único el problema alemán volvería a surgir. Estado y grandes corporaciones y bancos forman en Alemania un aparato de poder inextricablemente entrelazado que actúa de consuno. Juntos tejen la red de intereses geopolíticos alemanes y juntos “cierran a cal y canto el territorio nacional –ha de transcurrir mucho tiempo antes de que una OPA hostil se produzca en Alemania- y mantienen la disciplina en el aparato de producción”. ¿Quién podría sospechar que en un consejo de administración del Deutsche Bank o de Siemens se tratan “operaciones cuya motivación no es únicamente económica” sino también política? Y sin embargo ocurre. Con el mercado alemán cerrado para las corporaciones de otros países europeos y con las corporaciones alemanas colonizando buena parte del sur, del centro y del este de Europa los problemas acabarían tarde o temprano apareciendo. Minc añadía a este desequilibrio básico otra fuente de problemas y descontento social en la fiscalidad. La liberalización del mercado europeo iba a suponer la evasión masiva de capitales: “el hecho de que los paraísos fiscales cobren semejante influencia le será cargado en su cuenta a Europa”. O en su defecto, y para que las carteras importantes no huyeran del todo, se les impondría una fiscalidad tan baja que equivaldrá a una exoneración. “Evidentemente”, pronostica Minc, “habrá que transferir todo eso que se deja de ganar sobre las rentas del trabajo” y los impuestos indirectos. De esta forma la Europa fiscal “habrá llegado al resultado –hablando claro- de exonerar a los ricos y gravar a los pobres. ¡Vaya justicia redistribuidora al revés!”. Minc pronosticaba que para finales del siglo XX la desigualdad patrimonial en Europa, especialmente en algunos países, sería tan fuerte que suscitaría “tensiones, conflictos e insatisfacciones, sobre todo en una sociedad en proceso de envejecimiento donde prevalecerá la fortuna asentada”.
Buena parte del denso ensayo de Minc se demoraba en cuestiones que hoy están superadas o han perdido su actualidad. Pero los análisis sobre lo que él llamaba “el problema alemán” y la evolución de una Europa liberalizada y dominada por Alemania eran clarividentes. “No es fruto del azar el que el futuro de la construcción europea se centre en Alemania, del mismo modo que la deriva del continente se realiza en torno a dicho país”, advertía una vez más. “No existe cuestión europea alguna, sólo existe la cuestión alemana. Este antiguo precepto del siglo XIX vuelve a cobrar toda su vigencia. Reconocerlo así no significa estar cediendo a germanofobia alguna. Es, simplemente, tener en cuenta la realidad y no especular con sueños”. Un “problema alemán” que el antiguo secretario de estado estadounidense Henry Kissinger había resumido en una frase: “demasiado grande para Europa, demasiado pequeña para el mundo”. Ese tamaño y ese peso excesivos dentro del continente se han unido a un sentimiento de superioridad con respecto a otros pueblos que ha tomado formas más inofensivas o más sinistras según los momentos históricos. La combinación de ambos elementos es la clave del referido “problema alemán”. Y la exacerbación de esos dos factores –demasiado peso, demasiado sentimiento de superioridad- ha producido disrupciones severas dentro del continente que acabaron en dos guerras mundiales, dos destrucciones de Europa y un genocidio, todo ello en menos de cien años. Con esos precedentes terribles y cercanos, ¿era sensato permitir la aparición de una estructura continental como la actual UE, con la que una Alemania reunificada volvería a imponer su dominio sobre Europa?
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Veinticinco años después del análisis prospectivo de Alain Minc la Unión Europea es, en buena medida, el pseudónimo amable con el que se emboza el IV Reich, la cuarta oleada de imperialismo alemán sobre el Viejo Continente. Francia, como recomendaba encarecidamente Minc, ha intentado convertirse en la comparsa de Alemania en el ejercicio de ese imperium, evitando verse completamente arrinconada o convertida en otro estado finlandizado más. Hoy por hoy la preponderancia del eje germano-francés, aun con ocasionales tensiones entre ambas potencias, es total y nadie dentro de la UE parece capaz de retar este estado de cosas. La última vez que alguien lo intentó, peleando un eje alternativo Londres-Madrid-Roma-Varsovia de vocación netamente atlantista, una oportuna matanza islamista a cuatro días de unas elecciones generales acabó con el desafío para los restos.
Ante este panorama, y de un modo poco sorprendente, Gran Bretaña ha puesto sobre la mesa un referéndum para votar su salida de la estructura continental. Si esa retirada se consuma, no sería de extrañar que desde el eje germano-francés se respondiera dando alas, abierta o subrepticiamente, al separatismo escocés y que el Reino Unido pudiera ver su estabilidad interna, e incluso su propia integridad territorial, seriamente comprometidas. La guerra dentro de la Europa actual no ha desaparecido, simplemente se hace por otros medios. Y esto es algo que en España, con dos separatismos a los que nunca les han faltado insidiosas tutelas exteriores, no se debería olvidar.
Veinticinco años después del análisis de Minc, en fin, los países de Europa meridional se encuentran, no sólo en una situación de “finlandización” con respecto a Alemania, sino convertidos en lo que Paul Manson llamó gráficamente “colonias deudoras con un poco de autonomía” [5]. En nuestros países han cristalizado esa pesadilla darwiniana y esos “conflictos insoportables” que Minc pronosticaba cinco lustros atrás para la Europa continental, liberalizada y dominada por Alemania. Preguntado por su explicación de la crisis griega en particular, y de la crisis de la Europa meridional en general, el economista estadounidense Richard Wolff [6] señalaba que dos factores se habían unido para provocar el desastre: las condiciones creadas por la eurozona y el colapso económico global de 2008. Era evidente que los estados implicados en el proyecto de la Unión Europea “tenían agendas distintas y capacidades también muy diferentes” para imponer esas agendas. Las elites del sur que incorporaron a sus países al proyecto cometieron dos errores de resultados trágicos. El primero, pensar que sus salarios más bajos moverían actividad productiva de Alemania y los otros países del norte al sur. Eso no pasó, “no entendieron que los alemanes no estaban por la labor de que eso ocurriera y que andaban muy ocupados tomando multitud de medidas para garantizar, no sólo que las industrias alemanes no dejarían el país para irse al sur, sino que de hecho, iba a ocurrir lo contrario”; esto es, que las corporaciones alemanas (y secundariamente las francesas) iban a ocupar los mercados del sur y se iban a quedar con las empresas de algún valor que allí hubiera. El segundo error fatal de las elites del sur fue no entender que si las corporaciones del norte más rico iban, no ya a deslocalizar, sino a expandir su producción en algún otro sitio, ese no iba a ser el sur de Europa, sino Europa del Este, primeramente, y Asia, Iberoamérica e incluso África, después, mercados en los que les interesaba más instalarse productivamente y donde la mano de obra era aún más barata. El proyecto europeo, por tanto, no estaba llamado a industrializar más a los países del sur, sino lo contrario, a destruir o poner en venta su sector primario y sus empresas de valor y a entregar sus mercados a las grandes corporaciones germanas y francesas.
A este vicio de origen se había venido a superponer el colapso económico de 2008. Wolff rechazaba el argumento simplista, muy utilizado en Alemania, de que los países del sur habían vivido “por encima de sus posibilidades”, porque en realidad todos los países habían hecho lo mismo. Todos los países habían pedido prestado a un ritmo creciente. Los propios Estados Unidos, recordaba Wolff, tienen una deuda descomunal resultado de “haber vivido por encima de sus posibilidades” a una escala inimaginable antes. El problema de países como Grecia era que los mismos bancos que antes la habían empujado a endeudarse concediéndole préstamos, al estallar la crisis financiera dejaron de prestarle con las condiciones precedentes porque había clientes económicamente más potentes a la caza desesperada de fondos. “Así Grecia descubrió que sus prestamistas, fundamentalmente bancos alemanes y franceses, tenían clientes más atractivos y de repente las condiciones para ella se hicieron mucho más onerosas. Los tipos de interés subieron, las condiciones se endurecieron y el viejo patrón de préstamo de Grecia se vio confrontado con un cambio de actitud radical de sus prestamistas tradicionales”. Wolff señalaba el círculo vicioso de endeudamiento a que lleva a muchos Estados occidentales la dinámica de la economía liberalizada. Minc ya lo había señalado también en su ensayo. Grandes capitales y corporaciones no tributan apenas, bien porque se evaden del pago de impuestos o bien porque le arrancan a los Estados ventajas para no pagar apenas a cambio de no marcharse. Los gastos del Estado y los servicios que provee al grueso de la población deben cargarse entonces a las espaldas de las clases medias y bajas vía impuestos directos e indirectos. Sin embargo, cuando la presión fiscal sobre estas deviene confiscatoria, o cuando la prestación de servicios se recorta o se deteriora gravemente, esas clases medias y bajas, que numéricamente son la abrumadora mayoría, se vengan con la contestación social y con el castigo en las urnas. El recurso habitual de los gobiernos para escapar de esta situación –las oligarquías no se dejan gravar, la masa maltratada castiga con el desorden y en las urnas- es conseguir dinero vía endeudamiento. Como decía Wolff, ese es un arreglo muy atractivo para bancos y corporaciones, para esas mismas oligarquías que no se dejan gravar, en suma. Ellos son quienes prestan el dinero y al hacerlo obtienen pingües beneficios, además de incrementar aún más su capacidad de presión e influencia sobre los gobiernos.
Sin entrar en la cuestión de cómo el sur ha acabado colonialmente sometido por la vía de la deuda (en esta nota se enlazan algunos análisis de interés [7]), cabe preguntarse por qué las elites de la Europa meridional embarcaron alegremente a sus Estados en una aventura -el mercado único liberalizado de la UE y, luego, la eurozona- que ha probado ser calamitosa. Incluso se puede ir más allá: ¿por qué esas elites han favorecido con tanta eficacia los intereses de otros –singularmente los de Alemania y Francia- en detrimento de los de sus propios países? ¿Por qué han ejecutado decisiones manifiestamente contrarias al interés nacional, dañosas para sus Estados y sus ciudadanos y lesivas para su soberanía? El análisis de esta traición política, económica y social de las elites del sur está aún por hacer. Pero sí podría apuntarse que las elites meridionales han recibido incentivos grupales y personales que podrían explicar esa traición en buena parte. Por ejemplo, han recibido ayuda para acceder al poder o conservarlo en sus parcelas domésticas y han recibido puestos y cargos en el ámbito internacional. También, por qué no decirlo, han encontrado la tolerancia del enriquecimiento corrupto (cuando no el fomento directo del mismo vía sobornos) siempre que sirvieran dócilmente a los intereses de las potencias dominantes. El analista Gregory Maniatis planteaba una pregunta pertinente que, aunque referida a Grecia, es válida para toda la Europa meridional [8]. ¿Por qué la Unión Europea, y por qué la famosa Troika que había ocupado Grecia tras los rescates, habían hecho sistemáticamente la vista gorda ante la corrupción y el quebranto que esta causaba a las finanzas del Estado griego? Los funcionarios de la Troika ocuparon en 2010 el Ministerio de Finanzas para imponer allí su voluntad, “pero rara vez iban de visita al Ministerio de Justicia”, se quejaba Maniatis. No sólo no se dejaban caer por allí, sino que sometieron al sistema judicial del país a recortes presupuestarios salvajes que lo dejaron totalmente inoperante. “Como resultado de la indiferencia de la UE”, denunciaba Maniatis, “los fiscales griegos se vieron impotentes para investigar casos complejos de corrupción con cuentas en paraísos fiscales y cooperadores foráneos. No se hicieron nuevas contrataciones y algunos fiscales no tenían siquiera fondos para llamadas de larga distancia. Mientras tanto el Parlamento griego estaba aprobando leyes que daban inmunidad a un número creciente de objetivos potenciales de la corrupción… ¿Por qué hacía la UE la vista gorda?”. La razón era simple: “para que alguien reciba un soborno, algún otro tiene que pagarlo” y si la justicia griega investigaba a fondo la corrupción de altos vuelos, muchas grandes compañías alemanas y francesas (que, como señalaba Minc, a menudo actúan al dictado o de consuno con el poder político de sus países) podrían acabar en las portadas de los periódicos y en los tribunales. Tras esas compañías aparecerían los políticos y los diplomáticos de las potencias implicadas en tales tramas de soborno y corrupción. Así las cosas, es fácil entender por qué “los hombres de negro” extranjeros no tenían ningún interés en ocupar los Ministerios de Justicia meridionales y ponerlos a funcionar a pleno rendimiento contra la corrupción. Y es que unas élites locales corruptas pero dóciles a los intereses y directrices de quienes mandan en la UE siempre son preferibles a líderes no manchados pero que sean “descarados”, que “no vengan del establishment” y que “desafíen los supuestos que han modelado las políticas” de la UE y de la eurozona [9].
Como observó Paul Krugman [10], el analista y escritor estadounidense Matthew Yglesias “dio en el clavo cuando señaló que los políticos de los países periféricos generalmente tienen incentivos personales” para cometer con sus electorados las traiciones políticas, económicas y sociales que, en cambio, benefician al eje de poder de la UE o a los poderes no electos transnacionales. “Si dejas el gobierno con la alta estima de la panda de Davos hay una colección de carguetes de la Comisión Europea, el FMI y similares para los que te pueden elegir incluso si te has ganado el desprecio absoluto de tus compatriotas”, señaló Yglesias. “Es más, ganarte ese desprecio vendría a ser algo así como un plus. La demostración definitiva de solidaridad con la “comunidad internacional” (o con la UE) sería hacer lo que la “comunidad internacional” (o el eje germano-francés) quiere incluso ante la oposición frontal de tus votantes” [11]. Yglesias observaba que la UE actual se parece en cierta manera a la Europa del Antiguo Régimen: aquella estaba dominada por una nobleza transnacional, esta por una eurocracia cuyos miembros “se identifican más con sus pares que con sus propias poblaciones”. De hecho, convertirse en un miembro serio y respetable de esa nueva oligarquía parece exigir, si no se procede de Alemania y Francia, la identificación sin fisuras con la agenda y las directrices de las dos potencias dominantes, aunque ello sea contrario al interés del propio país de origen.
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A los setenta años del final de la Segunda Guerra Mundial y a los veinticinco de la caída del Muro de Berlín, Alemania “está una vez más en las garras del ‘sturm und drang’, pero apenas ha sido advertido”. Analistas y medios convencionales mantienen hoy, a la hora de presentar la acción política de las élites alemanas, tres mitos que anestesian a la opinión pública europea. El analista P. Escobar los resumía [12]. El primero, el mito de una Alemania sensata que intenta mediar entre unos EEUU aún hegemónicos y una Rusia agresiva y desafiante. El segundo, el mito de una Alemania preocupada por la independencia y la estabilidad de los países del este de Europa. Y el tercero, el mito de que Alemania no puede levantar las sanciones comerciales contra Rusia –aunque le disgustan y perjudican sus intereses económicos- por una razón de orden casi moral: su compromiso con la seguridad de los países de Europa oriental. La realidad tras estos tres mitos es muy diferente. Alemania no es una mediadora entre los EEUU y Rusia, sino que busca erosionar a Rusia hoy a la vez que se prepara para desafiar a los EEUU en el futuro. Tampoco quiere la independencia y la estabilidad de los países de Europa del este: quiere su vasallaje y, de hecho, ya lo ha conseguido. “La estrategia de integración en la UE de los países de la Europa oriental, dirigida por Berlín, fue tanto para abrir nuevos mercados para las exportaciones alemanas como para poner un tapón entre Alemana y Rusia”. Y no es la seguridad de estos estados tapón lo que Alemania busca, sino “ejercer un control político y económico total sobre la periferia de la antigua URSS”. En cuanto a la propia UE, “ahora enfangada en un ambiente tóxico post-democrático, no igualitario y asolado por las políticas de austeridad sin vías claras de salida”, Alemania ya hace mucho que manda allí como dueña absoluta, política y económicamente.
Escobar censura ácidamente a “la actual ciénaga intelectual de la EU”, formada en su mayoría por “insignificantes ideólogos neoliberales” asentados en, o a la caza de, “sinecuras en ese kafkiano templo de la mediocridad que es Bruselas”. Nadie entre esos ideólogos habla o escribe de la cuestión alemana que, de nuevo, está en juego con toda su crudeza en suelo europeo. Frente a ellos el historiador y politólogo francés Emmanuel Todd constituye un llamativo contraste por la diversidad de su discurso. Todd coincide en que detrás de la UE actual se encuentra ese proyecto geopolítico y económico de dominación alemán del que Minc ya había hablado hace veinticinco años. Pero no se siente obligado a alertar sobre ello acompañándolo de ningún elogio o cortesía hacia Alemania, como sí hacía Minc. Al contrario. Todd subraya que dicho proyecto abre las puertas, de nuevo, “al inmenso potencial de irracionalidad política” de Alemania, del que ese país ha dado pruebas atroces en el pasado reciente. Las elites alemanas creen firmemente en un ejercicio del imperium sobre el continente conforme a un modelo de “dominación no igualitaria” donde cualquiera que sea la igualdad, los derechos y las protecciones que queden, eso sólo concernirá a los ciudadanos de los países de primera clase, con Alemania a la cabeza. “Bienvenidos, por tanto, a la ‘democracia’ del Herrenvolk, del pueblo amo”, saludaba Escobar. Todd observa que cuando sienten que su país es el más fuerte, “los alemanes se toman muy mal la negativa de los más débiles a obedecerlos, una negativa que entienden como contraria a natura y a razón”.
Los efectos que esto puede tener sobre los países europeos de “segunda clase” y sus poblaciones ya se ven en la Europa meridional, de cuya humillación y condena el caso griego es, a la vez, anuncio y paradigma. Pero Todd se preocupa, sobre todo, de los efectos que este IV Reich embozado bajo la mentira piadosa de la Unión Europea puede tener en el tablero geopolítico internacional. Y allí ve dos confrontaciones larvadas: una con Rusia, la otra con los EEUU. Con respecto a los EEUU Todd pone sobre la mesa el gran “non-dit europeo”: que la clave del dominio de Europa por parte de los EEUU tras la II Guerra Mundial era desactivar el peligro germano y mantener a Alemania bajo control. Ahora que el imperium estadounidense ha empezado a declinar y disolverse, también su capacidad de sujeción de una Alemania dominadora del continente se difumina. Y en ello se anuncia la emergencia de un nuevo cara a cara por la hegemonía sobre el espacio occidental “entre el continente-nación americano y este nuevo imperio alemán, un imperio político y económico que la gente sigue llamando “Europa” por costumbre”. Todd critica con dureza la falta de visión de los estrategas geopolíticos estadounidenses a quienes singulariza en Zbig Brzezinski, su figura más influyente. “Obsesionado como está con Rusia, sencillamente no ha visto venir a Alemania”, dice Todd de Brzezinski. “No ha visto que extender la OTAN hasta las repúblicas bálticas, hasta Polonia, estaba de facto sirviéndole en bandeja a Alemania un imperio, primero económico, pero hoy ya político. La ampliación oriental de la OTAN podría al final traer la segunda versión de la pesadilla de Brzezinski: una Eurasia unificada bajo un mismo imperium independientemente de los EEUU. Fiel a sus orígenes polacos, Brzezinski temía a una Eurasia bajo control ruso. Ahora corre el riesgo de pasar a la historia como otro más de esos polacos absurdos que, por odio a Rusia, han asegurado el engrandecimiento de Alemania”.
¿Y Rusia? Todd sostiene que, al contrario que los analistas estratégicos estadounidenses, los rusos sí han visto venir el peligro alemán, aunque han elegido el silencio por diplomacia. “Necesitan tiempo” para articular una geoestrategia con la que hacer frente a la amenaza. Cuando Alemania y los EEUU se embarcaron en la ampliación hacia el este de la UE y la OTAN, Rusia envió mensajes claros de que Ucrania era la línea roja que no podrían cruzar sin respuesta. Y a pesar de ello se cruzó, porque Ucrania era una pieza que Alemania quería cobrarse para su imperio: “una población activa de 45 millones de personas con un buen nivel educativo que viene desde el periodo soviético”. Todd ofrece una explicación de la jugada geoestratégica que hay bajo todos estos movimientos. “Alemania organizó laboriosamente su hegemonía en la EU sobre la base de que este conjunto dispar de naciones proporcionaría a Berlín la economía de escala para derrotar a su principal competidor industrial, los EEUU. Sin embargo, Alemania carece de recursos energéticos propios. Y los suministros de petróleo y gas desde África y Oriente Próximo son intrínsecamente inestables”. ¿Dónde conseguir recursos energéticos alternativos? La respuesta es obvia, en Rusia. Esto se podía hacer de dos formas: mediante una colaboración entre potencias que juegan como iguales o intentado minar política y económicamente a Rusia “para hacerse finalmente con el control financiero de sus inmensos recursos”. Lo primero significaría que el Estado ruso controlaría esos recursos, lo segundo que lo harían clanes oligárquicos supervisados por sus amos en Berlín, Londres y Nueva York. Y si se conseguía someter financieramente a Rusia, detrás irían otros estados del centro de Asia como Turkmenistán, con sus enormes reservas de gas, que quedarían libres para “ser sometidos al mandato alemán”.
Mientras se juegan en bambalinas estas partidas geoestratégicas, inadvertidas para una opinión pública europea a la que se mantiene ignorante de las mismas, los ciudadanos de Grecia votaron hace unos meses a un gobierno nuevo para que intente revolverse contra el destino que se les ha reservado en esta “democracia del Herrenvolk”. Los mensajes llegaron claros y distintos desde la metrópoli berlinesa-bruselense. Que el gobierno de uno de los países siervos -sin entrar en su orientación política o su mayor o menor capacidad como estadistas- tenga la osadía de buscar el interés propio por encima de los intereses de los fuertes es una pretensión inaceptable y que exige un inmisericorde vapuleo político y mediático que escarmiente a cualquier otro con parecidas veleidades. “Las elecciones no cambian nada”, sentenció el Ministro de Finanzas alemán Wolfgang Schäuble, quien aprovechó para criticar a los griegos por haber votado de modo “irresponsable”. Y el presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker remachó, por si aún no había quedado suficientemente claro: “no puede haber elección democrática contra los tratados europeos”. No para el sur de Europa, por lo menos.
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NOTAS
[1] Alain Minc: La gran ilusión. La Europa comunitaria y la Europa continental (traducción de Jaime Liarás García y Janine Muls), Planeta, Barcelona, 1990. Alain Minc: La grande illusion, Grasset & Fasquelle, 1989.
[2] El término finlandización (en inglés: finlandization) fue acuñado en Occidente durante la Guerra Fría para describir la política de neutralidad y aquiescencia pasiva seguida por Finlandia con respecto a la URSS. El país nórdico, aun estando situado al oeste del Telón de Acero, evitaba la toma de postura en los asuntos que pudieran irritar a la URSS. En la práctica, esto tuvo como consecuencia la reducción de su soberanía política y la limitación de su autonomía de acción, sometidas ambas al influjo soviético. En el análisis de los escenarios futuros de una Europa continental dominada por Alemania, Minc apostaba por que se produciría una “finlandización” con respecto al Estado germano de la mayoría de la Comunidad Europea.
[3] Un recordatorio sobre el embajador Guido Brunner y sus “convolutos”: Necrológica de Guido Brunner (el enlace por desgracia ya no funciona).
[4] Sobre la utilización sistemática de sobornos por parte de las corporaciones alemanas, véase el caso de Grecia. info-grecia – Sobornos.
[5] Paul Manson: “A Debt Colony with a bit of Home Rule“, 23 Feb 2015. En 2013 Der Spiegel publicó un artículo de Jakob Augstein donde se afirmaba que “Los alemanes atan a los pueblos europeos con los grilletes de la deuda“.
[6] Michael Nevradakis: “Richard Wolff on the Greek Crisis, Austerity and a Post-Capitalist Future“, Truthout, 15 Jan 2015.
[7] Ilustrativo es el análisis que Yanis Varoufakis hizo del tema en una conferencia impartida en la Universidad de Columbia, cuando todavía era un académico con libertad para hablar sobre la cuestión sin las dobleces y las servidumbres del político profesional. The Global Minotaur: The Crash of 2008 and the Euro-Zone Crisis in Historical Perspective. Manuel Ballbé y Yaiza Cabedo: “El ataque alemán desahucia a España“, El País, 29-11-2012. Mark Blyth: “Ending the Creditor’s Paradise“, Jacobin Magazine, Feb 2015. Beatriz Jaimen: “Dirigente del FMI: El dinero de rescate a Grecia fue para salvar a los bancos alemanes y franceses”, InfoGrecia, 5-3-2015.
[8] Gregory Maniatis: “In Greece, Focus on Justice“, New York Times, 20 Feb 2015.
[9] Noah Barkin & Andreas Rinke: “Germany in shock as new Greek leader starts with a bang“, Reuters, 28 Jan 2015.
[10] Paul Krugman: “Greece: The Tie That Doesn´t Bind“, New York Times, Feb 9 2015.
[11] Matthew Yglesias: “The Global Ruling Class“, Think Progress 5-11-2011.
[12] Esta cita y las siguientes extraídas de P. Escobar: “The German Question“, RT, May 2015.